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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

25/9/13

Dialogo KANT - FOUCAULT

1º.- Michel Foucault  ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?.-


En nuestros días, cuando un periódico plantea una cuestión a sus lectores, es para solicitarles su parecer sobre un tema del que cada uno ya tiene su opinión: no hay riesgo de que se aprenda gran cosa. En el siglo XVIII se prefería interrogar al público sobre problemas de los que precisamente aún no había respuesta. No sé si era más difícil; era más divertido.

De acuerdo con esta costumbre, una revista alemana, la Berlinische Monatsschrift, publicó en diciembre de 1784 una respuesta a la pregunta: Was ist Aufklärung? ( ¿Que es la ilustración ? ), y esta respuesta era de Kant.

Texto menor, quizá. Pero me parece que con él entra discretamente en la historia del pensamiento una cuestión a la que la filosofía moderna no ha sido capaz de responder, pero de la que nunca se ha conseguido desprender, y bajo formas diversas hace ahora dos siglos que la repite. De Hegel a Horckheimer o a Habermas, pasando por Nietzsche o Max Weber no hay apenas filosofía que, directa o indirectamente, no se haya confrontado con esta misma cuestión: ¿cuál es, pues, este acontecimiento que se llama la Aufklärung y que ha determinado, al menos en parte, lo que hoy en día somos, lo que pensamos y lo que hacemos? Imaginemos que la Berlinische Monatsschrift existiera todavía en nuestros días y que planteara a sus lectores la pregunta: “¿Qué es la filosofía moderna?”. Tal vez se le podría responder en eco: la filosofía moderna es la que intenta responder a la cuestión lanzada, hace dos siglos, con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?


Detengámonos algunos instantes sobre este texto de Kant. Por varias razones, merece retener la atención.

1.  Moses Mendelssohn acababa también de responder a idéntica cuestión en el mismo periódico dos meses antes, pero Kant no conocía este texto cuando redactó el suyo. Ciertamente no data de este momento el encuentro del movimiento filosófico alemán con los nuevos desarrollos de la cultura judía. Hacía ya una treintena de años que Mendelssohn se encontraba en esta encrucijada, en compañía de Lessing. Sin embargo, hasta entonces se había tratado de otorgar derecho de ciudadanía a la cultura judía en el pensamiento alemán —lo que Lessing había intentado hacer en Die Judenb o incluso de poner de manifiesto problemas comunes al pensamiento judío y a la filosofía alemana: es lo que Mendelsshon había hecho en las Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seelec. Con los dos textos aparecidos en la Berlinische Monatsschrift, la Aufklärung alemana y la Haskala judía reconocen que pertenecen a la misma historia; buscan determinar de qué proceso común brotan, y ésa era quizás una manera de anunciar un destino común que ya sabemos. a qué drama iba a conducir.

2. Pero hay más. Tanto en sí mismo, como en el interior de la tradición cristiana, este texto plantea un problema nuevo.

Ciertamente, no es ésta la primera vez que el pensamiento filosófico busca reflexionar sobre su propio presente. Pero, esquemáticamente, se puede decir que esta reflexión había adoptado hasta entonces tres formas principales:

— Se puede representar el presente como perteneciente a cierta época del mundo, distinta de las otras por algunos caracteres propios, o separado de las restantes por algún acontecimiento dramático. Así, en el Político de Platón los interlocutores reconocen que pertenecen a una de esas revoluciones del mundo en las que éste se vuelve del revés, con todas las consecuencias negativas que esto puede tener.

— También se puede interrogar al presente para intentar descifrar en él los signos anunciadores de un acontecimiento próximo. Ahí se da el principio de cierta hermenéutica histórica de la que Agustín podría ofrecer un ejemplo.

— Se puede igualmente analizar el presente como un punto de transición hacia la aurora de un mundo nuevo. Esto es lo que describe Vico en el último capítulo de los Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las nacionesd; lo que él ve “hoy en día”, es “expandirse la más completa civilización entre los pueblos sometidos en su mayoría a algunos grandes monarcas”, y también “Europa radiante por una incomparable civilización”, en la que finalmente abundan “todos los bienes que componen la felicidad de la vida humana”.

Ahora bien, la manera en la que Kant plantea la cuestión de la Aufklärung es totalmente diferente: ni una época del mundo a la que se pertenece, ni un acontecimiento del que se perciben los signos, ni la aurora de una plena culminación. Kant define la Aufklärung de un modo casi completamente negativo, como una Ausgang, una “salida”, un “desenlace”. En sus otros textos sobre la historia, lo que sucede es que Kant plantea cuestiones de origen o define la finalidad interior de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung, la cuestión concierne a la pura actualidad. No busca comprender el presente a partir de una totalidad o de una acabamiento futuro, busca una diferencia. ¿Qué diferencia introduce el hoy con relación al ayer?

3. No entraré en el detalle del texto que no es siempre muy claro, a pesar de su brevedad. Simplemente quisiera retener de él tres o cuatro rasgos que me parecen importantes para comprender cómo Kant ha planteado la cuestión filosófica del presente.

Kant indica inmediatamente que esta “salida” que caracteriza la Aufklärung es un proceso que nos saca del estado de “minoría de edad” y por “minoría de edad” entiende cierto estado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que es conveniente hacer uso de la razón. Kant da tres ejemplos: estamos en estado de minoría de edad cuando un libro reemplaza nuestro entendimiento, cuando un director espiritual ocupa el lugar de nuestra conciencia, cuando un médico decide en vez de nosotros sobre nuestro régimen (señalemos de paso que se reconoce fácilmente el registro de las tres críticas, aunque el texto no lo diga explícitamente). En todo caso, la Aufklärung se define por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón.


Hay que señalar también que esta salida es presentada por Kant de manera bastante ambigua. La caracteriza como un hecho, un proceso que se está desarrollando; pero la presenta también como una tarea y una obligación. Desde el primer párrafo hace notar que el hombre es por sí mismo responsable de su estado de minoría de edad. Es preciso, por tanto, concebir que no podrá salir de él sino mediante un cambio que operará él mismo sobre sí mismo. De un modo significativo, Kant dice que esta Aufklärung tiene una “divisa” (Wahlspruch): ahora bien, la divisa es un rasgo distintivo por el que se hace reconocer, y es también una consigna que se da uno a sí mismo y que se propone a los otros. ¿Y cuál es esta consigna? Aude saper, “ten el valor, la audacia de saber”. Por tanto, es necesario considerar que la Aufklärung es a la vez un proceso del que los hombres forman parte colectivamente y un acto de valor que se ha de efectuar personalmente. Ellos son, a la vez, elementos y agentes del mismo proceso. Pueden ser los actores de dicho proceso en la medida en que forman parte de él; y éste se produce en la medida en que los hombres deciden ser los actores voluntarios del mismo.

Aquí surge una tercera dificultad en el texto de Kant. Reside en el empleo de la palabra Menschheit. Ya se sabe la importancia de esta palabra en la concepción kantiana de la historia. ¿Hay que comprender que el conjunto de la especie humana está prendido en el proceso de la Aufklärung? Y, en este caso, hay que imaginar que la Aufklärung es un cambio histórico que atañe a la existencia política y social de todos los hombres sobre la superficie de la tierra. ¿O hay que comprender que se trata de un cambio que afecta a lo que constituye la humanidad del ser humano? Entonces, la cuestión que se plantea es la de saber lo que es ese cambio. Tampoco aquí la respuesta de Kant está exenta de cierta ambigüedad. En todo caso, bajo trazas simples, es bastante compleja.

Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre salga de su minoría de edad. Y estas dos condiciones son a la vez espirituales e institucionales, éticas y políticas.

La primera de tales condiciones es que se distinga bien lo que depende de la obediencia y lo que depende del uso de la razón. Para caracterizar brevemente el estado de minoría de edad, Kant cita la expresión corriente: “Obedeced, no razonéis”. Tal es, según él, la forma en que se ejercen de ordinario la disciplina militar, el poder político y la autoridad religiosa. La humanidad llegará a ser mayor de edad no cuando ya no tenga que obedecer, sino cuando se le diga: “Obedeced, y podréis razonar tanto como queráis”. Hay que señalar que la palabra alemana aquí empleada es räzonieren; dicha palabra, que también se emplea en las Críticas, no se refiere a un uso cualquiera de la razón, sino a un uso de la razón en el que ésta no tiene otro fin que ella misma. Räzonieren es razonar por razonar. Y Kant da ejemplos que son, también en apariencia, completamente triviales: pagar los impuestos, pero poder razonar cuanto se quiera sobre el régimen tributario, eso es lo que caracteriza el estado de mayoría de edad, o también, cuando se es pastor de almas, asegurar el servicio de una parroquia conforme a los principios de la Iglesia a la que se pertenece, pero razonar como se quiera, con respecto a los dogmas religiosos.

Cabría pensar que no hay en ello nada muy diferente de lo que se entiende, desde el siglo XVI, por la libertad de conciencia: el derecho a pensar como se quiera con tal que se obedezca como se debe. Ahora bien, es aquí donde Kant hace intervenir otra distinción y de una manera bastante sorprendente. Se trata de la distinción entre uso privado y uso público de la razón. Pero a continuación añade que la razón debe ser libre en su uso público y sumisa en su uso privado. Lo que es, palabra por palabra, lo contrario de lo que se llama de ordinario la libertad de conciencia.

Pero hay que precisar un poco. ¿Cuál es, según Kant, este uso privado de la razón? ¿Cuál es el dominio en el que se ejerce? El hombre, como dice Kant, hace un uso privado de su razón cuando es “una pieza de una máquina”, es decir, cuando tiene un papel que desempeñar en la sociedad y unas funciones que ejercer: ser soldado, tener que pagar impuestos, estar al cargo de una parroquia, ser funcionario de un gobierno, todo esto hace del ser humano un segmento particular en la sociedad; mediante esto se encuentra situado en una posición definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines particulares. Kant no pide que se practique una obediencia ciega y boba, sino que de la propia razón se haga un uso adaptado a esas circunstancias determinadas; entonces la razón se debe someter a esos fines particulares. Aquí no puede haber, por tanto, uso libre de la razón.

En cambio, cuando no se razona más que para hacer uso de la propia razón, cuando se razona, en tanto que ser razonable (y no en tanto que pieza de una máquina), cuando se razona como un miembro de la unidad razonable, entonces el uso de la razón debe ser libre y público. La Aufklärung no es, por tanto, sólo el proceso por el que los individuos verían garantizada su libertad personal de pensamiento. Hay Aufklärung cuando hay superposición del uso universal, del uso libre y del uso público de la razón. Ahora bien, esto nos obliga a plantear una cuarta cuestión a este texto de Kant. Fácilmente se concibe que el uso universal de la razón, al margen de todo fin particular, es cosa del sujeto mismo en tanto que individuo; también se concibe sin dificultad que la libertad de este uso se pueda asegurar de modo puramente negativo, mediante la ausencia de toda persecución contra él. Pero, ¿cómo asegurar un uso público de esta razón? La Aufklärung, como se ve, no debe ser concebida simplemente como un proceso general que afecta a toda la humanidad; no debe ser concebida solamente como una obligación prescrita a los individuos: aparece ahora como un problema político. En todo caso, se plantea la cuestión de saber cómo el uso de la razón puede adoptar la forma pública que le es necesaria, cómo la audacia del saber se puede ejercer a plena luz, siempre que los individuos obedezcan tan estrictamente como sea posible. Y Kant, para terminar, propone a Federico II, en términos apenas velados, una especie de contrato. Dicho contrato se podría denominar contrato del despotismo racional con la libre razón: el uso público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de obediencia, a condición, no obstante, de que el principio político al que hay que obedecer sea él mismo conforme a la razón universal.

Dejemos aquí este texto. No pretendo en absoluto considerarlo como si pudiera constituir una descripción adecuada de la Aufkläklä y pienso que a ningún historiador le satisfaría para analizar las transformaciones sociales, políticas y culturales que se produjeron a fines del siglo XVIII.

Sin embargo, a pesar de su carácter circunstancial y sin querer otorgarle un lugar exagerado en la obra de Kant, creo que hay que subrayar el lazo que existe entre este breve artículo y las tres Críticas. Describe, en efecto, la Aufklärung como el momento en que la humanidad va a hacer uso de su propia razón, sin someterse a ninguna autoridad; ahora bien, precisamente en este momento la crítica es necesaria, puesto que tiene como papel definir las condiciones en las que el uso de la razón es legítimo para determinar lo que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que es lícito esperar. Un uso ilegítimo de la razón es el que hace nacer, con la ilusión, el dogmatismo y la heteronomía; en cambio, cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente definido en sus principios se puede asegurar su autonomía. La Crítica es, en cierto modo, el libro de a bordo de la razón que ha llegado a ser mayor de edad en la Aufklärung; e inversamente, es la edad de la Crítica.

Creo que también hay que señalar la relación entre este texto de Kant y los otros dedicados a la historia. Éstos, en su mayoría, buscan definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el que se encamina la historia de la humanidad; ahora bien, el análisis de la Aufklärung, al definir ésta como el paso de la humanidad a su estado de mayoría de edad, sitúa la actualidad con relación a ese movimiento de conjunto y sus direcciones fundamentales. Pero, al mismo tiempo, muestra cómo en el momento actual cada uno, en cierto modo, se siente responsable de este proceso de conjunto.

La hipótesis que quisiera avanzar es la de que este pequeño texto se encuentra, de alguna manera, en la confluencia entre la reflexión crítica y la reflexión sobre la historia. Sin duda no es la primera vez que un filósofo da las razones que tiene para emprender su obra en tal o cual momento. Pero me parece que es la primera vez que un filósofo enlaza de esta manera, estrechamente y desde el interior, la significación de su obra con relación al conocimiento, una reflexión sobre la historia y un análisis particular del momento singular en el que escribe y a causa del que escribe. La reflexión sobre el “hoy” como diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular es, en mi opinión, la novedad de este texto.

Y considerándolo así, estimo que se puede reconocer en él un punto de partida: el esbozo de lo que se podría llamar la actitud de modernidad.

Sé que a menudo se habla de la modernidad como de una época o, en todo caso, como de un conjunto de rasgos característicos de una época. Se la sitúa en un calendario en la que estaría precedida de una premodernidad, más o menos ingenua o arcaica y seguida de una enigmática e inquietante “posmodernidad”. Y cabe preguntarse, entonces, si la modernidad constituye la continuación de la Aufklärung y su desarrollo, o si es preciso ver ahí una ruptura o una desviación respecto de los principios fundamentales del siglo XVIII.

Con respecto al texto de Kant, me pregunto si no se puede considerar la modernidad más bien como una actitud que como un período de la historia. Por actitud quiero decir un modo de relación con respecto a la actualidad, una elección voluntaria efectuada por algunos, así como una manera de obrar y de conducirse que, a la vez, marca una pertenencia y se presenta como una tarea. Un poco, sin duda, como lo que los griegos llamaban un éthos. Por consiguiente, en vez de querer distinguir el “período moderno” de las épocas “pre” o “posmoderna”, creo que más valdría investigar cómo la actitud de modernidad, desde que se ha formado, se ha encontrado en lucha con actitudes de “contramodernidad”.

A fin de caracterizar brevemente esta actitud de modernidad, tomaré un ejemplo que es casi necesario: se trata de Baudelaire, ya que en general en él se reconoce una de las conciencias más agudas de la modernidad en el siglo XX.

1. Con frecuencia se intenta caracterizar la modernidad por la conciencia de la discontinuidad del tiempo: ruptura de la tradición, sentimiento de la novedad y vértigo de lo que pasa. Y tal es, en efecto, lo que parece decir Baudelaire cuando define la modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”e. Pero, para él, ser moderno no es reconocer y aceptar este movimiento perpetuo; es, por el contrario, adoptar determinada actitud con respecto a ese movimiento; y esta actitud voluntaria y difícil consiste en recobrar algo eterno que no está más allá del instante presente, ni tras él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda que se limita a seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de “heroico” en el momento presente. La modernidad no es un hecho de sensibilidad para con el presente fugitivo; es una voluntad de “heroizar” el presente.

Me contentaré con citar lo que dice Baudelaire de la pintura de los personajes contemporáneos. Baudelaire se mofa de esos pintores que, encontrando demasiado fea la vestimenta de los hombres del siglo XIX, no querían representar más que togas antiguas. Pero para él la modernidad de la pintura no consistirá en introducir los trajes negros en un cuadro. El pintor moderno será el que sea capaz de mostrar esta oscura levita como “la vestimenta necesaria de nuestra época”. Será el que sepa hacer ver, en esta moda actual, la relación esencial, permanente, obsesiva, que nuestra época mantiene con la muerte. “El traje negro y la levita no tienen únicamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad universal, sino, también, su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso séquito de sepultureros, sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos celebramos algún entierrof.” Baudelaire emplea a veces, para designar esta actitud de modernidad, una lítote que es muy significativa, dado que se presenta bajo la forma de un precepto: “No tenéis derecho a despreciar el presente”.

2. Quede claro que esta heroización es irónica. En la actitud moderna no se trata, en modo alguno, de sacralizar el momento que pasa para intentar mantenerlo o perpetuarlo. Y menos aún de recogerlo como una curiosidad fugitiva e interesante: eso sería lo que Baudelaire llama una actitud de flânerie. Dicha actitud se contenta con abrir los ojos, prestar atención y coleccionar en el recuerdo. Baudelaire opone al hombre de flânerie el hombre de la modernidad. “Va, corre, busca. Sin duda, este hombre, este solitario dotado de una imaginación activa, que viaja siempre a través del gran desierto de los hombres, tiene una mira más alta que el de un puro paseante (flâneur), una meta más general, distinta del placer fugitivo de la circunstancia.

Busca ese algo que, si se nos permite, llamaremos la modernidad. Para él, se trata de extraer de la moda aquello que pueda contener de poético en lo histórico.” Y como ejemplo de modernidad, Baudelaire cita al dibujante Constantin Guys. En apariencia un flâneur, un coleccionista de curiosidades; se queda “el último allí donde puede resplandecer la luz, resonar la poesía, pulular la vida, vibrar la música; allí donde una pasión pueda posar ante sus ojos, allí donde el hombre natural y el hombre convencional se muestran en una extraña belleza, allí donde el sol ilumine las fugaces alegrías del animal depravadog”.

Pero no hay que engañarse. Constantin Guys no es un flâneur; lo que hace de él, a los ojos de Baudelaire, el pintor moderno por excelencia es que a la hora en que el mundo entero abraza el sueño, él se pone a trabajar y lo transfigura. Dicha transfiguración no es anulación de lo real, sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad; las cosas “naturales” llegan a ser así “más que naturales”, las cosas “bellas” se vuelven “más que bellas” y las cosas singulares aparecen “dotadas de una vida entusiasta como el alma del autorh”. Para la actitud moderna, el alto valor del presente es indisociable del empeño en imaginarlo, en imaginarlo de otra manera de la que es y en transformarlo no destruyéndolo, sino captándolo en lo que es. La modernidad baudelaireana es un ejercicio en el que la extrema atención a lo real se confronta con la práctica de una libertad que al mismo tiempo respeta eso real y lo viola.

3. Sin embargo, para Baudelaire, la modernidad no es simplemente una forma de relación con el presente, sino también un modo de relación que hay que establecer consigo mismo. La actitud voluntaria de modernidad está ligada a un indispensable ascetismo, ser moderno no es aceptarse a sí mismo tal como se es en el flujo de los momentos que pasan; es tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración compleja y dura: lo que Baudelaire denomina, según el vocabulario de la época, el “dandismo”. No recordaré páginas que son demasiado conocidas: aquellas acerca de la naturaleza “grosera, terrestre e inmunda”; las que versan sobre la revuelta indispensable del hombre con relación a sí mismo; aquella sobre la “doctrina de la elegancia” que impone “a sus ambiciosos y humildes sectarios” una disciplina más despótica que las más terribles religiones; no recordaré, en fin, las páginas sobre el ascetismo del dandi que hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus sentimientos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. Para Baudelaire, el hombre moderno no es el que parte al descubrimiento de sí mismo, de sus secretos y de su verdad escondida, es el que busca inventarse a sí mismo. Tal modernidad no libera al hombre en su ser propio; le obliga a la tarea de elaborarse a sí mismo.

4. Finalmente añadiré sólo una palabra. Baudelaire no concibe que esta heroización irónica del presente, este juego de la libertad con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, puedan tener lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No se pueden producir más que en un lugar diferente al que Baudelaire denomina el arte.

No pretendo resumir en estos escasos rasgos ni el acontecimiento histórico complejo que fue el Aufklärung a finales del siglo XVIII, ni tampoco la actitud de modernidad bajo las diferentes formas que ha podido adoptar en el transcurso de los dos últimos siglos.

Quería subrayar, por una parte, el enraizamiento en la Aufklärung de un tipo de interrogación filosófica que problematiza a la vez la relación con el presente, el modo de ser histórico y la constitución de sí mismo como sujeto autónomo. Por otra, quería subrayar que el hilo que nos puede ligar de esta manera a la Aufklärung no es la fidelidad a elementos de doctrina, sino más bien la reactivación permanente de una actitud; es decir, de un éthos filosófico que se podría caracterizar como crítica permanente de nuestro ser histórico. Este éthos es el que, muy brevemente, querría caracterizar.

 A. Negativamente.

1. Este éthos implica, en primer lugar, que se rechaza lo que de buen grado denominaré el “chantaje” de la Aufklärung. Pienso que la Aufklärung, como conjunto de acontecimientos políticos, económicos, sociales, institucionales, culturales, del que en gran parte dependemos aún, constituye un dominio de análisis privilegiado. Considero, también que, como empresa para enlazar mediante un vínculo de relación directa el progreso de la verdad y la historia de la libertad, ha formulado una cuestión filosófica que se nos sigue planteando. Estimo, en fin —y he intentado mostrarlo a propósito del texto de Kant— que la Aufklärung ha definido cierta manera de filosofar.

Pero esto no significa que haya que estar a favor o en contra de la Aufklärung. Precisamente lo que quiere decir es que es preciso rechazar todo cuanto se presente bajo la forma de una alternativa simplista y autoritaria: o se acepta la Aufklärung, y se permanece en la tradición de su racionalismo (lo que para algunos se considera como positivo y para otros, por el contrario, como un reproche), o se critica la Aufklärung y entonces se intenta escapar de estos principios de racionalidad (lo que una vez más puede ser tomado en buen o mal sentido). Y no se sale de este chantaje introduciendo matices “dialécticos” que busquen determinar lo que ha podido haber de bueno y de malo en la Aufklärung.

Es preciso intentar hacer el análisis de nosotros mismos en nuestra condición de seres históricamente determinados, en cierta medí, da, por la Aufklärung. Esto implica una serie de estudios históricos tan precisos como sea posible; tales investigaciones no estarán orientadas retrospectivamente hacia el “núcleo esencial de racionalidad” que se puede encontrar en la Aufklärung y que sería preciso salvaguardar a toda costa; estarán orientadas hacia “los límites actuales de lo necesario”, es decir, hacia lo que no es o ya no resulta indispensable para la constitución de nosotros mismos como sujetos autónomos.

2. Esta crítica permanente de nosotros mismos debe evitar las confusiones siempre demasiado fáciles entre el humanismo y la Aufklärung. No hay que olvidar nunca que la Aufklärung es un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos y de procesos históricos complejos, que han tenido lugar en un cierto momento del desarrollo de las sociedades europeas. Este conjunto comporta elementos de transformaciones sociales, tipos de instituciones políticas, formas de saber, proyectos de racionalización de los conocimientos y de las prácticas, mutaciones tecnológicas que resulta muy difícil resumir en una palabra, incluso si se tiene en cuenta que muchos de esos fenómenos son todavía en la actualidad importantes. El que he puesto de relieve y que me parece que ha fundado toda una forma de reflexión filosófica no concierne sino al modo de relación reflexiva con el presente.

El humanismo es algo completamente diferente: es un tema o más bien un conjunto de temas que han aparecido en repetidas ocasiones a través del tiempo en las sociedades europeas; tales temas, ligados siempre a juicios de valor, evidentemente han variado siempre mucho en su contenido, así como en los valores que han mantenido. Además, han servido de principio crítico de diferenciación: ha habido un humanismo que se presentaba como crítica del cristianismo o de la religión en general; ha habido un humanismo cristiano en oposición a un humanismo ascético y mucho más teocéntrico (en el siglo XVIII). En el siglo XIX hubo un humanismo receloso, hostil y crítico con respecto a la ciencia; y otro que (por el contrario) situaba su esperanza en esta misma ciencia. El marxismo ha sido un humanismo, el existencialismo y el personalismo también. Hubo un tiempo en que se sustentaban los valores humanistas representados por el nacionalsocialismo, y en el que los mismos estalinistas decían que eran humanistas.

De esto no hay que sacar la consecuencia de que todo lo que ha podido apelar al humanismo se deba rechazar, sino que la temática humanista es en sí misma demasiado flexible, demasiado diversa, demasiado inconsistente como para servir de eje a la reflexión. Y es un hecho que, al menos desde el siglo XVIII, lo que se llama humanismo se ha visto siempre obligado a apoyarse en ciertas concepciones del hombre tomadas de la religión, de la ciencia y de la política. El humanismo sirve para colorear y para justificar las concepciones del hombre a las que éste se ve claramente obligado a recurrir.

Ahora bien, creo que a esta temática, tan a menudo recurrente y siempre dependiente del humanismo, se le puede oponer el principio de una crítica y de una creación permanente de nosotros mismos en nuestra autonomía: es decir, un principio que está en el corazón de la conciencia histórica que la Aufklärung ha tenido de sí misma. Desde esta perspectiva, entre Aufklärung y humanismo más bien vería una tensión que una identidad.

En cualquier caso, me parece peligroso confundirlos y, por otra parte, históricamente inexacto. Aunque la cuestión del hombre, de la especie humana, del humanista ha sido importante a lo largo del siglo , rara vez, creo, la Aufklärung se ha considerado a sí misma como un humanismo. Vale la pena también hacer notar que, a lo largo del siglo XIX, la historiografía del humanismo en el siglo XVI, que fue tan importante entre algunos, como Sainte-Beuve o Burckhardt, resultó siempre distinta y en ocasiones explícitamente opuesta a la Ilustración y al siglo XVIII. El siglo XIX tendió a oponerlos, tanto al menos como a confundirlos.

De todas formas, creo que así como hay que escapar del chantaje intelectual y político de “estar a favor o en contra de la Aufklärung”, también hay que escapar del confusionismo histórico y moral que mezcla el tema del humanismo y la cuestión de la Aufklärung.

Un análisis de sus complejas relaciones en el transcurso de sus dos últimos siglos sería un trabajo que hay que realizar y que resultaría importante para desenredar un poco la conciencia que tenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado.

B. Positivamente.

Pero teniendo en cuenta estas precauciones, evidentemente hace falta dar un contenido más positivo a lo que puede ser un éthos filosófico que consiste en una crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica de nosotros mismos.

1. Este éthos filosófico puede caracterizarse como una actitud límite. No se trata de un comportamiento de rechazo. Hay que escapar de la alternativa del afuera y del adentro; es preciso estar en las fronteras. Ciertamente, la crítica es el análisis de los límites y la reflexión sobre ellos. Pero si la cuestión kantiana era saber qué limites debe renunciar a franquear el conocimiento, me parece que la cuestión crítica, hoy en día, se debe tornar cuestión positiva: en lo que se nos da como universal, necesario, obligatorio, ¿qué parte hay de lo que es singular, contingente y debido a constricciones arbitrarias? Se trata, en suma, de transformar la crítica ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma del franqueamiento posible.

Como se ve, esto trae como consecuencia que la crítica se ejercerá no ya en la búsqueda de estructuras formales que tienen valor universal, sino como investigación histórica a través de los acontecimientos que nos han conducido a constituirnos y a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos y decimos. En este sentido esta crítica no es trascendental, y no tiene como fin hacer posible una metafísica: es una crítica genealógica en su finalidad y arqueológica en su método. Arqueológica —y no trascendental— en la medida en que no pretenderá extraer las estructuras universales de todo conocimiento o de toda acción moral posible, sino que buscará tratar los discursos que articulan lo que nosotros pensamos, decimos y hacemos, como otros tantos acontecimientos históricos. Y esta crítica será genealógica en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino que extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.

Esa crítica no pretende hacer posible la metafísica convertida por fin en ciencia; busca relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.

2. Pero, para que no se trate simplemente de la afirmación o del sueño vacío de la libertad, me parece que esta actitud histórico-crítica debe ser también una actitud experimental. Quiero decir que este trabajo efectuado en los límites de nosotros mismos debe, por un lado, abrir un dominio de investigaciones históricas y, por otro, someterse a la prueba de la realidad y de la actualidad, tanto para captar los puntos en los que el cambio es posible y deseable, como para determinar la forma precisa que se ha de dar a dicho cambio. Es decir,, esta ontología histórica de nosotros mismos debe abandonar todos aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales. De hecho, ya se sabe por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad para ofrecer programas de conjunto de otra sociedad, de otro modo de pensar, de otra cultura, de otra visión del mundo, en realidad no han llevado sino a reconducir las más peligrosas tradiciones.

Prefiero las transformaciones muy precisas que han podido tener lugar desde hace veinte años en cierto número de dominios que conciernen a nuestros modos de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, a las relaciones entre los sexos, a la manera en que percibimos la locura o la enfermedad, prefiero estas transformaciones que, aun siendo parciales, han sido hechas en la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica, a las promesas del hombre nuevo que los peores sistemas políticos han repetido a lo largo del siglo .

Caracterizaría, por tanto, el éthos filosófico propio de la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en nuestra condición de seres libres.

3. Pero, sin duda, sería completamente legítimo hacer la objeción siguiente: al limitarse a este género de investigaciones o de pruebas siempre parciales y locales, ¿no existe el riesgo de dejarse determinar por estructuras más generales de las que corremos el peligro de no tener conciencia ni dominio?

Caben dos respuestas a esto. Es cierto que es preciso renunciar a la esperanza de acceder alguna vez a un punto de vista que nos podría dar acceso al conocimiento completo y definitivo de lo que puede constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista la experiencia teórica y práctica que hacemos de nuestros límites y de su posible franqueamiento es siempre limitada, determinada y, por tanto, una experiencia que hay que volver a empezar de nuevo.

Pero esto no quiere decir que todo trabajo sólo se pueda hacer en el desorden y la contingencia. Este trabajo tiene su generalidad, su sistematicidad, su homogeneidad y su apuesta.

Su apuesta (enjeu).

Está indicada por lo que podríamos llamar “la paradoja (de las relaciones) de la capacidad y del poder”. Se sabe que la gran promesa o la gran esperanza del siglo , o de una parte del mismo, residía en el crecimiento simultáneo y proporcional de la capacidad técnica de obrar sobre las cosas y de la libertad de los individuos, de unos en relación con otros. Por otra parte, se aprecia que, a través de toda la historia de las sociedades occidentales (tal vez aquí se encuentre la raíz de su singular destino histórico —tan particular, tan diferente de los demás en su trayectoria y tan universalizante, dominante, con respecto a los otros—), la adquisición de las capacidades y la lucha por la libertad han constituido los elementos permanentes. Ahora bien, las relaciones entre crecimiento de las capacidades y crecimiento de la autonomía no son tan simples como el siglo XVIII podía creer. Se ha podido ver qué formas de relaciones de poder se transmitían a través de tecnologías diversas (ya se trate de producciones con fines económicos, de instituciones para regulaciones sociales, de técnicas de comunicación): las disciplinas a la par colectivas e individuales, los procedimientos de normalización ejercidos en nombre del poder del Estado, de las exigencias de la sociedad o de sectores de la población, constituyen ejemplos al respecto. Así pues, el reto (enjeu) es: ¿cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación de las relaciones de poder?

Homogeneidad.

Es lo que conduce al estudio de lo que se podría denominar los “conjuntos prácticos”. Se trata de tomar como dominio homogéneo de referencia no las representaciones que los hombres se dan de sí mismos, ni las condiciones que los determinan sin que lo sepan, sino lo que hacen y la manera en que lo hacen. Es decir, las formas de racionalidad que organizan las maneras de hacer (lo que se podría llamar su aspecto tecnológico), así como la libertad con la cual actúan en estos sistemas prácticos, reaccionando a lo que hacen los otros y modificando hasta cierto punto las reglas de juego (es lo que se podría llamar la vertiente estratégica de esas prácticas). La homogeneidad de estos análisis histórico-críticos está, por tanto, asegurada por este dominio de las prácticas con su vertiente tecnológica y su vertiente estratégica.

Sistematicidad.

Tales conjuntos prácticos dependen de tres grandes ámbitos: el de las relaciones de dominio sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros y el de las relaciones consigo mismo. Esto no quiere decir que estos tres ámbitos sean completamente extraños los unos para con los otros. Es bien sabido que el dominio sobre las cosas pasa por la relación con los otros; y ésta implica siempre relaciones de uno consigo mismo; e inversamente. Pero se trata de tres ejes cuya especificidad e intrincación es preciso analizar: el eje del saber, el eje del poder y el eje de la ética. En otros términos, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a una serie abierta de cuestiones, se ha de ocupar de un número no definido de investigaciones que es posible multiplicar y precisar tanto como se quiera; pero todas ellas responderán a la sis-tematización siguiente: ¿cómo nos hemos constituido como sujetos de nuestro saber?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos morales de nuestras acciones?

Generalidad.

Finalmente, estas investigaciones histórico-críticas son muy particulares, en el sentido de que siempre se refieren a un material, a una época y a un cuerpo de prácticas y de discursos determinados. Pero al menos a escala de las sociedades occidentales de las que derivamos, tales investigaciones tienen su generalidad, en el sentido de que, hasta nosotros, han sido recurrentes; es lo que sucede con el problema de las relaciones entre razón y locura, o enfermedad y salud, o crimen y ley; o con el problema de qué lugar cabe dar a las relaciones sexuales, etc.

Pero si evoco esta generalidad no es para decir que es preciso volverla a trazar en su continuidad metahistórica a través del tiempo, ni tampoco seguir sus variaciones. Lo que hace falta captar es en qué medida lo que sabemos de esto, las formas de poder que ahí se ejercen y la experiencia que ahí hacemos de nosotros mismos no constituyen sino figuras históricas determinadas por cierta forma de problematización que define objetos, reglas de acción y modos de relación consigo mismo. El estudio de los modos de problematización, de las problematizaciones (es decir, de lo que no es ni constante antropológica, ni variación cronológica), es, pues, la manera de analizar, en su forma históricamente singular, cuestiones de alcance general.

Unas líneas de resumen para terminar y volver a Kant. No sé si alguna vez llegaremos a ser mayores de edad. Muchas cosas en nuestra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos ha hecho mayores de edad, y de que no lo somos aún. Me parece, sin embargo, que se puede dar un sentido a esta interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que Kant ha formulado reflexionando sobre la Aufklärung. Asimismo me parece que tal es incluso una manera de filosofar que no ha carecido de importancia ni de eficacia en los dos últimos siglos. La ontología crítica de nosotros mismos se ha de considerar no ciertamente como una teoría, una doctrina, ni tampoco como un cuerpo permanente de saber que se acumula; es preciso concebirla como una actitud, un éthos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible.



2º.- Immanuel Kant: ¿Qué es la Ilustración?   

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.

La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.

Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.

Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.

Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.

Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas –cuidadosamente examinadas y bien intencionadas– acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función –en tanto conductor de la Iglesia– como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.

Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto –hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así– mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.

Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual –con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos– o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.

Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de Federico”.

Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos –sin perjuicio de sus deberes profesionales– pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.

He puesto el punto principal de la ilustración –es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable– en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.












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