"

"
...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

22/6/20

REPUBLICANISMO, LIBERALISMO, DEMOCRACIA



Entrevista con Andrés de Francisco(*)
Gabriel E. Vitullo

Esta entrevista fue realizada en los meses de noviembre y diciembre de 2014, en el marco de mi estadía post-doctoral en la Universidad Complutense de Madrid para la investigación “Un rescate de la tradición democrática no liberal”, gracias al apoyo financiero concedido por la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES) y la licencia otorgada por la Universidade Federal do Rio Grande do Norte (UFRN), institución en la cual me desempeño como docente e investigador.

Andrés de Francisco, destacado intelectual público envuelto en los grandes debates contemporáneos, es Doctor en Filosofía y Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Sus áreas de interés están centradas en la filosofía y teoría políticas, la metodología y la teoría social. Entre sus varias publicaciones, se destacan Sociología y cambio social (Barcelona: Ariel, 1997), Republicanismo y democracia (con J. Bertomeu y A. Domènech, Buenos Aires: Miño y Dávila, 2005), Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano (Madrid: La Catarata, 2007) y La mirada republicana (Madrid: La Catarata, 2012).

¿De dónde viene tu vocación republicana? ¿Qué es el republicanismo, para vos?



Siempre fui republicano, desde que –digamos- tuve uso de razón política. Pero la pregunta por el origen de mi vocación republicana –con toda su fundamentación filosófica- es fácil de responder: Toni Domènech. Él fue mi maestro, aunque nunca fue mi profesor. Su libro – De la ética a la política– es posiblemente el libro de ética y filosofía política más importante en lengua castellana de finales del siglo XX. Entre ese libro, que llegué a saberme de memoria, y su magisterio de años, era imposible no alimentar una vocación republicana. Luego tiré por mi cuenta y desarrollé mis propias ideas, pero el origen y el fundamento están en esos años de aprendizaje. Si lo pienso, es tanto lo que le debo, que sería difícil contarlo por lo extenso: desde un consejo a lo Plinio el viejo, una lectura clave, una sugerencia fértil, la aclaración o precisión de una idea o de un concepto, hasta todo un conjunto de valoraciones y actitudes sobre el mundo… Tuve mucha suerte de encontrarme con él y disfrutar de su generosidad intelectual, sus conocimientos y su amistad. Gracias a él, de alguna forma, me forjé –creo– un carácter también republicano: independiente, veraz, crítico. Y hay una virtud muy republicana –el coraje: la andreia– que potencié gracias a su influencia. Sin coraje, es difícil resistir. Sin capacidad de resistencia, es muy difícil ser independiente y atreverse a pensar por uno mismo. Toni ahora tiene un círculo muy amplio de influencia desde SinPermiso, pero este es un país muy mezquino y Toni pasó por épocas de bastante aislamiento y soledad. Y ahí lo vi resistir a lo Diógenes. Eso también me marcó. Porque el republicanismo –y ya respondo a tu segunda pregunta– no es sólo una doctrina política. No sólo tiene que ver con la teoría y la praxis de la buena sociedad. También aporta una concepción de la buena vida privada, también hay una ética republicana. En realidad, tanto la libertad como la virtud ligan ambas caras –ética y política– del proyecto republicano. La libertad individual y la pública se tocan en una tangente ético-política republicana; y las virtudes privadas son la otra cara de las virtudes públicas. Es difícil que haya justicia sin ciudadanos justos, o gobernantes prudentes sin una sociedad civil que prudentemente vigila y controla al poder político; es absurdo que haya individuos libres –que se autogobiernan– sin libertad política, sin autogobierno democrático. El liberalismo separa los dos planos –público y privado– de la libertad y hasta los contrapone: la libertad de los antiguos frente a la de los modernos. Y hace de los vicios privados el presupuesto de las virtudes públicas. Al final, lo que queda en el liberalismo es una sociedad de maximizadores e inteligentes diablos –o de idiotas apolíticos negativamente libres– y la vana esperanza de que haya una mágica mano invisible que agregue todas esas voluntades asociales en un todo armónico, con un Estado que a duras penas apaga los fuegos. Es la utopía liberal que el capitalismo real se ha encargado de refutar con los hechos inapelables de la desigualdad, la marginación, la corrupción, la alienación, la explotación y la injusticia social.

¿Cuál es tu utopía y cómo imaginas que podemos caminar hacia ella, aun cuando nunca terminemos de alcanzarla (si entendemos a la utopía como el horizonte que nos hace caminar)?

¿Mi utopía? Bueno, esto daría para un libro. Pero voy a intentar responderte con pocas palabras. Mira, Gabriel, yo quisiera una sociedad en la que pudiéramos llamarnos todos de tú, pero no por grosería o chabacanería, sino porque no hubiera nadie por encima o por debajo de nadie. Quisiera un mundo de hombres y mujeres independientes, veraces, libres, fuertes y valientes. Detesto la mezquindad, la cucaña y el servilismo. Y también al petimetre, al postinero y al oportunista. Quisiera una sociedad en la que pudiéramos sentirnos suficientemente seguros, más allá del miedo, del miedo a perder el empleo, a la pobreza, a no llegar a fin de mes. Seguros también de ser reconocidos en nuestra diferencia e individualidad. Independencia y seguridad son dos ingredientes necesarios para construir una sociedad en la que pueda haber confianza, sin tener que pensar que el otro te la va a jugar a la primera de cambio. Sin confianza interpersonal la vida es muy complicada. Me gustaría que nuestros hijos crecieran en una sociedad con suficientes y variados caminos para su autorrealización personal y donde pudieran desarrollar toda o buena parte de su riqueza de talentos y capacidades. Quisiera una sociedad donde no hubiera necesidad de líderes carismáticos, ni de salvadores, porque lo que los hace necesarios suele ser la ignorancia y la desesperación. Quiero políticos honrados que roten, instituciones eficaces, una burocracia racionalizada, en fin, un Estado ágil y musculado. Y quiero una sociedad civil ilustrada y activa, que no se deje engañar, que se indigne, que vigile, que conteste y alce la voz, y participe y delibere. Reivindico la palabra como portadora de razones. Y quiero una sociedad dialogante que aspire a la justicia –principal virtud de las instituciones– donde la ley nos haga libres porque es expresión de una idea de razón pública que puede ser el foco de un consenso entrecruzado, como diría Rawls. Me gusta la gente sencilla y austera, y me repugna el consumismo zafio y la decadente seducción del lujo. Yo reivindico la virtud en el sentido clásico del término. Y subrayo las cuatro virtudes cardinales: templanza, prudencia, valor y justicia. Las cuatros son básicas para los cambios en los hábitos de vida que, por ejemplo, exige la presente sinrazón ecológica. Porque este es otro de los grandes problemas de la humanidad: restaurar un equilibrio sostenible con la naturaleza.
Lo de cómo llegar a todo eso es más complicado. Ante todo, evitando las falsas soluciones, los atajos. Suelen ser calles cortadas de las que luego resulta difícil salir. En segundo lugar, priorizando. Uno de los principales obstáculos para la utopía es el enorme poder corporativo de las redes de empresas multinacionales y de los grandes operadores financieros. Es un gigante económico de dimensiones globales capaz de contrarrestar o bloquear cualquier política socialdemócrata avanzada, ya sea en el ámbito del derecho laboral, de la política social o de la justicia distributiva. La corrupción no es ajena a ese enorme poder, porque es un poder esencialmente corruptor.
En parte debido a la corrupción, los Estados modernos –incluso los más ricos y desarrollados–, con abultados déficits y altos niveles de endeudamiento, afrontan un grave problema de ingresos. Para aumentar el nivel de ingresos públicos hay cuatro grandes estrategias. Una: combatir la corrupción con determinación y valentía. Dos: aplicar medidas rigurosas de racionalización del gasto público, atacando la redundancia disfuncional y el despilfarro. Hay todavía un largo recorrido para la modernización del aparato de Estado según la lógica estricta de la racionalidad medios-fines. Tres: desplegar una firme política fiscal que apunte en la dirección de la justicia distributiva. La cuarta estrategia es el crecimiento económico. El problema es que se habla del crecimiento económico como variable independiente: todo parece estar en función del crecimiento, si hay crecimiento hay soluciones, de lo contrario… Yo pienso que el crecimiento económico tiene que ser la variable dependiente de un modelo de crecimiento o, mejor dicho, de desarrollo. Y para construir un modelo sostenible y eficiente de desarrollo, nuevamente, se necesita un Estado fuerte. Ésta es para mí la verdadera variable independiente. El Estado, sin embargo, cada vez es más dé bil, como modelizador económico y como equilibrador social, y se ha inhibido en favor de las fuerzas ciegas del mercado y las no tan ciegas del capital. Una prioridad absoluta es tener un Estado más fuerte pero más eficaz y musculado, social, ecológica y económicamente bien orientado.
De todas formas, hay que hacer una gran reflexión sobre el Estado. El Estado no puede ser un mero sistema jurídico-administrativo más o menos eficiente y controlado, ni un mero agente planificador y ejecutor de políticas públicas, también de políticas económicas. Ni meramente una palanca de protección social. Además de todo eso, el Estado tiene que formar parte de nuestras vidas, la ética pública tiene que ser parte de la ética privada. Mi amigo Joaquín Miras no deja de insistir en este punto, y con mucha razón. No habrá un Estado fuerte sin ciudadanos de verdad, sin virtud cívica. El Estado ha sido colonizado –y corrompido– por los intereses privados. Hay que descolonizar el Estado. Y, lo que viene a ser la otra cara de la misma moneda, hay que des-idiotizar a la sociedad. No hay Estado fuerte y eficaz sin la correspondiente sociedad civil tersa y activa.

Vos hacés referencia, en tus libros, a la necesidad de volver a vincular a la izquierda con la libertad. Considero que esta relación está bastante presente en Marx, en Rosa Luxemburgo o en Antonio Gramsci pero no tanto en otros clásicos del marxismo. ¿Cuándo creés que la izquierda empieza a olvidarse de la libertad como uno de sus valores fundantes?

Sí, fíjate que en un texto ya clásico de Gerald Cohen, “Back to socialist basics” New Left Review, 1994), donde propone sagazmente que aprendamos de la derecha porque la derecha supo ser fiel a sus ideas originales, nos dice que las ideas de la izquierda son la igualdad y la comunidad, y cede la idea de la libertad a la derecha. En Marx, en Luxemburg, en Gramsci, la herencia revolucionaria francesa es demasiado autoconsciente como para que se olvidaran de la libertad.
La guerra fría fue crucial en este olvido. Gran parte de la izquierda –pese a su historial antifascista– se alineó entonces con los regímenes comunistas, donde la libertad brillaba por su ausencia: recuerda a Sartre, sin ir más lejos. Esto restó mucha credibilidad a su discurso antiimperialista. Mientras tanto, la libertad y el pluralismo quedaban del lado de las democracias occidentales. Pero no la libertad en un sentido republicano-democrático robusto, sino en el sentido mínimo y formal del liberalismo más chato. Como sabes bien, para el liberalismo, todos tenemos los mismos derechos, al margen de nuestra riqueza y propiedad: podemos ser declarados y tratados jurídicamente como libres aunque carezcamos de las bases materiales de nuestra independencia real. Por su parte, la socialdemocracia europea, renunciando a su pasado marxista y aún antes a su tradición revolucionaria, abrazó el liberalismo progresista, esto es, igualitarista. Hizo suya la concepción liberal de la libertad y convirtió a la igualdad en su verdadera aportación distintiva. Cuidado, que el Estado de bienestar es una espléndida construcción institucional, pero en el fondo sólo fue una fase efímera y local de regulación del sistema capitalista en circunstancias excepcionales. Ahora se está desmoronando y no volverá a tener el vigor de los años sesenta.

Daría la impresión, entonces, dado que la izquierda, trágicamente, se olvidó de la libertad, que cuando quiso recuperarla, lo hizo a partir de la visión que el liberalismo ofrece de ella, una visión, sin dudas, muy acotada y muy sesgada… Y esto configura un problema mayúsculo: nos tornamos tributarios de una concepción de libertad que no es la nuestra…

Estoy de acuerdo. Por eso fue tan importante el revival republicano del último tercio del siglo pasado y su reivindicación de la antigua libertas; sobre todo, el libro de Pettit, de 1997, que permitió una reapropiación del ideal de la libertad por parte de la izquierda.

En La mirada republicana afirmás que en la modernidad hay un “constante pero intermitente impulso democrático” (pp. 76-77), ¿de dónde vendría tal impulso? ¿En qué consiste?

El impulso democrático siempre viene de abajo: de los comunes. En las grandes revoluciones modernas, la burguesía fue un agente democratizador. Y supo apoyarse en el pueblo llano hasta que el pueblo llano reclamó también sus derechos. Y casi siempre, también, la burguesía se escinde, y sus grandi –la gran burguesía (industrial y financiera)– pactan con las viejas aristocracias y cierran el horizonte democrático abierto inicialmente por la revolución. En esencia, esto fue 1688 (la Gloriosa) y el 18 Brumario. Las bases sociales de las democracias siempre han sido las mismas: las clases trabajadoras, que en los procesos revolucionarios han incluido a buena parte de la burguesía. Y el principal obstáculo de la democracia real también ha sido siempre el mismo: la propiedad. Y sobre todo, la gran propiedad. El impulso democrático consiste en incorporar a esos comunes al espacio de libertad de la plena ciudadanía, incluirlos en la praxis, hacerles copartícipes del gobierno del Estado, sujetos políticos. En el fondo, democracia significa emancipar el mundo del trabajo, hacer que los que se ganan la vida trabajando sean verdaderos ciudadanos y escapen a la dominación.

Me gustaría que me explicaras los motivos que te llevan a hablar de una gran tradición republicana, definida por un tronco elitista y oligárquico, que contaría con una especie de “primo pobre” democrático que compartiría buena parte de los presupuestos y postulados del tronco común pero con la aspiración de universalizarlos. ¿Por qué no podríamos hablar de una tradición democrática, por derecho propio, diferente de la tradición republicana y diferente, también, de la tradición liberal? En este diagrama busco representar el tipo de relación que –si no estoy equivocado– vos establecés entre el republicanismo, el liberalismo y la democracia. Y al lado presento un boceto de cómo yo veo la interrelación entre estas tres tradiciones o concepciones políticas. ¿Qué dirías?

No. Yo me siento representado en el segundo diagrama de Venn, en el que lleva tu nombre en el encabezamiento. En mis libros he defendido un republicanismo democrático en diálogo con lo mejor de la tradición liberal. Me interesa especialmente el punto de intersección de los tres círculos. Y ahora te respondo a lo de las tradiciones.
La gran democracia ática de los siglos V y IV a.C. fue una república, una gran república democrática. La gran secuencia clásica fue de las aristocracias a las repúblicas pasando por las tiranías. Los tiranos en el mundo antiguo –Pisístrasto, muy señaladamente– cumplieron una función protodemocrática: dominar a las viejas aristocracias buscando el apoyo del pueblo. Pero caídos los tiranos –los hijos de Pisístrato, los pisistrátidas, por seguir con el ejemplo– lo que surgen son repúblicas. Y aquí hay dos grandes opciones: la opción oligárquica y la opción democrática. No me gusta hablar de una tradición democrática –frente a una tradición republicana u otra liberal– primero, por lo que acabo de reseñar de la secuencia histórica, que es una secuencia que se repite en el mundo moderno: el absolutismo monárquico es derrotado revolucionariamente para construir repúblicas, y siempre la tensión es la misma, repúblicas oligárquicas frente a repúblicas democráticas. Piensa en la Gironda frente a la Montaña, en los federalistas frente a los antifederalistas, en las dos grandes revoluciones modernas. Pero hay otro motivo por el que no me gusta hablar de tradición democrática a secas, a saber, porque para un demócrata tan importante es el principio de soberanía popular como las restricciones constitucionales al principio de soberanía popular. Pensemos en la cuestión de la voz y la palabra, es decir, en el logos y en la deliberación. Como sabes, los antiguos llamaban a la demokratia, indistintamente, isegoria: igualdad de palabra. Porque sin palabra, sin derecho a la palabra, no eras, no eres, un verdadero ciudadano. Pues bien, si en la democracia no se discute de verdad, si no hay reglas y mecanismos y espacios procedimentalmente controlados para el debate y la reflexión, la soberanía popular puede ser secuestrada por la demagogia, por los liderazgos carismáticos, y la opinión pública puede hacerse banal, cerril y manipulable. O pensemos en los mecanismos de dispersión del poder, tan necesarios para que la soberanía popular no se convierta en una tiranía de mayorías. Sin rotación efectiva, sin brevedad de mandatos, sin accountability real, las democracias se transforman en oligarquías encubiertas legitimadas por el mismo principio de soberanía popular a través de las elecciones periódicas. La gran democracia ática tenía todos esos mecanismos– y otros muchos: el sorteo, por señalado caso –de dispersión y equilibración pluralista del poder. No era una tiranía de mayorías, que es la caricatura que la tradición republicana elitista y oligárquica se ha empeñado en construir.

¿Dónde ubicarías a Hannah Arendt, dentro del universo republicano?

. Arendt es una pensadora mayúscula del siglo XX. Vaya eso por delante. Creo, sin embargo, que reproduce el mismo mito del hombre sobrepolitizado de la polis griega antigua que Benjamin Constant pusiera de moda, pero poniéndolo en valor frente a la sociedad masa de individuos atomizados y despolitizados del mundo moderno. Constant reivindica la libertad de los modernos y Arendt la de los antiguos, pero ambos comparten la misma exageración a la hora de describir la polis antigua, al menos la ateniense. Los atenienses también tenían vida privada y placeres privados, pequeños y grandes, y conflictos de intereses particulares. Y la participación política estaba muy incentivada: el misthos, sin ir más lejos, fue un incentivo económico que permitió que los trabajadores atenienses participaran en la Asamblea y en el Gran Consejo y hasta en los tribunales populares. Antes del misthos, los trabajadores asalariados, los que ganaban un jornal (misthos), no podían asistir a la Asamblea y se autoexcluían de la política. También hubo que incentivar a los ricos para que participaran. Por lo tanto, el ámbito de la praxis no era un ámbito natural. La política está en la naturaleza humana, pero hay que estimularla y nutrirla para que salga y se desarrolle. Por otro lado, Arendt considera el problema del trabajo en el mundo antiguo como un problema resuelto, políticamente resuelto, gracias a la esclavitud. El mundo antiguo estaba dividido entre hombres libres y esclavos, pero esa división no es la central para entender la dinámica política del mundo antiguo. La división central se da entre los mismos libres, entre libres ricos y libres pobres. La democracia es un régimen donde gobiernan los pobres –aporoi– libres, es decir, los trabajadores asalariados: los teti, los misthotoi, los nullatenendi. Y al no entrar en esa cuestión crucial, Arendt no aprecia que el proyecto democrático es un proyecto de emancipación del mundo del trabajo productivo. Tal vez eso mismo haga que Hannah Arendt no acompañe a los revolucionarios franceses hasta su fase más radical y democrática, como si esa fase –y la cuestión social que la reclama– fueran ajenas al auténtico “espíritu revolucionario”, como si pudiera realmente alcanzarse revolucionariamente la “libertad pública” sin atacar el problema de la propiedad y su distribución. El republicanismo de Hannah Arendt es rico, culto e intelectualmente refinado, como su obra entera; su mente es una mente sin duda poderosa y profunda, y el suyo en absoluto es un republicanismo conservador sino que es progresista, pero tiene bastantes ribetes elitistas y a menudo adolece de idealismo.
                                 
¿Cuáles serían las experiencias y autores más representativos del republicanismo democrático, del republicanismo que no forma parte del tronco principal? Pienso en los antifederalistas, en los jacobinos, en la Comuna de París, citados en tus libros. ¿Qué otras experiencias agregarías?

En realidad, autores radicalmente democráticos no ha habido tantos. La izquierda aristotélica está formada más bien por pensadores mesocráticos. Maquiavelo, por ejemplo, frente a un Guicciardini, es demócrata por cuanto quiere hacer de los mezzani –los oficiales de los gremios– la base social de la república. Lo mismo cabría decir de Harrington. Rousseau no es tampoco un demócrata. De hecho, descarta la democracia como una forma de gobierno sólo apta para un “pueblo de dioses”. Jefferson, a su vez, mucho más demócrata que Madison o Hamilton o Adams, teme como el que más a la canalla industrial, es decir, al proletariado, y aspira a una democracia de pequeños propietarios con fuerte impronta rural. En eso está en línea con los antifederalistas. Hay que esperar al igualitarismo radical posrevolucionario y socialista de la era moderna para que el pensamiento político se tome en serio la integración real en la praxis del mundo del trabajo, que es un mundo de gentes desposeídas de sus medios de vida, que tienen que trabajar a cambio de un salario para vivir.
¿Experiencias? Aparte de la Comuna de París, que citas tú, ha habido experiencias democráticas radicales anteriormente. La principal, la mayúscula, la gran experiencia democrática, y la más duradera, heroica y creativa, fue la ateniense. Hay tanto que aprender de ella… En Rodas también hubo una gran democracia en el mundo antiguo, pero es menos conocida. Luego ha habido experiencias varias, pero más efímeras. Durante la Edad Media, en el siglo XIV, tanto en Flandes como en Italia hubo momentos en que los sottoposti se hicieron con el poder e impusieron regímenes democráticos radicales. En Florencia con la revolución de los ciompi; en Brujas tras los Maitines. Incluso antes de que los temibles tejedores y bataneros cobraran protagonismo político, muchas ciudades medievales, con su estructura gremial, su derecho civil y sus magistraturas electivas (y muchas sorteadas), eran comunas muy democráticamente organizadas. El gran Pirenne llegó a hablar de socialismo municipal como la gran aportación de la economía política medieval. En la era moderna, sobre todo, ha habido democracia radical en determinadas fases de los procesos revolucionarios. Pero fue siempre vencida por los Thermidores de turno. El mundo moderno y contemporáneo no ha sido capaz de estabilizar ninguna democracia radical, obrera. Lo más que ha dado de sí es el gobierno representativo de corte liberal, es decir, con sistemas de distribución del poder bastante sesgados a favor de las élites y mucho menos pluralistas de lo que durante mucho tiempo los defensores del pluralismo liberal pensaron. Hasta Robert Dahl terminó reconociendo, ya en los años setenta, que las “democracias capitalistas” del mundo contemporáneo socavan los valores del pluralismo.

Además de Holmes y Sunstein o vos mismo, ¿conocés otros autores que contribuyan con el cuestionamiento a la nociva y a todas luces errónea distinción entre derechos negativos y positivos, tan cara al pensamiento liberal y tan presente en figuras como Benjamin Constant, Fustel De Coulanges o, ya en el siglo XX, Isaiah Berlin? En una batalla a fondo contra la visión de mundo liberal, pienso que esta distinción debería ser objeto de una crítica implacable y permanente…

Bueno, han sido ellos los que hicieron saltar por los aires la clásica distinción entre derechos negativos y positivos. En realidad, Sunstein y Holmes correctamente ciñen su discusión a los derechos legalmente establecidos: legally enforced rights. Y, en efecto, todos estos derechos –por supuesto, también los negativos– presuponen un Estado capaz de hacerlos valer y de imponer un remedio a su posible violación. Desde este punto de vista, todos los derechos son positivos, todos implican un sistema legal respaldado por un aparato estatal capaz de administrar justicia, ejecutar sentencias, y perseguir y sancionar el delito. Sin ese aparato de Estado –que es costoso– los derechos serían papel mojado. En realidad, desde la misma perspectiva de Sunstein y Holmes, todos los derechos de libertad (liberty rights) podrían considerarse derechos exigibles (claim rights). Este libro de Sunstein y Holmes –The Costs of Rights– es una contribución mayúscula que ha hecho bajar a tierra firme la discusión filosófica sobre los derechos y ha desmontado buena cantidad de prejuicios ideológicos emboscados en la distinción entre derechos negativos y positivos.

¿Sería concebible una democracia no liberal? Algunos contemporáneos, de clara raíz conservadora, alertan sobre los peligros que representaría para la libertad una democracia iliberal (por ejemplo, Fareed Zakaria, hijo pródigo de la politología dominante). Desde una orientación de izquierda, al contrario, ¿no podríamos aspirar a la edificación de una democracia no liberal, una democracia que se deshaga de la pesada carga que significa el liberalismo? O dicho de otro modo: ¿Considerás que derechos fundamentales y libertades individuales podrían existir y prosperar fuera de los marcos del liberalismo? ¿Tiene sentido seguir rindiendo pleitesía a los liberales por derechos y libertades para cuya conquista ellos no sólo no han colaborado sino que, en muchos casos, al contrario, han sido un gran obstáculo? ¿O la hegemonía ideológica del liberalismo es tan fuerte que el costo a pagar por cuestionarla sería demasiado elevado?

Yo no concibo una democracia iliberal o no liberal. Una democracia sin derechos individuales es una aberración. Pero el problema no está ahí. El verdadero problema está en si incluimos –y cómo– el derecho de propiedad privada como un derecho individual absoluto e inalienable. Esta es la gran cuestión. El liberalismo político de Rawls, por ejemplo, no incluye ese derecho entre las libertades básicas. Por lo tanto, el Estado tiene capacidad para regularlo y subordinarlo a otros derechos fundamentales, como el derecho a la existencia de todos los ciudadanos. El republicanismo democrático propone una concepción social-republicana de la propiedad que introduzca límites –a la acumulabilidad y a la enajenabilidad– de determinados bienes cívico-constituyentes, cuales son la vivienda, el capital, la tierra y hasta el factor trabajo. Es decir, todos los bienes implicados en la realización material del derecho a la existencia, y que el capitalismo ha mercantilizado. Una desmercantilización de esos bienes supondría una transformación radical de la organización social. Y yo creo que una sociedad así sería bastante más liberal que la actual, que asigna derechos prácticamente irrestrictos de propiedad de los medios de producción. Porque lo que cercena verdaderamente los derechos individuales es la vulnerabilidad y la dependencia. Y un mundo donde los medios de vida están tan extensa y profundamente mercantilizados es un mundo donde una gran mayoría de la población vive a la intemperie laboral, sometida a la incertidumbre y la precariedad.
Por lo demás, Gabriel, yo tengo mucho respeto por la tradición liberal. En ella hay mentes maravillosas como las de John Stuart Mill, John Dewey o John Rawls. Y hay en la democracia un lado oscuro –y peligros serios– para los que el mejor liberalismo es sin duda un antídoto necesario. El On liberty de Stuart Mill, es una lectura imprescindible, y tiene páginas que habría que grabarse en el alma.

Entiendo tus argumentos, pero me cuesta concordar con ellos… No veo cómo, por ejemplo, podríamos desvincular al liberalismo de la defensa de la propiedad privada. Así como no me convence esto de tener que asociar los derechos individuales necesariamente a la tradición liberal… Acaso, ¿no podríamos pensar, históricamente, en el desarrollo y expansión de los derechos individuales más allá de los estrechos límites que impone el liberalismo? Recién mencionabas el “derecho a la existencia”, como un derecho fundamental, que yo sepa, no fue precisamente la tradición liberal la que ha bregado por él… La consagración del “derecho a la existencia” como derecho clave para una sociedad democrática vendría del jacobinismo, y más concretamente de Robespierre, una figura execrada por la historiografía dominante… Y en cuanto a Stuart Mill, sin duda es una figura que despierta más simpatías que un Benjamin Constant o incluso que un Tocqueville. Sin embargo, debemos a él, la defensa del voto plural, por ejemplo. ¿Qué dirías?

La propiedad ha sido –y es– el elemento central sobre el que ha gravitado la política y la teoría del Estado. Lo es en Locke, en Rousseau, en Marx. En el caso de los liberales doctrinarios de principios del XIX, y del parlamentarismo burgués estudiado por Carl Schmitt, lo decisivo para ser ciudadano de pleno derecho es la propiedad y la riqueza. Ya Constant diferenciaba entre les hommes riches y les individues pauvres, y tenía claro que el Estado pertenecía a los primeros. Toda la teoría –muy republicana, por cierto– de los intereses permanentes arraigados en la propiedad establecía un vínculo indisoluble entre propiedad y ciudadanía. El grueso del republicanismo histórico es fuertemente propietarista. Marx y el socialismo también lo son, sólo que el modo de propiedad en la sociedad socialista es la propiedad colectiva de los medios de vida. Y así, el derecho a la existencia en el socialismo está ligado a la obligación de trabajar sobre la base de un derecho garantizado al trabajo en un contexto de socialización de la producción. En realidad, lo que hace el liberalismo finalmente es desvincular derechos individuales de la propiedad efectiva poseída por el individuo, de tal modo que se puede ser ciudadano sin ser propietario; de tal modo también que se produce la paradoja de que el rico y el pobre tienen los mismos derechos – formales–, pero no las mismas libertades reales. Este es, a mi entender, el principal problema del liberalismo.
Sobre todo cuando construye el derecho de propiedad privada como un derecho fundamental y prácticamente irrestricto. Pero esa construcción no está en el ADN del liberalismo. Rawls es muy liberal, ya lo dije antes, y no acepta ese derecho como un derecho fundamental. Un Estado liberal avanzado puede establecer límites y restricciones a ese derecho. Porque, en realidad, detrás de la propiedad está la apropiación. Y si pensamos –como gran parte del pensamiento político– que antes de las apropiaciones individuales todo era común, hay que hilar muy fino para justificar la historia de las apropiaciones y, el que más y el que menos, desde Locke, ha puesto condiciones para que una apropiación se considerara justa. Mutatis mutandis, podrían justificarse expropiaciones en la mera justicia conmutativa; no digamos ya en la distributiva.
Sobre el voto plural en Mill, ¿qué diría? Pues básicamente que Mill sucumbe aquí al elitismo cognitivo, a los cantos de sirena de la aristocracia del conocimiento, a la creencia de que las minorías ilustradas tienen una mayor inteligencia de lo que es el bien común y una más limpia voluntad de perseguirlo. Yo no estoy nada de acuerdo con esas ideas, basadas en un prejuicio que cabría remontar a Platón. Prefiero a Jefferson, quien decía que “si consideramos que [el pueblo] no es lo bastante ilustrado como para ejercer su control [sobre el poder político] con absoluta discreción, el remedio no está en quitárselo sino en informar su discreción mediante la educación”. Y a otros liberales que, como John Dewey o Robert Dahl, han argumentado brillantemente contra la sobreponderación política del conocimiento experto. Un discípulo destacado de Dahl, James Fishkin, ha demostrado a las claras con sus encuestas deliberativas que una democracia con más debate genuino, con más palabra, es una democracia más ilustrada y competente. La deliberación logra que la gente supere sus prejuicios simplemente porque la libera de la ignorancia y le permite pensar en compañía del otro, poniéndose en el lugar del otro, empatizando, comprendiendo. Es así como se pueden alcanzar consensos razonables, una idea de bien público inclusiva y democrática. No excluyendo a los supuestos “ignorantes”.
Ahora bien, si Mill levantara la cabeza, lo que vería no es un programa generalizado de ilustración popular, sino mucha ignorancia y mucha manipulación llevada a cabo por las élites y por los grandes consorcios de la comunicación de masas. La solución correcta no es la de Mill, pero el problema que provoca en Mill una respuesta incorrecta está ahí.

Una figura que despierta admiración en diversas corrientes del pensamiento político, como Norberto Bobbio, sostiene en su libro El futuro de la democracia (1996) que “El Estado liberal y el Estado democrático son interdependientes en dos formas: 1) en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales. En otras palabras: es improbable que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco probable que un Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales. La prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal y el Estado democrático cuando caen, caen juntos” (pp. 26-27). ¿Qué opinión te merece este párrafo? Yo, particularmente, soy muy crítico de Bobbio y del papel que este desempeñó como gran legitimador del maridaje (forzado y muy desigual) entre la democracia y el liberalismo…

Bueno, el párrafo define bien una de las ideas centrales del pensamiento de Bobbio. Bobbio es un escritor claro y didáctico, pero me parece un pensador poco profundo y dado a las componendas. Al leerlo, uno no tarda en descubrir las abstracciones y los formalismos detrás de los cuales Bobbio esconde las cuestiones centrales. La democracia no es y nunca ha sido un mero conjunto de reglas y procedimientos aderezado con determinados valores como la igualdad. Ha sido un régimen político con una base social insoslayable y con una cuestión social –el empoderamiento de la población trabajadora, o de los comunes, o de la plebe– inseparable de sus procedimientos, normas y diseño constitucional. Una democracia fuerte tiene mecanismos y procedimientos, reglas, normas y valores, pero son distintos de los de una democracia débil. Propiamente dicha, la democracia siempre ha sido democracia social, o de lo contrario ha sido una oligarquía de facto disfrazada de gobierno popular, una oligarquía isonómica. Yo también creo que sin derechos civiles no hay auténtica democracia, pero esos derechos tienen que sustanciarse democráticamente. No vale con imprimirlos en una Constitución. Hay que sustanciarlos. Y eso reclama –sólo los derechos civiles – un importante desarrollo social del Estado, como veíamos antes al discutir la aportación de Sunstein y Holmes. Imagínate si afrontamos la cuestión de la justicia distributiva y de la igualdad de ingresos y riqueza…

Siguiendo con el liberalismo y retomando lo que decía anteriormente acerca de la fuerza que esta orientación ha conquistado en el mundo contemporáneo, un ejemplo podría ser el del uso del adjetivo “liberal” como algo eminentemente positivo, que se usa para calificar a sujetos (individuos o colectivos) abiertos, modernos, progresistas tolerantes con los usos y costumbres ajenas… ¿Qué opinás?

Como sabes, en su sentido político el concepto “liberal” viene de nuestros constituyentes de Cádiz. Y designaba a aquellos diputados que en 1812 luchaban por la libertad y contra el despotismo del antiguo régimen. Este es un gran sentido positivo del término “liberal”. También me parece positivo cuando se refiere a tolerante, pluralista y respetuoso de la diferencia. Yo reivindico ese “liberalismo” y hasta el liberalismo que desconfía del Estado como aparato potencialmente despótico. Yo quiero un Estado fuerte, pero sólo acepto la fortaleza del Estado en la medida en que va acompañada de la correspondiente fortaleza de los sistemas de control del poder estatal. Los republicanos democráticos podemos ser, en estos sentidos, muy liberales. De lo contrario, podríamos ser tildados de sectarios, totalitarios, colectivistas, intolerantes y qué se yo qué más.

¿Y esta connotación positiva de la palabra “liberal” llevaría a explicar, por ejemplo, que una figura de la talla de Perry Anderson, en el intercambio epistolar que mantuviera con Bobbio, haya dicho que no vería con malos ojos la idea de un “socialismo liberal”?

Sí, siempre y cuando el socialismo fuera socialista. Quiero decir: si el derecho de propiedad privada sobre bienes fundamentales está adecuadamente restringido (su acumulabilidad y su enajenabilidad), si se promueve adecuadamente la democracia industrial y el cooperativismo, si se combate políticamente la vulnerabilidad económica, si se redistribuye adecuada y equitativamente la riqueza (el capital, la tierra, el trabajo), si se desmercantilizan adecuadamente bienes y servicios esenciales (desde la energía a la vivienda, desde la sanidad a la educación), entonces podemos hablar sin problemas de un socialismo liberal de mercado, respetuoso con la pluralidad de concepciones privadas del bien y garante de los derechos y las libertades individuales. Aunque eso no sería suficiente: siempre habría que retomar la gran cuestión de la ética pública, la virtud cívica y la vita activa, cosas en las que ha insistido la tradición republicana y que la liberal ha dejado de lado.

Y ahora yendo a un autor muy elogiado en tus libros, John Rawls: ¿es un liberal, un demócrata republicano o ambas cosas a la vez? En cierto momento sostenés (refiriéndote a Rawls) que “Cuanto más se distancia el liberalismo económico, guiado por un ideal robusto de ciudadanía, tanto más necesario se hace interpretarlo en clave republicano-democrática” (La mirada republicana, p. 169). ¿Por qué entonces Rawls habrá elegido autointitularse como liberal?

Dediqué un capítulo de Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano a interpretar a Rawls en clave republicana. Hay algunas tensiones pero creo que la interpretación era esencialmente correcta. La publiqué en el Journal of Political Philosophy, y nadie la ha puesto en cuestión. El propio Rawls dice explícitamente que su liberalismo político está en línea con el republicanismo cívico clásico. Es un pensador muy, muy profundo. Y muy de izquierdas, como bien saben en Estados Unidos. De hecho, está a la izquierda de la socialdemocracia europea de posguerra. En la mejor tradición jeffersoniana, Rawls cree que una democracia de propietarios (a property-owning democracy) sería la estructura social básica que mejor cumpliría sus exigentes principios de justicia social. Es un liberal en el sentido de que da primacía al principio de igual libertad, que regula la distribución de las libertades individuales básicas como un bien primario innegociable.

¿En esta línea, él sería así exponente de un liberalismo democrático o igualitario? ¿Existe tal cosa? ¿En tu opinión, qué otros autores podrían compartir este rótulo?

Hay muchísimos que se describirían a sí mismos como liberales igualitaristas. Desde Rawls y Dworkin hasta Kymlicka o Brian Barry. Prácticamente todo el liberalismo político no nozickiano es igualitarista. La socialdemocracia europea – o lo que queda de ella– se sentiría cómoda también en ese marco conceptual.

En tu análisis de la obra rawlsiana me pareció percibir una defensa de la separación entre liberalismo político y liberalismo económico o liberismo. ¿Realmente creés que sería posible una separación tan tajante entre estas dos vertientes del liberalismo?

El liberalismo político de Rawls no tiene nada que ver con el principio del laisser faire, laisser passer, que es el fundamento del liberalismo económico. Rawls entiende la buena sociedad como un sistema de cooperación, y el liberalismo económico la entiende como un sistema de competición universal. Rawls piensa que la sostenibilidad de una sociedad justa pasa por el ejercicio de la virtud cívica, el liberalismo económico cree en la mano invisible del mercado. No sólo son cosas distintas. Son filosofías opuestas. El liberalismo económico –o liberismo– contradice al liberalismo político rawlsiano.

Otro tema que me interesa muy especialmente: la división de poderes. En varios momentos de Ciudadanía y democracia y de La mirada republicana defendés la importancia que la división de poderes tiene como antídoto contra el despotismo. Sin embargo, vos mismo reconocés el origen claramente oligárquico o elitista de este principio. ¿Entendés que habría forma de librarse de esa marca de origen conservadora, antipopular, y articular una división de poderes radicalmente democrática? ¿Y qué opinás, entonces, de Marx, cuando cuestiona la teoría de la división de poderes y defiende, contrariamente, la fusión de los poderes legislativo y ejecutivo?

La división o separación de poderes es un tema complejo y amplio. Para empezar, no sólo se reduce o ciñe a la separación entre los tres grandes poderes del Estado –ejecutivo, legislativo y judicial–, sino que abarca también la separación de poderes en la organización territorial del Estado, por ejemplo, entre el poder local o municipal y el poder central. Además, la división no sólo es sincrónica y espacial, también es diacrónica y temporal. En mis libros defiendo la importancia de los mecanismos de división diacrónica del poder –rotación obligatoria, brevedad de mandatos, incluso la revocabilidad de los cargos– por considerarlos herramientas básicas del desarrollo institucional de las democracias fuertes. Esto en cuanto a la extensión de la problemática de la separación de poderes.
En cuanto a su complejidad, veamos. Yo creo que la esencia del absolutismo o el despotismo es la concentración de poderes en una mano o en muy pocas manos, de tal modo que el tirano dicta la ley y no está sujeto a ella, está legibus solutus. La máxima imperial recogida por Ulpiano y trasladada al Digesto reza así: “Quod principi placuit legis habet vigorem”, fórmula que en vísperas de la revolución francesa se expresaba de este modo: “Qui veut le roi, si veut la loi”. De hecho, la doctrina de la separación de poderes se gesta en la lucha histórica –tantas veces revolucionaria– contra el antiguo régimen, contra las monarquías absolutistas. La lucha entre el parlamento y la corte (en Inglaterra es muy clara y muy fácil de seguir) es la lucha entre el ejecutivo y el legislativo –el court party frente al country party–, lucha en la que la prerrogativa real va perdiendo aliento hasta que el parlamento acumula un poder creciente y consigue, entre otras cosas, que los ministros sean responsables, no ante el rey, sino ante el parlamento mismo. Como se sabe, Montesquieu señala a la constitución inglesa como paradigma de la división de poderes y, a través de Montesquieu, la idea pasa a los constituyentes franceses, que la plasman como principio constitucional central. Ahora bien, Duguit tenía razón en que la separación total de los poderes del Estado es una quimera. Es un principio abstracto cuya concreción institucional pasa por establecer las relaciones entre los poderes buscando determinados equilibrios, equilibrios de “frenos y contrapesos”. Gran parte de la variabilidad constitucional histórica radica en la variabilidad de esas concreciones.
Yo me atrevería a decir que, en el mundo contemporáneo, la tendencia general es hacia una hipertrofia de los ejecutivos frente a los legislativos, es decir, hacia una división muy desequilibrada del poder del Estado. En el caso europeo, esto es evidente. La llamada troika forma un verdadero superejecutivo sobreimpuesto al parlamento europeo y, por extensión, a toda la población europea. En América latina, con su tradición caudillista y su fuerte presidencialismo, como sabes, también hay una hipertrofia del poder ejecutivo.
Yo pienso que el poder ejecutivo debe ser permanentemente responsable ante, y controlable por, la asamblea de los representantes. En democracia, me parece un poder delegado. Tiene que ejecutar las leyes y, como mucho, tener iniciativa legislativa, como hacía la Boulé en la democracia ateniense. No debe haber restos monárquico-absolutistas en la democracia o herencias “bismarckianas”, por decirlo con Weber, con burocracias titánicas y parlamentos menores de edad. Esto es lo que creo que aplaude Marx en la Comuna de París, que el ejecutivo sea una emanación delegada de la gran Asamblea con mandato imperativo y en condición de permanente revocabilidad. Pero Marx insiste sobre todo en la democratización de los poderes públicos y en la eliminación-superación del aparato represivo y burocrático de un Estado corrupto –el del Segundo Imperio– que sólo defendía los intereses de una minoría social adinerada y mantenía al pueblo en una condición de miseria y opresión. Por ejemplo, subraya que en la gran Comuna de París todos los magistrados deben ser cargos electos y revocables. ¡Ojo, también los jueces! Y aquí Marx plantea directamente la cuestión del poder judicial.
A diferencia del ejecutivo, en mi opinión, el poder judicial tiene que ser un poder independiente. La salud del principio del imperio de la ley depende de esa independencia. Si la ley –y su aplicación– es verdaderamente universal, el poder judicial tiene que hacerla valer con la máxima independencia, caiga quien caiga. Y si hablamos del tribunal constitucional, exactamente lo mismo. Sin embargo, no estoy seguro de que la permanente revocabilidad y la elegibilidad de los jueces sea la mejor manera de garantizar esa independencia. Sospecho que no. Porque, ¿quién revoca a un juez y por qué, quién garantiza que el procedimiento se ajusta a la ley, quién formaría los tribunales o comités de revocación, cómo se controlarían, etc.? Tampoco estoy seguro de si la elección periódica de los jueces garantizaría su independencia, y no digamos ya su competencia profesional.
En cualquier caso, la división de poderes no resuelve el problema político de fondo de esos mismos poderes. Por ejemplo, si el poder judicial –como tantas veces ha ocurrido en la historia– se convierte en refugio de las fuerzas más conservadoras de la sociedad, no es un problema de la división de poderes. El problema es que no es un poder independiente sino que está sesgado, y esto tiene causas extrajudiciales y extraconstitucionales, es decir, se debe a factores sociales, psicosociales y económicos, a la socialización de los propios jueces, a su educación moral. A Jefferson le preocupaba el exceso de independencia del poder judicial, y sabía que los jueces eran hombres de carne y hueso y, por tanto, influenciables, corruptibles y dados al prejuicio y al sesgo ideológico. Por eso me parece muy importante la audaz medida de la Comuna de París, que tanto elogia Marx: la austera remuneración de los funcionarios. La Comuna, en efecto, decidió igualar el sueldo de los funcionarios, magistrados y jueces con el de los trabajadores y fijar un salario máximo de 6.000 francos para todo funcionario. Si, por vía de los salarios y las prebendas y el estatus, una sociedad consiente en que sus jueces, altos funcionarios y cargos públicos consideren que pertenecen a la élite, su administración de la cosa pública –también de la justicia– sufrirá un sesgo clasista. Se codearán con la élite y serán seducidos por ella. Si yo fuera un gran industrial o un gran empresario o un gran financiero, me gustaría tener a jueces entre los invitados a mi mesa, quisiera que estuvieran bien pagados y vivieran en barrios distinguidos de la ciudad. Quisiera sentirlos lejos del pueblo, física, psicológica y emocionalmente. Sería una buena forma de que no fueran independientes. Y lo mismo diría del alto funcionariado y de los representantes políticos.

¿Jiménez de Asúa podría ser visto como exponente de un republicanismo democrático no liberal o a-liberal? ¿Y qué dirías de su posición contraria a la división de poderes, al estilo de Montesquieu?

No, no. En su célebre discurso de agosto de 1931 en el que presenta ante las cortes el proyecto de Constitución de la II República, él defiende una carta de derechos individuales como garantía de los ciudadanos contra los ataques del poder ejecutivo. Lo dice así. En este sentido es un liberal, lo es en el mejor sentido. Está en contra –y por muy buenas razones– del bicameralismo. Por razones de fundamento democrático, pero también por razones técnicas, pues las divisiones dentro del parlamento entre Senado y Congreso podrían favorecer la preponderancia del poder ejecutivo, de un poder ejecutivo –como él dice– “acometedor”. Aquí, sin duda se aleja de Montesquieu, como yo mismo, pues el barón francés pedía una cámara alta hereditaria para la nobleza y una cámara baja electiva y representativa. Pero mantiene la división de los tres grandes poderes. Él defiende un sistema parlamentario, no un sistema presidencialista, que sin embargo realice la síntesis entre presidencialismo fuerte y presidencialismo débil, precisamente porque no quiere un ejecutivo acometedor sino controlado. Por eso defiende la existencia de una comisión parlamentaria permanente, como mecanismo de control del ejecutivo. Y respecto del poder judicial, lo quiere independiente y fuerte. Está en la órbita de la doctrina de la división de poderes en el sentido de Montesquieu, pero a la vez va más allá de Montesquieu, por cuanto busca equilibrios que lleven sangre democrática transfundida –el término es de Asúa– en sus venas.

Otra cuestión: ¿cómo imaginás un mercado no capitalista? ¿Cómo sería?

Primero, como un espacio fuertemente restringido y reglado, con diversos bienes esenciales desmercantilizados: vivienda, sanidad, educación… Segundo, un espacio con fuertes restricciones a la enajenabilidad y la acumulabilidad de los principales medios de producción –tierra y capital–, como ya expliqué más arriba. Esto fijaría un núcleo duro de derechos de existencia y evitaría la concentración de la riqueza. Tercero: un espacio en el que predominaría una forma de organización de la producción, la empresa cooperativa y autogestionada. Esto es decisivo para trascender el modelo capitalista de producción. Cuarto: se recuperarían los monopolios estatales sobre sectores estratégicos de la economía: energía, finanzas, comunicación, etc. Quinto: tendría que ser un mercado eficiente y verdaderamente descentralizado, libre de oligopolios. Es decir: monopolios estatales más mercados competitivos de bienes y servicios. Todo esto implica una fuerte intervención estatal. Hoy sabemos que un mercado realmente competitivo tiene costes transaccionales y problemas de agencia que sólo se pueden resolver con ayuda del Estado. El mercado cumple funciones computacionales y resuelve problemas de información mejor que cualquier agencia central de planificación dotada de las mejores computadoras. Esto hace que el mercado sea imprescindible para la asignación y distribución de bienes y servicios en toda economía compleja. Pero tiene fallos y limitaciones: externalidades negativas, asimetrías informativas, riesgos morales, etc., y hay que ayudarlo mucho políticamente –desde el Estado– para que sea eficiente y competitivo, que es los que todos pedimos al mercado. Sexto: una economía socialista de mercado tendría que vigilar las disparidades de ingresos. En su ya clásica aportación, Alec Nove (Economía del socialismo factible), las contenía en la proporción de uno a cinco. En fin, un socialismo de mercado se basaría en una concepción social-republicana de la propiedad y tendría poderosos mecanismos de acción pública para restringir, corregir y orientar a los mercados, con un conjunto bien definido de bienes y servicios totalmente desmercantilizados.

Por último, no quisiera dejar pasar la oportunidad de preguntarte por las tesis de Guy Standing, dado que fuiste vos quien tradujo su último libro –Precariado: una carta de derechos (Madrid: Capitán Swing, 2014)– al castellano y venís desarrollando una gran tarea de divulgación de su obra. ¿Cómo podríamos vincular todo lo que venimos charlando hasta aquí con el análisis que Standing ofrece de las sociedades capitalistas contemporáneas? ¿Cuáles serían sus principales contribuciones para un proyecto republicano-democrático?

Sí, me parece un autor muy recomendable, y fue un honor traducirlo. Creo que Guy Standing hace uno de los mejores análisis de la globalización grancapitalista desde la óptica de la economía del trabajo. El precariado es un fenómeno no sólo de extraordinaria gravedad sino de alcance global. Es el principal indicador de la quiebra de un proyecto civilizatorio basado en los derechos humanos y en el ideal de ciudadanía. Designa a una enorme masa heterogénea de gente que vive cada vez más a la intemperie laboral y social, con cada vez menos derechos, cada vez más vulnerable, insegura y explotada. En sí mismo, el precariado es la prueba de que el capitalismo –en un movimiento pendular gigantesco– está volviendo a su polo manchesteriano decimonónico pero a escala mundial. Todo proyecto republicano-democrático de transformación social debería empezar por acometer el problema de cómo devolver la dignidad cívica a esas masas de personas que sobreviven con dificultad en los sótanos subciviles de nuestras sociedades. Y ¡ojo! no nos son ajenas, son nuestras gentes: ya cualquiera de nosotros tiene un hijo, un sobrino, un vecino, un amigo en el precariado o cerca de él. Y mientras avanza por doquier esta clase “peligrosa”, nuestras sociedades van perdiendo la empatía, la compasión, la justicia y la equidad. Y el Estado, cada vez más sometido a poderosos intereses económicos sin patria, se especializa en perseguir, estigmatizar y castigar a los grupos más vulnerables y más necesitados de las prestaciones que sólo un Estado social puede suministrar. Por el camino van quedando los restos de la destrucción de los “comunes”, los espacios comunes, los bienes comunes –la educación, la sanidad, las mismas leyes generales, los derechos universales– los recursos comunes, todos los cuales se privatizan, se mercantilizan, a mayor gloria de las cuentas corrientes de grupos privados que se creen la sal de la tierra y se adueñan del mundo.
Entre las muchas cosas que reivindica Guy Standing –su carta de derechos incorpora 29 propuestas concretas– está la recuperación de la voz para toda esa población sometida. Nada hay más democrático y republicano que la voz. Sería un buen comienzo, ¿no crees?

¡Muchas gracias, Andrés, por tu generosidad! He aprendido mucho con tus respuestas y estoy seguro de que los lectores también lo harán. Con tus refinadas y sólidas razones, me llevás a repensar muchas cosas. Me motivás a buscar nuevos argumentos que sigan alimentando el debate y enriquezcan mis reflexiones sobre las difíciles relaciones entre la democracia y el liberalismo, tema que, como bien sabés, viene ocupando particularmente mi atención en estos últimos tiempos. Sería formidable poder repetir la experiencia más adelante…

Muchas gracias, Gabriel, por tu invitación y por la oportunidad brindada de conversar juntos. Ha sido un enorme estímulo y un verdadero placer. Planteaste grandes cuestiones; ojalá que mis respuestas sean de alguna utilidad al que se acerque a esta conversación.


(*) Entrevista con Andrés de Francisco, Doctor en Filosofía y Profesor de Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Por Gabriel E. Vitullo.  Doctor en Ciencia Política y Profesor de la Universidade Federal do Rio Grande do Norte (Brasil).



No hay comentarios: