José Miguel Sebastián y Miguel Ángel Domenech
En
Mayo de 1924, en plena Dictadura de Primo de Rivera, Don Manuel Azaña publicaba
su “Apelación a la República” en la que afirmaba la incompatibilidad entre
monarquía y democracia.
En
estos momentos de reivindicación de un proceso constituyente republicano, ante
el “hecho sucesorio” que se nos impone como último recurso del agonizante
régimen monárquico constitucional de 1978, nos parece imprescindible recordar,
como hacía Azaña en aquel texto, que la República es mucho más que sustituir la
forma de gobierno monárquica por la forma de gobierno republicana, salvo que
nos conformemos con una República como una mera forma de Estado o de gobierno,
concretamente con un conjunto de organismos burocráticos separados de la
sociedad civil, en la que una vez elegidos los representantes, la
ciudadanía se abstiene de cualquier actividad política. Y así, como dice
nuestro amigo Joaquín Miras, “un individuo que centralice en su persona el
poder ejecutivo del Estado, por el mero hecho de ser elegido es presidente de
la Republica y no monarca.”
Así,
la Republica no podrá ser limitada ni gravitar en torno a una reivindicación de
una forma de Estado, ni simplemente a una definición jurídica, ni al cambio del
titulo segundo o de otros preceptos constitucionales. Es una simplificación
limitar la política a lo jurídico. Es reducir el republicanismo en tanto que
movimiento radical de emancipación y de autogobierno, de democracia
radical e igualdad material, a mera estructura técnica jurídica, a una
organización de cosas y no a transformación de sociedades.
Por
ello, hay que recordar que la forma política republicana implica el
establecimiento de mecanismos e instituciones de manera que el fundamento de la
democracia no quede limitado a la simple forma de democracia representativa, ni
que el ejercicio de la responsabilidad política de los ciudadanos gravite
únicamente en el voto, y en la delegación de poder en
representantes surgidos del sufragio. Las insuficiencias de la democracia
representativa han sido de hecho denunciadas por la desafección de
los ciudadanos hacia una política delegada en unos pocos. Elegir a los que han
de gobernar no es enteramente gobernar. Consentir, asentir y elegir no es
autogobierno. Lo es participar en la formación de las decisiones, en la toma de
ellas y en su ejecución. Una constitución republicana debe
contemplar formas de democracia participativa, deliberativa, popular y
mandatada. Al efecto deberían contemplase instituciones tales como la revocación
de cargos, la brevedad y la rotación frecuente de los mandatos, la preferencia
por la forma colegiada de gobierno en ejecutivos, el funcionamiento frecuente y
accesible de la iniciativa popular y los referéndum, la
introducción de algunas formas de mandato imperativo, la introducción del
procedimiento de sorteo en la designación de algunas magistraturas
públicas, las prohibiciones y limitaciones a la acumulación de cargos
públicos, la rendición de cuentas después del mandato ante órganos ciudadanos
independientes, la extensión de la incompatibilidad e inelegibilidad para
del desempeño de funciones públicas de aquellos que estén
ligados de una manera privilegiada a actividades e intereses privados,
el estudio de la incompatibilidad de un grado de renta y forma de
vida suntuosa y excesiva, de manifiesta desigualdad, para el desempeño
cívico y virtuoso de funciones públicas.
Y hay que recordar que la libertad republicana es el deber y
derecho inalienable de todos efectivamente a participar en los asuntos
públicos, pero también es la ausencia de cualquier situación de dominación que
haga ilusorio la igualdad y el autogobierno, tanto en lo público, en las
relaciones políticas, como en lo privado, en las relaciones económicas,
sociales, familiares o de género. La
Republica no esta sólo en la esfera de lo estatal o de lo público. Una
propuesta radicalmente y genuinamente republicana debe reivindicarse en
todas las relaciones de lo colectivo donde se juega nuestro autogobierno: en
toda asociación, en toda empresa, en toda casa.
Por
tanto, la propuesta de un régimen republicano implica que la República
debe impedir la desigualdad por cuanto entre desiguales no prevalece la
justicia y el bien público sino el poder de los más fuertes.
La República debe procurar con su intervención efectiva
que, en ningún caso en que estén en juego relaciones entre
ciudadanos, se produzca una situación cuya desigualdad, estados de
necesidad y carencia desemboque en dominio y explotación de unos por
otros.
El Estado
republicano deberá, por consiguiente, regular e intervenir las
actividades financieras, la propiedad de los medios de producción, el uso
de la tierra, la energía, el uso del suelo y la vivienda, y
cualquier actividad económica que generen diferencia de poder material
entre ciudadanos.
Igualmente
debe procurar que constitucionalmente bienes como la cultura, la
educación, la sanidad y los recursos naturales no puedan ser objeto de
apropiación con fines lucrativos sino que han de ser considerados como
bienes comunes a los que todos deben de tener acceso. En estos ámbitos,
el Estado republicano debe y acoger las iniciativas que los ciudadanos
promuevan para democratizar también aquellos sectores que
actualmente aún permanecen como reductos de un ancien regime al que no hubiera llegado las libertades : democracia
en la empresa, en la industria, en la gestión de los asuntos exteriores,
en la enseñanza, etc con el fin de que su funcionamiento no responda
al lucro y beneficio de unos pocos o a la autoridad de algunos sino a lo
que todos convengan democráticamente.
Por
ello, el Estado republicano debe ser un Estado social y políticamente orientado
por objetivos cívico democráticos, que combata activamente la corrupción, que
limite los derechos de propiedad privada sobre el capital o la tierra por su
función social, que mantenga y profundice la universalidad y gratuidad de los
servicios públicos educativos, sanitarios, culturales, financiados mediante un
sistema tributario progresivo y redistributivo, que constitucionalice
mecanismos institucionales y legales que aseguren la efectividad de los
derechos sociales, que mantenga un sistema de protección social y garantice el
derecho a la existencia mediante un ingreso universal de ciudadanía, que fuerce
soluciones cooperativas por la vía institucional, que haga pedagogía política,
fomente la ética y los valores cívicos y la austeridad como norma de conducta
pública.
Y hay
que recordar que la fraternidad republicana no es otra cosa que la extensión a
todos sin exclusión de la igualdad y la libertad, y que forma parte del pueblo
soberano que acuerda su autogobierno el pueblo de los inmigrantes
llegados al país cuyas circunstancias de necesidad material les ha hecho
abandonar sus países de origen buscando con los ciudadanos que nacimos
anteriormente en España una sociedad donde compartir vida, trabajo
y libertad y manifiestan su voluntad de participar en su república.
Cualquier violación de los derechos de este pueblo inmigrante será considerado
como violación de los derechos de cualquier otro ciudadano sin que pueda darse
discriminación alguna, violación que merece ser tratada con el
mayor rigor por cuanto es una injusticia que se dirige
abusivamente hacia los más débiles de entre nosotros .
Y,
finalmente hay que recordar que no puede existir República si no se asienta en
una ciudadanía consciente, responsable y participativa. De ahí el afán
republicano por confiar en las posibilidades didácticas de la democracia para
habituar a la mayor parte posible de la ciudadanía a la práctica de la
participación política.
Es por
ello que la democracia debe ser escuela
de civismo, como aprendizaje moral y cívico. En palabras de Azaña en su
Apelación a la República de hace noventa años: “Militante, nuestra democracia
deberá ser docente además”. No se trata solo de aprender a votar, a expresar
opiniones divergentes, a tomarle las cuentas al gobierno, sino también de que
participe en la enmienda permanente de la vida publica.
Por
tanto, la construcción de la ciudadanía ha de venir de la praxis democrática,
pero también la escuela ha de tener la
función moralizadora de enseñar a elegir libremente y enseñar hábitos y
sentimientos para evitar la manipulación.
En
este sentido, la escuela pública, universal y laica, que respete y promueva el
pluralismo ideológico y la libertad de conciencia, debe educar para conocer, o
mejor para incitar conocer, para valorar y razonar. Una persona que es capaz de
juzgar moral y estéticamente el mundo en el que vive es más probable que sienta
la necesidad de comprometerse activamente en su mejora y a participar: en el
sentido de tomar partido, ante las cuestiones públicas que consideramos
importante mediante el voto, o ejerciendo su libertad de expresión o manifestación
y tomar parte, en el sentido de implicarse cotidianamente en la vida
democrática: para decidir, cooperar y deliberar como consumidores, como
habitantes de una ciudad, como usuarios, como miembros de asociaciones, como
trabajadores.
En
suma, hoy más que nunca, es necesario construir, sin atajos o apresuramientos,
el bloque político, social y cultural hegemónico que nos permita iniciar un
proceso constituyente republicano que culmine en una República de ciudadanos
libres, iguales y fraternos.
En Madrid
a 5 de junio de 2014.
Miguel
Ángel Doménech y José Miguel Sebastián
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