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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

12/1/14

El árbol republicano: De ROUSSEAU al FEDERALISTA

El árbol republicano:
 De Rousseau al Federalista.- En busca de un terreno comun

Andre Singer*
Tan pronto cuando alguien dice de los asuntos del Estado: -¿Amí que me
importa?- hay que contar que el Estado está perdido”
Jean-Jacques Rousseau (1988)
“Una facción que tenga éxito,
puede instituir una tiranía
sobre las ruinas del orden y de la ley”
Alexander Hamilton (1998)
L
Los escritos de los así llamados “autores clásicos” en teoría política –no aquellos de la Antigüedad clásica, sino los que formularon, entre los siglos XVI y XIX, las grandes ideas modernas– merecen ser visitados siempre que puedan inspirarnos en la búsqueda de caminos para los impasses contemporáneos. Mi intención aquí es la de indicar en dos grandes obras del siglo XVIII, el Contrato Social (1762) de Jean-Jacques Rousseau y el Federalista (1787), algunos aspectos comunes que pueden ser útiles en la reflexión sobre losimpasses de la democracia contemporánea. Me refiero a tres tópicos sobre los cuales Rousseau, Madison y Hamilton concuerdan: soberanía inmanente, republicanismo y federalismo. El problema de fondo que a mi ver precisa ser atacado hoy aparece de la siguiente forma en Giddens (2000): “La paradoja de la democracia consiste en que se está diseminando por el mundo y, sin embargo, en las democracias maduras, que el resto del mundo supuestamente estaría copiando, hay una desilusión generalizada con los procesos democráticos” (Giddens, 2000: 81).

Teoría y filosofía política
En América Latina, que forma parte del “resto del mundo” en la frase de Giddens, la desilusión llegó tan rápido que casi no tuvimos oportunidad de conmemorar la instalación de la democracia. Como resultado, necesitamos enfrentar, de un lado, la desilusión de los países avanzados y, del otro, los problemas propios de la consolidación democrática en los países atrasados. Así pues, dificultades duplicadas. Creo que, delante de esta situación, tenemos algo que ganar en la lectura de dos obras fundadoras de la democracia, el Contrato Social y el Federalista. ¿Por qué retroceder dos siglos en busca de soluciones para los problemas actuales? Mi hipótesis es que la superación de la crisis democrática deberá pasar por la combinación entre participación directa local (y en asuntos generales donde haya un amplio consenso), de un lado, y representación en las unidades políticas más amplias (y en los temas en los que haya divisiones), del otro. Quiero sugerir que en el pensamiento de los mencionados clásicos hay un terreno común en el cual se pueden edificar los pilares de esa visión.

Comencemos por las diferencias. Como se sabe, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau es un crítico de la representación, mientras que Madison y Hamilton son entusiastas defensores de la misma. Rousseau es un precursor de las críticas a la democracia liberal. Como dice David Held: “La concepción de Rousseau del gobierno republicano representa en muchos aspectos la apoteosis de la tentativa de conectar, por medio de la tradición republicana, libertad y participación. Todavía más, la conexión que él forjó entre el principio de gobierno legítimo y el de autogobierno desafió no sólo los principios políticos de los regímenes de su tiempo –sobre todo los del ancièn régime–, como también los de los Estados liberal democráticos que surgirían más tarde. Eso porque su noción de autogobierno es de las más radicales, refutando el núcleo de algunas de las premisas fundamentales de la democracia liberal; principalmente aquélla de acuerdo con la cual la democracia es el nombre que designa a un tipo particular de Estado que sólo puede ser considerado responsable delante de los ciudadanos de tiempo en tiempo” (Held, 1996: 60). Mientras que Rousseau fundaba, avant la lettre, la escuela que denuncia la democracia liberal como usurpadora de la soberanía popular, Madison y Hamilton son los formuladores modernos de una teoría democrática que intenta evitar los abusos del poder de la mayoría y, por eso, emerge el gobierno como necesariamente despegado del pueblo.

Como dice Krouse, para los autores del Federalista: “(...) apenas un gobierno nacional soberano de ámbito verdaderamente continental puede asegurar un gobierno popular no opresivo. Un Leviatán republicano es necesario para proteger la vida, la libertad y la propiedad de la tiranía de las mayorías locales. La república ampliada no es simplemente un medio de adaptar el gobierno a las nuevas realidades políticas, sino un correctivo inherentemente deseable para los profundos defectos intrínsecos a la política del pequeño régimen popular” (Krouse, 1983, citado por  Held, 1996: 93-94).

Las diferencias entre uno y otro, por lo tanto, están bien establecidas en la literatura. Sin negar las importantes diferencias entre las dos corrientes, creo, sin embargo, que el grado de distancia entre Rousseau y el Federalista es menor de lo que parece. El Contrato Social y los artículos en defensa de la Constitución americana tienen varios puntos de contacto, comenzando por el hecho de que Rousseau y los autores de El Federalista tenían en común un objetivo fundamental: la búsqueda del establecimiento de una soberanía inmanente, para usar la expresión de Hardt y Negri (2000), o sea, de una soberanía que nazca del propio pueblo y no que descienda sobre él a partir de alguna autoridad exógena. En segundo lugar, en la construcción de la soberanía inmanente, Rousseau, Madison y Hamilton se preocupan por el mismo problema: el de su “secuestro”, sea a manos de los representantes del pueblo, sea a manos de la mayoría de la asamblea. Los temores de Rousseau y de los Federalistas son, ambos, fundamentados. Los dos dan cuenta de problemas reales. De la misma manera, los modos de combatir el “secuestro” de la soberanía (la participación y la representación) son válidos. El problema es saber si es posible combinar las soluciones presentadas por Rousseau, Madison y Hamilton.

Sea cual fuere la respuesta que el futuro reserve para esta cuestión, pienso que el terreno común ofrecido por los citados autores debe servir de punto de partida para un intento de reflexión al respecto. Esto es, las respuestas a la crisis de la democracia deberán incorporar las ideas de soberanía inmanente, república y federación. La opción republicana de Rousseau, Madison y Hamilton es el resultado de la reaparición, en ambas márgenes del Atlántico, de la tradición renacentista cuyo símbolo mayor es Nicolás Maquiavelo. Maquiavelo adopta la República como el modelo de un régimen de libertad política indispensable para la construcción del estado moderno (Singer, 2000). Libertad entendida como autogobierno.

Sin embargo, en la práctica, los grandes estados nacionales, como Francia, España e Inglaterra, se erigieron sobre otras bases, no republicanas sino monárquicas. Las pocas repúblicas europeas, como Holanda y Suiza, fueron convertidas en monarquías o bien quedaron aisladas. El sueño republicano, sin embargo, no desapareció. Con la victoria obtenida por Cromwell en la Guerra Civil inglesa (1644- 48), la República fue proclamada en aquel país, aunque por un corto período.

El renacimiento del proyecto republicano en el siglo XVIII representó la recuperación de una aspiración presente –aunque derrotada– desde el amanecer de los estados-nación.  Nótese, con todo, que la principal vertiente del pensamiento político de entonces, representada por la línea de continuidad que va de Locke a Montesquieu, no era republicana sino monárquica. Montesquieu, en particular, es enfático en la demostración de que la República era un régimen de la Antigüedad y que las nuevas condiciones de prosperidad y extensión de los estados europeos requerían un régimen monárquico, en caso de que se quisiera preservar la libertad (Montesquieu pensaba en la libertad como opuesta al despotismo, no como autogobierno). La opinión de Rousseau es diferente. En el Libro II del Contrato Social, dice: “Llamo, por tanto, República a todo Estado regido por leyes, bajo la forma de administración que sea; porque sólo entonces gobierna el interés público y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano...” (Rousseau, 1988: 62). Es verdad que, en una nota que amplía el citado pasaje, Rousseau aclara que garantizada la soberanía de la ley, hasta la monarquía podría ser republicana. Esa nota indica que, en esencia, había una coincidencia respecto de este punto entre él y Montesquieu. La garantía de la libertad estaba en el imperio de la ley y no en el de los hombres.



No obstante, el uso de una terminología republicana, recusada por Montesquieu, representa más que un gusto estético por la Historia Antigua por parte de Rousseau. En realidad, bien al estilo de Maquiavelo, Rousseau recupera el ejemplo romano para contrarrestar otro pilar del pensamiento de Montesquieu: la necesidad de la representación. La soberanía debe ser de las leyes, pero las leyes ge - nerales sólo pueden ser decididas por el pueblo. En el Libro Tercero del Contrato Social, en el que Rousseau trata sobre las formas de gobierno, se lee lo siguiente: “La idea de los representantes es moderna: nos viene del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la especie humana queda degradada, y en el que el nombre de hombre es un deshonor. En las antiguas repúblicas, e incluso en las monarquías, jamás tuvo el pueblo representantes; no se conocía esa palabra. Es muy singular que en Roma, donde los tribunos eran tan sagrados, no se les pasara ni siquiera por la imaginación que pudieran usurpar las funciones del pueblo, y que, en medio de una multitud tan grande, jamás intentaran pasar por su sola autoridad un solo plebiscito” (Rousseau, 1988: 62). Aquí se percibe que la opción semántica de Rousseau al decidir dar un nombre antiguo, República, a una cosa nueva, el estado constitucional (aquél en el que las leyes prevalecen), no era neutra, cargaba la definición del nuevo orden con un contenido fundamental. En la visión rousseauniana, las leyes que gobiernan la República sólo son legítimas si expresan la voluntad general y la voluntad general –como cualquier voluntad– no puede ser representada (una decisión puede ser implementada por otro, pero la voluntad sólo puede ser sentida por uno mismo). De este modo, el poder legislativo g e n e r a l no puede ser delegado. Precisa ser ejercido directamente por los ciudadanos. Resáltese que, en la visión de Rousseau, todas las leyes particulares pueden ser decididas por delegación; apenas aquellas que se refieran al interés general deben ser el fruto de la deliberación directa.

El modelo romano también es el inspirador del republicanismo de Madison y Hamilton y eso por dos motivos. El primero, que Roma es un buen ejemplo histórico de que la República puede darse muy bien en una gran extensión territorial. El segundo es que el carácter imperial de la República romana le va como anillo al dedo al proyecto imperial norteamericano, como percibieron Hardt y Negri (2000). Pero tal vez la verdadera razón por la cual los americanos defienden la República sea otra. La República de Madison y Hamilton, aunque inspirada en Roma, no coincide plenamente con la República antigua. En realidad, se trata de una reelaboración del sistema republicano a partir de la interpretación de Maquiavelo (Pocock, 1975). Al discutir las lecciones dejadas por Tito Livio sobre la Historia de Roma, Maquiavelo señala que el conflicto entre los grandes y el pueblo, lejos de ser un problema, era, en verdad, la causa de la grandeza romana. El argumento de Maquiavelo es que el conflicto social, canalizado por las instituciones republicanas, evita el predominio de una sola facción y, con eso, difiere la inevitable corrupción del cuerpo político.
 
El Federalista retoma integralmente la lección maquiaveliana y le suma una novedad típicamente moderna. De acuerdo con Madison, la mejor forma republicana de permitir que el conflicto exista, siendo canalizado para la grandeza de la República, es instituir un sistema representativo. Por medio de la representación, los conflictos salen de las calles y van a parar a los Parlamentos, donde pueden ser negociados. Además, al ser representados los intereses del pueblo, éste se divide y deja de ser una fuente única e ilimitada de poder. Como se ve, llegados a este punto, nos vemos obligados a reconocer que aún cuando todos sean republicanos –Rousseau de un lado y Madison y Hamilton del otro– tienen visiones diferentes con respecto a la República moderna. En tanto que Rousseau ve en la República la soberanía de leyes generales que fueron decididas directamente por el pueblo, los federalistas quieren una República en que las leyes sean decididas por los representantes del pueblo, como fue el caso de la Constitución americana (con todo, nótese que la Constitución fue sometida a un plebiscito popular, o sea, la decisión directa del pueblo).  Cabe resaltar aquí que tanto unos como otros ven a la soberanía como inmanente y no trascendente. Esto es, la soberanía está en las leyes aprobadas por el pueblo y no en cualquier otro lugar externo al mismo, como el rey o la nobleza idealizada por Montesquieu.

Podría argumentarse que la voluntad general funciona como un poder aparte, una especie de ser incorpóreo que sobrevuela la vida social, pero basta leer con atención el Contrato Social para percibir que no es así. Rousseau acentúa la necesidad de la participación, justamente por la imposibilidad de la delegación legítima. El ciudadano precisa participar de la confección de las leyes para que la República se realice. En suma, al proclamarse republicanos, Rousseau, Madison y Hamilton concuerdan en algo fundamental: el buen gobierno es aquél que emana del pueblo. Obsérvese que Rousseau no defiende un proyecto democrático, sino uno republicano. No está de más recordar el pasaje donde afirma: “(...) Un pueblo que no abusara jamás del gobierno tampoco abusaría de su independencia; un pueblo que gobernara siempre bien no tendría necesidad de ser gobernado .Tomando el término en su acepción más rigurosa, jamás ha existido verdadera democracia, y no existirá jamás. Va contra el orden natural que el mayor número gobierne y el menor sea gobernado. No puede imaginarse que un pueblo permanezca incesantemente reunido para vacar a los asuntos públicos y fácilmente se ve que no podría establecer para esto comisiones sin que cambie la forma de la administración” (Rousseau, 1988: 92-93).

Rousseau y los Federalistas quieren una república en la cual prevalezca la soberanía popular y concuerdan en que el gobierno de la república será mejor ejercido por representantes electos, una aristocracia natural. Una vez más, Rousseau: “Hay, por lo tanto, tres clases de aristocracia: natural, electiva, hereditaria. La primera no conviene más que a pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha” (Rousseau, 1988: 95). Existe, por lo tanto, un vasto terreno común entre Rousseau y los Federalistas. La divergencia se origina en lo siguiente: mientras que el primero desconfía de las facciones y de la representación, los segundos las valorizan. Para Rousseau, las facciones hacen prevalecer el interés particular y desvían al ciudadano de la voluntad general, en cuanto los representantes tienden a usurpar la soberanía popular. Para los autores de El Federalista, las facciones tienen que ser multiplicadas y el poder tiene que ser delegado para que la soberanía popular no sea sofocada por una facción tiránica. El origen de la discordia es que Rousseau teme el “secuestro” de la soberanía por parte de los representantes, mientras que Madison y Hamilton temen que la soberanía sea sustraída por grupos –mayoritarios o minoritarios– que dominen las asambleas populares.Utilizando nuevamente las palabras que Jean-Jacques Rousseau emplea en Del Contrato Social:  “Así como la voluntad particular actúa sin cesar contra la voluntad generalasí el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto másaumenta este esfuerzo más se altera la Constitución; y como aquí no hayvoluntad de cuerpo que resistiendo a la del príncipe, la equilibre, tarde otemprano, debe ocurrir que el príncipe oprima por fin al soberano y rompa el trato social” (Rousseau, 1988: 112-113).

Para Hamilton, en el noveno artículo del Federalista, el peligro que ronda a la soberanía popular reside en la fragilidad de las pequeñas comunidades, dado que éstas son –fácilmente– víctimas de los tiranos locales. “Cuando Montesquieu aconseja que las repúblicas sean de poca extensión, pensaba en ejemplos de dimensiones mucho más reducidas que las de cualquiera de estos Estados. Ni Virginia, Massachusetts, Pennsylvania, Nueva York, Carolina del Norte o Georgia, pueden compararse ni de lejos con los modelos en vista de los cuales razonaba y a que se aplican sus descripciones. Si, pues, tomamos sus ideas sobre este punto como criterio verdadero, nos veremos en la alternativa de refugiarnos inmediatamente en los brazos del régimen monárquico o de dividirnos en una infinidad de pequeños, celosos, antagónicos y turbulentos estados, tristes semilleros de continua discordia, y objetos miserables de la compasión o el desdén universales. Algunos escritores que han sostenido el otro lado de la cuestión parecen haber advertido este dilema; y han llegado a la audacia de sugerir la división de los Estados más grandes. Tan ciega política y tan desesperado expediente es posible que al multiplicar los pequeños puestos respondan a las miras de los hombres incapaces de extender su influencia más allá de los estrechos círculos de la intriga personal, pero nunca favorecerán la grandeza o la dicha del pueblo norteamericano” (Hamilton et al. 1998: 33). El núcleo de divergencia entre Rousseau y el F e d e r a l i s t a no está, como pudiera p a r e c e r, en la contraposición de la participación y la representación, si bien resulta en ella. Lo que separa al autor del Contrato Social de los defensores de la Constitución de los Estados Unidos de América es la evaluación que cada uno de ellos hace del potencial democrático de los pequeños grupos. Mientras que Rousseau es un entusiasta de la acción comunitaria de las agrupaciones locales, Madison y Hamilton están convencidos de que en ellas tenderán siempre a prevalecer las tiranías locales. Como dice Held (1996), Madison desconfía tanto de la virtud cívica de los habitantes de las pequeñas repúblicas de la Antigüedad como su contemporáneo del siglo XVIII. En este sentido, Madison es más maquiaveliano que Rousseau. Al discutir los conflictos que forjaron la grandeza de la antigua Roma, Maquiavelo sabe que cada una de las facciones está luchando por sus propios intereses. Los grandes quieren oprimir el pueblo. El pueblo no quiere ser oprimido. Si hay generosidad en la población, ella surge de la convicción de que vale la pena defender la patria, porque ella garantiza la libertad de defender los propios intereses.

Rousseau, con todo, cree que en las pequeñas aldeas de los Alpes suizos los hombres pueden llegar a consensos con respecto a aquello que interesa a todos. Los problemas son simples, los recursos son escasos y no es difícil encontrar un denominador común. Aquél que se posiciona en contra de las reglas que, obviamente, se dirigen al interés colectivo, debe ser obligado a obedecer. En el fondo, aún sin saberlo, él se estará obedeciendo a si mismo, puesto que el interés general también es el suyo. Madison y Hamilton no creen en nada de eso. Encuentran que la pequeña comunidad rousseauniana terminará rápidamente dominada por una facción tiránica. Cuando El Federalista argumenta a favor de una República de gran extensión no lo hace por entender que pequeñas comunidades no son más viables en los tiempos modernos. El territorio de considerable tamaño está orientado a impedir que una facción pueda tiranizar a la población de una pequeña comunidad. La multitud diluye las facciones, volviéndolas menos peligrosas. 

En el fondo, y aunque que no parezca así, Rousseau, Hamilton y Madison tienen el mismo horror a las facciones. Una vez más, todos ellos están del lado de la libertad republicana contra el predominio del interés particular. Lo que ocurre es que tienen creencias opuestas respecto a la posibilidad de cooperación del grupo y a su capacidad para resolver las divergencias que surjan con respecto al interés común sin suprimir la libertad. En otras palabras, Madison y Hamilton no creen en el consenso. Saben que el pueblo siempre estará dividido y, por ello, descubrirán que la representación es una manera de transformar esa división en un arma para la libertad. En la medida en que el pueblo está dividido en partidos y el poder es ejercido por ellos, unos controlarán a otros. Las similitudes entre Rousseau y los autores de El Federalista los llevan a soluciones que guardan paralelos importantes. Tanto el ginebrino cuanto los americanos terminan por resolver los respectivos impasses con la propuesta de una federación de estados. En otras palabras, Rousseau también es federalista. Sin embargo, mientras que Rousseau piensa en una federación de comunidades en la que el poder legislativo general es ejercido directamente en el interior de cada una de ellas, Madison y Hamilton hacen emerger una federación que se organiza como una gran república representativa, en la que el interés general está garantizado por una ley suprema y la división de los poderes mediante un sistema de frenos y contrapesos. Empero, es justamente el principio federalista el que permite, a mi entender, pensar en una articulación de las propuestas del Contrato Social y del Federalista. La propuesta federalista está pensada para resolver el siguiente problema: ¿cómo es posible combinar autonomía y coordinación de unidades políticas separadas? Rousseau, Madison y Hamilton quieren preservar la autonomía de las formaciones sociales menores, de tal forma que haya, al mismo tiempo, descentralización y coordinación. No obstante, este razonamiento podría ser objetable, ya que eso se une a una profunda desconfianza con respecto a la capacidad cooperativa de las comunidades por parte de Madison y Hamilton. No hay que olvidar que El Federalista está inmerso en una tradición “comunal” participativa intensa, que más tarde será revelada por de Tocqueville. Ella, en verdad, es la garantía de que el sistema funcione. Por eso no puede ser eliminada.

En otras palabras, hay un componente rousseauniano oculto en la propuesta norteamericana. Hay una compatibilidad insospechada entre los dos proyectos y que será expresada más tarde en La Democracia en A m é r i c a de Alexis de To c q u e v i l l e . La opción por la federación sugiere un fuerte vínculo entre representación y participación directa. La federación tiene que ser representativa. Rousseau mismo sabe que no es posible participar directamente de la federación; es preciso escoger representantes que formen parte de ella. La experiencia de los Estados Unidos de América, por otra parte, indica que la representación precisa ser complementada con la participación directa en los asuntos locales, si es que queremos revitalizar la democracia. Esta participación, que debe tener un carácter cooperativo y tendencialmente consensual, es decisiva para la vida social.  Combinar los principios de la participación directa y de la representación parece ser un camino importante para superar la crisis democrática contemporánea. Creo que reconocer el terreno común abierto por Rousseau, Madison y Hamilton ayudará en la tarea


** Profesor del Departamento de Ciencia Política (DCP) de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas (FFLCH) de la Universidad de São Paulo (USP).

Fuente: TEORÍA Y FILOSOFÍA POLÍTICA
LA RECUPERACIÓN DE LOS CLÁSICOS
EN EL DEBATE LATINOAMERICANO
Atilio A. Boron
Álvaro de Vita
(Compiladores)

Este libro reúne las ponencias presentadas en la Primeras Jornadas de Teoría Política organizadas conjuntamente por el Departamento de Ciencia
Política de la Universidad de São Paulo (USP) y la Carrera de Ciencia
Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires
(UBA), bajo el auspicio del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO). Este evento tuvo lugar en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias
Humanas de la USPlos días 14 y 15 de septiembre del 2000 con el ánimo de promover un intercambio de ideas entre investigadores argentinos y brasileños interesados en el estudio de la teoría y la filosofía política clásica y contemporánea.

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