"

"
...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

22/3/15

EL UNIVERSO ESPIRITUAL DE LA POLIS GRIEGA


 Por Jean Pierre Vernant



La aparición de la polis constituye, en la historia del pensamiento griego, un acontecimiento decisivo. Sin duda, tanto en el plano intelectual como en el terreno de las instituciones, sólo al final llegará a sus últimas consecuencias; la polis conocerá múltiples etapas y formas variadas. Sin embargo, desde su advenimiento, que se puede situar entre los siglos VIII y VII, marca un comienzo, una verdadera creación; por ella, la vida social y las relaciones entre los hombres adquieren una forma nueva, cuya originalidad sentirán plenamente los griegos.

El sistema de la polis implica, ante todo, una extraordinaria preeminencia de la palabra sobre todos los otros instrumentos del poder. Llega a ser la herramienta política por excelencia, la llave de toda autoridad en el Estado, el medio de mando y de dominación sobre los demás. Este poder de la palabra -del cual los griegos harán una divinidad: Peitho, la fuerza de persuasión- recuerda la eficacia de las expresiones y las fórmulas en ciertos rituales religiosos o el valor, atribuido a los «dichos» del rey cuando soberanamente pronuncia la themis; sin embargo, en realidad se trata de algo enteramente distinto. La palabra no es ya el término ritual, la fórmula justa, sino el debate contradictorio, la discusión. Supone un público al cual se dirige como a un juez que decide en última instancia, levantando la mano entre las dos decisiones que se le presentan; es esta elección puramente humana lo que mide la fuerza de persuasión respectiva de los dos discursos, asegurando a uno de los oradores la victoria sobre su adversario.  

Todas las cuestiones de interés general que, el soberano tenía por función; reglamentar y que definen el campo dela arkhé, están ahora sometidas al arte oratorio y deberán zanjarse al término de un debate; es preciso, pues, que se las pueda formular en discursos, plasmarlas como demostraciones antitéticas y argumentaciones opuestas. Entre la política y el logos hay, así, una realización estrecha,  una trabazón recíproca. El arte político es, en lo esencial, un ejercicio del lenguaje; y el logos, en su origen, adquiere conciencia de sí mismo, de  sus reglas, de su eficacia, a través de su función política: Históricamente, son la retórica y la sofística las que, mediante el análisis que llevan a cabo de las formas del discurso como instrumento de victoria en las luchas de la asamblea y del tribunal, abren el camino a las investigaciones de Aristóteles y definen, al lado de una técnica de la persuasión, las reglas de la denostación; sientan una lógica de lo verdadero, propia del saber teórico, frente a la lógica de lo verosímil o de lo probable, que preside los azarosos debates de la práctica.

Un segundo rasgo de la polis es el carácter de plena publicidad que se da a  las manifestaciones más importantes de la vida social. Hasta se puede decir que la polis existe únicamente en  la medida en que se ha separado un dominio público, en los dos sentidos, diferentes pero solidarios, del término: un sector de interés común en contraposición a los asuntos privados; prácticas abiertas, establecidas a plena luz del día, en contraposición a los procedimientos secretos. Esta exigencia de publicidad lleva a confiscar progresivamente en beneficio del grupo y a colocar ante la mirada de todos, el conjunto de las conductas, delos procedimientos, delos conocimientos, que constituían originariamente el privilegio exclusivo del basiléus, o de los gene detentadores de la arkhé. Este doble movimiento de democratización y de divulgación tendrá decisivas consecuencias en el plano intelectual.

 La cultura griega se constituye abriendo a un círculo cada vez mayor -y finalmente al demos en su totalidad- el acceso a un mundo espiritual reservado en los comienzos a una aristocracia .de carácter guerrero y sacerdotal (la epopeya homérica es un primer ejemplo de este proceso: una poesía cortesana, que se canta antes que nada en las salas de los palacios, después sale de ellos, se amplía y se transforma en poesía de festival).

Pero esta ampliación implica una transformación profunda .Al convertirse en elementos de una cultura común, los, conocimientos, los valores, las técnicas mentales, son llevadas a la plaza ‘pública y sometidos a crítica y controversia. No se los conserva ya, como garantías de poder, en el secreto de las tradiciones familiares; su publicación dará lugar a exégesis, a interpretaciones diversas, a contraposiciones, a debates apasionados. En adelante, la discusión, la argumentación, la polémica, pasan a ser las reglas[E1]  del juego intelectual, así como del juego político. La supervisión constante de ]a comunidad se ejerce sobre las creaciones del espíritu lo mismo que sobre  las magistraturas del Estado. La ley de la polis, en contraposición al poder absoluto del monarca, exige que las unas y las otras sean igualmente sometidas a «rendiciones de cuentas», éudyna. No se imponen ya por la fuerza de un prestigio personal o religioso; tienen que demostrar su rectitud mediante procedimientos de orden dialéctico. La palabra constituía, dentro del cuadro de la ciudad, el instrumento de la vida política; la escritura suministrará, en el plano propiamente intelectual en  medio de una cultura común y permitirá una divulgación completa de los conocimientos anteriormente reservados o prohibidos. Tomada de los fenicios y modificada para una transcripción más precisa de los fonemas griegos, la escritura podrá cumplir con esta función de publicidad porque ha llegado a ser, casi con el mismo derecho que la lengua hablada, el bien común de todos los ciudadanos. Las inscripciones más antiguas en alfabeto griego que conocemos muestran que, desde el siglo VIll, no se trata ya de un saber especializado, reservado a unos escribas, sino una técnica de amplio uso, libremente difundida en el Público

Junto a la recitación memorizada de textos de Hornero o de Hesíodo -que continúa siendo tradicional-, la escritura constituirá el elemento fundamental de la paideia griega. Se comprende así el alcance de una reivindicación que surgió desde el nacimiento de la ciudad: la redacción de las leyes. Al escribirlas no se hace más que asegurarles permanencia y fijeza; se las sustrae a la autoridad privada delos basiléis, cuya función era la de «decir» el derecho; se transforman en bien común, en regla general, susceptible de ser aplicada por igual a todos.

 En el mundo de Hesíodo, anterior al régimen de la Ciudad, la diké actuaba todavía en dos planos, como dividida entre el cielo y la tierra: para el pequeño cultivador beocio, la diké es, aquí abajo, una decisión de hecho que depende del arbitrio de los reyes, «devoradores de dones»; 'en el cielo es una divinidad soberana pero remota e inaccesible. Por el contrario, en virtud de la publicidad que le confiere la escritura, la diké, sin dejar de aparecer como un valor ideal, podrá encarnarse en un plano propiamente humano, realizándose en la ley, regla común a todos pero superior a todos, norma racional, sometida a discusión y modificable por decreto pero que expresa un orden concebido como sagrado. Cuando los individuos, a su vez, deciden hacer público su saber mediante la escritura, sea en forma de libro, como los que Anaximandro y Ferécides serían los primeros en haber escrito o como el que Herác1ito depositó en el templo de Artemisa en Éfeso, sea en forma de parápegma, inscripción monumental en piedra, análoga a las que la ciudad hacía grabar en nombre de sus magistrados o de sus sacerdotes (los ciudadanos particulares inscribían en ellas observaciones astronómicas o tablas cronológicas), su ambición no es la de dar a conocer a otros un descubrimiento o una opinión personales; quieren, al depositar su mensaje es lo meson, hacer de él el bien común de la ciudad, una norma susceptible, como la ley, de imponerse a todos. Una vez divulgada, su sabiduría adquiere una consistencia y una objetividad nuevas: se constituye a sí misma como verdad.

No se trata ya de un secreto religioso, reservado a unos cuantos elegidos, favorecidos por una gracia divina. Cierto es que la verdad del sabio, como el secreto religioso, es revelación de lo esencial, descubrimiento de una realidad superior que sobrepasa en mucho al común de los hombres; pero al confiarla a la escritura, sela arranca del círculo cerrado de las sectas, exponiéndola a plena luz ante las miradas de la ciudad entera; esto significa reconocer que ella es, de derecho, accesible a todos, admitir que se la someta, como en el debate político, al juicio de todos, con la esperanza de que en definitiva será aceptada y reconocida por todos. Esta transformación de un saber secreto de tipo esotérico en un cuerpo de verdades divulgadas públicamente, tiene su paralelo en otro sector de la vida social. Los antiguos sacerdocios pertenecían en propiedad a ciertos gené y señalaban su familiarización especial con una potencia divina; cuando se constituye lapo/is, ésta los confisca en su provecho y hace de ellas los cultos oficiales de la ciudad. La protección que la divinidad reservaba antiguamente a sus favoritos va a ejercerse, en adelante, en beneficio de la comunidad entera. Pero quien dice culto de ciudad dice culto público. Todos los antiguos sacra, signos de investidura, símbolos religiosos, blasones, xóana de madera, celosamente conservados como talismanes de poder en el secreto de los palacios o en el fondo de las casas sacerdotales, emigrarán hacia el templo, residencia abierta, residencia pública.

 En este espacio impersonal, vuelto hacia afuera, y que proyecta ahora hacia el exterior el decorado de sus frisos esculpidos, los antiguos ídolos se transforman a su vez: pierden, junto con su carácter secreto, su virtud de símbolos eficaces; se convierten en «imágenes», sin otra función ritual que la de ser vistos, sin otra realidad religiosa que su apariencia. De la gran estatua cultural alojada en el templo para manifestar en él al dios, se podría decir que todo su «esse» consiste desde este momento en un «percipi». Los sacra, cargados antiguamente de una fuerza peligrosa y sustraídos a la mirada del público, se convierten bajo la mirada de la ciudad en un espectáculo, en una «enseñanza sobre los dioses», como bajo la mirada de la ciudad los relatos secretos, las fórmulas ocultas, se despojan de su misterio y de su poder religioso, para convertirse en las «verdades» que debatirán los Sabios. Sin embargo, no es sin dificultad ni sin resistencia que ]a vida social se ha entregado así a una publicidad completa.

 El proceso de divulgación se realiza por etapas; en todos los terrenos encuentra obstáculos que limitan sus progresos. Incluso en el plano político, ciertas prácticas de gobierno secreto conservan en pleno período clásico una forma de poder que opera por vías misteriosas y medios sobrenaturales. El régimen de Esparta ofrece los mejores ejemplos de tales procedimientos secretos. Pero la utilización, como técnicas de gobierno, de santuarios secretos, de oráculos privados, exclusivamente reservados a ciertos magistrados o de co]ecciones adivinatorias no divulgadas que se apropian ciertos dirigentes, está también testimoniada en otras partes. Además, muchas ciudades cifran su salvación en la posesión de reliquias secretas: osamentas de héroes, cuya tumba, ignorada del público, no debe ser conocida, bajo pena de arruinar al Estado, más que por los únicos magistrados calificados para recibir, a tomar posesión del cargo, tan peligrosa revelación. El valor político atribuido a dichos talismanes secretos no es una simple supervivencia de] pasado. Responde a necesidades sociales definidas. ¿La salvación de la ciudad no pone necesariamente en juego fuerzas que escapan al cálculo de la razón humana, elementos que no es posible apreciar en un debate ni prever al término de una deliberación? Esa intervención de un poder sobrenatural cuyo papel es finalmente decisivo -la providencia de Heródoto, la tykhe de Tucídides-, debe tomarse muy en cuenta, reconociendo su parte en ]a economía de los factores políticos. Ahora bien, el culto público de las divinidades olímpicas no puede responder más que en parte a esa función. Se refiere a un mundo divino demasiado general y también demasiado lejano; define un orden de lo sagrado que se opone precisamente, como lo hierós a lo hosios, al dominio profano en que se sitúa la administración de la ciudad. La laicización de todo un plano de la vida política tiene como contrapartida una religión oficial que ha establecido sus distancias en relación con los asuntos humanos y que ya no está tan directamente comprometida en las vicisitudes de la arkhé. Sin embargo, cualesquiera que sean la lucidez de los jefes políticos y la sabiduría de los ciudadanos, las decisiones de la asamblea se refieren a un futuro que continúa siendo fundamentalmente opaco y que la inteligencia no puede captar completamente. Por lo tanto, es esencial poder dominarlo en la medida de lo posible, con otros recursos que pongan en juego no ya medios humanos, sino la eficacia del rito.

El «racionalismo» político que preside las instituciones de la ciudad se opone, sin duda, a los antiguos procedimientos religiosos de gobierno, pero sin excluirlos, no obstante, radicalmente.4 Por lo demás, en el terreno de la religión se desarrollan, al margen de la ciudad y paralelamente al culto público, asociaciones basadas en el secreto. Las sectas, cofradías y misterios son grupos cerrados, jerarquizado s, que implican escalas y grados. Organizados sobre el modelo de las sociedades de iniciación, su función es la de seleccionar, a través de una serie de pruebas, una minoría de elegidos que gozarán de privilegios inaccesibles al común. Pero, contrariamente a las iniciaciones antiguas a que se sometía a los jóvenes guerreros, a los kouroi, y que les conferían una habilitación para el poder, las nuevas agrupaciones secretas estarán en adelante confinadas a un terreno puramente religioso. Dentro del cuadro de la ciudad, la iniciación no puede aportar más que una transformación «espiritual», sin incidencia en lo político. Los elegidos, los epoptés, son puros, santos; emparentados con lo divino, están ciertamente consagrados a un destino excepcional, pero que ellos conocerán en el más allá. La promoción de que han sido objeto pertenece a otro mundo. A todos cuantos deseen conocer la iniciación, el misterio les ofrece, sin restricción de nacimiento ni de categoría, la promesa de una inmortalidad bienaventurada que en su origen era privilegio exclusivamente real; divulga, en el círculo más amplio de los iniciados, los secretos religiosos que antiguamente pertenecían como propiedad a familias sacerdotales, como los Kérykes o los eumólpides.

Pero, a pesar de esta democratización de un privilegio religioso, el misterio en ningún momento se coloca en una perspectiva de publicidad. Por el contrario, lo que lo define como misterio es la pretensión de alcanzar una verdad inasequible por las vías normales y que no podría en modo alguno ser «expuesta», obtener una revelación tan excepcional que abre el acceso a una vida religiosa desconocida en el culto del Estado y que reserva a los iniciados una suerte sin paralelo posible con la condición ordinaria del ciudadano. El secreto adquiere de este modo, en contraste con>la publicidad del culto oficial, una significación religiosa particular: define una religión de salvación personal que aspira a transformar al individuo con independencia del orden social, a realizar en él una especie de nuevo nacimiento que lo arranque del nivel común y lo haga llegar a un plano de vida diferente.
Pero en este terreno, las investigaciones delos primeros Sabios iban a continuar las preocupaciones de las sectas hasta el punto de confundirse a vecescon ellas. Las enseñanzas de la Sabiduría, como las revelaciones de los misterios, pretenden transformar el hombre desde dentro, elevarlo a una condición superior, hacer de él un ser único, casi un dios, un theios anér. Si la ciudad se dirige' al Sabio cuando se siente presa del desorden y la impureza, si le pide la solución para sus males, es precisamente porque él se le presenta como un ser aparte, excepcional como un hombre divino a quien todo su género de vida aísla y sitúa al margen de la comunidad. Recíprocamente, cuando el sabio se dirige a la ciudad, de palabra o por escrito, es siempre para transmitirle una verdad que viene de lo alto y que, aun divulgada, no deja de pertenecer a otro mundo, ajeno a la vida ordinaria. La primera sabiduría se constituye así en una suerte de contradicción, en la cual se expresa su naturaleza paradójica: entrega al público un saber que ella proclama al mismo tiempo inaccesible a la mayoría. ¿No tiene por objeto revelar lo invisible, hacer ver ese mundo de los ádela que se oculta tras las apariencias? La sabiduría revela una verdad tan prestigiosa que debe pagarse al precio de duros esfuerzos y que continúa estando, como la visión de los epoptés, oculta a las miradas del vulgo; aunque expresa el secreto y lo formula con palabras, el común de las gentes no puede captar su sentido. Lleva el misterio a la plaza pública; lo hace objeto de un examen, de un estudio, pero sin que deje de ser, sin embargo, un misterio. Los ritos de iniciación tradicionales que protegían el acceso a revelaciones prohibidas, la sophia  y la philosophía, los reemplazan por otras pruebas: una regla de vida un camino de ascesis, una senda de investigación que, junto a las técnicas de discusión y argumentación o de nuevos instrumentos mentales como las matemáticas, siguen manteniendo las antiguas prácticas adivinatorias, los ejercicios espirituales de concentración, de éxtasis, de separación del alma y del cuerpo. La filosofía se encuentra, al nacer, en una posición ambigua: por su marcha y por su inspiración está emparentada a la vez con las iniciación : llesde los misterios y las controversias del ágora; flota entre el espíritu de secreto, propio de las sectas y la publicidad del debate contradictorio que caracteriza a la actividad política.

Según los medios, los momentos, las tendencias, se la ve, como a la secta pitagórica en la Magna Grecia en el siglo VI, organizarse en cofradía cerrada y rehusarse a entregar a la escritura una doctrina puramente esotérica. Así podrá, como lo hará el movimiento de los sofistas, integrarse plenamente en la vida pública, presentarse como una preparación para el ejercicio del poder en la ciudad y ofrecerse libremente a cada ciudadano por medio de lecciones pagadas en dinero. Acaso la filosofía griega no pudo desprenderse nunca del todo de esta ambiguedad que marca su origen. El filósofo oscilará siempre entre dos actitudes, titubeará entre dos tentaciones contrarias. Unas veces afirmará que es el único calificado para dirigir el Estado y,tomando orgullosamente el puesto del rey divino, pretenderá, en nombre de ese «saber» que lo eleva por encima de los hombres, reformar toda la vida social yordenar soberanamente la ciudad. Otras veces se retirará del mundo para replegarse en una sabiduría puramente privada; agrupando en derredor de sí a unos cuantos discípulos, querrá instaurar con ellos, en la ciudad, otra ciudad al margen de la primera y, renunciando a la vida pública, buscará su salvación en el conocimiento y en la contemplación.

A los dos aspectos que acabamos de señalar -prestigio de la palabra, desarrollo de las prácticas públicas-, se agrega otro rasgo para caracterizar el universo espiritual de la polis.

Los que componen la ciudad, por diferentes que sean en razón de su origen, de su categoría, de su función, aparecen en cierto modo «similares» los unos a los otros. Esta similitud funda la unidad de la polis, ya que para los griegos sólo los semejantes pueden encontrarse mutuamente unidos por la Philía, asociados en una misma comunidad. El vínculo del hombre con el hombre adoptará así, dentro del esquema de la ciudad, la forma de una relación recíproca, reversible, que reemplazará a las relaciones jerárquicas de sumisión y dominación. Todos cuantos participen en el Estado serán definidos como homoioi, semejantes, y, más adelante en forma más abstracta, como Isoi, iguales.

A pesar de todo cuanto los contrapone en lo concreto de la vida social, se concibe a los ciudadanos, en el plano político, como unidades intercambiables dentro de un sistema cuyo equilibrio es la ley y cuya norma es la igualdad. Esta imagen del mundo humano en:ontrará en el siglo VI su expresión rigurosa en un concepto, el de isonomía: igual participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder. Pero antes de adquirir ese valor plenamente democrático y de inspirar en el plano institucional.  reformas como las de Clístenes, el ideal de isonomía pudo traducir o prolongar aspiraciones comunitarias que remontan mucho más alto, hasta los orígenes mismos de la polis.  Varios testimonios muestran que los términos de isonomía y de isocratía han servido para definir, dentro de los círculos aristocráticos, en contraposición al poder absoluto de uno solo (la monarkhía o la tyrannís), un régimen oligárquico en que la arkhé se reservaba para un pequeño número con exclusión de la masa, pero era igualmente compartida por todos los miembros de ese selecta minoría.

  Si la exigencia de isonoía pudo adquirir a fines del siglo VI una fuerza tan grande, si pudo justificar la reivindicación popular de un libre acceso del démos a todas las magistraturas, fue sin duda porque hundía sus raíces en una tradición igualitaria antiquísima, porque respondía, incluso, a ciertas actitudes psicológicas de la aristocracia de los hippéis. En efecto, fue aquella nobleza militar la que estableció por primera vez, entre la calificación guerrera y el derecho a participar en los asuntos públicos, una equivalencia que no se discutirá ya. En la polis el estado de soldado coincide con el de ciudadano: quien tiene su puesto en la formación militar de la ciudad, lo tiene asimismo ensu organización política. Ahora bien, desde mediados del siglo VII las modificaciones del armamento y una revolución de la técnica del combate transforman el personaje del guerrero, cambian su puesto en el orden social y su esquema psicológico.

La aparición del hoplita, pesadamente armado, que combatiendo en fila, en formación cerrada, siguiendo el principio de la falange, asesta un golpe decisivo a las prerrogativas militares de los hippéis. Todos cuantos pueden costearse su equipo de hoplitas -es decir, los pequeños propietarios libres que forman el demos, como son de Atenas los Zeugites-, están situados en el mismo plano que los poseedores de caballos. Sin embargo, la democratización de la función militar -antiguo privilegio aristocrático- implica una renovación completa de la ética del guerrero. El héroe homérico, el .buen conductor de carros, podía sobrevivir aun en la persona del hippéus; ya no tiene mucho de común con el hoplita, este soldado-ciudadano. Lo que contaba para el primero era la proeza individual, la hazaña realizada en combate singular. En la batalla; mosaico de  individuales en que se enfrent~9an los prómakhoi, el valor militar se afirmaba en forma de una aristeia, de una superioridad enteramente personal. La audacia que permitía al guerrero realizar aquellas acciones brillantes, la encontraba en una suerte de exaltación, de furor, bélico, la Iyssa, a que lo arrojaba, poniéndolo fuera de sí, el menos, el ardor inspirado por un dios. Pero el hoplita no conoce ya el combate singular; tiene que rechazar, si se le ofrece,,la tentación de una proeza puramente individual. Es el hombre de la batalla codo a codo, de la lucha hombro a hombro. Se lo ha adiestrado para guardar)a fila, para marchar en orden, para lanzarse a,un mismo paso con los demás contra el enemigo, para cuidar, en lo más enconado del combate, de no abandonar su puesto. La virtud guerrera no es ya fruto, de la orden del thymós; es resultado de la sophrosyne: un dominio completo de sí, una constante vigilancia para someterse a una disciplina común, la sangre fría necesaria para refrenar los impulsos instintivos que amenazan con perturbar el orden general de la formación. La falange hace del hoplita, como la ciudad del ciudadano, una unidad intercambiable, un elemento similar a todos los otros y cuya aristeia, cuyo valor individual, no debe manifestarse ya nunca sino dentro del orden impuesto por la maniobra de conjunto, la cohesión de grupo, el efecto de masa, nuevos instrumentos de la victoria. Hasta en la guerra, la Eris, el deseo de triunfar sobre el adversario, de afirmar la superioridad sobre los demás, tiene que someterse a la Philía, al espíritu de comunidad; el poder de los individuos tiene que doblegarse ante la ley del grupo. Heródoto, al mencionar, después de cada relato de batalla, los nombres de las ciudades y los individuos que se mostraron más valientes en Platea, da la palma, entre los espartanos, a Aristódamo: el hombre que formaba parte de los trescientos lacedemonios 'que habían defendido las Termópilas; sólo él había regresado sano y salvo; ansioso de lavar el oprobio que los espartanos atribuían a aquella supervivencia, buscó y encontró la muerte en Platea; realizando admirables hazañas. Pero no fue él a quien los espartanos otorgaron, con el premio al valor, los honores fúnebres tributados a los mejores; le negaron la aristeia porque, combatiendo furiosamente, como un enajenado por la Iyssa, había abandonado su puesto. Este relato ilustra en forma sorprendente una actitud psicológica que no se manifiesta sólo en el dominio de la guerra, sino que, en todos los planos de la vida social, acusa un viraje decisivo en la historia de la polis.

 Llega un momento en que la ciudad rechaza las conductas tradicionales dela aristocracia tendentes a exaltar: el prestigio, a reforzar el poder de los individuos y de los gene, a elevarlos por encima del común. Al igual que el furor guerrero y la búsqueda en el combate de una gloria puramente privada, se condenan también como desorbitancias, como hybris, de la riqueza, el lujo en el vestir, la suntuosidad en los funerales, las manifestaciones excesivas de dolor en caso de duelo y el comportamiento muy llamativo de las mujeres, o el demasiado seguro de sí, demasiado audaz, de la juventud noble. Todas estas prácticas son en adelante rechazadas porque acusan las desigualdades sociales y el sentimiento de distancia entre los individuos, provocan la envidia, crean disonancias en el grupo, ponen en peligro su equilibrio, su unidad, y dividen la ciudad contra sí misma. Lo que ahora se encomia es un ideal austero de reserva y contención, un estilo de vida severo, casi ascético, que esfuma entre los ciudadanos las diferencias de costumbres y condición a fin de aproximarlos los unos a los otros y unirlos como a miembros de una sola familia.

Fuente. : CAPÍTULO IV del libro. . “ Los orígenes del pensamiento griego”.-Jean Pierre Vernant.

No hay comentarios: