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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

14/5/20

ARENDT Y BENJAMIN: ALGO MAS QUE UNA AMISTAD, ALGO DISTINTO QUE UNAS COINCIDENCIAS







Por Antonio Gomez Ramos
Profesor d e la  Universidad Carlos III de Madrid (*)



Los homenajes  académicos  dejan constancia,  sobre todo,  de una amistad y una colaboración intelectual a lo largo de los años. El filósofo  Pedro   Goergen  ha  sabido   cultivarlas  durante  su   larga carrera, en Europa y en América. Quisiera dejar testimonio de la mía hacia él tratando de otra amistad entre dos grandes filósofos del siglo XX. Una, además,   de   las  más   intrigantes.  Pues   hay  amistades   intelectuales  que producen simpatía, que incluso confortan. Y hay otras de las que podemos decir que hubiéramos preferido que no fueran, porque una de las dos partes de esa amistad nos produce alguna aversión, y las estimamos incompatibles.


 La de Hannah Arendt y Walter Benjamin no es de ninguno de esos tipos: produce  desconcierto. No  era  sólo  una amistad  intelectual,  sino  también personal.   Pero   mientras   que   el  trabajo  de  los  biógrafos   y   las   propias declaraciones de  Arendt nos  han permitido  reconstruir su  cálida relación personal,  la  afinidad   espiritual  que  pudiera   haber  entre  los   dos  resulta mucho  más  ambigua  e  inescrutable:  desde  luego,  va  mucho  más  allá  –aunque no sabemos dónde más allá – de las miles de horas y paseos que compartieron en el exilio francés, durante los años 30, antes de la muerte de Benjamin; y más allá, también, de los desvelos personales de Arendt en los años posteriores por salvaguardar su legado




Arendt  se  vanagloriaba,  con   razón,  de  haber  tratado  a  Benjamin mucho   más   de   cerca   que   quienes   luego   postularían   como   sus correligionarios,  los miembros  de  la  Escuela de  Francfort;  en  particular, Adorno. Está segura – y así se lo escribía a Adorno decenios más tarde – de que su imagen de Walter Benjamin era más exacta y completa que la de quienes asumieron su legado (SHÖTKER y WIZISLA, 2006, 175 ss.). Sin contar  los  lazos   familiares  previos  (Günter   Stern,  el  primer  marido  de Arendt, era primo segundo de Benjamin), ella se sentía en intimidad con él. Le  llamaba,  familiarmente,  Benji;  jugaba  con  él  asiduamente  al  ajedrez(“Mis caballos relinchan ya de impaciencia por morderse con los suyos”,  le escribe Benjamin a ella en una postal que anunciaba un futuro encuentro);ella   y   su   segundo   marido,   Heinrich   Blücher,   intentaban   socorrer materialmente a Benjamin en las muchas miserias de la vida cotidiana en el exilio, primero, y del campo de concentración francés al estallar la guerra, después;   conocía   de   primera   mano   la   angustia   de   Benjamin   por   la supervivencia, el desasosiego y hasta terror que le producía su dependencia de   las   decisiones   de   Adorno   y   Horkheimer   en   Nueva   York.   Había encontrado en él al crítico, aislado pero aún prestigioso, que reconocía su talento – cosa que pocos serían capaces de hacer con aquella joven de treinta años exiliada, entre mandarines igualmente exiliados de la cultura alemana: Benjamin   leyó  en  una  noche  el   manuscrito   de   Rahel  Varnhagen  y  lo recomendó enseguida a Scholem para su publicación. A última hora, antes de su viaje final hasta Port-Bou, en 1940, Benjamin le confió el manuscrito de  Sobre   el   concepto  de   historia,  las   llamadas  tesis   de  filosofía   de  lahistoria. Como es sabido, Hannah Arendt visitó y describió el cementerio de Port-Bou, en  la  frontera franco-española  donde Benjamin  puso fin  a  sus días. Luego,  llevó el manuscrito  hasta Estados Unidos, hizo que  Adorno obtuviera  una copia   en  tiposcrito,  y  prácticamente  forzó  al Instituto  de Investigaciones Sociales a publicar las tesis, que los miembros del Instituto de Investigaciones Sociales leían con algo de renuencia. En los tres deceniossiguientes, polemizó con ellos, y con  Scholem, sobre la interpretación  de Benjamin;   acusó   a   los   francfortianos   de   haberle   dejado   material   y espiritualmente en la estacada, les reprochó imprecisiones nada inocentes en la   larga   y   laboriosa   publicación   de   sus   escritos,   les   criticó   que menospreciaran su perspectiva materialista y  su amistad con  Brecht:  ella, Hannah Arendt, que había formulado la crítica más aguda de su tiempo al marxismo y que podía definir a Benjamin como “el marxista más raro que ha  producido   este   movimiento,   no  precisamente   pobre   en   tipos   raros(Seltsamkeiten)”1Eran amigos.

 Se tenían un afecto intenso, superior, si cabe, a los ya de por sí intensos afectos que se producían por esos duros años dentro de la comunidad de intelectuales exiliados. Sin embargo, eso no informa todavía nada acerca de su relación intelectual. Es cierto que Arendt era en parte su albacea, y asumió la tarea de difundir su obra en Estados Unidos  – cosa que hizo con todo éxito, promoviendo la edición en inglés de Iluminaciones, al que antepuso un estudio que, de hecho, ha estado determinando, hasta hace bien poco, la imagen de Benjamin en el mundo anglosajón. Es cierto que el respeto de Arendt por el pensamiento de Benjamin era enorme, según ella testimoniaba explícitamente.  Pero también  es cierto  que no  sabemos con precisión qué quedó de Benjamin en Arendt, ni qué veía ella en él, o mejor:¿Qué callada partida de ajedrez intelectual jugaron durante los 30 años que ella le sobrevivió y escribió toda su obra?2 Pues  lo cierto  es,  también,  que   en  esa  obra,   ingente  y  llena de erudición, poblada tanto de ideas como de otros autores, Walter Benjamin apenas hace acto de presencia. Entre los muchos referentes de Arendt desde Los orígenes del totalitarismo  hasta La  vida   del   espíritu  – incluido  ya,  aestas alturas,  el  Diario  filosófico    apenas se  encuentra a  Benjamin. Las contadas citas que de él aparecen son bastante obvias, se refieren sobre todo al ángel de la historia, y tienen un carácter más de ilustración que de ocasión para  pensar.  Nada  que  ver  con   los  minuciosos  análisis  de   Tocqueville, Montesquieu, Heidegger o Aristóteles, etc.. Incluso allí donde hubiera sido más obvio citar a Benjamin, Arendt parece olvidarlo: no lo menciona en el




ibro Sobre la Revolución3, ni tampoco en el libro Sobre la violencia, texto que  trata explícita    y  melancólicamente  – del  progreso,  y donde  podíaha berse remitido al ensayo de Benjamin, tan hermético, Para una crítica de la violencia. 4  Desde luego, podría tratarse de un olvido; pero ello es tanto más sorprendente cuanto que, mientras escribía  Sobre  la violencia, a fines de los 60, Arendt andaba enzarzada en una acerba polémica con Adorno y Scholem  a   propósito   de   Benjamin,   después   de   haber   pronunciado  en Friburgo y Nueva York sendas conferencias que constituirían, de hecho, la base de su ensayo sobre Benjamin, publicado a la vez en Alemania, en la revista Merkur, y en la introducción a la edición inglesa de Illuminations.

En  realidad,  para  quienes quieren  leer  a  la  vez,  y  con  la  misma simpatía, a Arendt y Benjamin, para quienes esperaban la experiencia del encuentro de esos dos mundos de pensamiento, ese ensayo, donde Hannah Arendt ofrece, por fin, su Benjamin (¡30 años después!) – y lo ofrece a la vez en Alemania – y nada menos que en Friburgo, la ciudad de Heidegger –y   en  Nueva  York,  ese   ensayo   resulta   algo  decepcionante.  No  por  los análisis, tan agudos como siempre, que hace Arendt, de la  sociología del mundo  judío  en  el que  crece  Benjamin,  de  las  ciudades  por  las  que  se mueve, de la personalidad de Benjamin (El jorobado, hombre en tiempos de oscuridad,  buscador de  perlas). Tampoco por la sugerente exposición  que hace de su obra, incluidos los Pasajes, que demuestra conocer muy bien. Tampoco   por   toda   la   carga   explosiva   que   contiene   contra   Adorno, Horkheimer  y  Scholem.  La  mejor  Arendt,  polémica,   brillante  y  aguda, señalando lo que antes no se había visto, está ahí. Lo decepcionante está en que todo el texto parece dirigido a demostrar que, en realidad, Benjamin es escritor que de verdad responde a la exigencia heideggeriana de pensar poéticamente. Y el centro de gravedad del ensayo, tras analizar el proyecto de los pasajes y el trabajo de Benjamin con la cita, se coloca en esta frase: “Con la fina sensibilidad de Heidegger para lo que se había convertido en perlas y corales a partir de ojos y piernas vivos, y que, como tal, sólo podía salvarse por la “acción violenta” (Gewaltsamkeit)   de   la   interpretación, a saber, por la “fuerza de un impulso mortal” de nuevos pensamientos que lo elevara   hasta   el   presente,   con   todo   eso   tenía   Benjamin,   sin   saberlo ,muchísimo más en común que con las sutilezas dialecticas de sus amigos marxistas.5 Una declaración así tenía que resultar gratificante para Heidegger, que se hallaba presente en el público y se reencontraba con Arendt después de 16 años;  puede   ser  estimulante  para   quienes  leen  a  Benjamin  viniendo   de Heidegger, y han creído percibir una cierta afinidad en la noción de ambos sobre el tiempo histórico. Pero hubiera sido inaceptable para Benjamin. Ya en   1916,  Benjamin  le  escribía   a  Scholem,  tras   la  Antrittsvorlesung  de Heidegger “Der Zeitbegriff in der  Geschichtswissenschaft”, que ese texto documentaba de manera exacta qué es lo que no se debe hacer; y en gran parte, los libros de Benjamin de los años 20, tanto el del  Drama barroco alemán como Calle de dirección única, pueden considerarse como respuesta y  competencia  a  la  filosofía  de  Heidegger  en  ascenso;  en  1930,  tras  l apublicación de Ser y tiempo, Benjamin concibió el plan de crear “un círculo de lectura íntimo,  bajo la dirección de  Brecht y mía, en  el que hagamos pedazos a Heidegger” (2000, 522

Cabe pensar que el tema Heidegger habría sido delicado, quizá tabú, en las conversaciones de los dos amigos en París; pero es seguro que Arendt no podía ignorar la actitud de Benjamin hacia su maestro, ni que para él era fundamental dejar claro que ambos tenían una concepción completamente diferente   de   la   historia.   A   pesar   de   algunas   afinidades   externas,   la concepción del  tiempo mesiánico,  la del  tiempo alegórico, la  de tiempo-ahora, por herméticas y necesitadas de interpretación que resulten todavía hoy, no podían conciliarse tan a la ligera con la historicidad que Heidegger desarrolla. ¿Realmente había entendido Arendt tan desviadamente a Benjamin?¿Se  basaba toda   la  amistad  de   ambos  en  un  funesto  malentendido,  tan injusto   para   con   el   amigo   muerto?   ¿O   bien   quería   Arendt, inconscientemente,   hacerle   un   regalo   postrero   a   Heidegger,   casi   un resarcimiento en vísperas de la  marea revolucionaria  del 68, tan  hostil a Heidegger  y  tan  mitificadora  de  Benjamin?  No  habría  que  descuidar  el hecho de que  Arendt pronuncia su conferencia  en  Alemania en 1967, en plena efervescencia estudiantil. No tendría sentido ahora – ni quizá en ningún otro momento – querer desenredar  esas  preguntas.  Tal  vez  deban  quedar  como  enigmas,  mitad filosóficos y  mitad psicológicos, de  la historia  del pensamiento del  siglo XX;  y,  como  tales,   tienen   su  lugar  en   el   inextricable  universo  de  las relaciones interpersonales, más bien que en el trabajo del pensamiento. Pero, aún así, persiste la pregunta por esa oculta partida de ajedrez intelectual, por el eco real de  Benjamin  en el pensamiento de Arendt, por algún espacio conceptual que, fuera de las declaraciones explícitas, fuera de la superficie de los textos, fuera de cualquier cita real y de ocasionales coincidencias al juzgar los hechos, ambos, Arendt y Benjamin, entraran en resonancia.




 En lo que sigue, quiero explorar ese espacio; y no por curiosidad turística, sino porque creo que en él se pueden encontrar algunas claves para entender el significado de la obra de Arendt, y de las pregunta que ella nos ha dejado planteadas; sobre todo, la relativa al problema de la facultad de juzgar. Propondría iniciar esa exploración en el escrito donde Arendt parece olvidar a Benjamin de modo más flagrante. Como he sugerido antes, se trata el ensayo Sobre la violencia (1969).Recordemos la tesis central del ensayo: la violencia, como tal, no ha sido pensada nunca realmente en el  pensamiento occidental,  porque  se  la confunde siempre con el poder, o con un medio al servicio del poder. Peroel poder no es igual a la violencia, ni se apoya en ella; sino que, antes bien ,la  violencia  se genera  en  ausencia  de  poder  o  en su  debilidad,  y  “todo decrecimiento del poder es una invitación abierta a la violencia” (1969, 87)6.El diagnóstico que hace Arendt del siglo XX es que la intensificación de la burocracia,   de   la   sociedad   administrada,   ha   conllevado   una   drástica reducción  del espacio  público    del espacio,  precisamente,  donde  puede ejercitarse el poder; y eso ha producido, a modo de compensación, más y más violencia. El poder,  o para  nuestros efectos  aquí,  lo político,  pertenece a  la esfera de las  acciones, en tanto que contrapuestas a la  labor y la  obra. Lo propio de estas últimas es la inserción en la naturaleza y la sujeción a la necesidad: la  labor  obedece a las necesidades de los ciclos biológicos de producción   y   consumo   impuestos   por   la   naturaleza   para   suauto conservación; la  obra,  a la necesidad de unos fines externos para losque, y de un plan preconcebido por el que, la obra se ejecuta. En cambio, lo inherente  a  la  política  es  la  espontaneidad   y  la  libertad  de  los  actores, justamente porque el “hacer cosas juntos”, “compartir palabras y acciones” que es propio de lo político no está sujeto a ningún fin externo para lo cual se lleve a cabo. El poder arendtiano no es nunca “poder para algo” – un medio para  un  fin –, sino  que es manifestación  de sí mismo.  El espacio público en el que se despliegan la discusión y la acción concertada no se legitima sobre nada – salvo el pasado y el recuerdo –, y no persigue ningún fin. Para algo, “medio para un fin”, es justamente la violencia, y por eso podía decir Clausewtiz que la “violencia es la continuación de la política con otros medios”. 7 La división arendtiana de acción, por un lado, y labor y obra,   por   el   otro,   apunta   sobre   todo   a   una   oposición   de   libertad   y espontaneidad frente a necesidad, de lo que no es medio para un fin frente alo que está  sujeto a una  inexorable cadena de  medios  y fines, de lo  que podría  ser   propiamente  humano  (acción  libre)   frente  a  lo  que  es  mera naturaleza y obediencia a la necesidad.

La invasión del espacio público por la sociedad, el ascenso de lo social, que Arendt denuncia de tantas maneras e n el mundo moderno, se refiere justamente a la reconversión  de todo lo humano   en   mera   naturaleza,   cuya   voracidad,   a   la   hora   de     plantear necesidades, puede ser infinita: tanta, que la sociedad administrada que se propone  satisfacerla ha de crecer también infinitamente, aunque nunca lo suficiente. En cierto modo – en el modo de una condensación extrema, pero todavía fiel –, a la pregunta: ¿de qué va Hannah Arendt? ¿cuál es el tema de su pensamiento?, podría contestarse:  va de pensar lo  humano fuera  de la necesidad de la naturaleza, y fuera de una cadena de medios y fines. Y trata de pensarlo justamente en la acción y en una concepción de la política queno fuera medio para algo externo a ella, ni tuviese tampoco su virtud en sus medios. Su intento, ya  lo sabemos, es  tan sugerente y  rico como lleno  de contradicciones.

   En   el  ensayo  Sobre   la   violencia,   trata   de   excluir   la violencia  de  la   acción  y  la   política,  justamente   porque  la  violencia  se entiende a sí misma como un medio al servicio de un fin, y sujeta siempre a  la necesidad: porque toda violencia se presenta siempre como necesaria (“no me quedaba más remedio que hacerlo”, dice siempre el violento) y porque la necesidad es de por sí violenta. El interés del ensayo está en que, al analizar el fenómeno de la violencia, a pesar de ser ésta prepolítica, de ser sólo un medio, resulta que, en primer lugar, no es sólo un medio – por su capacidad innata para desbordar los fines y convertirse, como sabemos, en un fin en sí misma –  y,  en segundo  lugar,  tiene un  rostro  aparentemente  político: la misma   Arendt   describe  con  qué  facilidad  la  violencia  se   convierte   en sustituto de la política y ofrece incluso la ilusión de realizarla de veras: de hecho, “pasar a la acción” es un modo, a veces eufemístico, de decir que la política opta por el recurso a la violencia.

Pero   ahora   nos   interesa   menos   analizar   esa  ambigüedad   de  la violencia que señalar al Benjamin oculto que hay aquí: pues el ensayo de Benjamin que Arendt no menciona,  Para una crítica de la  violencia, trata justamente de esbozar lo que él llama una  política de medios  puros, y de esbozar,  como forma  de  esa  política, una  violencia  que  Benjamin llama pura, esto es, que fuera un “medio en sí”, no un medio para algo. Benjamin describe cómo el Derecho (ya sea natural o positivo) es un fin que sólo se instaura y sólo se conserva por medio de la violencia, y trata de imaginar una forma de violencia que no estuviera  al  servicio  de un  fin, que  no se propusiera   ningún  objetivo,  ningún  nuevo  Derecho   que   instaurar.   Cree encontrarla en la huelga general proletaria, al modo de Sorel, pero también en el amor, en la pedagogía, en el lenguaje de la persuasión, etc. El ensayo es de un hermetismo muy superior a lo normal en el ya de por sí hermético Benjamin, y ha provocado confusiones terribles 8. No se trata de entrar en ello ahora; pero si pasamos tangencialmente por ese ensayo, es porque en él propone   Benjamin   la  noción  de   una   “medialidad   pura”   que   rompa   la dinámica de hierro de la historia, el círculo de los medios y de los fines, y vislumbra en esa ruptura la posibilidad mesiánica de la redención. Su crítica a los socialdemócratas y a los comunistas estriba justo en este punto: la f de éstos en el progreso no es más que el conformismo con una concepción mecánica y continuista del tiempo –con  el que  creen nadar  a  favor de  la corriente-, la  disposición a adaptarse  a una necesidad  cuasi natural de  la historia que al final –cosa que no ellos querían ver- sólo podía desembocaren  el  fascismo   o  en  la  tecnocracia.  La  posibilidad  de   hacer  saltar  ese continuo  constituye  justamente  la  promesa  del  tiempo  pleno,  el tiempo-ahora, actual,  (Jetztzeit) de la revolución: que, por eso, puede llegar siempre en cualquier momento, sin avisar, y no en un presunto final. Arendt,  que  sabía  abstenerse  de  este  vocabulario  teológico,  y no necesitaba mencionar  al mesías  ni  la esperanza  en promesas  utópicas, sí conecta, sin embargo, con esta ruptura del curso necesario de las cosas: la irrupción   del   momento   de   lo   político   tiene   lugar   siempre   con   la espontaneidad   de   lo   no   previsto,   y   por   eso   mismo,   no   planificado   ni planificable. En cualquier momento y en cualquier sociedad, puede ocurrir que  los hombres  se  reúnan  para hablar  y  actuar  libre (sin  sujeción  a  la necesidad) y conjuntamente, y que por eso creen un espacio político. Por eso,   ambos,   Benjamin   y   Arendt,   vienen   a   invocar   la   misma   tradición revolucionaria, la de la “ruptura, intentada una y otra vez, fracasada una y otra vez, una ruptura radical democrática con las estructuras de dominio ylos contextos de alienación de las modernas sociedades europeas de masas.”(WELLMER, 1986, 3).

Pero, una vez más, no quisiera ahondar directamente en la afinidad estructural entre el  “mesianismo” de Benjamin y  la espontaneidad de  los consejos revolucionarios que Arendt analiza en la historia política moderna.No creo que nos llevase, directamente, mucho más lejos de donde estamos ahora. Sí quisiera, en cambio, explorar esa ruptura de la necesidad en unos  textos   y   lecturas   que   ambos   comparten:   me   refiero   a   Kafka.   Locompartieron sobre el papel, porque ambos escribieron repetidamente sobreél.  Y  lo  compartieron  físicamente,  porque  parece  que  de  lo  que    que hablaron intensamente en los años del exilio (aparte de Hitler, Stalin y e ltotalitarismo), fue de Kafka, a quien también leían juntos. Los dos estaban de acuerdo en que la obra de Kafka es una metáfora del mundo moderno. Esto, claro, no es muy original entre lectores de Kafka. Lo que sí es llamativo es la similitud de las sendas parábolas kafkianas que cada uno elige para concretar de verdad esa metáfora, porque muestra cómo se   imaginaban   los   dos  el  mundo  moderno.  Benjamin,   la   parábola   del mensajero imperial que  lucha por abrirse  camino una masa  humana para llevar  su  mensaje,  sin  llegar  nunca  a  su  destino 9;   Arendt,  dos  veces  al menos, en la parábola de “Él” que lucha doblemente contra la fuerza que le empuja  desde  atrás  y  contra  la  que  le bloquea  el  camino  por  delante.10 Aunque en un caso se trate de una masa humana, en otro de fuerzas que Arendt interpreta  en  clave de  tiempo, la  imagen  es la  misma: una  masa compacta, una pasta maciza, que se cierra, que ejerce una presión tal que ninguna abertura, ninguna distancia interior es posible, una pieza única que ahoga cualquier movimiento interno.  Es justo la imagen que tenía Arendt cuando describía el totalitarismo como el sistema que consiste en “apretar a unos hombres contra otros, en destruir el espacio entre ellos” (1968, 466),que  es el  espacio  de la  libertad.  El terror  totalitario  no ataca  o  suprime simplemente las libertades, sino que “destruye las condiciones esenciales detoda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio sin el cual ese movimiento no puede darse.” (ib.) Lo angustioso de la parábola kafkiana es la ausencia de espacio, y por eso, de  aire y de luz
Porque  se  dio  cuenta   de  eso,  Arendt  se  rebeló  en  contra   de  las exégesis religiosas de la obra de Kafka11, y prefería interpretar a éste como el autor que había percibido – de modo más explícito en sus novelas – la asfixia   que   resulta   en   la   dictadura   de   la   necesidad   burocrática   y   la sustitución del gobierno por la administración, cuya forma más extrema era el totalitarismo, pero que articula, de un modo u otro, todas las sociedades industriales modernas. Estas sociedades, en las  que “todo el  mundo tiene asignado  un  papel  y   todo  el  mundo  tiene  un  empleo”   (2005,  97),  esas sociedades,   a   pesar   de   funcionar   como   una   maquinaria   insensible   y destructiva, en la que los protagonistas de Kafka – K. o Él – están atrapados, significan   un   retorno   a   la   naturaleza,   al   determinismo   de   los   ciclos biológicos   de   producción   y   consumo.   El   habitante   de   la   sociedad administrada moderna, de la perfecta maquinaria económica moderna, nos enseñaba la Condición humana, no sale ya nunca del mundo de la labor: es un   empleado   que   gasta   toda   su   vida   produciendo   cosas   efímeras, consumiendo cosas  efímeras y entreteniéndo  su ocio  con cosas efímeras. Así, todo es previsible, sobre todo la ruina: la ruina del legado de la cultura humana, de la naturaleza misma como medio ambiente para la vida, de cada vida individual. Y lo que era un hombre, o hasta un ciudadano, se convierte,como cualquier personaje no protagonista de Kafka, cualquier pequeño tipode sus  novelas, en  un “funcionario de  la necesidad,  un agente  de la  ley natural  de  ruina”, una  “herramienta  natural  de  la  destrucción”  a  la que ,además, se somete como inevitable. En  realidad,  de  modo  extremo,  estas  sociedades-máquina   son  un retorno a la naturaleza inorgánica – justo lo que Freud identificaba con lapulsión   de  muerte.  Por   eso,  también,  como   señalaba  Benjamin,  es   tan llamativo en la obra de Kafka el papel tan central, no sólo de los animales –(animales, que el lector tarda mucho en descubrir que lo son, y que los ha tomado equivocadamente por humanos); sino, sobre todo, de animales que viven debajo de la tierra – tal vez topos, como el de la descripción de una lucha, o el Él de la parábola citada –, o bien insectos como el escarabajo dela Metamorfosis, en todo caso, animales que “arrastrándose sobre el suelo, viven   en   sus   grietas   y   ranuras.”   (BENJAMIN,   1977,   196).   ¿Qué   otra existencia   sería   posible,   dice   Benjamin,   en   el   laberinto   grisáceo   y polvoriento de la burocracia kafkiana? Ese carácter de insecto, o de topo, es propio, dice Benjamin, de todos los personajes, tanto los inferiores como los que ocupan las mas altas posiciones, y todos comparten solidariamente, dice Benjamin,  “un  sentimiento   único  de  angustia.   Una  angustia  que  no  es reacción, sino órgano” (1977, 197): forma parte del cuerpo del sujeto como una angustia ante “lo viejísismo, lo inmemorial, y angustia ante lo que se acerca,   ante   lo   más   inminente”,   describe   Benjamin,   anticipando   la interpretación  que da  Arendt  de la  parábola  de  “Él”. Ella,  por  su parte ,reinterpreta este “insecto angustiado” que transita  por la  frontera  entre  lo inorgánico y la naturaleza aún viva.

Como Benjamin,  Arendt  reconoce la  naturaleza  inorgánica de  los mundos que Kafka construye; pero, más que en  lo terrestre,  se  fija en  el rasgo maquinario y funcional. Las historias de Kafka, dice, giran en torno a“la construcción de la maquinaria, la descripción de su funcionamiento y los intentos de los protagonistas por destruirla” (2005, 99) o por desenmascarar sus   estructuras   ocultas.   Y   se   fija   con   más   fuerza   que   Benjamin   en caracterizar a esos protagonistas. Los cuales se encarnan en algo parecido al “hombre olvidado” de Chaplin: el hombre común olvidado por una sociedad que   consta  de  pequeños  tipos  y   tipos   encumbrados.   No  hace  falta  un esfuerzo extraordinario de imaginación para adivinar quién era para Arendt, en el mundo real, fuera de la novela, ese hombre olvidado, expulsado de la maquinaria social y que, por eso mismo, lo ponía al descubierto.



Un texto casi  contemporáneo  al  del  aniversario   de  Kafka  que  estoy  comentando, “Nosotros,   los   refugiados”,   escrito   en   1943   (2005,   55),   lo   identifica autobiográficamente – pero no sólo: es el refugiado, el paria que la sociedad expulsa   de   su  seno  como  un   residuo   inservible   y   que,   convertido  en existencia desnuda, despojado del “derecho a tener derechos” (1968, 297)12, pone   por   eso   mismo  al  descubierto  toda  la  estructura  maquinal  de  la sociedad, incluida la de su sistema de derechos. Las desventuras que, no sin cierto humor negro, Arendt narra en ese artículo acerca de la “nueva clase de seres humanos: la que es confinada en campos de concentración por los enemigos y en campos de internamiento por los amigos” (2005, 55) tienen mucho de kafkiano. Y el refugiado despojado que va describiendo Arendt sufre la misma angustia que, según  Benjamin, atormenta a los  insectos y animales de Kafka. Pues esa angustia de verse aplastado entre lo inmemorial y lo inminente la caracterizaba Benjamin como “la angustia de una culpa desconocida”: para el judío refugiado de Arendt, la angustia de no saber porqué se ha convertido uno en un paria. Ese desconocimiento podía oprimir tanto o más que las miserias de la marginalidad. Por supuesto, dice Arendt,l o   normal   es   querer   borrar   la   culpa   intentando   no   ser   un   paria, “naturalizarse”, asimilándose con un mimetismo exagerado al país que  lo acoge,  insertándose  en  la  maquinaria  de  producción   y  consumo,   en  su sistema  de  derechos,  en  la  cadena  de  medios  y  fines  que  amenaza  con expulsarlo como un resto.

 Precisamente en el caso de los judíos, el empeño era vano – o tal era la experiencia de Arendt a la altura de 1943: no en vano, los nazis los habían calificado de Ungeziefer – la palabra era la misma quela que Kafka utiliza  para  describir aquello en lo que  se había convertido Gregorio Samsa. O bien, el empeño sólo servía para alimentar el prejuicio del   judío   como   arribista.   Frente  a  ese   caso   normal      y  normalmente fracasado, o exterminado –, Arendt reivindica la tradición de una minoría que no quiere convertirse en arribista, no quiere asimilarse sin más, sino que prefiere ser un “paria consciente” (2005, 68), que asume su condición deresiduo social expulsado de un sistema perfectamente eficaz.Esa conciencia del paria, ese saber de sí y de su propia condición,también de su  angustia, es lo  que le interesaba  a Arendt.

En el  texto  de “Nosotros los refugiados” lo expresa de un modo aún muy primitivo: los parias conscientes están doblemente proscritos, pero consiguen una ventaja inestimable: “la historia ya no es un libro cerrado para ellos, y la política yano es  un  privilegio para  los  gentiles” (ib.).  Benjamin, en  su  texto sobre Kafka de diez años antes, lo había dicho con más fuerza, de momento. La angustia   de  esos  insectos  no  era   sólo   ante   la  culpa  desconocida,  sino también ante la expiación que la culpa conllevaba. Sólo que esta expiacióncontenía una única bendición: la de que ella daba a conocer cuál era la culpa (1977, 197). Al fin y al cabo, podríamos añadir, lo que realmente parece quequiere  K., el  protagonista  de  El  proceso  no  es  el perdón,  ni  siquiera  la absolución, sino saber de qué se le acusa, como si saber fuera la máxima expiación que se puede alcanzar. La imagen del “paria consciente”, la del“ hombre   olvidado”   chapliniano   y   kafkiano  que  pone  al  descubierto  la estructura desnuda  de los  hechos,   y  sabe  por   eso cuál   es su  culpa  era, propongo,   el   primer   intento   de   Arendt   por   reinterpretar   el   “insecto angustiado” que Benjamin había descubierto en Kafka. La parábola “Él”,  que abre el libro  Entre el   pasado  y  el futuro  y cierra el volumen Thinking  de la vida del espíritu, le permite a Arendt una reinterpretación mucho más fuerte y elaborada, pero no libre de dificultades. Incluso si se trata de coincidencias azarosas, es difícil que a Arendt no le resonasen inconscientemente, al fijarse en la parábola, todos los elementos que hemos visto en el análisis de Benjamin. La elevación de Él por encima de la presión de las fuerzas antagónicas tiene algo de lo que quisiera el ángel de  la  historia  benjaminiano,  que  también  mira  desde arriba,  y  sometido externamente a una de ellas (la del huracán que sopla desde el paraíso), e internamente a la otra (su deseo de volver hacia atrás, la fuerza de su propia mirada). Es más, la descripción que hace Kafka de ese salto hacia fuera de por parte de Él coincide casi literalmente con lo que Benjamin ponía en el fenómeno mesiánico de la redención: ocurre de improviso, en un instante de descuido  – “unbewachten  Augenblick”  –, en  una  noche  más oscura  que ninguna, “so finster wie noch keine war”.

La ruptura de lo político con la necesidad y la presión de la naturaleza y del tiempo, la revolución, pueden llegar   espontáneamente      como  el  ladrón  de  la  segunda   venida   –,   en cualquier momento. Pero lo que Kafka completa en las dos últimas líneas ya es justamente la Arendt posterior: salir fuera de la línea de lucha, escapar ala presión de lo inmediato y, con toda la experiencia o la memoria de la lucha ascender a ser árbitro, o juez (cuestión de traducción: Richter) de los antagonistas   es   el   movimiento   propiamente   arendtiano,   donde   las coincidencias   con  Benjamin   terminan.

   Terminan  las   coincidencias   con Benjamin, pero no las huellas de este. Terminan las coincidencias porque es el movimiento de la reflexión:el  salto  fuera   de  las  propias  condiciones  contingentes  particulares  para, desde un punto de vista universal, pensarse a sí mismo y pensar a los otros como sí-mismos: en este caso, pensar a los otros como las fuerzas que a unole determinan. Es un movimiento que Arendt pudo reconocer, cada vez con más intensidad, como el del Juicio kantiano: la capacidad para pensarse enel lugar de los otros. Pero es, sobre todo, como Arendt vio analizando la  filosofía política de Kant, el juicio histórico, la capacidad para juzgar de la marcha del tiempo y de su significado. Por eso interpretó Arendt la parábola e n  términos  temporales:  las  dos  fuerzas  antagónicas  son  el  pasado  y  el futuro, entre los cuales se inserta Él, que con su salto se convierte, o aspira a convertirse, en el espectador kantiano ante la historia: de hecho, como ella  intuía en el texto de 1944, para el paria consciente la historia es un libro abierto. Lo que pasa es que la realidad de Él es mucho más precaria que la del  supuesto   burgués  kantiano  entusiasmado   ante  lo  sublime.   Él,  ya  lo hemos visto, es un insecto angustiado, paria consciente de su condición, una existencia desnuda y despojada que quiere saber de su culpa, de su inserción en medio de esa lucha que le oprime. Si no quisiera saberlo, se acomodaría mal que bien en los vectores de esas fuerzas, sería devorado o expulsado por ellas – como las piedras que deja a su paso la corriente – y se prestaría, sinmayores pensamientos, a todas las banalidades a las que dichas fuerzas le llevasen: ya fuese el exterminio masivo de seres humanos, ya la realización de su  labor en  el ciclo  de producción  y consumo.  Sería un  medio en  la cadena de medios y fines. Sólo al asumir su despojamiento, su soledad en medio de la masa que se cierra – y por eso, su pérdida incluso del derecho atener derechos –, obtiene la perspectiva externa. Arendt tendió, cada vez más, a identificar esa perspectiva como la del pensamiento: la del yo pensante que, en lucha consigo mismo, “no es transportado   por   la   continuidad   de   la   vida   diaria   en   un   mundo   de apariencias” (1972, 206) y se libera del tiempo en un pensar intemporal quele saca del mundo y le “asciende a la posición de árbitro, de espectador y juez  situado  fuera del  juego  de  la  vida.”  (1972,  207).13  El problema  deArendt   en  Thinking  es   el   de   cómo   pensar   ese   carácter  atemporal  delpensamiento, fuera del espacio de los hombres, sin recaer en esa filosofía esencialmente anti-política que siempre denostaba. En los escritos de esos años, trata repetidamente de reconectarse con el mundo, o de reconocer elanclaje de  Él  a esa  masa de  fuerzas que  le  atenaza, esbozando  cómo la atemporalidad del pensamiento prepara, sin embargo, la actuación del juicio que vuelve sobre lo particular y contingente, y un juicio que es por tanto ese ““producto secundario del efecto liberador del pensamiento, que lo realiza ylo hace manifiesto en el mundo de las apariencias, donde nunca estoy solo y siempre ando demasiado ocupado para ser capaz de pensar” (2005, 189).En qué manera se conectan el juicio y el pensamiento (el volumen tercero   y  el  primero  de  la   vida  del  espíritu),   si  el  juicio   reside  en  el espectador o en el actor,  eso  es,  como  ya se  sabe, uno  de  los  problemas centrales de  la  interpretación de  Arendt. Sea  cual  sea la  respuesta a  ese problema, creo que deberá pasar siempre por la huella de Benjamin – y del Kafka de Benjamin – que queda en el problema: el juicio y el pensar, ese acceso  a lo   universal  y  a  lo   político,  sólo  empiezan   a  realizarse  en la existencia desnuda y despojada en cuanto no pertenece a ningún sistema, a ninguna cadena de necesidades, medios y fines,  en  cuanto sabe de su no pertenencia,   de   su   condición   de  residuo  (o  fragmento)  en  ella.  A  ese desnudo y  angustiado Él  que sueña  con un  salto repentino.  Y, entonces, puede ser que la redención venga a consistir en ese salto del juicio


l1 Arendt und Benjamin, loc. cit. p. 54
2 Otra pregunta, quizá no más difícil, es la de qué habría pasado de Arendt a Benjamin, sieste hubiera sobrevivido y llegado a Nueva York. Pero eso entra dentro de un cuestión másgrande: ¿cómo habría visto Benjamin Nueva York, América, la Postguerra, la constatacióndel holocausto, cómo habría leído a Paul Celan?
3  Donde,   por  cierto,  llega a  escribir   literalmente   algo   tan  benjaminiano como:   “Marxescribía  para rescatar del olvido” (1965, 69), y recuerda que la maldición de los pobres,antes que su menesterosidad, es la oscuridad, su exclusión del espacio público.
4  Es  más:   insiste  allí   en  que  ningún  pensador  se   ha  planteado  realmente  el  tema  de  laviolencia,   y  desprecia  al  único  que  lo  habría  hecho,  George   Sorel:  precisamente,  elreferente de Benjamin en su ensayo. Benjamin, “Zur Kritik der Gewalt” (1992, 104-131
5Arendt und Benjamin, o.c., p. 93.
6 Téngase en cuenta, claro, que para Arendt la violencia es radicalmente prepolítica, y queel poder se entiende como “la capacidad para actuar concertadamente”.
7 Me he extendido más sobre este punto y sobre lo que sigue en mi ensayos sobre este punto y sobre lo que sigue en mi ensayo “Política sinmedios, violencia sin fin: Hannah Arendt y Walter   Benjamin   sobre   la  violencia”,   en   J.Pardos (2012, p. 187-205)
8. En parte, por la simpatía que despertó en Carl Schmitt. Véase, por ejemplo, el desasosiegode Derrida (1994).  Pero también la lectura más tranquila de Simon Critchley (2012, 213
9En parte, por la simpatía que despertó en Carl Schmitt. Véase, por ejemplo, el desasosiegode Derrida (1994).  Pero también la lectura más tranquila de Simon Critchley (2012, 213ss.).
En la reseña del relato de Kafka Un médico rural, (1977, 190-203).10 Las dos veces son la introducción a  Between Past  and Future (1954), y en el volumenThinking, de The Life of the Mind (1972). Es claro que la imagen persiguió a Arendt casihasta el final de su vida
11. Ver su ensayo, “Kafka después de 20 años” (2005, 91-104).
12 Véase, en general, el capítulo “The decline of the State-nation and the end of the rights ofman
(*). Fuente: Filosofia e Educação [RFE] – Volume 8, Número 2 – Campinas, SPJunho-Setembro de 2016 – ISSN 1984-9605 – p. 121-140





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