Prólogo
de Antoni Domènech para la edición de la editorial Capitan Swing del gran
clásico del historiador británico Edward P. Thompson
Casi
medio siglo después de la primera edición original, La formación de la clase
obrera en Inglaterra es unánimemente considerada una obra maestra, y su autor,
uno de los más grandes historiadores del siglo XX, acaso el más original,
profundo e innovador de su segunda mitad. Pero en el momento de su aparición (1963)
ni el libro ni el autor podían resultar más polémicos, ni concitar más
hostilidades.
Para
empezar, Edward P. Thompson (1924-1993) no se entendió nunca a sí mismo como un
historiador profesional, ni siquiera como un académico. Sino como un activista
político y como un polígrafo y publicista socialista vinculado al movimiento
obrero y a sus instituciones histórico-realmente cristalizadas. Como
historiador, su maestro más reconocido no fue un gran profesor de Cambridge o
de Oxford, sino una activa y casi olvidada militante comunista, Dona Torr
(1887-1956), fundadora (en 1946) del imponente Grupo de Historiadores del
Partido Comunista Británico
(GHPCB) del que fueron miembros, aparte de Thompson y su compañera, la respetada historiadora del
cartismo Dorothy Towers (1923-2011), dos irrepetibles generaciones de
personalidades tan destacadas de la investigación historiográfica y
científico-social contemporánea como Eric Hobsbawm (1917-), Christopher Hill
(1912-2003), Rodney Hilton (1916-2002), George Rudé (1910-1993), Victor Kiernan
(1913-2009), el gran clasicista Geoffrey E. M. de Ste. Croix (1910-2000) o el
sólido economista Maurice Dobb (1900-1976).
En
1963 Thompson ya había salido del Partido Comunista; él y varios otros miembros del GHPAB habían roto con el comunismo oficial a
raíz de la invasión soviética de Hungría (1956) y de las escandalosas
revelaciones públicas de Kruschov sobre la era de Stalin. Muy en una línea de
la que nunca se apartaría, y lejos de recluirse en un retiro o de puro
investigador académico o de ensayista free lance, buscó colaborar en la
construcción de un espacio institucional nuevo, alternativo, de reflexión y
actividad socialista.[1] Estuvo activo en el pacifismo antinuclear de finales
de los 50 (al que volvería, como es notorio, en los 80 con Protest and survive
[2]) y animó a la creación e institucionalización de un movimiento New Left en
Gran Bretaña, del que, entre otras cosas, salió (en 1959) la revista homónima
que aún perdura.
Ello
es que en1963 llevaba tiempo ya Thompson distanciado también de buena parte de
las gentes de la New Left, crecientemente dominada por una nueva generación de
intelectuales tan alejados de los grandes debates científicos de la izquierda
tradicional británica (al soberbio grupo de historiadores del GHPCB hay que
añadir las reflexiones de los economistas filomarxistas de Cambridge en torno a
Keynes, señaladamente Joan Robinson y Piero Sraffa), como fascinados con cierto
marxismo especulativo, apolítico, continental, y particularmente, con el
francés de impronta estructuralista.
Pues
bien; La formación de la obrera en Inglaterra no sólo tenía que resultar
polémica para, sino que, en realidad, estaba expresamente concebida contra: 1)
dos tipos de modas revisionistas-negacionistas imperantes en la vida académica
de la época, especialmente en la historia económica y en la sociología de
impronta funcionalista; 2) la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora
del marxismo estalinista; y 3) la retórica
especulativa, ahistórica
y “en el fondo, apolítica” de una “nueva izquierda” a la que Thompson terminó considerando heredera, culturalmente
hablando, del estalinismo.[3]
La
moda académica negacionista-revisionista consistía básicamente en negar
económicamente el carácter socialmente catastrófico del triunfo políticamente
contrarrevolucionario del capitalismo industrial la Revolución Industrial y en revisar sociológicamente la noción de clase obrera (no habría tal, en singular, sino, a lo sumo,
un conjunto heteróclito
de clases trabajadoras).
En
cuanto al negacionismo de los economistas, digamos progresistas-desarrollistas,
Thompson apunta (en el capítulo
6 de este libro):
“Se sugiere, en general, que la
posición del obrero industrial en 1840 era mejor en muchos aspectos que la del
trabajador doméstico de 1790. La Revolución Industrial habría sido una época,
no de catástrofe o de agudo conflicto de clases y de opresión clasista, sino de
mejora. (…)
La ortodoxia catastrofista clásica
ha sido substituida por una nueva ortodoxia anticatastrofista (…). Lo que se ha perdido es el sentido
del conjunto del proceso, el contexto social y político del proceso.”
Una
forma de entender el libro de Thompson es leerlo como un largo, refinado y
circunstanciado argumento histórico contra ese negacionismo:
Antoni Domenech |
“Aquí podemos ver algo de la verdadera
naturaleza catastrófica de la Revolución Industrial; así como algunas de las
razones por las que la clase obrera inglesa cobró forma durante esos años. La
gente fue sometida a la intensificación de dos formas simultáneas e intolerables
de relación: las de la explotación
económica y las de la opresión política. (…) El grueso de la población trabajadora, percibió la experiencia crucial de la Revolución Industrial como un cambio en la naturaleza y la
intensidad de la explotación.”
[4]
En
lo tocante a la revisión sociológico-metodológica académica del concepto de
clase, Thompson polemiza (en el Prefacio a la primera edición) con un sociólogo
liberal muy famoso en la época y hoy justamente olvidado (Sir Ralf Dahrendorf).
La ridícula cita de Dahrendorf que Thompson trae a colación, atravesada por la
típica obsesión huera y pedantemente “metodologista” del sociólogo filosóficamente ignorante, hablará por sí misma al lector de hoy.[5] La réplica de Thompson es tan demoledora,
como esencial, y vale la pena destacarla:
“La cuestión, ni que decir tiene, es
cómo llega el individuo a estar en ese “rol social” y cómo la particular organización social (con sus derechos de
propiedad y su estructura de autoridad) llegó a estar ahí. Y eso son cuestiones históricas. Si
detenemos la historia en un punto determinado, entonces no hay clases, sino
simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero
si observamos a esos hombres durante un buen período de tiempo, observamos
pautas en sus relaciones, en sus ideas, en sus instituciones. La clase se
define por hombres, según viven éstos su propia historia, y al final, esa es la
única definición.”
Por
otro lado, la vulgarización deshistorizadora y despolitizadora del “marxismo”
de impronta estalinista, a la que reaccionaba Thompson, tenía dos elementos
clave.
El
primero, más general, era la comprensión (tácita) de la historia humana “el Hismat o materialismo histórico” canonizado como el despliegue más o menos inexorable de un programa de
desarrollo ontogenético (con sucesión de “modos
de producción” entendidos como sistemas
estructuro-funcionalmente integrados, con sus correspondientes “clases sociales” y su base económica y una sobrestructura ideológica y político-jurídica funcional y misteriosamente
adaptada a esa base, etc.). De esa comprensión desaparecía no sólo la historia
propiamente dicha, que es trayectoria única e irrepetible, que es despliegue de
complejas fuerzas dinámico-causales endógenas sometidas a shocks estocásticos
exógenos de la más variada índole; desaparecía también la urdimbre intencional
con que se configura la historia humana, que es afán y trabajo y cognición
social y cooperación en la búsqueda cotidiana de medios de existencia, y así,
también, va de suyo, lucha política y conflicto social intencionalmente
librados, con mayor o menor autoconsciencia (“no lo saben, pero lo hacen”) pero casi nunca en las condiciones
elegidas por los agentes sociales.
E.P.Thompson |
El
segundo elemento de vulgarización doctrinaria, más específico y más
políticamente contaminado que el anterior, tenía que ver con la grosera y
ahistórica comprensión del origen de la fuerza dinámica del modo de producir
capitalista moderno en Europa occidental con su vigorosa (y políticamente resistible) tendencia a la
colonización del conjunto de la vida económica y social y de la complicada
contribución de esa fuerza
dinámica, a partir
del último tercio
del siglo XVIII, a los procesos históricos
de formación de la clase
obrera industrial en Inglaterra.
De
esa versión estalinista vulgarizadora y políticamente interesada del marxismo había desaparecido por completo el
progresismo trágico, si así puede llamarse, del joven Marx (“la historia avanza por sus peores
lados”), y no digamos la comprensión,
harto más pesimista
crítico-culturalmente, que de las dinámicas expropiadoras, destructoras y
socialmente colonizadoras del modo de producir capitalista llegó a hacerse el
viejo. En dos puntos resultó el trabajo de Thompson seminalmente esclarecedor.
a)
De su pertenencia al GHPCB y particularmente de su amistad con el gran
medievalista Rodney Hilton, quien entendió,
el primero, la importancia para los historiadores marxistas británicos de la obra del francés Marc Bloch (1886-1944) Thompson aprendió que, lejos de ser un tiempo
socialmente muerto, la Edad Media europeo-occidental fue una época de intensas
pugnas sociales y políticas de clase, marcadas por el afán señorial de cercar y
privatizar los bienes comunales, base fundamental de la libertad popular (la
Allmende y la gemeine Mark, en territorios germánicos, las communes en Francia,
los benecomuni en la península itálica, las tierras ejidales en la Península
Ibérica, los commons en Inglaterra). El gran capítulo de Marx, en el volumen I
de El Capital, sobre La llamada acumulación originaria de capital, volvía a ser central: no podía entenderse el origen de las dinámicas expropiatorias características de la fuerza dinámica histórico-económica que Marx llamó modo de producir capitalista, sin
entender su origen político
(particularmente, en la Inglaterra sometida a los Tudor) en aquellas luchas. En
otro gran libro de investigación sobre la Inglaterra popular del XVIII, escrito
muchos años después que La formación de la clase obrera en Inglaterra, Thompson
acuñó el célebre concepto de “economía
moral de la multitud”:[6] significaba el conjunto de normas, prácticas y valores compartidos por las
clases subalternas en defensa de los bienes comunes frente a las oleadas señoriales de ataques cercadores y
privatizadores. El avance expropiador y mercantilizador la insólita, y en cierto sentido contra
natura, conversión
de la tierra, de la capacidad de trabajo y del dinero en mercancías [7] propiciada por la fuerza económica dinámica llamada modo de producir
capitalista era políticamente resistible, y fue desde el comienzo (y sigue
siendo) social y políticamente resistida.[8]
La
interesante feminista socialista de origen italiano Silvia Federici, con un
atrevimiento especulativo al que difícilmente se habría avilantado nuestro
historiador profesional tan prudente y minuciosamente atenido a la investigación circunstanciada de archivos y
hemerotecas, ha resumido
recientemente esta visión
de estirpe thompsoniana del origen político
del capitalismo de un modo que acaso resulte instructivo al lector, si más no
para entender su recepción política entre los sectores más perceptivos de la
izquierda anticapitalista actual:
“El capitalismo fue la respuesta de los
señores feudales, de los mercaderes patricios, de los obispos y de los papas, a
siglos de conflicto social que terminaron por hacer tambalear su poder, dando
al mundo todo una gran sacudida [como había exigido Thomas Münzer a comienzos del XVI]. El
capitalismo fue la contrarrevolución que destruyó las posibilidades nacidas de la lucha
antifeudal, unas posibilidades que, de realizarse, nos habrían ahorrado la
inmensa destrucción de vidas y de medio ambiente natural que ha marcado el
desarrollo de las relaciones capitalistas a escala planetaria. Nunca se
subrayará esto lo bastante, porque la creencia de que el capitalismo evolucionó a partir del feudalismo y representa
una forma de vida social superior todavía no ha sido arrumbada.”[9]
b)
El segundo punto en el que el trabajo de Thompson ha resultado particularmente
influyente, y que se sigue muy naturalmente del anterior, tiene que ver con su insistencia central para
el argumento de La formación
de la clase obrera en Inglaterra en la naturaleza continua de las luchas políticas de la población trabajadora bajo la Revolución Industrial. De aquí la importancia
otorgada al legado literario de Tom Paine (1737-1809) para el incipiente
movimiento obrero industrial (en eso le había precedido su amigo Hobsbawm), así
como al estudio y descripción del activismo práctico del jacobinismo inglés,
señaladamente de la figura del difamado John Thelwall (1764-1834). Si al
estalinismo constructor de un pretendido socialismo en un solo país a partir de la industrialización forzosa fundada en una despótica desposesión de las masas populares le resultaba
políticamente incómoda la lectura del capítulo marxiano sobre La llamada
acumulación originaria de
capital, de todo punto vitanda le resultaba la idea de que el movimiento obrero
y el socialismo industrial moderno, lejos de nacer mecánicamente de la nada, eran herederos
conscientes, sin solución de continuidad, de las grandes luchas plebeyas, y muy
particularmente, de la democracia republicana revolucionaria francesa de 1792.
El estalinismo y sus turiferarios consagraron la idea de la Revolución Francesa
como revolución burguesa en vez de como la última gran jacquerie, antifeudal, y al
tiempo, anticapitalista[10], alentaron el uso de la noción de democracia burguesa[11] un oxímoron que no puede hallarse una sola
vez en la obra de Marx y Engels y contribuyeron a fomentar la idea, ahistórica y apolítica, de una homogénea modernidad burguesa etapa de desarrollo ontogenético, que habría inventado, entre otras cosas, el
individualismo y las libertades y los derechos personales.[12]
Thompson
no sólo ilustra y documenta detalladamente que la lucha decimonónica por la
libertad de prensa, las libertades
políticas y el sufragio democrático fue una lucha obrera y popular, y en
cualquier caso, muy poco burguesa, sino que las grandes conquistas de derechos
individuales y libertades y garantías públicas traían su origen en viejas
luchas medievales populares y comunarias que configuraron las tradiciones
constitucionales de la libertad inglesa:
“la ideología de la clase obrera, que
maduró en los 30 [del s. XIX], y que ha perdurado, con varias traducciones,
hasta nuestros días, dio un valor excepcionalmente grande a los derechos de
prensa, de expresión, de reunión y de libertad personal. La tradición del
ingles nacido libre es, huelga decirlo, mucho más antigua. Pero la idea que
puede hallarse en algunas interpretaciones “marxistas” tardías, según la cual esas reivindicaciones aparecían como herencia del individualismo
burgués,
no se ajusta a la realidad”. [cap. 6, pág.783]
Es
verdad: luego de la I Revolución Industrial inglesa (1760-1830) que terminó de triunfar políticamente, como tan oportunamente
recuerda Thompson en este libro, en la estela contrarrevolucionaria de la
derrota de la democracia republicana revolucionaria francesa, vino la segunda Revolución Industrial alemana (1870-1900),
mucho más importante aún a todos los efectos para la historia
económica.[13] Esa
segunda Revolución
Industrial contribuyó
también a troquelar
ulteriormente a la clase obrera industrial y a su movimiento social y político,
y a forjar y decantar de modos nuevos lo que en el siglo XX se entendió por “socialismo”. Y sí, también ahí, cabría hablar de continuidades: si Thompson
hubiera escrito sobre eso, se puede dar por descontado que habría sido el primero en buscarlas. Y sin
embargo, en este gran y seminal libro sobre los orígenes de la clase obrera
industrial y sus tradiciones socialistas que es la Formación de la clase obrera
en Inglaterra no se privó de expresar una sana y elocuentísima nostalgia
respecto de los valores y las tradiciones republicano-revolucionarias (por mal
nombre, “jacobinas”) que el socialismo y la clase obrera industrial maduros se
habrían dejado en el
camino:
“La particular calidad de su
jacobinismo se puede sentir en su énfasis en la égalité. …) El movimiento
obrero de los años
posteriores vino a continuar y enriquecer las tradiciones de fraternidad y
libertad. Pero la existencia misma de sus organizaciones, y la protección de sus fondos de financiación, requirió promover a cuadros de profesionales
experimentados, así como cierta deferencia o exagerada lealtad hacia los
dirigentes, lo que terminó revelándose como una fuente de formas y controles
burocráticos. (
)
Esos lados fuertes jacobinos, que tanto contribuyeron al Cartismo, declinaron
en el movimiento de finales del siglo XIX, cuando el nuevo socialismo desplazó
su acento desde los derechos políticos hacia los derechos económicos y
sociales. La robustez de las distinciones de clase y de status en la Inglaterra
del siglo XX es, en parte, consecuencia de la carencia, en el movimiento obrero
del siglo XX, de virtudes jacobinas. (…) Es innecesario subrayar la evidente
importancia de otros aspectos de la tradición jacobina; la tradición de la autoeducación y la crítica racional de las instituciones
políticas y religiosas; la tradición del republicanismo consciente; sobre todo,
la tradición del internacionalismo. Resulta extraordinario que una agitación
tan breve lograra difundir sus ideas en tantos rincones de Gran Bretaña.” [Cap. 5, pág. 209]
El
socialismo del Thompson político era ya entonces, y lo fue, hasta el final, un
socialismo orgulloso del gorro frigio.
NOTAS: [1] Una de sus
sentencias más famosas dice así: "Los intelectuales socialistas deben
ocupar un territorio que sea, sin condiciones, suyo: sus propias revistas, sus
propios centros teóricos y prácticos; lugares donde nadie trabaje para que le
concedan títulos o cátedras, sino para la transformación de la sociedad;
lugares donde sea dura la crítica y la autocrítica, pero también de ayuda mutua
e intercambio de conocimientos teóricos y prácticos, lugares que prefiguren en
cierto modo la sociedad del futuro." [2] Edición castellana: Protesta y
sobrevive (edición castellana y prólogo A. Domènech), Madrid, Blume, 1984. [3]
En su demoledor (y tardío) ajuste de cuentas con la nueva izquierda británica
de los 60, Thompson lo declaró redondamente:
no sois una generación
postestalinista. Sois una generación en cuyo seno las razones y legitimaciones
del estalinismo, mediante la práctica teórica, vienen siendo reproducidas día
tras día. El libro, The Poverty of Theory (1978) es un demoledor alegato,
científico y político a la vez, contra la ignorante vaciedad del marxismo
estructuralista, y en general, de la Théorie postestructuralista made in Paris.
(Hay traducción castellana: Miseria de la Teoría, Barcelona, Crítica, 1984. [4]
En agricultura, los años entre 1760 y 1820 fueron los años de la culminación completa
del cercamiento [y privatización] de tierras; aldea tras aldea fueron perdiendo
los derechos comunales, y al trabajador sin tierra, pauperizado, no le quedó
sino venir en apoyo del arrendatario, del terrateniente y de los diezmos de la
Iglesia. En las industrias domésticas, a partir de 1800, la tendencia fue que
los pequeños maestros artesanos dieran paso a empleadores de mayor alcance (
)
y que la mayoría de tejedores, calceteros o herreros fabricantes de clavos se
convierteran en trabajadores asalariados a domicilio con empleos más o menos
precarios. En los molinos y en muchas zonas mineras, son los años del empleo de
niños (y de mujeres, subterráneamente). Y en las grandes empresas, el sistema
fabril con su nueva disciplina (
) todo contribuyó a la transparencia del
proceso de explotación y a la cohesión social y cultural de los oprimidos.
(Cap. 6, págs. 224-225.) [5] Las clases están basadas en diferencias de poder
legitimado asociado a ciertas posiciones políticas, i.e., en la estructura de roles
sociales con respecto a sus expectativas de autoridad (
) Un individuo llega a
ser miembro de una clase jugando un papel social relevante desde el punto de la
autoridad (
) Pertenece a una clase porque ocupa una posición en una
organización social; i.e., la pertenencia de clase deriva de la existencia
pertinente de un rol social. (Dahrendorf, Class and Class Conflict in
Industrial Society, 1959.) Thompson califica este libro como un estudio de las
clases obsesivamente concentrado en la metodología, hasta el punto de excluir
el examen de una sóla situación real de clase en un contexto histórico
real. [6] Cfr. Costumbres en común,
Barcelona, Editorial Crítica, 1995 (edición inglesa original, 1991). [7]
Conforme a la formulación clásica de Karl Polanyi en su clásico La Gran
Transformación (varias ediciones en castellano; edición original, 1944). Dicho
sea de paso, es un tanto sorprendente que Thompson, ni en el presente libro ni
después, llegara a interesarse por una obra tan afín no sólo metodológicamente
a la suya como la de Polanyi. [8] Quien tal vez pueda considerarse el más
eminente continuador de la línea investigadora historiográfica inaugurada por
Thompson, el profesor Peter Linebaugh, ha publicado recientemente una
interesante historia de los sucesivos avatares hasta nuestros días de la
famosa Magna Carta concedida por el Rey Juan Sin Tierra a
comienzos del siglo XIV, origen del habeas corpus y de buena parte de las
tradiciones iusconstitucionalistas garantistas de la libertad inglesa mostrando
la vinculación de esa concesión con las
luchas de los comunarios ingleses por la conservación sus bienes comunales y la
concesión paralela de una Carta de los bosques comunales. Cfr. The Magna Carta
Manifesto, Berkeley, L.A., Londres, Univ. California Press, 2010. [9] Silvia
Federici, Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation,
Nueva York, Autonomedia, 2004, págs. 21-22.
(Hay traducción castellana en la Editorial Traficantes de sueños, Madrid.) [10] La historiadora francesa Florence
Gauthier, coeditora de la nueva edición crítica de las obras de Robespierre,
observó que en ediciones anteriores bajo responsabilidad de historiadores del
Partido Comunista Francés algunos pasos directa e inocultablemente
anticapitalistas de Robespierre habían sido u ocultados o suprimidos.
Particularmente, la contraposición robespierreana entre la economía política
tiránica (de impronta mercantilzadora y acaparadora; capitalista) y lo que
Robespierre defendía programáticamente bajo el nombre de economía política popular. Cuando la
profesora Gauthier comunicó personalmente (a finales de los 80) este hallazgo a
Thompson, quien no conocía con detalle la historia de la Revolución Francesa,
nuestro autor se mostró muy impresionado por la semejanza con su propio
concepto de economía moral popular. (Comunicación personal de Florence
Gauthier al autor de estas líneas.) [11]
Cfr. Antoni Domènech, Democracia burguesa : nota sobre la génesis del
oxímoron y lanecedad del regalo, en Viento Sur, Nº , 100, enero 2009, págs.
95-100. [12] Un horror muy influyente al
respecto es el libro del filósofo marxista canadiense C.B. Macpherson, La
teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke (varias ediciones
castellanas, la última en la editorial madrileña Trotta, 2005; el original es
de 1962.) [13] Los historiadores de la
economía y de la tecnología suelen coincidir en que la II Revolución industrial
ha sido la más decisiva en su impacto en la vida social y económica. (En muy
pocos años se inventaron y desarrollaron un conjunto de tecnologías que aún
marcan decisivamente el grueso de nuestras vidas: electricidad, motor de
combustión interna, agua corriente, sanitarios domésticos, industria química y
de fertilizantes y colorantes, petróleo, comunicaciones, entretenimiento).
Contra el papanatismo imperante, los historiadores económicos competentes
suelen dar, en cambio, un valor bastante reducido al impacto económico de la
llamada tercera revolución tecnológica de la información, que arrancó en los
60 del siglo XX (computadores, web, telefonía móvil). Para un buen resumen,
cfr. Robert J. Gordon, Is U.S. Economic Growth Over? Faltering Innovation
Confronts the Six Headwinds, National Bureau of Economic Research, Cambridge,
Mass, Working Paper 18315 (agosto 2012).
Antoni Domènech es
catedrático de filosofía de las ciencias sociales en la Facultad de Economía de
la UB y Editor general de SinPermiso.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 7
octubre 2012
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