EL ESPERANDO A GODOT DE LAS RENTAS MINIMAS
Por Cive Perez (*)
Desde
las Leyes de Pobres de la Inglaterra del siglo XVII hasta hoy, el hecho de que
cada cierto tiempo reaparezca de manera tema recurrente la propuesta de crear
rentas mínimas es un signo inequívoco de su ineficacia política y social. Ha
llegado la hora de poner fin a esa interminable espera a Godot que supone
pretender solucionar la pobreza de la gente con rentas mínimas y condicionales
de inserción.
CCOO
y UGT han propuesto una Iniciativa Legislativa Popular para reclamar la
creación de una Prestación de Ingresos Mínimos que asegure unos recursos
económicos básicos a todas las personas residentes legales en España, en edad
laboral, que queriendo trabajar no pueden hacerlo, que hoy no tienen
prestaciones de desempleo y carecen de recursos que les permitan vivir con
dignidad. Una prestación, por cierto, cuya cuantía sería inferior al umbral de
pobreza señalado por el Instituto Nacional de Estadística. Este artículo es la
aportación del autor al debate abierto en el diario Público a propósito de esa
iniciativa sindical.
Tras
las primeras Leyes de Pobres (Poor Laws) promulgadas a comienzos del siglo XVII
con el propósito de facilitar auxilio a los pobres de Inglaterra, en 1795 entró
en vigor la denominada ley de Speenhamland, reguladora de un sistema de
socorros que vino a reforzar poderosamente el sistema paternalista de la
organización del trabajo legado por los Tudor y los Estuardo. En un episodio que
se ha hecho célebre en la historia de la protección social, los magistrados de
Berkshire, reunidos el 6 de mayo de 1795, época de gran escasez, en la posada
del Pelícano, en Speenhamland, cerca de Newbury, decidieron que era necesario
conceder subsidios complementarios de acuerdo con un baremo establecido a
partir del precio del pan, si bien era también necesario asegurar a los pobres
unos ingresos mínimos independientemente de sus ganancias.
Pero
este derecho a la existencia de los pobres entraba en contradicción con los
principios del naciente capitalismo: impedía eficazmente la formación de un
mercado concurrencial del trabajo e incrementaba las partidas destinadas a la
concesión de ayudas públicas. Todo ello dio lugar a una reacción conservadora
que alumbró la nueva Ley de Pobres de 1834, basada en la áspera filosofía que
considera la pobreza entre personas físicamente capacitadas como una debilidad
moral. En consecuencia, la nueva ley dejó de suministrar ayudas a los pobres
robustos, a los que se les enviaba a la workhouse (*) con el objetivo de
estimularlos a buscarse un empleo regular en lugar de pedir caridad. La nueva
reglamentación prohibía a los pobres residir en sus propios hogares, de manera
que todo el que aspirase a recibir una ayuda debía obligatoriamente residir en
la workhouse, cuyo régimen, diseñado con científica crueldad, era
deliberadamente duro y degradante con vistas a disuadir a los pobres de
solicitar la ayuda parroquial.
En
palabras del historiador Karl Polanyi: “Fue así como la humanidad se vio
forzada a seguir el rumbo de un experimento utópico. Muy posiblemente no se
perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social. Al
pretender simplemente establecer un criterio de indigencia auténtica con la
prueba de fuego de las workhouses, multitudes de vidas se vieron aplastadas.
Benéficos filántropos promovieron fríamente la tortura psicológica y la
pusieron dulcemente en práctica, ya que la consideraban un medio para engra-sar
los engranajes del molino del trabajo”.
El
sistema de workhouses se mantuvo hasta finales del siglo XIX. En el siglo XX,
el fenómeno del desempleo industrial demostró que la pobreza era una cuestión
que implicaba aspectos mucho más complejos que el simplismo moralizante.
Paulatinamente, las legislaciones sociales de los años 1930 y 40 fueron
reemplazando las prestaciones de las Leyes de Pobres por sistemas públicos de
protección social.
No
obstante, en la práctica, estos sistemas públicos han heredado la tradición de
sospecha hacia la persona solicitante de una ayuda social. La leyenda negra
tejida en torno a quienes malviven con estas rentas sugiere que los perceptores
prolongan indebidamente la situación para vivir a costa del presupuesto público
sin dar un palo al agua. Más allá de la colección de tópicos gratuitos, las
investigaciones de campo realizadas con objetividad concluyen que la verdadera
razón por la que los perceptores de estas prestaciones se “enganchan” a ellas
no obedece a una especial proclividad a la molicie. Más bien es el propio
sistema el que los atrapa en lo que se ha denominado trampas de pobreza
(poverty traps) o trampas de desempleo (unemployed traps).
Por
definición, tanto las rentas mínimas de inserción como los subsidios por
desempleo están sujetos a la condición de que el perceptor no efectúe ningún
tipo de trabajo remunerado. Lo que significa que si a un perceptor de la ayuda
se le ofrece la oportunidad de efectuar algún pequeño trabajo se enfrenta a un
tremendo dilema: si acepta el trabajo perderá el subsidio y volverá a la
pobreza; si rechaza el trabajo mantendrá el subsidio, pero como su cuantía está
por debajo del umbral de pobreza, seguirá sumido en ésta. No estamos hablando,
por supuesto, de un empleo bien remunerado, sino de alguna actividad eventual
que le permitiera complementar el magro ingreso del subsidio.
Esto
conduce a una situación dramática. Los perceptores de una renta de este tipo,
lograda tras superar arduos trámites administrativos, no pueden permitirse el
lujo de perder esa ayuda por una eventualidad pasajera. Por ejemplo, aceptar un
empleo de tiempo parcial o completo cuyo salario neto, aproximándose al nivel
del beneficio neto, suponga para el interesado la pérdida de la totalidad del
beneficio.
Si
a una persona que percibe un subsidio de 55 se le ofrece un salario de 100, que
una vez efectuada la retención fiscal se queda en 90, es normal que lo rechace
ya que el hecho mismo de trabajar genera costos adicionales (transporte, comida
fuera de casa, guarderías, etc) que anulan el diferencial de beneficio obtenido
con la venta de tiempo vital. Ante el dilema, la opción más frecuente suele
ajustarse al principio de “más vale pájaro en mano”. Optar por la ayuda oficial
asegura al menos cierta continuidad en la obtención de un ingreso.
Un
problema adicional surge desde el momento en que las ayudas nunca son
individuales, sino que, por regla general, el test de recursos se aplica sobre
el ingreso conjunto del grupo familiar. En este caso, la condicionalidad
también desalienta la aceptación de empleos de tiempo parcial o temporales por
parte de uno u ambos miembros del grupo, para evitar superar el tope por encima
del cual se verían privados del subsidio.
En
cualquier caso, a estos problemas ‘funcionales’ de las rentas condicionales,
hay que añadir que se trata de una medida doblemente coyuntural, ligada a la
circunstancia económica y a la relación de fuerzas políticas. Un gobierno
progresista toma la decisión de implementar una renta mínima condicional –por
lo general, insuficiente en cuantía y cobertura– que dura hasta llegada del
siguiente gobierno conservador, que la elimina o endurece las condiciones de
acceso. Tenemos un ejemplo reciente en el antiguo subsidio por desempleo para
mayores de 52 años.
En
definitiva, desde la promulgación de las Poor Laws hasta hoy, el hecho de que
cada cierto tiempo reaparezca de manera tema recurrente la propuesta de crear
rentas mínimas es una signo inequívoco de su ineficacia política y social.
Ello, unido al fenómeno comprobado de que, por circunstancias tecnológicas y
socioeconómicas, el volumen global de empleo disponible en el sistema
productivo de un país es decreciente, significa que ha llegado la hora de poner
fin a esa interminable espera a Godot que se traduce en la repetició del
intento de solucionar la pobreza de la gente con rentas mínimas y condicionales
de inserción.
Ello
implica asumir la idea de garantizar a toda la ciudadanía el acceso a un
ingreso mínimo concebido no como una ayuda condicional, sino como un derecho
cuya legitimidad, eficacia y operatividad sea equivalente a la del sufragio.
__________
(*) WORKHOUSE: (Voz
ingl., casa de trabajo). Institución creada en Inglaterra, en el siglo XVII,
para proporcionar empleo a los pobres y sostener a los enfermos e inválidos.
Estuvo vigente hasta el siglo XIX. Puede considerarse una especie de prisión
para pobres.
(*) Fuente. Carnet de Paro. http://carnetdeparo.blogspot.com.es/
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