Por Por
Jacques Rancière (*)
En
este peque texto, Rancière aplica a una actualidad concreta
su perspectiva típica de oposición entre democracia y representación. Más
alla de esa actualidad , el interés del texto es su aplicación a la universalidad
de elecciones presidenciales que concurren y hacen funcionar la vida política
en la que vivimos : elecciones a jefe de gobierno, a secretario general del partido.
Es desde esta reflexión desde donde proponemos su lectura,
La
elección presidencial no es la encarnación del poder del pueblo. Es justo lo
contrario .Igual que las precedentes, esta elección presidencial, brinda a los
médicos voluntarios o interesados la oportunidad de retomar el leitmotiv de la
crisis o el malestar de la democracia. Hoy, denuncian el imperio de los medios
que “fabrican” elecciones presidenciales como si lanzaran productos.
Al
denunciar lo que consideran una perversión de la elección presidencial,
confirman el postulado de que esta elección constituye la encarnación suprema del
poder del pueblo. La historia y el sentido común enseñan sin embargo que no es
así. La elección presidencial directa no fue inventada para consagrar el poder
popular sino para contrarrestarlo. Es una institución monárquica, una desviación
del sufragio colectivo destinada a transformarlo ensu opuesto, vale decir, la
sumisión a un hombre superior que sirve de guía a la comunidad. Fue instituida
en Francia en 1848 como contrapeso al poder popular. Los republicanos creyeron
limitar su riesgo con un mandato de cuatro años no renovable. El golpe de
Estado de Luis Napoleón hizo prevalecer el espíritu monárquico de la
institución sobre su forma republicana. Después de 1870, no se habló más de
ella hasta que De Gaulle la restableció en 1962. Se trataba, dijo, de proveer a
la nación de un guía por encima de los partidos. La idea era en realidad dar
todo el poder a ese guía poniendo el aparato del Estado enteramente al servicio
de un partido minoritario. Toda la izquierda en ese momento lo comprendió y
votó en contra de esa institución. Al parecer, todos lo han olvidado: los
socialistas que descubrieron, con las ventajas prácticas del sistema, los
encantos privados de la vida de corte; los comunistas y la extrema izquierda
que encontraron así los medios de negociar sus votos con la mira en los
repartos de circunscripciones o de hacer un poco de propaganda para su
tiendita. Sin embargo, hoy como ayer, la elección presidencial es la caricatura
de la democracia. La reduce al modelo económico que rige nuestro mundo, la ley
de la presunta competencia al servicio de la “elección racional” de los
individuos. Se considera que el poder de inteligencia de cada uno y el poder de
decisión colectivo pueden ejercerse eligiendo a un individuo dotado de virtudes
exactamente antagónicas: representante de su partido e independiente respecto
de los otros, dispuesto a escuchar nuestros “problemas” y capaz de imponernos
las leyes de la ciencia gubernamental. Se considera que pueden hacer valer al
mismo tiempo su carisma personal y la racionalidad de un programa fabricado con
pedacitos de idoneidad aportados por los especialistas de cada campo,
calculando cuánto se va a gastar en salud o en justicia, en la empresa o la vivienda
y repartiendo de antemano los beneficios de un crecimiento futuro que depende
asu vez de la confianza que “los mercados” tengan a bien acordar a este patchwork de análisis y promesas antes que a
otro .Algunos creen que aumentan nuestra participación colectiva “interpelando”
a los candidatos y pidiéndoles compromisos para la creación de tal enseñanza,
el apoyo a tal actividad artística o el desarrollo de tal tipo de tratamiento.
La “vigilancia democrática” que pretenden ejercer no hace más que consagrar la
renuncia colectiva en beneficio de una sabiduría suprema que supuestamente velará
tanto sobre los grandes problemas como sobre la distribución de cada centavo
entre cada grupo de presión.
El
modelo económico de la libre elección y la libre competencia que algunas voces
complacientes oponen a los rigores del estatismo es en realidad exactamente
homólogo a las formas del dominio estatal sobre nuestros pensamientos y
nuestras decisiones. ¿Quién pretenderá determinar el balance de los beneficios
y los costos de las medidas propuestas por cada candidato para la justicia y
para los transportes, para la enseñanza y para la salud? ¿Quién sabrá calcular
la relación entre el equilibrio interno de los programas, la autoridad acordada
a quien deba llevarlos a cabo y la “confianza de los mercados”? Si alguien
quisiera hacerlo honestamente se vería llevado naturalmente a la abstención.
La
elección es, en realidad, entre la abstención y la decisión de confiar votando
por quienes se declaran más capaces que nosotros de hacer ese cálculo.
El
poder que ejercemos votando por uno u otro no es la elección racional del más
capaz, es simplemente la expresión del sentimiento vago de que la boleta
confiada al secreto de la urna expresa mejor nuestra preferencia por la
autoridad o por la justicia, por la jerarquía o por la igualdad, por los pobres
o por los ricos, por el poder de las capacidades establecidas o por la
afirmación de la capacidad política del que sea.
La
paradoja es que ese sentimiento vago, que dice la verdad sobre la presunta
elección racional de las ofertas en competencia, está, en definitiva, más cerca
de la verdadera racionalidad política; la política, efectivamente, es en primer
lugar una cuestión de sentimientos “vagos” sobre algunas cuestiones de
principio: […] si los o las que hacen el mismo trabajo deben recibir salarios
diferentes según su sexo, si los o las que se presentan para un empleo o una
vivienda deben ser distinguidos [por su condición social…] y en definitiva si
los asuntos de la comunidad son asuntos de todos o de élites compuestas por los
profesionales del gobierno, por los poderes de dinero y por los expertos de
tales universidades y tales disciplinas.
Este
sentimiento se formula, de manera codificada, a través de las abstenciones o
los votos […] por los candidatos […heterogéneos al proceso “democrático”]; se
expresa, ya con mayor claridad, en el rechazo de […un juego electoral que] los
expertos […en sondeos de opinión presentan] como la encarnación de la razón
[…].
Adquiere
su forma propia con la acción colectiva de todos los y las que afirman su
capacidad de juzgar acerca de la validez de tal medida referida al empleo o las
jubilaciones, la enseñanza, la salud […], acerca de su conformidad con el
sentido de nuestra comunidad y sus consecuencias para el futuro.
No
hay una crisis ni un malestar de la democracia. Y cada vez será más evidente la
distancia entre lo que ésta significa y a qué se pretende reducirla.
(*)Revista
Ñ . Año IV, Nº 183 (31.03.07)Grupo Acontecimiento Documentos
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