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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

19/10/14

REPUBLICANISMO ACTUAL




 Por Kepa Bilbao
Actualidad del republicanismo (*)


                Generalmente el tema de la república, al igual que pasa con irritante frecuencia con otros muchos temas, es concebido y abordado de una forma simplista y reduccionista, limitándolo a una mera cuestión de la forma que ha de tener el Estado.
                Coincidiendo con el cambio de milenio, el republicanismo como corriente de pensamiento ha entrado a formar parte de los debates más importantes de la filosofía política y moral, centrados en las últimas tres décadas en torno a la teoría sobre la justicia de John Rawls y en las querellas entre liberales y comunitaristas. Reflexiones y discusiones que han enriquecido y revolucionado los planteamientos y los términos de los debates académicos sobre la fundamentación y la legitimación de las instituciones políticas, económicas y sociales.
                Con raíces en el pensamiento griego y romano (Homero, Sófocles, Eurípides, Tucídides, Herodoto, Plutarco, Cato, Ovidio, Juvenal, Séneca, Cicerón), tuvo su plena expresión en las repúblicas del renacimiento italiano (Florencia, Venecia...) y, en particular, en los escritos de Maquiavelo. En el siglo XVII volvería a ser formulado en Inglaterra por James Harrington, John Milton y otros republicanos. Posteriormente viajó al Nuevo Mundo en la obra de los neoharringtonianos, y estudios recientes han mostrado que desempeñó un papel muy importante en la Revolución norteamericana.
                Tras ser desplazado por el liberalismo, y después de un largo período de letargo, el republicanismo comenzó a aflorar a finales de los años sesenta del siglo XX, a partir de un grupo de historiadores fundamentalmente norteamericanos. Quentin Skinner y John Pocock, dos de sus figuras más destacadas, rastrearon los orígenes teóricos de la tradición política-institucional angloamericana en fuentes hasta entonces no consideradas, cuestionando la creencia dominante según la cual ese origen se encontraba vinculado a un pensamiento liberal e individualista.
                Esta revalorización del republicanismo no quedó encerrada en este grupo de historiadores, sino que pronto se extendió a estudiosos de otras disciplinas académicas y continentes que en los últimos años han empezado –algunos ya lo venían haciendo– a establecer conexiones republicanas, y a veces, a trabajar activamente de acuerdo con ideas republicanas. En lengua castellana, se pueden encontrar trabajos de autores como Félix Ovejero, Salvador Giner, Victoria Camps, Àntoni Doménech, Andrès de Francisco, Daniel Raventós y J. I. Lacasta, entre otros.
                Vinculado tanto con el comunitarismo como con el liberalismo, el republicanismo ha encontrado un eco, aunque minoritario, creciente entre marxianos, socialistas, comunitaristas y liberales de izquierdas, un tanto incómodos en sus respectivas tradiciones.
                Autores liberales igualitarios han visto con simpatía este renacimiento del republicanismo y han apelado a un republicanismo liberal para reforzar sus críticas frente al liberalismo conservador. De todas formas, ha sido el pensamiento filosófico comunitarista el que primero, y de forma más entusiasta, se ha adherido a dicha corriente, sobre todo a partir de preocupaciones comunes como las relacionadas con determinados valores cívicos, o ideales como el del autogobierno. Pese a tales parentescos no parece que pueda negarse al republicanismo un estatusteórico propio, si bien, como ocurre con otros tantos conceptos o corrientes de pensamiento –liberalismo, socialismo, democracia, nacionalismo…–, no está exento de cierta vaguedad y de una gran diversidad en su interior que va desde la variante conservadora y progresista hasta la radical socialista, pasando por la liberal o comunitarista. En cualquier caso, sin negar su singularidad, hoy nos encontramos con que el mejor liberalismo y comunitarismo está impregnado del mejor republicanismo, y viceversa, produciéndose una mixtura difícilmente clasificable en una u otra corriente de pensamiento.

La democracia republicana


                El republicanismo moderno se inspira, como he dicho anteriormente, en los modelos democráticos de la Grecia clásica y la Roma republicana, las repúblicas italianas (Venecia y Florencia) del Renacimiento y en los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y norteamericana.
                Los demócratas republicanos de nuestro tiempo más conocidos a nivel internacional (Hannah Arendt, John Dewey, Charles Taylor, Jürgen Habermas, Carole Pateman...) recuperan la tradición del pensamiento político republicano de Maquiavelo, Harrington, Rousseau, Jefferson y Tocqueville.
                Frente a la perspectiva empirista y descriptiva que predomina en el modelo democrático liberal, en la tradición republicana, la teoría democrática tiene, ante todo, una orientación crítica y normativa.
                Es una condición básica de la democracia republicana la participación política de los ciudadanos no sólo a través del voto sino también de otras formas más directas. Da prioridad a los debates plurales y públicos. Se considera, así mismo, indispensable la virtud cívica de la mayoría de los ciudadanos y no sólo las virtudes sistémicas. El ciudadano no es considerado como un mero elector, o votante de los partidos atrapalotodo. Su participación continua y responsable no sólo es un derecho de todo ciudadano, sino también un deber fundamental. La libertad política o libertad positiva es la que garantiza la libertad individual y privada o la libertad negativa. En la perspectiva republicana la representación política es un sustituto necesario de la participación directa de los ciudadanos. Se considera clave la cuestión del control y vigilancia de los representantes por parte de los representados, a través no sólo de las elecciones sino por medio de otras formas de participación y expresión políticas (asambleas, referendos, consultas populares...). En Suiza, por ejemplo, bastan 50.000 firmas para impugnar cualquier nueva ley del Parlamento confederal.
                La Constitución española de 1978 determina que el referéndum consultivo es competencia exclusiva del Estado, y su convocatoria depende del Presidente del Gobierno y el Congreso de los Diputados. En consecuencia, durante casi 30 años sólo se ha convocado uno, el de triste recuerdo de la OTAN, convocado por un partido con mayoría absoluta entonces, el cual empleó todos sus recursos para condicionar el resultado. Esta misma Constitución contempla en su artículo 87.3 una iniciativa popular, si bien hace depender su ejercicio de una ley orgánica que en más de tres décadas ni se ha elaborado. Pero ese fraude a su propio mandato no queda ahí; incluso en caso de aprobarse, la Constitución determina: 1) que serán necesarias 500.000 firmas acreditadas (notarialmente), cuando en países como Suiza, con un tercio de nuestra población, hacen falta diez veces menos y no es necesario el trámite notarial; 2) que no procederá en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia, esto es, que no procederá en gran parte de su campo natural.
                En el modelo tipo ideal democrático republicano (no así, por ejemplo, en el francés, profundamente asimilacionista), en oposición al liberal, además de reconocerse ciertos derechos individuales generales comunes al liberalismo (derecho a la vida, a la integridad de la persona, de tránsito, de religión, de expresión, de asociación, de orientación sexual, etc.), se reconocen derechos especiales a diferentes grupos de personas, comunidades étnicas o nacionales, dentro de un Estado. Para el neorrepublicano Pettit, «en el límite, el ideal de la no-dominación puede exigir en los casos pertinentes que se permita al grupo la secesión respecto del Estado, fijando un territorio separado o, cuando menos, una jurisdicción separada; esa posibilidad no puede en ningún caso desaparecer del horizonte» (Republicanismo, Paidós, 1999, p. 259).
                Por otro lado, frente a la comunidad de los comunitaristas, la cual tiene una identidad que viene dada por la historia y la tradición, la ciudad de los republicanos es una entidad política construida por la decisión compartida de los ciudadanos. Ambos expresan dos tipos de patriotismo: uno, el comunitarista-nacionalista, ligado a la visión de un pueblo en tanto que entidad étnica y cultural; y el otro, el republicano, un patriotismo vinculado al amor a la libertad común y a las instituciones de la república que lo sustentan, abierto a un abanico de lealtades nacionales múltiples.
                Lo dicho hasta aquí no quiere decir que es oro todo lo que reluce en los distintos republicanismos realmente existentes. Hoy, si hiciéramos un balance, podríamos concluir diciendo que ni la construcción del Estado sobre la primacía de los derechos individuales (liberalismo), ni la constitución de una voluntad colectiva soberana a partir de las virtudes políticas de una ciudadanía comprometida con lo público (republicanismo), ni la emancipación del trabajo como meta del socialismo, otorgaron un reconocimiento explícito a las múltiples identidades existentes en la constitución de una comunidad política. La posibilidad de conciliar en un marco político democrático la pluralidad de identidades, valores y adscripciones culturales a las que las sociedades complejas están abocadas sigue abierta. En la actualidad sigue siendo un tema y una de las fuentes de tensión y conflicto más viva y a la vez más necesitada de soluciones políticas y moralmente defendibles.
                A estas alturas de la historia es bien sabido, por probado, que todas las perspectivas doctrinales (socialismo, liberalismo, nacionalismo...) tienen su forma específica de degeneración y corrupción. El modelo republicano tampoco está exento de tales riesgos. Entre otros, un gran riesgo, por citar uno que nos toca más de cerca, es, precisamente, que la identidad cultural de cada comunidad relevante asfixie y reprima la libertad y la autonomía de las personas en la comunidad. Se trata de un riesgo, pero con igual o mayor intensidad que la represión de identidades y autonomías comunitarias o grupales en aras de una identidad nacional. La tradición liberal ha señalado este riesgo, sobre todo más propio de la variante del republicanismo más afín a cierto tipo de comunitarismo, sin reparar que también el liberalismo adolece de este problema a una escala mayor.
                Estos riesgos graves de cada una de estas tradiciones pueden ser compensados en una casi siempre difícil, aunque no imposible, síntesis equilibrada: los derechos individuales del liberalismo protegen contra la homogenización en el interior de la comunidad, mientras que los derechos especiales de la tradición republicana protegerían contra la homogenización cultural de las comunidades. De esta manera podría promoverse tanto un pluralismo intracomunitario como un pluralismo intercomunitario.

La libertad republicana

                Teniendo en cuenta que el republicanismo, pasado y presente, no es monolítico ni unívoco, sino plural y variado, no son pocos los republicanos que tratan de dar con un denominador común o núcleo compartido. De los distintos conceptos centrales de la tradición republicana como el de patriotismo, la ciudadanía, el de la virtud o los valores cívicos, es el ideal de la libertad, definido por oposición al de tiranía, el que mayor consenso ha alcanzado a la hora de buscar ese denominador común.
                Uno de los defensores más destacados del republicanismo, el profesor irlandés Philip Pettit, el cual goza de un gran predicamento entre la actual izquierda europea, en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el Gobierno (Paidós, 1999), en la búsqueda, también, de ese núcleo común, destaca la concepción antitiránica –contraria a toda dominación– de la tradición republicana, y en particular la creencia en la libertad como no dominación, como un tema unificador que vincula a pensadores de períodos muy distintos y con transfondos filosóficos muy diversos. Pettit trata de conseguir un objetivo tan ambicioso como es el de presentar de una forma global una alternativa a las teorías liberales y comunitarias que han dominado la filosofía política en los últimos años.
                A partir del célebre ensayo de Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos, se ha admitido que la libertad de los modernos consiste en el goce pacífico de la independencia privada y que eso implica la renuncia a la libertad de los antiguos, o sea, a la participación activa en el poder colectivo, porque conlleva una subordinación del individuo respecto de la comunidad.
                La libertad moderna de Constant es la libertad negativa, la libertad como no interferencia que popularizaría I. Berlin en su Dos conceptos de libertad (1958), y la libertad antigua del francés –la libertad de pertenecer a una comunidad democráticamente autogobernada– es la variedad más significativa de la libertad positiva de Berlin. El ideal moderno sería propiamente liberal; el antiguo, propiamente populista.
                La libertad negativa sería la capacidad de hacer lo que se desea sin interferencias de otros, especialmente de la autoridad. Es una noción más individual que social que trata sobre todo de limitar la autoridad, mientras que, por el contrario, la positiva quiere adueñarse de ella, ejercerla. La positiva es más social que individual, ya que se funda en la justa idea de que la posibilidad que tiene cada individuo de decidir su destino está supeditada en buena medida a causas sociales, ajenas a su voluntad. De nada le sirve al analfabeto la libertad de prensa, ni al que vive en la pobreza la libertad de viajar.
                Todas las ideologías y creencias finalistas, monistas, convencidas de que existe una meta última y única –una nación, una clase– comparten el concepto positivo de libertad. De éste se han derivado multitud de beneficios para la humanidad. Las nociones de solidaridad, de responsabilidad social y la idea de justicia se han enriquecido y expandido. Gracias al concepto positivo de libertad se ha conseguido también en algunas partes del planeta frenar o abolir la esclavitud, el racismo, la discriminación, etc., pero, a su vez, en su nombre, se han librado guerras y exterminado a millones de personas, impuesto sistemas despóticos y eliminado toda forma de disidencia y crítica. Otro tanto se puede decir de la libertad negativa, vinculada a los males del laissez-faire, a la sangrienta historia del individualismo económico y de la competencia capitalista sin restricciones.
                Pettit critica la taxonomía berliniana de libertad positiva y negativa, ya que considera que estas contraposiciones filosóficas e históricas están mal concebidas y crean confusión. Y, en particular, porque impiden ver con claridad la validez filosófica y la realidad histórica de una tercera manera de entender la libertad y las exigencias de ésta, que es la que se puede desprender de la tradición republicana que reivindica.
                En el marco ofrecido por Constant y Berlin, el modo habitual de interpretar la tradición republicana es verla como una tradición que valora la libertad positiva por encima de todo, y en particular la participación democrática.
                Recientemente, Q. Skinner (1983) (“La idea de libertad negativa”, en La filosofía en la historia, Paidós, 1990) ha rechazado esta tesis y ha tratado de probar que en la tradición cívica republicana, y en concreto en la obra de Maquiavelo, considerado el principal arquitecto del pensamiento republicano en el mundo incipientemente moderno, se puede encontrar una concepción de libertad que, aunque incluye los ideales de participación política y virtud cívica, es específicamente negativa y, en consecuencia, moderna. Esta misma idea negativa estaba ya en la concepción romana originaria de la libertad. Dice Maquiavelo que la avidez de libertad del pueblo no viene de un deseo de dominar, sino de no ser dominado: «Una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar; pero todos los demás, que son incontables, desean la libertad para vivir en seguridad. Pues en todas las repúblicas, cualquiera que sea su forma de organizarse, no pueden alcanzar las posiciones de autoridad sino a lo sumo cuarenta o cincuenta ciudadanos».
                La formulación de Berlin, según la cual la libertad debe interpretarse como ausencia de interferencia, sigue siendo para Skinner la ortodoxia en el pensamiento político anglófono, lo que le resulta paradójico si tenemos en cuenta el caso norteamericano, ya que Estados Unidos nació de la teoría rival según la cual la libertad negativa consiste en la ausencia de dependencia. Cuando en julio de 1776 el Congreso adoptó la Declaración de Thomas Jefferson, dice Skinner, decidieron llamarla Declaración de Independencia, esto es, independencia de seguir viviendo dependiendo del poder arbitrario de la Corona británica.
                Pettit, tirando de este hilo, sostiene la tesis de que la libertad negativa o la libertad como no interferencia de los republicanos no sólo es una manera distinta de entender la libertad también negativa del liberalismo, como señala Skinner, sino que se basa en el supuesto de entender la libertad como no dominación. Para ello da dos razones. La primera es que en la tradición republicana, a diferencia del punto de vista moderno, la libertad se presenta siempre en términos de oposición entre liber y servus, entre ciudadano y esclavo. Si hasta el esclavo de un amo amable –el esclavo que no padece interferencia– es no libre, entonces la libertad exige por fuerza ausencia de dominación, no sólo ausencia de interferencia.
                James Harrington, el principal discípulo de Maquiavelo en la Inglaterra del siglo XVII, resaltará el principio republicano de independencia económica, esto es, de la necesidad de que, para ser libre, una persona ha de disponer de recursos materiales: «El hombre que no puede vivir por sí mismo tiene que ser un siervo; pero quien puede vivir por sí mismo, puede ser un hombre libre». Para Harrington, la determinación última de la no libertad es tener que vivir a merced del arbitrio de otro, a la manera del esclavo; la esencia de la libertad es no tener que soportar esa dependencia y esa vulnerabilidad.
                La segunda razón que da Pettit es que en la tradición republicana no sólo puede perderse la libertad, sin que medie interferencia alguna, sino que también puede haber interferencia, sin que el pueblo pierda libertad. El sujeto de la interferencia no dominadora que tenían en mente los republicanos era el derecho y el Gobierno que se dan en una república bien ordenada.
                Aun representando el derecho propiamente constituido –el derecho que atiende sistemáticamente a los intereses y a las ideas generales del pueblo– una forma de interferencia, no por ello compromete la libertad del pueblo; es una interferencia no dominante. Los republicanos no dicen, a la manera moderna, que aunque el derecho coacciona a los individuos, reduciendo así su libertad, compensa este daño previniendo un grado mayor de interferencia.
                Los republicanos, insiste Pettit, sostienen que el derecho propiamente constituido es constitutivo de la libertad. Las leyes de una república crean la libertad de que disfrutan los ciudadanos, no mitigan esa libertad. En resumen, la libertad como no dominación es negativa porque concibe la libertad como ausencia de impedimentos para la realización de nuestros fines elegidos. Es positiva porque también afirma que esa libertad individual únicamente se puede garantizar a ciudadanos de un Estado libre, de una comunidad cuyos miembros participan activamente en el Gobierno.

Epílogo

                El republicanismo, con sus lagunas e insuficiencias, ofrece algunas ideas fértiles a explorar. Una idea robusta de libertad, distinta a la de los nuevos liberales (neoliberales), y un programa que convoca a la ciudadanía a tomar parte activa en la res pública en el marco de una democracia deliberativa, como mejor medio para preservar y maximizar nuestros derechos y libertades, tanto individuales como específicos, desde el convencimiento de que la reclusión a la vida privada o al mero ocuparse cada cual de sus negocios nos deja en manos de mediocres gobernantes y poderes sin escrúpulos que jibarizan, bloquean o vacían nuestra libertad.
                Son muchos los que con una mentalidad acomodaticia e influidos por la inercia de una ideología conservadora dominante –no hay que olvidar al republicano Marx– prefieren la libertad de los modernos (ocuparse de sus propios afanes) y no ven el peligro de desprotección –apuntado por el republicanismo– ante los malos administradores de la cosa pública, sintiéndose más o menos satisfechos con el actual estado de cosas.
                En este tiempo de propuestas que vivimos en Euskadi, las izquierdas, tanto políticas como sociales y culturales, pueden encontrar, entre otras, en la corriente republicana algunos componentes teóricos de interés tanto a la hora de repensar un nuevo programa de cambio social, un nuevo horizonte ideológico, como a la hora de elaborar una propuesta de democracia de más fuste. Una propuesta de democracia social republicana que, partiendo del profundo pluralismo (político-ideológico, lingüístico-cultural, de sentimiento nacional), trate de lograr un compromiso gradual y progresivo lo más aceptable posible para el conjunto de los sectores que se mueven bajo un paradigma más comunitarista y nacionalista (en sus distintas variantes) de los que lo hacen en otro de carácter más asociacionista, o más sincrético y mestizo, con distintas visiones de lo que es el bien común, distintas jerarquías de valores y fines, para así tratar de construir un futuro hábitat algo más cohesionado y políticamente más satisfactorio que el actual.
                Pero a la vista del estancamiento en el que nos encontramos, ante el autismo de las partes, tal vez habría que empezar por algo tan básico como la aplicación del santo y seña del republicanismo: audi alteram partem (escucha a la otra parte).

)(*) Fuente: Pensdamiento critico :
http://www.pensamientocritico.org/kepbil0507.html

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