Giorgio Agamben, en un simposio, 1995, retomó
el ensayo de Hannah Arendt, We refugees, en el punto donde la pensadora
terminó, escribiendo un nuevo ensayo con el mismo título, We refugees. Agamben
inicia su reflexión a partir de la tesis conclusiva de Arendt de que los
refugiados “son la vanguardia del pueblo”.
Este autor propone pensar el
refugiado como una categoría política. Específicamente, como una categoría
límite. Una categoría que delimita los límites de las otras categorías clásicas
del derecho y la política occidentales que desde el siglo XVII han servido para
validar las estructuras e instituciones en que nos movemos. El refugiado es una
categoría que, en la actual crisis del Estado-nación en que vivimos, nos
permite percibir algunos contornos posibles para la comunidad política que
vendrá33. Pero también es una categoría que nos ayuda a pensar, en el límite,
la insuficiencia de otras categorías comunes de nuestra política y del derecho,
como hombre, ciudadano con derechos, pueblo soberano. Específicamente, el
refugiado, en su límite, cuestiona los modelos de soberanía de las sociedades
modernas, los tipos de legitimación de la soberanía utilizados que le expulsan
para el umbral externo de ciudadanía como un mero ser viviente. El límite que
Zambrano veía en el exiliado como umbral existencial se convierte, para
Agamben, en la categoría política del refugiado.
Agamben
indica que no podemos diferenciar fácilmente refugiados de apátridas, pues en
muchos casos los propios refugiados prefieren ser apátridas antes que retornar
a su país en las condiciones que se vieron obligados a salir. Es el caso de los
españoles republicanos que eran amenazados de ser devueltos a la España
franquista, o de los judíos alemanes de ser entregados al gobierno nazi. Pero
actualmente es la situación de innumerables emigrantes que prefieren permanecer
apátridas para que no puedan ser repatriados a la fuerza.
En
cualquier caso, Agamben llama la atención, como anteriormente hizo Arendt, de
que la genealogía de los apátridas tiene sus orígenes en los Estados
occidentales que desde la I Guerra Mundial percibieron que la suspensión de los
derechos de ciudadanía era un dispositivo biopolítico eficiente para controlar
las poblaciones de nacionales cuyo origen étnico era problemático por algún
motivo. Por ello, las leyes de Nuremberg, 1935, que retiraron la nacionalidad
alemana a todos los judíos, no hicieron nada más que repetir un dispositivo que
ya había sido utilizado por Francia, Bélgica y Rusia, entre otras naciones,
durante y después de la I Guerra Mundial.
Agamben
percibe en la figura del refugiado el límite en que se muestran las diversas
contradicciones que vinculan el derecho con la vida humana en los Estados
modernos y en la política occidental. En primer lugar, en el refugiado apátrida
opera el dispositivo de la excepción a través del cual el derecho amenaza la
vida con su suspensión34. La excepción es un dispositivo que expulsa la vida
fuera del derecho y la captura en una zona de anomía, sin permitir su expulsión
total35. El mismo derecho que protege la vida, la amenaza con el abandono,
especialmente en aquellos casos en que las personas no se ajustan a las
demandas del orden establecido. En este caso, cuando el derecho es retirado de
la vida humana, esta queda simplemente excluida, ella es incluida en una zona
de anomía en la cual está expuesta de forma vulnerable a cualquier violencia.
La excepción opera como dispositivo que incluye (en la anomia) a través de la
exclusión (del derecho), y excluye a través de la inclusión: una inclusión
excluyente o una exclusión inclusiva. Esa es la condición en que se encuentra
la ancestral figura del Homo sacer, en el derecho romano antiguo. Su vida no
puede ser legalmente condenada, pero cualquiera que la violente no comete
delito. Es una vida cuya violación es inimputable
La
condición del homo sacer es la del abandono. Abandonado del derecho peregrina
por una zona de anomia en la cual vigora la inimputabilidad de cualquier
violencia. El abandono, que era para Zambrano la experiencia que definía al
exiliado, es, para Agamben, la consecuencia política del vacío jurídico en que
la condición del refugiado y apátrida se encuentran como nuevos homini sacri.
El abandono traía consigo, para Zambrano, la experiencia de la inmensidad y del
desierto en que el exiliado era obligado a vivir. Para Agamben, el abandono del
derecho empuja a vivir en la condición de bando37.
El
refugiado también encarna el límite en que el derecho, al proclamarse como derecho
de los ciudadanos y derechos del hombre, defiende al ciudadano abandonando al
ser humano, que sin derecho ni ciudadanía no es nada más que una vida desnuda.
La vida desnuda es la mera vida biológica en que se encuentra reducido el ser
humano abandonado de cualquier derecho. Para María Zambrano, la vida desnuda es
lo que aparece como resto último de la experiencia del abandono. Para Agamben,
siguiendo en esto a Benjamin, la vida desnuda es el resto de humanidad que
queda, ahora reducida a mero cuerpo biológico, cuando es abandonada por el
derecho.
Para
Agamben, así como para Arendt, Benjamin y Foucault, el motivo de esa
incapacidad del derecho en proteger, de hecho, la vida humana no proviene de la
insuficiencia de los mecanismos procedimentales, ni de la falta de voluntad
efectiva de los gobernantes, ni de algún otro factor puntual. La escisión que
separa al derecho de la vida humana, en los Estados modernos y en la política
occidental, proviene del paradigma biopolítico a través del cual la vida humana
fue traída para dentro del Estado nación como soporte biológico del propio
Estado.
La
mera vida desnuda en la Grecia era denominada de zoe y pertenecía al dominio de
la naturaleza, como la vida de todos los otros animales; la zoe, por ser vida
natural estaba fuera de la política clásica. La política, en Grecia, debería
construir una verdadera vida humana, bios, diferenciada cualitativamente de la
mera vida natural, zoe. En las sociedades pré-modernas del Medioevo la vida
natural era sagrada y de dominio divino. Esta percepción cambió en las
sociedades modernas donde la vida desnuda, la pura vida natural, se tornó el
fundamento del propio Estado. Por ello se denominó de Estado-nación, porque el
soporte del Estado está en el hecho biológico de nacer. A través de la
vinculación del nacimiento con la ciudadanía, la vida humana es capturada como
soporte del Estado. De esta forma los nacidos son recubiertos jurídicamente
como ciudadanos y transformados en soporte de la soberanía nacional. La ficción
jurídico política moderna hace que el nacimiento se torne inmediatamente
nación, y concomitantemente expulsa para fuera de ese derecho y de esa nación a
los no nacidos en ella. Según Agamben, el punto crítico de esta cooptación
biopolítica es que la vida se torna un medio para el Estado y sus
instituciones, aunque formalmente se afirme otra cosa. La vida humana es
insertada en la lógica del Estado de modo instrumental, en cuanto medio
eficiente para sustentar sus fines.
La
figura del refugiado expone las contradicciones de este modelo biopolítico. Su
presencia marginal, en el margen de todo ordenamiento institucional, expone los
límites en que se sedimentan las instituciones modernas y que son insuficientes
para defender la vida cuando esta se encuentra fuera de un Estado o un derecho
instituido. La tensión que atraviesa la existencia límite del refugiado no
proviene de los egoísmos nacionales o de la inercia de las máquinas
burocráticas de los Estados. Hay una serie de mecanismos estructurales que el
refugiado en cuanto límite desenmascara mostrando sus contradicciones. Una de
ellas es la ineficiencia de la estructura formal del derecho en su relación de
exterioridad instrumental con la vida humana. La condición del refugiado
muestra que hay una impotencia constitutiva del derecho en relación a la vida
humana. Las razones para esta impotencia no están apenas en el egoísmo o en la
ceguera de las burocracias, si no en las nociones básicas que regulan la
inscripción de la vida humana en el orden jurídico del Estado-nación.
Agamben,
siguiendo la misma argumentación de Arendt, destaca que los tres primeros
artículos de la Declaration des droits de l'homme et du citoyen, 1789, expresan
las contradicciones anteriormente esbozadas. Ellos inscriben el elemento nativo
(el nacer) como núcleo de toda asociación política (art. 1 y 2), pudiendo
concluir el art. 3 el principio de soberanía de la nación con base en su étimo,
natio, que originalmente significaba simplemente “nacimiento”. La ficción aquí
implícita es que el nacimiento se torna inmediatamente nación, de tal forma que
no puede haber distinción entre los dos momentos: nacimiento y ciudadanía. Los
derechos son atribuidos al hombre en cuanto vida desnuda que sirve de soporte
al ciudadano.
Esta
tensión contradictoria entre la mera vida humana y la ciudadanía es inherente a
la formación del Estado moderno, y nunca fue plenamente resuelta. La condición
de los refugiados, en la medida que es una realidad que no cesó de aumentar,
expone a lo vivo esta contradicción. Ella se encuentra registrada en el empeño
de la constitución francesa de 1793 de distinguir y diferenciar los derechos
afirmando que los derechos del ciudadano no son los mismos que los derechos del
hombre. Estos tienen un carácter pasivo, en cuanto los del ciudadano son
derechos activos de aquellos que contribuyen económicamente con impuestos y
propiedades39. La cisión entre el derecho y la vida humana, lejos de ser
coyuntural permaneció como una marca estructural del propio derecho moderno que
no fue resuelta de forma plena. En los Estados de derecho, aunque se reconocen
formalmente los derechos de la persona humana, el derecho no defiende
efectivamente la vida humana, sino al ciudadano. Incluso la noción de ciudadano
es defendida por el derecho en la medida que este se ajusta al orden
establecido, por ello, en última instancia, el derecho tiene por objeto la
defensa del orden.
.
Según Agamben, en el sistema Estado-nación, el refugiado representa un elemento
inquietante porque quiebra la identidad entre el hombre y el ciudadano, entre
la natividad y la nacionalidad. El refugiado pone en crisis la ficción original
de la soberanía moderna. Excepciones individuales a este principio hubo
siempre, la novedad de nuestros tiempos es que cada vez mayores parcelas de la
humanidad no se sienten representadas políticamente por el sistema de
Estado-nación. Por este motivo, y en la medida que el refugiado cuestiona la
vieja trinidad del Estado-país-territorio, esta figura aparentemente marginal
del refugiado muestra los límites de esos márgenes en que habita. Los márgenes,
en la medida que son habitados cada vez más por mayorías refugiadas en esos
límites, tienden a colapsar la estructura que los produce.
En
la actual estructura de Estado permanece abierta la fenda que separa la vida
humana de la ciudadanía. El refugiado sobrevive en esa fenda. El Estado limita
la vigencia de su derecho a sus ciudadanos, los otros no pasan de meros seres
humanos que existen en los límites de su derecho. Esos otros son dignos de
respeto y tolerancia, pero no hay ninguna responsabilidad con ellos porque se
encuentran en el límite externo del derecho, en una zona de anomia donde, de
hecho, vigora la excepción como norma. En ese límite, habita el refugiado. Esta
paradoja hace que, a pesar de todas las proclamaciones universales de la
igualdad natural de derechos fundamentales, un ciudadano perteneciente a un
Estado fuerte se sentirá mucho más protegido en sus derechos que el de un
Estado débil.
Cuando
se afirma que los derechos del hombre no son los mismos que los del ciudadano
se arquitecta una estructura política por la cual el mero hombre, cuando no sea
más reconocido como ciudadano, incorporará en si la figura del homo sacer del
derecho romano arcaico. El refugiado y apátrida es el nuevo homo sacer
abandonado por el derecho de la falta de ciudadanía y expuesto vulnerablemente
a la violencia impune.
Cabe
preguntarse, ¿Qué resta para aquellos que fueron expulsos de sus tierras y
países, que ni Estado tienen y (sobre)viven en el límite de todo derecho como
resto abandonado? Para estos refugiados del límite resta la “ayuda
humanitaria”. Reconociendo y alabando la buena intención de personas e
instituciones que se dedican a la ayuda humanitaria, esta no deja de ser un
sucedáneo de la falta de derechos. La ayuda humanitaria es lo que resta cuando
no hay posibilidad de defender los derechos fundamentales. La ayuda humanitaria
acoge la vida humana pero no tiene el poder de exigir o defender sus derechos.
La propia acogida humanitaria tiene la marca de la fragilidad vulnerable. En
este contexto debe interpretarse la crítica de Hannah Arendt y su afirmación de
que una vida despojada del derecho es una vida sin derechos fundamentales.
Agamben,
en su ensayo, We refugees, presenta una tesis más contundente que la de Arendt
sobre el significado político del refugiado. El filósofo italiano afirma que es
necesario separar radicalmente el concepto de refugiado del de los “derechos
del hombre”, y parar de considerar el derecho de asilo como una categoría
conceptual o política para la que converge el destino de los refugiados. El
asilo no es derecho que resuelve el problema de los refugiados, ni la figura
jurídica que permite comprender el significado político de esta condición
humana. El asilo no deja de ser una benevolencia, cada vez más escasa y
dificultada por los propios Estados de derecho, a través de la cual se inserta
la condición política del refugiado en una condición humanitaria provisional y
vulnerable, siempre dependiente de la benevolencia de las autoridades que
tienen el poder de otorgarla o retirarla. Para Agamben, el refugiado debe ser
considerado por aquello que realmente es, o sea, nada más y nada menos que un
concepto radicalmente fronterizo, un límite externo que pone en cuestión los
propios principios del Estado-nación. Desde su condición de límite, el
refugiado interpela y ayuda a pensar y renovar las categorías modernas que no
sirven más para defender la vida humana como tal.
Retomando
la tesis de Arendt, Agamben sugiere que los refugiados representan, de hecho,
“la vanguardia de su pueblo”. Pero eso no quiere decir que podrían ser el
núcleo de otro futuro Estado-nación. Para Agamben, solamente en una tierra
donde los espacios de los Estados hayan sido agujereados y topológicamente
deformados, y el ciudadano haya aprendido a reconocer en sí mismo la realidad
del refugiado que existe en él, solamente en y a partir de esas dos condiciones
es posible pensar la sobrevivencia política del mundo futuro.
En
lugar del Estado-nación, tenemos que imaginar la posibilidad de construir
comunidades políticas en las que el principio político fundador sea la
extraterritorialidad recíproca, lo que obligaría a repensar nuevas relaciones
internacionales. El concepto político orientador de reconocimiento no sería más
el ius del ciudadano, en su lugar vigoraría el refugio del individuo. Eso
significaría que en lugar de Estados nacionales divididos por fronteras
territoriales, habría que crear comunidades políticas diversas y en movilidad
permanente. El concepto de persona podría volver a tener un sentido político
importante, que ahora ha perdido porque ha sido usurpado por el concepto de
nacional. Desde la perspectiva que nos desafía a pensar nuevas formas
políticas, más allá del Estado-nación, los refugiados representan una
vanguardia. Ellos son el indicio que indica una orientación posible para donde
dirigir los esfuerzos y luchas políticas futuras.
Castor M.M. Bartolomé Ruiz
https://revdh.revues.org/988
Castor M.M. Bartolomé Ruiz
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