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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

7/1/19

MIGUEL ABENSOUR: REPENSANDO LA FILOSOFÍA POLÍTICA (*)



Por Álberto Sucasas Universidade da Coruña

Como en general ocurre en la vida social, las hegemonías excesivas tienden, también en el ámbito filosófico, a simplificar la complejidad y diversidad inherentes a un período histórico dado. Tan alto se escuchan las voces que expresan el paradigma dominante que, para un oyente no demasiado atento, se diría que son las únicas existentes. Situación que ilustra la reflexión filosófico-política de las últimas décadas: el ascendente de la Teoría de la justicia de John Rawls ha sido tan inmenso que su recepción crítica parece haber saturado, en su integridad, el espacio de la filosofía política. Como si, en los últimos cuarenta años, no hubiese otro modo de encarar las preguntas tradicionales de la disciplina (socialidad del ser humano; exigencia de justicia; función de la libertad en la vida colectiva; legitimación/crítica del Estado…) que el de, directa o indirectamente, enfrentarse al texto rawlsiano… o acompañar la prolongada polémica entre liberales y comunitaristas.

No se trata de poner en entredicho los méritos del pensamiento de procedencia anglosajona (aunque solo fuese por el volumen de sus comentarios, Teoría de la justicia sin duda merece ocupar un lugar de privilegio en la teorización contemporánea de lo político), pero sí de ensanchar el espacio reflexivo para dar cabida a otras orientaciones, geográfica y discursivamente distantes. Al menos para evitar que un pseudomonólogo aborte la vocación dialógica irrenunciable en el trabajo del concepto. Si con ese espíritu repasásemos la producción teórica de la segunda mitad del siglo xx, difícilmente podríamos pasar por alto la aportación que un grupo de pensadores, todos ellos provenientes del marxismo, llevó a cabo en la Francia de la inmediata posguerra. Nos referimos al colectivo Socialisme ou barbarie, que supuso el encuentro de filósofos de la envergadura de Claude Lefort, Cornelius Castoriadis o Jean-François Lyotard.

 Nacidos todos ellos en la década de los 20, su aportación inicial (con posterioridad, cada uno seguiría su propia trayectoria) se cifró en intentar dar cuenta, teórica y práctica, de lo que bien podría llamarse el «drama de la izquierda»: desde un lúcido diagnóstico de la devastación estalinista, constataron de forma inequívoca que la barbarie no solo anida en los regímenes fascistas, sino que la tentación totalitaria puede incubarse igualmente en el seno de la izquierda (el llamado socialismo real representó, para aquel colectivo, una de las formas que puede adoptar el principio —esencialmente anti-político: el totalitarismo pervierte la política hasta erradicar de ella cualquier sombra de dignidad— totalitario, exasperación de la dominación), sin por ello renunciar, justamente lo contrario, al imperativo igualitario y libertario consustancial a las tradiciones emancipatorias. Se trata de una tensión difícilmente resoluble, pero a la par ineludible: la crítica implacable, sin contemplaciones, de la perversión totalitaria reviste un carácter propedéutico para la redefinición, y potenciación, del proyecto emancipatorio.

 De ese programa teórico-práctico es heredero Miguel Abensour. Nacido en 1939, se adhirió en su juventud a la causa de Socialisme ou barbarie; ese compromiso temprano vive en toda su producción de madurez, empeñada en conciliar la execración del totalitarismo con la preservación de la promesa emancipatoria. De ahí la bipolaridad o tensión omnipresentes en el léxico abensouriano: dominación vs. emancipación; totalitarismo vs. utopía; Estado vs. democracia; sistema vs. proceso… Pensamiento antinómico que se nutre de la inspiración de Socialisme ou barbarie (muy en particular, de los desarrollos de Lefort), pero que convoca asimismo a buena parte de lo más valioso de la meditación contemporánea sobre lo político (lo que Borja Castro denomina «filiaciones filosóficas» del siglo xx [p. 172]: los teóricos de la Escuela de Fráncfort, ante todo Walter Benjamin, o Hannah Arendt, pero también Pierre Clastres o Emmanuel Levinas) y rastrea en el pasado, sometiéndolos a rigurosa e innovadora relectura, el legado de los clásicos (Maquiavelo o Marx), al tiempo que rescata pensadores olvidados por el discurso filosófico-político convencional (Étienne de la Boétie, Pierre Leroux, Louis Auguste Blanqui o Saint-Just). Esa plétora de nombres propios configura la constelación Abensour, probablemente una de las propuestas más sugerentes y fértiles de la reflexión actual sobre lo político. En Crítica, utopía y política (Lecturas de Miguel Abensour) se da cita un colectivo de estudiosos, hispanos (aunque predominan los chilenos, también se cuentan españoles y argentinos) y franceses, que reivindican (del único modo en que resulta legítimo el homenaje en filosofía: prolongando, y discutiendo, un corpus inspirador) la propuesta reflexiva de Abensour, tanto en razón de sus virtudes teóricas cuanto a la vista de su posible incidencia en la praxis del presente. Ese diálogo hispano-francés tiene su humus institucional en «una larga historia de intercambio académico y amistad filosófica entre académicos y estudiantes de Chile y Francia» (p. 16), promovida por el Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, desde el empeño de «fortalecer la línea de pensamiento político francés contemporáneo» (ibid.).

Una de las contribuciones del volumen, la de Scheherezade Pinilla, expresa en sus palabras finales el espíritu colectivo que anima la obra: «Miguel Abensour es una figura indispensable de la teoría política contemporánea; por eso y por su profundo vínculo con la comunidad de quienes pensamos en español, tiene que vivir entre nosotros» (p. 35). (Con mayor fortuna editorial en Iberoamérica, Argentina en particular, que en España, Abensour es conocido aquí por una amplia antología de ensayos que, bajo el título Para una filosofía política crítica, publicó Anthropos en 2007.)

Celebrar una aventura del pensamiento, a través de su continuación en el diálogo crítico, y contribuir a su difusión en el ámbito hispanohablante es el propósito esencial del libro. Quizá pudiera echarse en falta un texto que ofreciese una semblanza, biográficointelectual, del homenajeado. Con todo, de las once contribuciones que conforman el volumen (a ellas se añade un texto final del propio Abensour) sí cabe extraer algunos ingredientes fundamentales para el esbozo de ese retrato. No solo en lo que a la producción textual respecta.

El pensador francés ha desempeñado, en paralelo a su creación filosófica, funciones relevantes en la escena intelectual, y política, francesa. Destaquemos, aparte de la militancia juvenil en Socialisme ou barbarie, su labor editorial como responsable de la colección Critique de la politique de la editorial Payot, que contribuyó decisivamente a difundir en Francia clásicos contemporáneos hasta entonces poco conocidos (es el caso de pensadores de la Teoría Crítica) o a incorporar autores olvidados (como Leroux o Guyau) a la discusión filosófico-política actual. También la presidencia del Collège International de Philosophie (1985), sucediendo a Jean-François Lyotard.

Las contribuciones del volumen se agrupan en tres secciones. La primera de ellas, Centinela de los libros (pp. 19-35), glosa la producción de Abensour en tanto que exegeta de textos, clásicos y contemporáneos, de teoría política. Prolongando sugerencias de los tres breves ensayos (Horacio González, «El proceso de liberación de los textos»; Georges Navet, «Vigilar y despertar»; Scheherezade Pinilla, «Miguel Abensour, maestro de la huella»), bien podría hablarse de una utopía de la lectura: pensador de la utopía, Abensour practica, en su modo de releer textos de teoría política, una estrategia «utopizante». En realidad, por partida doble: recuperando, por un lado, propuestas doctrinales en las que aliente un contenido utópico, emancipatorio; pero, por otro, liberando los textos de su clausura hermenéutica, dejándoles decir lo que una tradición de lectura acalló a fuerza de comentarlo. Es el caso de la revisión del Marx juvenil, cuyo contenido utópico es reivindicado por Abensour contra el grueso de la tradición marxista (así, la condena del Marx humanista en nombre de la cientificidad por parte del marxismo estructuralista de Althusser), incluso contra el propio criterio del Marx maduro, empeñado en expurgar los contenidos utópicos de su obra temprana.

Si todo texto aguarda, para liberar su potencial semántico, la hospitalidad de un lector dispuesto a revitalizar la letra muerta de la escritura, en el propio ejercicio de la lectura opera ya un designio utópico. Su axioma es enunciado por Horacio González: «Si hay utopía, es porque hay una lectura de textos que hacen surgir sus líneas de fuga, sus nudos incesantemente no resueltos» (p. 21). A esa vocación de contra-lectura se suma un propósito que cabría calificar de arqueológico: la tradición efectúa, en su propio trabajo receptivo, un encubrimiento, que «secuestra» el texto imponiéndole una interpretación canónica o que, peor aún, lo condena al olvido, al limbo de lo insignificante. De ahí la necesidad de la contra-lectura que Abensour pone en práctica, consciente de la existencia de «textos que hay que salvar de sí mismos» (p. 24), como bellamente dice Horacio González. En el pensador francés la lectura de la utopía se hermana con la utopía de la lectura. Al desmoronamiento de la tradición solo cabe responder reinventándola, re-leyéndola: como proclama Jordi Riba, en un gesto marcadamente arendtiano, se impone «proclamarse hijos de una tradición que no existe, de una tradición rota, y desde ella pensar el presente» (p. 95).

A la vista de la importancia del acto interpretativo en Abensour, resulta inevitable que el diálogo con sus propuestas teóricas no pueda disociarse de la tematización de sus lecturas filosófico-políticas. De ese principio dan buena cuenta las restantes contribuciones de la obra. Cuatro trabajos componen su segunda sección, Utopías (pp. 39-90): «El método de la utopía» (Georges Navet); «El mapa del mundo y la tumba de la utopía» (Patrice Vermeren); «Una cierta lectura de Miguel Abensour en relación a Pierre Leroux» (Cristina Hurtado); «La utopía, terra incognita» (Diego Mellado). La tradición del pensamiento utópico representa, en efecto, uno de los ejes vertebradores del proyecto filosófico-político abensouriano; es —por decirlo con palabras de Scheherezade Pinilla— una de las tres columnas que lo sustentan (las otras dos serían Arendt y Levinas). Si la tensión entre emancipación y dominación constituye el alma de la reflexión de Abensour (pp. 10, 51 y 53; pero ese binomio planea sobre todo el volumen), la utopía cumple una doble función. Negativa, en primer término: solo el compromiso con lo posible evita la rendición ante la facticidad de lo existente; algo particularmente relevante en el seno de la izquierda, cuyos triunfos históricos ofrecen abundantes ejemplos de cómo la pulsión emancipatoria puede degenerar en el (des)orden de la dominación (en ese sentido, la reivindicación, incluso contra el propio Marx, de la dimensión utópica del marxismo se vuelve requisito imprescindible para prevenir la barbarie del socialismo realmente existente). Positiva, en segundo lugar: la transformación en sentido emancipatorio de la sociedad —o sea, la constitución de una modalidad del vivir-juntos libre del dominio— se alimenta del impulso utópico. De ahí la necesidad —teórico-práctica, no solo historiográfica— de reconstruir, en una recapitulación que aliente su vigencia, la tradición del pensamiento utópico.

En su contribución, Patrice Vermeren describe tres grandes momentos del utopismo moderno: el fundacional, representado por Leroux, Saint-Simon, Fourier y Owen; una fase intermedia, neo-utópica, caracterizada por la voluntad de compromiso entre el legado socialista y las ideas dominantes; por último, tras 1848, el renacer de la inspiración fundacional en un Nuevo Espíritu utópico, del que participarían pensadores como Bloch y Benjamin (pp. 59-60). No obstante, esa memoria de las propuestas utópicas en modo alguno permite, en Abensour, recuperar la noción de utopía como algo clausurado y definitivamente esclarecido desde el punto de vista histórico. Bien al contrario, ocuparse de lo utópico, supone adentrarse en el territorio del enigma.
Georges Navet, analizando el esfuerzo conceptual de Abensour, atribuye a la utopía un estatuto de «horizonte» (aquello que no por contribuir a la manifestación o visibilidad deja de resistirse a la aprehensión conceptual): «un objeto esencial, de consistencia inagotable que al mismo tiempo podría manifestarse y retirarse. La utopía, de alguna manera, es enigma» (p. 40). Emerge ahí uno de los rasgos mayores de la meditación abensouriana: la insistencia en la radical problematicidad de lo político, ámbito donde no tiene cabida lo definitivo del sistema. Tomarse en serio la historicidad de lo humano —su carácter de acontecimiento imprevisible, abierto a la invención— veta cualquier tentativa de atraparlo en el cierre categorial de un discurso omnicomprensivo. Esa verdad antropológica se intensifica epocalmente en cuanto tomamos conciencia del claroscuro de nuestra historia reciente.
Desde premisas hondamente arendtianas, así lo proclama Abensour en La democracia contra el Estado: «La diferencia entre el siglo xix y el xx es que el primero creía poseer, o poder poseer, la solución, mientras que el segundo hace del enigma su morada, advertido de que la historia y política están destinadas a permanecer como un problema sin fin». En consecuencia, la fidelidad a la fe utópica obliga a operar, tanto por parte del teórico de la política como de su sujeto colectivo, una metanoia que Abensour califica de conversión utópica: esa redefinición de la subjetividad es lo que permite abandonar la facticidad del orden existente y orientarse hacia un mundo nuevo. La conversión utópica es el puente que franquea el tránsito del «tópico» (lugar común de la teoría; doxa hegemónica en la conciencia social; anquilosamiento de las instituciones) a lo «utópico». Vermeren tematiza la doble matriz filosófica de la idea (pp. 62-63): por un lado, la noción husserliana de epojé, reinterpretada en tanto que apertura a lo posible de un sujeto que despierta de su sueño dogmático; por otro, la imagen dialéctica de acuñación benjaminiana, por medio de la cual el durmiente, el soñador, se ve proyectado, fuera de su sueño, hacia el despertar. Si la noción de utopía representa uno de los centros del discurso abensouriano, el otro sin duda viene dado por la idea democrática. Mejor aún, la propuesta consiste, en lo esencial, en una recíproca fecundación de ambos conceptos, cuyo doble resultado ha de ser una utopía democratizada y una democracia utopizada (en ello coinciden Vermeren y Riba: pp. 64 y 107).


En torno a esa apuesta gira lo más valioso, y filosóficopolíticamente pertinente, de las cuatro contribuciones de la tercera parte, titulada Crítica de la política (pp. 93-199): «¿El enigma resuelto? Pensar la democracia con Miguel Abensour» (Jordi Riba; muy probablemente, el trabajo de mayor alcance filosófico detodo el libro); «Crítica del Estado: Abensour lector de Marx y Levinas» (Claudia Gutiérrez y Carlos Ruiz); «El ‘contra’ de Miguel Abensour. Una investigación sobre su sentido, expresión e invitación» (Juan Pablo Yáñez); «La paradoja de Abensour: irreductibilidad de ‘lo político’ como gesto ‘contra’ el Estado» (Borja Castro). Abensour es, en efecto, un pensador de la democracia: no tanto de su plasmación institucional en los regímenes políticos que se auto-califican de democráticos (respecto a ellos se impone una denuncia implacable de la democracia realmente existente), cuanto de la idea democrática y sus potencialidades todavía inéditas. De ahí la necesidad de adjetivar un sustantivo que, desnudo, bien puede fomentar equívocos filosófico-políticos, o políticos a secas: Abensour, desde una inspiración que recoge lo más valioso de sus autores de referencia (así, la radicalidad democrática del joven Marx o Leroux, pero también las intuiciones de Lefort o Arendt), habla de democracia insurgente, de democracia salvaje o de verdadera democracia. Se configura, a través de esas expresiones, una modalidad de lo político que no es ajena al conflicto (Maquiavelo lo advirtió en los orígenes de la modernidad: el conflicto es instancia fundacional de la vida social y encierra un momento de resistencia a la dominación) y que, sin negar la necesidad de lo institucional, denuncia la deriva tiránica que amenaza a toda institución consolidada (eso expresa el lema «la democracia contra el Estado»). Lejanía extrema, pues, de aquellas filosofías de lo político —se estaría tentado a decir: la práctica totalidad del pensamiento político occidental, de Platón a Hegel— que lo reducen a su plasmación estatal, pero sin recaer en la ilusión contraria de una sociedad ayuna de tejido institucional: Borja Castro nos recuerda que «Abensour contrapone a su pensamiento el entendimiento de lo social como anulación de lo político que se da tanto en la anarquía como en el comunismo» (p. 189, n. 46). ¿Cómo concebir, entonces, esa modalidad de lo democrático que ni niega la institución (vale decir, el aparato estatal) ni se reduce a ella? Acaso la clave resida en aceptar que una «democracia insurgente» no se define por un orden jurídico o administrativo ya dado, sino —Jordi Riba de nuevo— por «un movimiento que no puede ser otra cosa que movimiento» (p. 100). Dicho de otro modo: la democracia abensouriana es en menor medida ergon —orden social consolidado en un tejido institucional y una configuración del poder— que energeia; antes esfuerzo colectivo, cuyo telos es la auto-constitución del sujeto plural en pueblo o demos (quizá sería más adecuado decir peuple), que forma de organización del vivir-juntos; más bien actividad, indefinidamente abierta, que resultado concluso. Aunque solo fuese por ese motivo, el empeño abensouriano es merecedor de nuestra atención: si la idea democrática es irrenunciable, pero sus materializaciones institucionales no deben eximirse de la crítica, un proyecto de filosofía política no puede ser, hoy, sino trabajo incesante de reconsideración del universo democrático, de sus potencialidades y sus logros, pero igualmente de sus fallos y fallas. Abensour no habría hecho otra cosa: «En efecto, la pertinencia de las preguntas sobre el qué y el porqué de la democracia se mantienen en cada una de las intervenciones escritas que Abensour ofrece al lector» (p. 93).

 También, como era de esperar, en el ensayo que cierra el volumen reseñado. En él toma la palabra el propio homenajeado. En «El affaire Schelling. Una controversia entre Pierre Leroux y los jóvenes hegelianos» concurren buena parte de los rasgos que hemos destacado en la personalidad filosófica de Abensour: atención sostenida a teóricos de la política condenados por la historia a una dilatada marginación (es el caso de Pierre Leroux); relectura crítica del pasado, que no duda en cuestionar los riesgos de dogmatismo inherentes a la izquierda biempensante (representada aquí por jóvenes de laizquierda hegeliana: junto a Alexandre Weil, cercano a Moses Hess, figuran Feuerbach y Marx); receptividad a lo que de novedoso pueda encerrar el acontecimiento; interés por los claroscuros de la historia moderna.

 Metódicamente, cabría decir que Abensour ejercita una mirada afín a la de su admirado Benjamin: rescatar lo olvidado o marginal para iluminar el sentido del pasado. Glosa una escena geográficamente dual (francoalemana) por la que evoluciona un triángulo de personajes: el viejo Schelling, en el momento de tomar posesión de la cátedra berlinesa; su admirador francés, Pierre Leroux, demócrata radical y filósofo sin estatus funcionarial; por último, los hegelianos de izquierda que dan muestras de indignación ante la afinidad entre un librepensador radical y un representante de la reacción filosófica. Allí donde, prolongando la axiomática de la crítica ilustrada, los neohegelianos «progresistas» no ven en la religión sino ilusión o impostura, Leroux tiende puentes con el Schelling filósofo de la revelación, abriendo así una vía de encuentro entre el compromiso con la emancipación de la humanidad y la deseable supervivencia de una religión depurada de sus derivas históricas. Lección filosófico-política: mientras que en Feuerbach la crítica de la religión positiva culmina en la divinización del Estado, Leroux evita esa sacralización, accediendo con ello a una dimensión meta-política que impide que lo estatal devenga un absoluto, al tiempo que le confiere «su irreductible consistencia» (p. 225). Una sucinta muestra de un corpus, el abensouriano, que debemos leer y releer. Crítica, utopía y política invita a hacerlo.

(*)C. Gutiérrez, P. Vermeren y C. Ruiz (coords.), Crítica, utopía y política. Lecturas de Miguel Abensour, Nadar, Santiago de Chile, 2014; 245 págs.

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