Por Miguel Angel Domenech
¿Y que otra cosa
puede ser la patria
si no el país en que
se es ciudadano
y miembro del poder soberano?” (Robespierre)
Con mucha frecuencia olvidamos el hecho de que a los hombres les mueven más
las pasiones políticas que la razón y por lo tanto prescindimos de pedir a los filósofos políticos que
contribuyan a fijar un lenguaje renovado renunciando a formular y elaborar argumentos que sean de utilidad en el debate público.
Por parte de los teóricos de la izquierda parecería que apuntar esta advertencia sería o bien embarcarse
en un cinismo propio de los partidarios de una realpolitk o bien adoptar posturas impropias de un individuo pensante serio . Pero, a despecho de
este comportamiento, una de las principales tareas de la filosofía política hoy,
es que contribuyan a que los debates políticos
teoricos no se libren como si lo fuesen entre agentes hipotéticos, incorpóreos,
desapasionados y racionales que hablen lenguajes ideales. Es como si se pensase que en política debe estar ausente el pathos, la pasión, para que
sea racionalmente legitima. Como si, limitada
el campo de lo racional, todo pathos fuese patología,
en el sentido de enfermedad. Como si,
aceptando la pasión y reconociendo que existe,
ésta hubiera de ser forzosamente
una desviación. Que “hay que tener
opiniones y pasiones “ , como decía Montesquieu, todos lo sabemos por
haberlo experimentado por poco que nos hayamos implicado atendiendo a nuestras obligaciones políticas.
Entre las perversiones que mas incurrirían en esta desviación
estaría, entonces y según esto, el patriotismo. El patriotismo, se vincularía
inevitablemente y en primer lugar con el
nacionalismo, y por lo tanto con todo lo prepolitico: historia, sangre, lengua,
nacimiento (natio),… es decir, lo que no nos pertenece sino que nos viene
dado sin nuestra libertad. En segundo lugar, y también inevitablemente, se consideraría
como uno de los subproductos de esa
perversión pasional que nunca puede legitimar la opción política. En tercer
lugar, se incurriría de inmediato en el anatema de los trabajadores que no tenemos patria sino clase. Tres
maldiciones pesan, según vemos, en la
sospechosa noción de patriotismo.
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