EL
MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS *
Graco
Babeuf **
Graco
Babeuf a Fouché de Nantes.
París,
17 Brumario, año 4 de la República, 30 de Noviembre de 1795]
Ciudadano:
Lejos
de los defensores del pueblo, lejos del pueblo mismo, esta diplomacia, esta
pretendida prudencia maquiavélica, esta política hipócrita que no es buena más
que para los tiranos, y que en estos últimos tiempos emplean los patriotas, les
ha hecho perder los frutos más bellos de la victoria del 13 Vendimiario.
Reflexiones, fundadas sobre todos los ejemplos, me han dado la convicción, de que,
en un estado popular, la verdad debe aparecer siempre clara y desnuda. Siempre
hay que decirla, hacerla pública, hacer al pueblo entero confidente de cuanto
concierne a sus intereses más importantes.
Las
circunspecciones, los disimulos, los apartes, entre las camarillas de hombres
selectos y pretendidos reguladores, no sirven más que para matar la energía,
falsificar la opinión, hacerla fluctuante, incierta, y, de ahí, despreocupada y
servil, y dar así facilidades a la tiranía que puede organizarse sin obstáculos.
Eternamente convencido de que nada grande se puede hacer sin contar con el
pueblo, creo que es necesario, para hacerlo, decirle todo, mostrarle sin cesar
lo que hay que hacer, y temer menos los inconvenientes de la publicidad de que
disfruta la política, y contar más con las ventajas de la fuerza colosal que
evita las trampas de la política... Hay que calcular toda la fuerza que se
pierde dejando a la opinión en la apatía, sin alimento y sin objetivo, y todo
lo que se gana activándola, esclareciéndola y mostrándole un objetivo.
Creo
que es mi deber referirte estos argumentos, ciudadano, porque eres tú la causa
de todo este alboroto que se hace contra mí y mi pobre número 34. Son tus
portavoces los que ayer noche acudieron a los lugares en donde se reúnen los
patriotas para dar la alarma contra esta producción.
Te
los refiero, estos argumentos, porque tengo todavía la vanidad de creer que
valen tanto como aquellos que tú quisieras hacer prevalecer sobre mi gran
principio; que, en estos momentos de terrible extremidad, la política, para
aquel que no piensa más que en el bien del pueblo, es soberanamente impolítica.
Acaso
no te convertiré. No tengo esta pretensión. Pero tú no deberías tener, tampoco,
la de condenarme, o, lo que es casi lo mismo, de provocar sobre mí las
maldiciones de mis hermanos, cuando ves que no me puedes someter a tu creencia.
Tú no debes juzgarte infalible, como yo tampoco sostengo serlo. Debes contar
tanto menos con tus medios habituales; es decir, con el artificio y la astucia
que estimas indispensables para hacer triunfar la justicia sobre la iniquidad.
Debes,
digo, tanto menos contar con estos medios cuanto que, aun aceptando aquello de
que te vanaglorias, que has intrigado constantemente desde hace quince meses
por la democracia, la más desgraciada experiencia prueba que no has logrado
ningún éxito. Luego es probable que tu camino no sea el bueno. Luego no debes
tomar a mal que yo busque otro totalmente diferente. Luego no debes pretender
imperativamente dictarme la lección ni tener el derecho de despreciarme por
todas partes si me niego a someterme.
Demasiado
se ha dicho durante cierto tiempo que tú eres mi mentor; soy demasiado
orgulloso para soportar, siquiera, que semejante idea pueda llegar a la
opinión. Si has pensado poder realizar lo que en otro tiempo no fue más que una
falaz suposición de los enemigos del pueblo, te han equivocado.
Recibiré
tantos consejos como quieran darme; pero no quiero que degeneren en lecciones
de catecismo. ¿Sabes que a eso se parecía nuestra conferencia de dos o tres
horas del 14 Brumario?
Tómate
la molestia de recordar cómo desempeñaste el papel de maestro y cómo me
colocastes en el de alumno. ¡Mi amor propio sufrió de semejante situación!...
En
efecto, ¿cómo no sentirse humillado quien ha imaginado ser el guía de su país,
al ver llegar a alguien que le ofrece sus luces, y pretende casi garantizarle
que aquéllas son más preferibles que las propias? Hay gentes a las que encanta
poner de relieve el espíritu de los otros, confieso que tal no es mi caso. Yo
no soy nada con ropa prestada. Yo no soy yo, más que con mi propio ropaje, y
sería el primero en no reconocerme, si quisiera adornarme con los más bellos
plumajes que me fueran ajenos.
No
había nada que pudiera, pues, llevar al ciudadano Fouché a provocar, ayer
noche, una insurrección contra mí, en todos los cafés patrióticos. Me alegra
haber dispuesto, tres horas antes, de testigos tales como Antonelle y dos
ciudadanos más, que pueden certificar las disposiciones preparatorias que
adoptó y los reproches que me hizo por no haber sometido, antes de la
impresión, mi número a su censura; añadiendo que, mediante ciertas supresiones,
me hubiera hecho obtener seis mil subscripciones del directorio ejecutivo; que
debía seguir los pasos de Méhée y Réal, quienes según él, son ahora hombres por
excelencia; que bien se hubiera encargado él, Fouché, de pagar las cuatro a
cinco mil libras de gastos de impresión de mi número, a fin de que no
apareciera antes de haber sufrido, de su parte, la prueba de la censura.
Qué
rico te has vuelto, Fouché. Cuando partí para ir relegado al Norte, pensé poder
depositar en ti bastante confianza para recomendarte a mis hijos. Fueron a
verte. Les remitiste un día diez francos.
Fue
todo el interés que te tomates por la familia de una honorable víctima del
patriciado. Hoy, sacrificarías de cuatro a cinco mil francos para ahogar
algunas verdades. Este último objetivo merece mucho más que el otro conmover tu
corazón.
Hace
un año, Fouché, se hallaba en funciones, junto al gobierno de entonces, otro
director o síndico de la librería: era Lanthenas. Me escribió. Conservo sus
cartas, y puedo todavía mostrar propuestas parecidas a las tuyas, si bien
insinuadas con un poco más de rodeos. Te doy la misma respuesta que a
Lanthenas. No quiero ningún censor, ningún corrector, ningún apuntador: yo opto
aún por la persecución, si es necesario; no quiero de ninguna forma de ponerme
al diapasón de los Méhées, y persisto en sostener, contra ti, que ha llegado el
momento de decir todas las verdades.
Puedes
conspirar con el gobierno actual: ya se sabe que todo gobierno conspira. Yo
declaro que también entro en una conspiración.
Puedes
poner tantos confidentes como quieras en campaña, jamás la destruirás.
Si
esta epístola debiera ser leída por patriotas, yo les diría lo siguiente:
acordaras que hace un año, yo tenía más razón solo, que todos los jacobinos
juntos. Reclamaba a gritos la constitución de entonces. Si la hubieran
reclamado al mismo tiempo que yo, habrían salvado al pueblo y se hubieran salvado
ellos mismos. Por el contrario se opusieron a mí durante mucho tiempo y
procuraron constantemente retrasar el momento de la aplicación de esa
constitución. Finalmente, reconocieron que yo veía más claro que ellos y
vinieron a hacer coro conmigo. Pidieron, por bocas de Barrere y Audouin, el
pronto establecimiento del régimen constitucional; pero era demasiado tarde.
Algunos días después, su sociedad murió asesinada. Su reclamación por
consiguiente, no tuvo ya fuerza.
El
momento de la temporización ha pasado. Ya no se puede esperar. Se dice que hay
que dejar que se rehaga la opinión pública. Está suficiente hecha. El pueblo
siente demasiado el exceso de sus males; no puede soportarlos por más tiempo.
Para socorrerlo, no hay más rápido remedio que el de ponerlo en lucha contra
sus enemigos, contra cuantos son la causa de todo lo que sufre.
Querer
que espere, es pedir que cada día crezca la fuerza destructiva que despuebla
nuestro país con progresos terriblemente rápidos, que nos envía a cada uno de
nosotros, uno tras otro, a la muerte, con lentas y horribles angustias.
Maldito
aquel que a la vista de este desastroso espectáculo, permanece frío y predica
la paciencia.
Tu
extrema actividad, Fouché, para obstaculizar mis esfuerzos cívicos, no permite
que yo me dispense de dar publicidad a esta carta. Se trata de algo demasiado
serio tanto para la patria cuanto para mi honor personal. Esta misma carta
servirá para fortalecer, a los ojos de los patriotas, las observaciones que ya
han hecho sobre ti. Tienes relaciones con el por y el contra; te insinúas
dentro de todos los partidos; has pasado por encima de todas las
proscripciones, y parece que sólo se ha hecho como si se te persiguiera; no se
sabe qué pensar de ti.
Distínguete
ahora, vengándote del insulto hecho a la última constitución. Sin duda la
ocasión es propicia. Jamás has abierto la boca, para defender la democrática.
Sería un acto de valor para ti y cuantos te sirvan de eco, poner el grito en el
cielo contra todos los que atacarán esta obra maestra de los once. ¡Amigos
míos, tendréis al gobierno de vuestro lado! Cuando hubiera sido necesario
defender la constitución popular, teníais al gobierno en contra: por ello,
prudentemente, no dijisteis nada.
GRACO
BABEUF
________
Se
comprende cuáles fueron las circunstancias que dieron lugar a esta carta. Mi
número 34 promovió absolutamente una revolución. Apenas había aparecido, apenas
se había tenido tiempo de leerlo, cuando fue juzgado incendiario,
ultrarrevolucionario, calificado de antorcha de anarquía y de manzana de la
discordia lanzada en medio de los patriotas. Grupos, cafés, periódicos, todo
resuena, desde el mismo día y el siguiente, con el nombre de Tribuna del
Pueblo, al que los calificativos de faccioso, sedicioso, perturbador, agitador,
le fueron tan prodigados como lo habían sido a todos los tribunas, porque
quiere ser los que fueron casi todos, desde el autor de la retirada al
Monte-Sagrado, hasta los que comenzaron a venderse bajo Oppimius, el asesino de
los Gracos.
¿Y
de dónde viene esta efervescencia? Únicamente de la intromisión de Fouché de
Nantes.
¿Y
por qué se entremete Fouché? Porque evidentemente se interesa en que la opinión
sea esclarecida tan sólo ministerialmente: porque se había propuesto ser mi
apuntador, mi corrector, mediante seis mil suscripciones del directorio; y
porque yo no he querido verme ni apuntado, ni corregido, ni sobornado.
Esta
cuestión es de interés público, más de lo que se podría pensar. Por ello, a
pesar de mi aversión hacia todo aquello que parece personal; a pesar de mi intención
bien precisa de no hacer de este periódico una arena de discusión polémica, me
encuentro indispensablemente empeñado en destruir los sofismas que han podido
causar una impresión peligrosa en el espíritu de los patriotas, y en rechazar
las infamias que me hayan podido arrebatar parte de la confianza que quizá la
patria necesite que yo no pierda.
La
parte de la intriga que se relaciona con los motivos de la transacción que
querían hacer conmigo, y con los medios empleados para consumarla, está ya esclarecida.
No me queda más que arrancar el velo de las pequeñas maniobras practicadas
después del mal resultado de la negoción, para transformar en nulo y odioso
todo lo que yo escribo, puesto que no se podía esperar forzarme a escribir lo
que ellos quisieran.
Tengo
que ajustar cuentas a los subalternos charlatanes, que en los cafés y en otras
partes han sido dóciles a la lección que les fue dictada por el negociador
jefe. Tengo que castigar igualmente las plumas fáciles que se prestaron, acaso
con excesiva premura, a frasear las pretendidas faltas que me imputaba un
hombre destinado, en apariencia, a hallarse desde ahora al frente de la oficina
del espíritu público.
Conocemos
a estos emisarios subordinados que han cumplido su tarea con tanto celo. Antes
ejercían funciones más dignas de amigos de la libertad. Algunos fueron mis
amigos. Los perdonamos si llegan a mostrar que fueron engañados. Proclamaremos
sus nombres en voz alta, les confeccionaremos uno de estos trajes nuevos que,
condicionados por nuestra mano, no se usan tan pronto, si reconocemos que han
secundado servilmente la intriga por haber entrevisto en ello un incensivo
inmediato de interés personal.
Carlos
Duval, Jacquin, y tú, Méhée, singular patriota del 89, acercaros todos para
desmenuzaros. No acudáis en tropel a fin de que podamos entendemos. Primero,
Carlos Duval.
Decís,
ciudadano, tras haber hecho acto de contricción por el soberbio anuncio de la
reaparición del Tribuno, que buenamente hicisteis en vuestro número 7 del 14
Brumario, decís que no tenéis miedor a declarar que vuestra opinión sobre
nuestro número ha sido la de todos los amigos de la República, y que todos
ellos desaprueban las imprudentes páginas que pueden hoy prender de nuevo la
tea de la discordia, servir la causa del rey y perder a la patria ... Más aún,
que acusáis bien alto, que denunciáis en nombre de los patriotas esta hoja
imprudente, que podía ser una tea de guerra civil ...
Voy
a recibir las acusaciones de todos. Después, se os responderá. Acercaros,
Jacquin.
En
el número 12 del Journal du Matin (Diario de la Mañana) de la República
francesa, que imprimís en la calle Nicaise, decis: que nuestro número es la
diatriba más imprudente y la más facciosa; que la necesidad devoradora de la
anarquía ha dictado todas sus líneas; que el monarquismo aguarda mucho de esta
nueva llamarada de discordia; que el fiscal público y el Courrier pretendido
republicano hicieron menos para la contrarrevolución que nosotros, a quienes
Jobsequiáis con el ostentoso epíteto de furioso populachero.
Un
momento de paciencia. Alinearos a un lado. Es vuestro turno, grueso, pesado y
obtuso Méhée.
He
aquí lo que escribisteis en vuestro Patriote del 89, del 17 Brumario: Si yo
fuera realista, conocería un buen medio para hacer subir mis acciones. Haría de
tal modo que los chuanes pudieran declarar en la tribuna: Los terroristas
levantan cabeza; no podéis dudar de su infame coalición. Helos aquí provocando
la aniquilación de la constitución que habéis decretado; helos aquí reclamando
a gritos la del 93; uno de sus periodistas acaba de hacer formalmente la
propuesta, etc. Si yo fuera realista haría yo mismo, o daría a hacer, el
detestable número que acaba de aparecer bajo el nombre de Graco Babeuf.
En
verdad, señores, os ponéis de acuerdo bastante bien. Las diferentes religiones
se identifican, y a la luz de la sorprendente similitud de vuestras frases se
transparenta un tanto que, mientras nosotros queremos prescindir de
apuntadores, vosotros no hacéis lo mismo. En vosotros se nota el gran efecto de
la moral del día, cuyas admirables máximas son: paz, concordia, calma, reposo,
a pesar de que morimos casi todos de hambre; fijado está definitivamente, tras
seis años de esfuerzos para conquistar la libertad y la felicidad, que el
pueblo será vencido; resuelto está que todo debe ser sacrificado a la
tranquilidad de un pequeño número; la mayoría no está aquí abajo más que para
satisfacer sus pequeños placeres. Debe sufrido todo y jamás quejarse; no debe
contrariar en nada a la clase predestinada, a la que no debe llegar ni el más
leve murmullo, mientras se complace en tomar las medidas precisas para borrar
en poco tiempo del reino de los vivos a las tres cuartas partes de la multitud.
No es el momento de caldear los espíritus, decís vosotros. Tenemos un gobierno,
hay que darle el tiempo de actuar. Yo digo que el pueblo tiene menos tiempo
todavía para morir de hambre, prescindir de leña y de ropa; yo digo que ha
vendido sus últimos harapos para comer; que no puede ya comer porque no tiene
nada más para vender, y que, sin embargo, cada día los precios de todos los
objetos de absoluta necesidad son de más en más inabordables; yo digo que esto
no puede seguir, y que está ya permitido quejarse del gobierno; si no tiene
inmediatamente los medios para que cese este cruel estado de cosas, yo digo que
debe, en su defecto, buscarlos e indicarlos.
Pero
volvamos a vuestro ataque particular, Carlos Duval, y sujetémonos a vuestros
propias palabras: Hay que reunirse, decís, hay que asentar la República; hay
que ocuparse de la subsistencia y de la felicidad del pueblo; hay que reprimir
el acaparamiento y el agiotaje, terminar con el monarquismo y el fanatismo que
crean por todas partes nuevas Vandeas...
¡Pero,
por Dios! ¿De qué otra cosa nos ocupamos, pues? Justamente todo esto es lo que
llena nuestro periódico. Desafío a quien encuentre en él una sola línea que no
tienda a asentar la República, a garantizar la subsistencia y la felicidad del
pueblo, a reprimir el acaparamiento, a terminar con el monarquismo y el
fanatismo. Vuestra querella es absolutamente injusta y no percibís lo que hemos
hecho. ¿Redactor del Journal des Homes libres (Diario de los Hombres libres)
habéis leído nuestro número?
Veo
decís en un artículo que sigue al que me criticáis: No hay necesidad de golpe
para derribar al gobierno. Si es malo, si viola o reconoce los derechos del
pueblo; si la igualdad, única finalidad de una revolución sensata, no se
encuentra; en fin, si la libertad pública y privada es nula, y por consiguiente
la felicidad del pueblo se reduce a nada, entonces, la opinión no estará de su
lado y se derrumbará él solo; la insurrección de los espíritus deviene general,
y le asesta el golpe mortal. La opinión fue y será siempre dueña del mundo.
Por
esta razón, disputamos y estamos de acuerdo. Vuestro Si establece, me parece,
que podría ocurrir que nuestro gobierno actual fuera malo; que los derechos del
pueblo fueran violados o no reconocidos; que la igualdad, única finalidad de
una revolución sensata, no se encontrara; en fin, que la libertad pública y
privada con él fuera nula, y, por consiguiente, la felicidad del pueblo
reducida a nada.
Si
admitís esta posibilidad, debéis convenir, por una necesaria consecuencia, en
el derecho de cambiar las presunciones por certitudes, en el derecho de
examinar si tal gobierno, que se sospecha sea malo, lo es sí o no. Por lo
tanto, me parece que el examen debe inevitablemente extenderse a las bases
institucionales de este gobierno. He aquí cómo habéis llegado, conmigo, a
deducir la necesidad y la entera facultad de contemplar con absoluta libertad
los fundamentos de la máquina política; y sin embargo, en la anterior página me
reprobabais por haberlo hecho. Afirmáis que todo gobierno malo por la única
razón de serlo, se derrumba solo, como consecuencia de que la opinión le es
desfavorable, porque entonces la insurrección de los espíritus deviene general,
y asesta el golpe mortal.
¡Carlos
Duval!, me habéis hecho el favor de reconocer que soy un buen republicano,
cuyas intenciones son puras. Yo os devuelvo la misma justicia. Pero si no
dudáis en calificarme de imprudente, me parece que por mi parte puedo deciros
que no sois un buen lógico. Si sólo se tratara, para hacer caer a los malos
gobiernos, de esperar a que sean malos, y a que la opinión sea desfavorable
sobre ellos, ante todo la cuestión resultaría excesivamente cómoda; no habría
que hacer nada para ayudar a su derrocamiento; bastaría la paciencia, y haría
tiempo que no habría más que gobiernos buenos en el universo; Francia no
hubiera permanecido durante catorce siglos bajo el azote de hierro de la
monarquía, y no nos estrangularía el hambre desde hace quince meses, bajo la atroz
barbarie del patriciado.
La
opinión fue y será siempre la dueña del mundo. Nada más verdadero que este
axioma. Pero cuando habéis ido a extraerlo de Maximiliano Robespierre, que, sea
dicho de paso, sabía tanto como vos y yo, me parece no hubierais debido olvidar
lo que añade: Que como todas las reinas, se ve cortejada y a menudo es engañada
... Que los déspotas visibles tienen necesidad de esta soberana invisible, para
reforzar su propio poderío, y que nada olvidan para poderla conquistar ... Que
la suerte del pueblo es de compadecer cuando tan sólo le adoctrinan los que
tienen interés en perderlo, y que sus agentes, que son de hecho sus amos, se
hacen pasar todavía como sus preceptores ...
Terminaré
por deciros, Duval, que cuando no se sabe exponer mejor los razonamientos, no
se debe tomar jamás este tono doctoral y este aire capaz. Además, me parece no
sois quien pueda hablar tan alto; vos que nunca merecisteis la proscripción...
vos, tan prudente que jamás llamasteis la atención de los Nerón, Mario o Sila...;
vos que nunca habéis mostrado más valentía que la que manda la ley...; vos que
habéis callado cuantas veces lo exigía vuestra seguridad personal...; vos que
habéis gritado siempre mucho contra el enemigo vencido, pero que jamás habéis
atacado de frente al crimen vivo y reinante. Tras todo eso ¿pretendéis
proclamaras el Decano de los Hombres Libres?, ¿os atrevéis a pronunciar, en
nombre de todos los patriotas, una condena, más aún, un anatema, sobre un
trabajo que no osaríais refutar en regla, y que es semejante a todo lo que nos
ha valido el odio y la persecución de la tiranía, y el amor de todos los
hombres de bien, que han admirado nuestra devoción? ¿Acaso porque sois débil y
pequeño os avergüenza vernos fuertes y grandes? ¿Humillado por nuestra altura
queréis rebajamos a vuestro nivel? Nosotros, por el contrario, pretendemos
haceros ascender al nuestro, o bien, del grado de oficial-general al que parece
pretendéis, no os contaremos más que entre los pequeños tiradores y los
soldados perdidos del ejército, que van, vienen, avanzan y huyen, según ven que
hay o no peligro. Y desde luego, pensad que vuestro partido quizá no es el
nuestro y que vuestra doctrina, por consiguiente no debe ser la misma. No
parecéis reunir alrededor vuestro más que republicanos, título común y muy
equívoco: así, no predicáis más que una República cualquiera. Nosotros reunimos
todos los demócratas y los plebeyos, denominación que, sin duda, adquiere un
sentido más positivo: nuestros dogmas son la democracia pura, la igualdad sin
mancha y sin reserva.
No
voy a hacerme tan pesado con el señor Méhée, anteriormente ciudadano Felhémési,
anteriormente caballero de la Touche, anteriormente digno secretario de su
alteza el príncipe de Salmo. Suficiente será decirle, a este hombre grande y
gordo, que no debe jamás poner en duda lo que existe de hecho. Todo el mundo
sabe que no es medio monárquico y chuán; que después de Frerón, fue
constantemente la segunda trompeta desde el 9 Termidor, y que él y su digno
colega Réal, estos hombres que se valen el uno al otro, no han dejado de
sumarse a ellos, puesto que se asegura que Réal acaba de ofrecerse como
defensor de Cormatin, como hace tiempo, se había ofrecido al espectador francés
Delacroix. Todo el mundo sabe que el detestable Méhée, que encuentra detestable
mi número anterior, antes de mi proscripción, me atacaba encarnizadamente en su
Ami des citoyens (Amigo de los ciudadanos) por Tallién; y que mientras
proclamaba en él este principio, extraído de Loustalot, del que había hecho su
epígrafe: Es necesario, para la felicidad de los individuos, el mantenimiento
de la constitución y de la libertad, que haya guerra irreconciliable entre los
escritores y los representantes del poder ejecutivo, tomaba contra mí la
defensa del ejecutivo, contra quien, en efecto, yo aún hacía la guerra. Todo el
mundo está bien convencido de que Méhée, jefe y corifeo de los chuanes y de los
monárquicos, no dice la verdad cuando afirma que si fuera monárquico y chuan
haría lo que yo hago. Yo digo que sin duda no dejaría de hacerlo si pensara
tener éxito.
Iros
a paseo, Jacquin de la calle Nicasia, ya no tengo tiempo de escucharos ni de
refutaros. No sois más que una copia grotesca de aquellos a quienes acabo de
dar audiencia; no valéis ni la pena de que os reciba en privado. Tomad de
cuanto les he dicho los que queráis...
Estaba
en este momento de mi manuscrito, cuando los periódicos del 18, 19 y 20
Brumario me cayeron en las manos y me enteraron de que todas las sectas de
periodistas, los ministeriales, los patricios, los monárquicos, me injurian a
la vez. ¡Qué bacanal, qué horrible escándalo! ... ¿Cómo es posible que haya
chocado a la vez a los patriotas y al millón dorado? ¿al gobierno y a los
amigos del rey? ¿De qué religión soy yo? Esto es lo que a los diferentes partidos
les cuesta definir.
Mientras
el funcionario Louvet se hace escribir de Versalles una carta en donde se me
acusa de jacobinismo y de monarquismo, él mismo, a la mañana siguiente, diserta
para concluir, casi, casi, que en efecto tengo cierto aire de realista.
Robespierre y Marat lo eran, asegura, y yo no soy más que su émulo. Réal y
Méhée son del mismo parecer, y sin embargo no están de acuerdo entre ellos. El
18 me sitúan al lado de Richer-Sérizy, y me hacen tan peligrosos como aquél, y
el 20 ya no soy más que una imaginación delirante y furiosa, cuyo estilo mismo
ya no presenta más que asperezas, pesadeces y trivialidades. Mis expresiones
están llenas de impropiedades chocantes, como si yo hubiera aspirado jamás al
purismo, al lenguaje académico o de buena compañía, como el Señor Caballero
Méhée de la Touche. ¿Qué importancia tendría, si yo pudiera salvar al pueblo el
que parezca haya maltratado a la sintaxis, el que yo le haya hecho comprender
la verdad con la jerga del barrio Marceau? ... El ciudadano Louvet, no me
humilla tanto primero, ya que me presenta con rasgos de hábil impostor, que,
ocupándose en escribir para la multitud, no parece ser del todo incapaz; pero
termina, no obstante, incierto, sin saber si estoy o no loco.
¡Cuántos
apuros! ¡Cuántas dudas! ¡Cuánta incertidumbre para pronunciarse sobre un hombre
que ya se ha hecho conocer..., cuya persecución ruidosa tuvo un motivo que
nadie ignoró..., y que no predica más que la misma doctrina que le mereció esta
persecución!
¡Demócratas!
... ¿no recordáis ya que me había comprometido solemnemente a observar este
gran y útil precepto: Que aquel que usurpe la soberanía sea al instante
condenado a muerte? ...
Sí,
es verdad, pero...
Conozco
todo lo que queréis decir. Dejadme algunos meses antes de daros la respuesta.
Una
vez más quiero hacer observar la extraña concordancia con que los intérpretes
de los cuatro partidos que existen en Francia y se han pronunciado, me condenan
y me acusan de sembrar la división en el Estado. Vamos a ver esta identidad de
opinión entre todos los sectarios.
Réal
y Méhée son incontestablemente los sostenedores del patriciado; lo han probado
sobradamente por su fidelidad constante hacia las gentes honestas. Y Méhée y
Réal han dicho: que yo atacaba el punto de apoyo de los patriotas, su centro de
unión, y que tendía a dividir todos los corazones, y a destruir las más
queridas esperanzas de todos los que quieren la República con la democracia.
(Dicho sea de paso, la palabra democracia no está mal, saliendo de la pluma de
los señores Réal y Méhée, si no fuera porque se contradice un poco pronunciar
esa palabra y decirse amigo de la constitución del 95).
Louvet
y su Sentinelle, conjuntamente con el Correo de París, son sin duda los
primeros campeones del gobierno, ya que la existencia de uno está esencialmente
ligada a su conservación, y que el otro ha hecho de él un gran elogio en uno de
sus últimos N° 8. Y el Correo de París y Louvet dicen: el primero, que es
necesario que el pueblo vigile sobre sus amigos, sobre sus nuevos tribunos; el
segundo: que yo soy un hábil impostor que, como Marat y Robespierre me disfrazo
de terrorista, para mejor servir a los realistas.
No
se le puede discutir al Journal des Français (Diario de los Franceses) y al de
Perlet, el título de defensores de la realeza, ya que uno ha mostrado sus
méritos en calidad de sucesor del abate Poncelin, y que el otro dice también en
su hoja del 20 Brumario, que Louvet debería reservar algo de su odio para los
terroristas, sustrayéndolo de aquel que guarda para los realistas, de los que
su imaginación multiplica el número en exceso. Y Perlet dice con motivo de mi
número, que hay que abrir los ojos sobre los peligros que nos amenazan. El
Diario de los Franceses, de su lado, advierte: que los Tribunos del Pueblo, los
Amigos del Pueblo, los Oradores Plebeyos, agitan tanto como quieren los
elementos con los cuales se remueve a los hombres; lo que hace presagiar una
nueva crisis [1].
En
fin, Carlos Duval es el general de los Hombres libres de todos los países. Su
designación para este puesto, data ya de hace ya tiempo; y nadie, por muy
valiente que fuera, sería bien recibido si quisiera disputársela. El empleo
equivale al de jefe de los Plebeyos. Yo no sé todavía lo que hay que hacer para
ser bien visto por esta sociedad, ya que Carlos Duval, también, pretende que yo
perturbo el orden civil.
Lo
repito, ¿de qué secta soy yo pues? ¿a qué casta pertenezco, si patricios,
gubernamentales, realistas y Plebeyos no me quieren? ¿Si todos me reprueban y
me rechazan igualmente? Me satisface en relación con los tres primeros, pero
estaba yo tan orgulloso de haber ganado un lugar distinguido en el último; me
parecía garantizado por el apoyo de la masa, y por mi tan prolongada
proscripción... ¿Quién ha podido quitármelo? ¿Qué es lo que he hecho? Aún... si
no hubiera más que Carlos Duval que quisiera rechazarme... Pero el coronel
parece apoyarse en una parte de los soldados. Dos cartas que citaré más tarde,
son pruebas importantes que me lo confirman.
Por
divulgar estas pruebas, seré tratado otra vez de imprudente, y acusado de
traición quizá por haber descubierto el más íntimo secreto de los patriotas; o
al menos de los que tal se consideran.
¡Ah,
que son simples los patriotas! ... ¿Cuál es pues este tan importante secreto
que creen poseer? Que me maten si no les demuestro que no tienen ninguno, y que
es su aire de tenerlo lo que nos hace todo el mal que sufrimos.
He
aquí la gran malicia de esa buena gente patriota.
Van
por ahí hablando alto y creyendo que hablan bajo, en los cafés, en los grupos,
en otros lugares de reunión. Dicen en presencia de espías, de soplones que no
dejan de aparecer como ultrapatriotas, dicen lo siguiente: Es necesaria la
táctica; es necesario que los patriotas sepan ser políticos. Bien sabemos que
todos los derechos del pueblo son usurpados o violados; bien sabemos que es
avasallado y desgraciado. Pero no podemos salvarle más que gradualmente.
Hagamos como que damos nuestro asentimiento al gobierno usurpador. Le
adormeceremos de este medio; pero conservaremos contra él nuestra segunda
intención. Trataremos de aumentar nuestro partido, ganando de nuevo a la
opinión pública, y cuando seamos bastante fuertes, nos lanzaremos sobre los
fautores de opresión. Todo esto se dice sin creer ser escuchado; sin embargo,
es el secreto a voces: se exagera la confianza, no se quiere ver nada hasta el
extremo de creerse ellos mismos que se trata de un secreto ... impenetrable
para los gobernantes ...; a los que nada transpira ...; que están totalmente
engañados ...; que no toman ninguna precaución para protegerse de los
resultados de esta mala imitación de Maquiavelo ...; que no es verdad que
debamos enfrentarnos a gentes capaces de emplear finura contra finura, y ¡a
pillo, pillo y medio! ¡Oh, qué bonita es la política!
¿Y
qué es lo que pasa? Que el gobierno, que ve todo, hace como que no ve nada, y
deja hacer. Tanto a la parte de los dos senados que quiere restablecer la
monarquía, como aquella que quiere reforzar la tiranía aristocrática, les
interesa en fin de cuentas esa actitud de los patriotas. He aquí el
razonamiento de una y otra. Dicen que hay que dejar agitarse a sus anchas y con
su sigiloso sistema a este puñado de demócratas y revolucionarios que no se ha
cansado todavía, y que forma, entre el pueblo sans-culotte, la única porción que
continúa ocupándose de los asuntos públicos...; que hay que dejarles su
pretendida política, que consiste en no quejarse contra el gobierno, y en
engañarse con la falsa espera de vencerle en un momento favorable. Estos
señores calculan, y quizá con bastante probabilidad, que ese momento no llegará
jamás y he aquí por qué: los patriotas, con su sistema de silencio y de
segundas intenciones, se engañan ellos mismos. Creen, como he dicho, que el
gobierno no ve nada de lo que proyectan ni de lo que quieren hacer, sin embargo
es él quien ve todo. Los patriotas, además, piensan que el pueblo percibe su
secreto, que lo comparte y que se unirá a ellos cuando lo deseen; pero es
precisamente el pueblo, al que no se le comunica nada, al que no se le dice ya
nada contra los que dirigen; es precisamente el pueblo el único engañado con el
pretendido misterio. No lo comprende. Se acostumbra a aguantar todo sin
rechistar. Se vuelve completamente indiferente y ajeno a los asuntos públicos.
Se entorpece hasta el punto de ser incapaz de volver a interesarse por ellos.
Se aisla de este puñado de patriotas activos, el cual, solo y abandonado, se
convierte en la pequeña, muy pequeña facción de los prudentes, objeto de
burlas, porque, de tan débil que es, resulta nula e impotente. Es así como la
bonita política de los patriotas se vuelve contra ellos mismos. El gobierno,
con razón, contribuye a este aislamiento, a esta separación de los patriotas
activos y del pueblo. Aplaude al sistema del silencio. Secunda la apatía y el
alejamiento de la multitud de todo aquello que tiene relación con la
administración pública. Tenderá también a diseminar este resto de patriotas
constantemente en movimiento. Consentirá incluso en colocarles dentro de la
administración, para que no formen reuniones que puedan ser peligrosas, y para
que se transformen en hombres vinculados al gobierno y al orden establecido. En
fin, como nada fulminante será publicado contra los depositarios de la
autoridad, el pueblo, ya fatigado e indiferente, agobiado por la miseria que no
dejarán de acrecentar, no pensará más que en el pan. Dejará organizar todo lo
que se quiera, sin oponer ningún obstáculo. Es de esta forma como deben esperar
que el despotismo absoluto, sea aristocrático, sea real, podrá colocar
fácilmente sus bases y fortalecerse a perpetuidad.
¡Y
todo ello será el resultado de nuestra famosa táctica, de nuestra política
incomparable! ...
Aquí,
invito al lector a un momento de suspensión. Lo invito también a intensificar
la atención y la calma. Tiene necesidad de ello para apreciar las importantes
cosas que me quedan por decir ... No se hacen a menudo periódicos como éste; y
menos un número como éste; no se pueden hacer, con este carácter, en
circunstancias más críticas; en fin no se pueden hacer de ese tipo cuando el
poder ejecutivo está suscrito a ellos con seis mil ejemplares.
Y
cuando se escribe como yo lo hago y como lo haré, no hay necesidad de escribir
durante mucho tiempo. Se es útil, inmensamente útil, o bien no se es en
absoluto, con la probabilidad de no serlo jamás. Quizás este escrito sea el
último de los míos. ¡Cuánto lo desearía!
Se
habla de realismo. Se ha dicho que yo había podido servirle sin querer, al
excitar una reacción contra los llamados terroristas, que puede hacer perder de
vista aquella bien legítima contra los que quieren la monarquía. El realismo
está mucho más cerca de nosotros que todo eso. Está en la horrible hambre
facticia, en la penuria universal que nos asedia. Está en este mismo silencio
que vosotros, patriotas, guardáis, a la vista de tantos atentados organizados.
El pueblo, ya lo he repetido, no ve más que miseria y opresión en la República
y los republicanos. ¿Cómo queréis que no les tomen aversión? La realeza,
siempre alerta, le susurra que ella está presta a darle tranquilidad, paz y
abundancia. ¿Cómo queréis que no la prefiera? ¿No es ciertamente servir a la
realeza, el no contradecirla, callarse, y no mostrar, en el sistema de gobierno
popular, un incentivo preferible al ofrecido por el trono?
Yo
he ofrecido este incentivo preferible, cuando solemnemente me he comprometido
con el pueblo a mostrarle el camino de la felicidad común; a guiarle hasta el
fin, a pesar de todos los esfuerzos del patriciado y del monarquismo...; a
hacerle conocer el porqué de la revolución...; a probarle que ésta puede y debe
tener por último resultado el bienestar y la felicidad, la suficiencia de las
necesidades de todos. (Vean mi Programa.)
¿Qué
sería y qué se diría de mí, si no cumpliera este compromiso que he contraído, y
que fue acogido con un sentimiento tan vivo? No, quiero mostrar que lo he
suscrito seriamente.
Pero,
¿cómo satisfacerlo si me viera dificultado en los medios? ¿Cómo se quiere que
tenga éxito si me viese dificultado en los medios de un escritor, la
independencia absoluta de su pluma? ...
Maximiliano
Robespierre, este hombre que los siglos apreciarán, y cuyo juicio corresponde a
mi libre voz poner de relieve, os diría si un papel principal como el mío,
puede realizarse con el pensamiento encadenado.
El
secreto de la libertad -dice- [2], consiste en esclarecer a los hombres...
En
todos los tiempos se ha visto a aquellos que gobiernan atentos a apoderarse de
las publicaciones públicas, y de todos los medios de dominar la opinión [3].
Por ello exclusivamente la palabra gaceta se ha hecho sinónimo de novela, y la
historia misma es una novela [4]. El gobierno no se conforma únicamente con
tomar a su cargo el cuidado de instruir al pueblo, se lo reserva como un
privilegio exclusivo, y persigue a cuantos se atreven a hacerle la competencia
[5]. Se puede juzgar, con eso, cuánto la mentira aventajará a la verdad. La
mentira viaja con los gastos pagados por el gobierno; vuela sobre el viento;
recorre, en un abrir y cerrar de ojos, un vasto imperio; se encuentra a la vez,
en las ciudades, en el campo, en los palacios, en las cabañas; en todas partes
está bien aposentada y bien servida; se la cubre de caricia, de favores, de
dinero [6]. La verdad, por el contrario, anda a pie y a pasos lentos; se
arrastra con pena y a su cargo, de ciudad en ciudad, de aldea en aldea; está
obligada a sustraerse de la mirada celosa del gobierno; tiene que evitar a la
vez, los funcionarios, los agentes de policía y los jueces [7]; es odiosa a
todas las facciones. Todos los prejuicios y todos los vicios se amotinan a su
alrededor para ultrajada. La necedad la desconoce o la rechaza. Aunque brilla
con celestial belleza, el odio y la ambición afirman que es fea y horripilante.
La hipócrita moderación la llama exagerada, incendiaria; la falsa cordura la
trata de temeraria y de extravagante; la pérfida tiranía la acusa de violar las
leyes y de trastornar la sociedad [8]. La cicuta, los puñales son el precio
ordinario de sus lecciones saludables; frecuentemente expía sobre el patíbulo
los servicios que quiere hacer a los hombres. ¡Feliz si en sus trabajosa
carrera encuentra algunos mortales esclarecidos y virtuosos que le dan asilo,
hasta que el tiempo, su fiel protector, pueda vengar sus ultrajes!
¡Pues
bien! sean cuales fueren los peligros que acompañan a la promulgación de la
verdad, ya que es tan estimable en el fondo, y que puede proporcionar tan
grandes bienes, no dejaremos de consagramos a ella. Los campeones del sistema
aristocrático, y los patriotas que engañan, publican que formamos una facción
de imprudentes. Yo digo que ellos componen una facción de adormecedores. Los
instigadores de esta última quieren acostumbrar al pueblo a alabar lo que no es
para alabar, porque saben que la multitud no instruida es un ser de costumbres,
y que doblegándola al respeto de lo que ellos quieren estabilizar, consolidarán
seguramente su imperio; tanto más cuanto que calculan el efecto del cansancio y
del alejamiento de toda innovación, que han conseguido hacer temer, con
experiencias funestas. Tenía razón, el aristócrata o el realista de Versalles,
que ha escrito a Louvet que no estaría mal que aquellos que quieren lanzar el
descrédito sobre el sistema de gobierno actual, le atacasen antes que haya
podido adquirir la fuerza necesaria para resistir por sí mismo a sus agresores.
Dejadle ganar la confianza, y que el despotismo sea lo bastante hábil para dar
un poco de pan, y este gobierno estará apuntalado para la eternidad. Estimad
primero este sistema en su justo valor; tened la valentía de colocado en su sitio
y de decide al pueblo todo lo que pensáis de él; y después, probadle que la
democracia, que él ha querido conquistar, en lugar de un poco de pan le
asegurará la cantidad suficiente, así como de todo lo que le es necesario... y
podéis estar seguros de que haréis prevalecer vuestro sistema sobre los de
vuestros diversos enemigos, y de garantizar la victoria del pueblo sobre él
mismo.
Haced
atención que, en este momento preciso, tres partidos, el realista, el
aristócrata y el demócrata se aprestan a disputarse la victoria del pueblo. De
los tres el que sepa garantizar próximamente una situación mejor, el que
muestre mejor por adelantado los medios de garantizarlo, tiene asegurada la
victoria.
Pero
no hay que retrasarse. Hay que pensar que estamos en la brecha; que el pueblo
espera con impaciencia, que no puede, en efecto, esperar por más tiempo; y que
tomará una deliberación precipitada en favor de cualquier partido.
¡Que
sea por el del pueblo! Que para llegar a ello, los demócratas tengan con ellos
al pueblo. Para tenerlo, que le demuestren que los patricios, los ricos, no le
darán otra cosa que lo que siempre le han dado: ¡miseria! Que le hagan ver de
cerca, tocar esa verdad, que únicamente la democracia puede asegurarles su
felicidad, que únicamente ella puede hacer cesar súbitamente este estado de
extrema miseria, que no puede aguantar más. Que se le demuestre esto en
seguida, y en seguida el pueblo se despertará, aunque esté profundamente
adormecido, y será conquistado para él mismo y para sus verdaderos defensores.
La
urgencia es tanto más imperiosa, cuanto que se asegura que el realismo está en
condiciones de organizar un movimiento, cuyo pretexto será esta hambre
terrible, este latrocinio de carestía universal, que él mismo ha creado.
Debemos impedírselo, y por ello no tenemos tiempo para perder.
¡Ambiciosos
de todos los sistemas! ¡Os engañáis una vez más! Vuestros planes no os saldrán
bien, y su atrocidad, llevado a su extremo, servirá para poner término a tales
fechoría s sin posible semejanza.
¡Patriotas!
Estáis algo desalentados, y aun me atrevo a decir que algo pusilámines. Estáis
asustados de vuestro reducido número y teméis no tener éxito. Pero acabáis de
ver, y todo lo que estáis viendo os lo dice, que ya no se puede retroceder.
¡Vencer o morir! no habéis olvidado que éste fue nuestro juramento. Vuestros
enemigos os empujan a la acción; ¡yo también! Procediendo de distinta forma a
lo que ellos esperan, empleáis el último medio de salvar a la patria. Os haré
ser valientes, a pesar de vosotros, si es necesario. Os forzaré a luchar contra
nuestros comunes enemigos... ¡Hombres libres! yo no soy nada prematuro... No
sabéis todavía cómo y dónde quiero ir. Pronto comprenderéis por qué camino voy;
y, o no sois en absoluto demócratas, o lo juzgaréis bueno y seguro. Obreros
somos pocos, es verdad, pero reuniremos pronto los necesarios... ¡Patriotas!
voy a terminar de traicionar lo que vosotros llamáis vuestro secreto y con ello
pretendo contribuir a salvaros. ¿Os acordáis de las dos cartas de las cuales os
he hablado más arriba? Voy a publicarlas. Son de dos hombres a quienes tengo en
estima, los cuales no podrán enojarse por mi infidelidad más que si, contra una
poderosa esperanza que me atrevo a dar casi por certitud, no contribuyo con
ello a salvar a la patria.
Remito
a las dos cartas en la nota siguiente [9].
¡Patriotas!
He hecho todo para que reconozcáis, profundamente convencidos, que detestáis el
régimen aristocrático al cual estamos encadenados, y para haceros ver, de forma
igualmente manifiesta, que sólo suspiráis por el retorno de la democracia que
ya habíais conquistado. Lo he hecho porque he creído que era el momento en que
se debe emprender el combate entre vosotros y los pérfidos enemigos de ese
régimen equitativo. Combate que es ya para vosotros forzado. Esto es lo que yo
he querido. Debe hacerse a la fuerza, digo, porque vuestros enemigos no pueden
desconocer, y vosotros mismos no podéis ya disimular, aquello que nosotros
queremos. Ya no tenemos segunda intención. He creído, y sigo creyendo, que si
dejamos escapar este momento para actuar, pronto nos quedaremos sin la
esperanza de recobrar ese estado de libertad y felicidad por el cual tantos
sacrificios hemos hecho.
Que
el gobierno, tan halagado por los republicanos, y que los patricios con los realistas
odian tan cordialmente; que el gobierno justifique la esperanza de unos, y
pague al odio una retribución merecida. Que facilite, en vez de obstaculizar,
los movimientos necesarios para hacer devolver al pueblo todos sus derechos.
Que los miembros del Directorio ejecutivo tengan bastante virtud para minar su
propio establecimiento. Que lo ejecuten de buen grado, y que sean los primeros
en desdeñar todo ese andamiaje de aristocracia superlativa, esta institución
gigantesca que se sostendrá con dificultad siempre, porque contrasta demasiado
con los principios por los cuales hicimos la revolución. Que arrojen todo este
aparato, que aparten toda esta pompa veneciana, esta magnificencia casi real,
que escandaliza nuestros ojos ya acostumbrados a no admitir más que lo que es
simple y lo que refiere la pura igualdad. Que protejan, en lugar de perseguir,
aún, a los apóstoles de la democracia, y que dejen que se predique con toda
libertad, la santa moral [10]. Que sean tan grandes como lo fueron Agis y
Cleómenes en semejantes circunstancias... [11]...
¡Hagamos
otro alto! En todo lo que precede no hemos hecho más que justificamos de los
reproches que se nos han formulado de no tener razón al defender la causa de la
libertad violada y de los derechos del pueblo secuestrados, con los grandes
principios. Nos han obligado a escribir un pequeño volumen para probar que no
era un crimen hablar del restablecimiento de la democracia, y que no era
indiscreción hablar de ese restablecimiento en el presente. Llega el momento de
dar cabida en este número a los hechos. Es hora de hablar de la democracia
misma; de definir lo que nosotros entendemos por tal; y lo que queremos que nos
proporcione; de concertar, en fin, con todo el pueblo, los medios de fundarla y
mantenerla.
Se
equivocan aquellos que creen que yo no me muevo más que con la intención de
hacer sustituir una constitución por otra. Tenemos más necesidad de
instituciones que de constituciones. La constitución del 93 había merecido
aplausos de todas las gentes honestas, porque preparaba el camino a las
instituciones. Si con ella esta finalidad no hubiera sido alcanzada, habría
dejado de admirarla. Toda constitución que deje subsistir las antiguas
instituciones humanicidas y abusivas cesará de causarme entusiasmo; todo hombre
llamado a regenerar a sus semejantes, que se arrastre penosamente en la vieja
rutina de las legislaciones precedentes, cuya barbarie consagra que hayan seres
felices y desgraciados, no será jamás, a mis ojos, un legislador: no inspirará
jamás mis respetos.
Trabajemos
para fundar primero instituciones buenas, instituciones plebeyas, y estaremos
seguros de que una buena constitución vendrá después.
Las
instituciones plebeyas deben asegurar la felicidad común, el bienestar igual de
todos los coasociados.
Recordemos
algunos de los principios fundamentales desarrollados en nuestro último número,
sobre el artículo: De la guerra de los ricos y de los pobres. Repeticiones de
este género no aburren a quienes interesan.
Hemos
planteado que la igualdad perfecta es de derecho primitivo; que el pacto
social, lejos de atacar a este derecho natural, debe dar a cada individuo la
garantía de que este derecho no será nunca violado, que desde aquel momento no
hubieran debido existir nunca instituciones que favorecieran la desigualdad, la
codicia, que permitieran que lo necesario de unos pueda ser secuestrado para
formar lo superfluo de los otros. Que sin embargo, había sucedido lo contrario;
que absurdas convenciones se habían introducido en la sociedad y habían
protegido la desigualdad, habían permitido que un pequeño número despojara a la
gran mayoría; que hubieron épocas en las que el resultado de estas mortíferas
reglas sociales era que la universalidad de las riquezas de todos se encontraba
en manos de unos pocos; que la paz, que es natural cuando todos son felices,
forzosamente debía perturbarse; la masa no podía subsistir, porque encontraba
todo fuera de su alcance, y corazones sin piedad en la casta que todo había
acaparado; estos efectos determinaban la época de estas grandes revoluciones,
fijaban estos periodos memorables anunciados en el libro del Tiempo y del
Destino, cuando un trastorno general en el sistema de la propiedad se hace
inevitable, cuando la revuelta de los pobres contra los ricos se convierte en
una necesidad que nada podrá vencer.
Hemos
demostrado cómo, desde el año 89, habíamos llegado a este punto, y que por ello
estalló entonces la revolución. Demostramos cómo desde el 89, y muy
particularmente desde el 94 y el 95, la aglomeración de las calamidades y de la
opresión pública habían acelerado singularmente la urgencia del levantamiento
majestuoso del pueblo contra sus espoliadores y sus opresores.
Se
necesitan tribunos, en tales circunstancias, para hacer oír los primeros toques
de alarma, para poner en guardia y dar la señal a todos sus hermanos que
sufren. Los primeros que muestran suficiente energía para atacar con gran
envergadura a los opresores, son reconocidos y adoptados por los oprimidos. Así
lo fue Lucio-Junio Bruto, primer tribuno de Roma [12], en el momento en que el
pueblo se retiró al Monte Sagrado. El cuadro del estado miserable a que se
encontraban reducidos entonces los romanos, por la atroz falta de humanidad de
sus patricios, no puede ponerse en paralelo con el de nuestra situación actual,
igualmente debida a la no menos extraña barbarie de nuestro millón dorado. Los
romanos se hallaban sumergidos en deudas y para pagadas sus acreedores les
reducían a la esclavitud; pero estas deudas prueban que, como mínimo,
encontraban al menos algún socorro en la casta tiránica; y si ésta los reducía
a la esclavitud, al menos, se comprometía a proporcionarles los alimentos. A
nosotros en lugar de esto, no nos hacen contraer deudas, se contentan con
despojarnos de nuestra última pieza de ropa; no se nos reduce a la esclavitud,
se prefiere, cuando ya no nos queda nada, ¡dejamos morir de hambre!
Se
había ya dibujado con trazos de lágrimas de sangre, antes del primero Pradial,
la triste pintura de los males que nos ahogan.
Nuestros
cuerpos extenuados por la necesidad -se lee en una petición de mujeres de
París-, no pueden ya sostenerse... Hemos esperado a que la masa de nuestras
desgracias no encuentre ninguna excusa en nosotras mismas, a fin de que la
malevolencia no tenga ningún pretexto para calumniarnos. No podemos permanecer
como frías espectadoras del suplicio del hambre que desgarra nuestras
entrañas... No podemos ser insensibles testigos de nuestra muerte periódica,
graduada según los cálculos de la ambición y de la codicia avarienta... No
podemos ver por más tiempo a nuestros hijos morir sobre nuestros pechos
fláccidos; ¡no extraen más que sangre, en lugar de la leche que la naturaleza
les destina como alimento! ¡Administradores! ¡Gobernantes! ... ¡mirad a esas
madres infortunadas, cuyos hijos, alcanzados por la plaga del hambre, mueren
antes de nacer! ¡Mirad a nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros
hermanos arrebatados por el hambre! Id ante sus tumbas numerosas; desde el
fondo de sus ataúdes os gritan: ¡Es el hambre quien nos asesinó! ¡Morimos en la
angustia de la desesperación y la rabia! ... ¡Decid a nuestros hijos que nos
sigan; que no sufran mil muertes en vez de una sola que la naturaleza nos
reservaba! ¡La generación se acaba antes del término! ... ¡Las generaciones que
deben reemp1azarlas, se detienen y se retrogradan en su desarrollo! ... ¡Las
fuerzas de todas las edades se gastan y se apagan! ... ¡El dolor, la fiebre nos
abruma y mina a casi todos los ciudadanos! ¡La peste, que siempre es la
horrible seguidora del hambre, se nos llevará por miles! ...
Este
documento quedará para la posteridad, a fin de testimoniar de los crímenes
inimaginables, y para colocar a nuestros hambreadores y nuestros verdugos por
encima de todos los asesinos de la humanidad que la historia nos había dado a
conocer.
¿Qué
necesidad hay de presentar un nuevo cuadro de nuestra situación constantemente
horrorosa? Consagremos, transmitamos a nuestros sobrinos aquél, bien fiel, que
acaba de aparecer fijado en los muros de París, y que lleva el sello de los
Patriotas del 89.
El
pueblo -se dice en él- siente sus entrañas desgarradas por la necesidad. Ha
vendido sus muebles, su ropa, la de sus hijos, con el fin de retener aún por
algunas horas la vida que se le escapa. El avariento poseedor de granos, niega
a sus semejantes, incluso a precio de oro, la subsistencia que les falta. El
pobre muere al lado de la abundancia, que no es ya para él, y a la cual no se
atreve ni puede tocar. El rico acaparador, saciado de delicias, se reposa
tranquilamente sobre sacos de harina que su codicia almacena apaciblemente en
medio de la miseria universal.
El
agiotista infame se acuesta sobre montones de oro y de asignados, que él
desprecia para apropiárselos, y que son el fruto injusto de su bandidaje
periódico y de su rapacidad devorante. El hambre horrenda, creada por el
sistema despoblador de la contrarrevolución, se lleva a la tumba a la
generación presente y a aquella que aún no ha nacido. El valor de los asignados
se encuentra reducido a casi nada, por la depreciación que les ha impuesto el
maquiavelismo de los conspiradores, por las maniobras del agiotaje mortal, que
continúa siendo permitido y tolerado. El precio de todos los productos se ha
centuplicado. Mientras que el precio de un trabajo honesto no ha seguido ni
mucho menos la misma proporción. Entre los ciudadanos que sobreviven a los
estragos desoladores del hambre y al debilitamiento general, el ciudadano que
no tiene más que una renta mediocre, se ve golpeado radicalmente. Se encuentra
sin recursos. No le queda más que la desesperación y la muerte.
¿Hasta
cuándo -se exclama más adelante- perdurará la rabia de los enemigos del pueblo?
¿Hasta cuándo la justicia será proscrita del territorio de la libertad? ¿Hasta
cuándo será muda e impotente?.
¡Oh,
vosotros que hacéis oír esta interpelación, no la habréis pronunciado en vano!
Nos corresponde a nosotros responderos.
¿Hasta
cuándo, decís, durará el silencio de la justicia? ¿Hasta cuándo perdurará la
rabia de los enemigos del pueblo? ... Hasta que el pueblo sea lo que ha sido en
todos los lugares y en todos los tiempos, cuando se ha mostrado digno, por su
coraje, de triunfar sobre sus enemigos, y de hacer triunfar esta justicia que
ama. Hasta que no cierre más la boca a aquellos que desean defenderle. Hasta
que no trate más de imprudentes a los hombres que se sacrifican para declarar
una terrible guerra a sus yuguladores.
¿Desde
cuándo se ha osado predicar esta singular doctrina del silencio, en el momento
en que la tiranía se muestra más audaz y más abominable? ¿Desde cuándo se dice
que hay que callarse, cuando los males llegan al colmo, cuando los asesinos del
pueblo les golpean sin piedad? ... ¡Es un imperativo de la política! Tal
política es nueva. Ordinariamente es el exceso de impudicia bárbara de los
opresores de la tierra lo que ha sacado a los pueblos de su tranquilidad
natural, y les ha hecho aplastar a sus tiranos. Las verdades redentoras no
dividieron jamás a los amigos de la patria, desorientaron siempre a los falsos
patriotas; y hubo que considerar como tales a todos aquellos que quisieron
ahogar esas verdades. Estas aumentaron el número de patriotas, ofreciendo a
todos los que sufrían un cable de salvación. Jamás se ha temido dejar ver el
fin que se quería alcanzar. Los romanos no escondían que querían tierra para
poder vivir. No se apuraban por los clamores, las trampas, y los sofismas de
los patricios. No se les calló con el axioma imbécil de: Respeto a las
propiedades. Sabían responderle con: Respeto a las propiedades respetables. Por
su declaratorio, por sus manifiestos siempre ostensibles, siempre totalmente
públicos, se incorporaban al menos a su partido, porque cada uno percibía dónde
se quería llegar, y cada uno, guiado por sus intereses, se prestaba a secundar
el objetivo. Mientras que aquí, si no queremos que nada se vea, si no mostramos
nada que pueda interesar a la mayoría, si no se entrevé nada que recuerde la
dicha que sigue al derrocamiento de la tiranía, ¿cómo queréis que haya decisión
contra ella y que se piense en perturbada? ¿Por qué y para quién queréis que
nos enardezcamos?
¡¡Desgraciados
franceses! abrid algunos volúmenes de la Historia, y en cualquiera veréis si
los hombres que más han merecido sus elogios y nuestra admiración, no han
tenido jamás miedo a decir toda la verdad cada vez que se ha desencadenado
contra el género humano toda la opresión.
Roma
era, en el año 268 de su era, lo que aproximadamente es Francia en el año 4 de
la República. Pero ¿se predicaba el dogma del silencio y de la paciencia
entonces? ¿el de la prudencia y la constancia? ... No. Casio Viscelino se
presenta. Pone la mano directamente en la llaga. Aun siendo patricio, es él
quien propone la ley agraria. Es soberanamente injusto, exclama, que el pueblo
romano, tan valiente, y que cada día expone su vida para ensanchar los confines
de la República, languidezca en una vergonzosa pobreza, mientras que el senado
y los patricios disfrutan solos del fruto de sus conquistas... ¡Plebeyos!,
añade, depende sólo de vosotros el que salgáis de una vez de la miseria en que
os ha hundido la avaricia de los patricios. Este discurso, dice Vertot, fue
acogido por el pueblo con gran entusiasmo. No hubo más que el infame Appius y
sus agentes (los Louvet, Réal y Méhées de aquel tiempo) que trataron a Casio de
realista, como los Appius de hoy me tratan a mí.
En
el 283, el penoso estado del pueblo continuaba siendo el mismo. Pero el senador
Emilio no fue bastante prudente para ser testigo y disimular su indignación. He
aquí cómo y con qué fuerza se expresa: ¡Romanos! no, nada me parece más injusto
que ver cómo sólo particulares se enriquecen de los despojos de los enemigos,
mientras que el resto de los ciudadanos gime en la indigencia y en la miseria.
¡Cómo! los pobres plebeyos temen tener hijos a los cuales no podrían dejarles
más que su propia miseria en herencia. En vez de cultivar cada uno la parte de
tierra que les pertenecía, están obligados para poder vivir, a trabajar como
esclavos en las tierras de los patricios. ¡Esta vida servil es poco propicia
para formar el coraje de un romano! ... si es imposible mantener la paz y la
unión entre los ciudadanos de un Estado libre, si por virtud de la ley, no se
acortan las distancias entre la condición de los pobres y la de los ricos, y si
no se reparten, en partes iguales, las tierras conquistadas a los enemigos.
Que
se escuche a Terentilo Arsa, tribuna. No es ni menos claro ni menos enérgico
cuando hace aprobar el decreto que lleva su nombre, la ley terentila. Se
preocupaba poco de las murmuraciones del petimetre Cesan, digno hijo de aquel
viejo avaro, de aquel viejo hipócrita de Cincinato, que sólo imbéciles o pillos
pueden encomiar; y que, bajo su dictadura, mostró que no era otra cosa que un
egoísta empedernido, un orgulloso tartufo, y un enemigo del pueblo.
Escuchemos
ahora a un soldado veterano. Su nombre es Siccius-Dentatus. Su discurso está
hecho para servir de modelo a aquellos que legítimamente podrían pronunciar
nuestros guerreros, que se han ilustrado en tantos peligros y victorias. Los
motivos en los cuales se apoya este discurso, chocan extraordinariamente por su
similitud con los motivos que podrían presentar nuestros defensores. Siccius
habla:
Hace
cuarenta años que llevo las armas. He participado en ciento veinte combates. En
los cuales me han herido cuarenta y cinco veces, y siempre de frente. En una
sola batalla me han herido en doce lugares distintos. He obtenido catorce
coronas cívicas, por haber salvado la vida durante un combate a catorce
ciudadanos. He recibido tres coronas murales, por haberme lanzado el primero en
la brecha, en las plazas que se han tomado por asalto. Mis generales me han
gratificado con otras ocho coronas, por haber retirado, de manos de los
enemigos, los estandartes de las legiones. Conservo en mi casa, ochenta
collares de oro, más de sesenta brazaletes, jabalinas doradas, magníficas armas
y arneses de caballos, como testimonio y recompensas de las victorias que he
ganado en combates singulares, y que se han desarrollado en la primera línea de
los ejércitos. Sin embargo, no se ha tenido ningún miramiento a estos signos
honorables de mis servicios. Ni yo, ni tantos valientes soldados que gracias a
su sangre han ganado para la República la mayor parte de su territorio, no
poseemos ni una mínima parte. Nuestras propias conquistas se han transformado
en botín de algunos patricios, que no tienen más mérito que la pretendida
nobleza de su origen y la recomendación de su nombre. No hay ninguno que pueda
justificar, con títulos, la posesión legítima de sus tierras; a menos que no
consideren los bienes del Estado como su patrimonio, y los plebeyos como viles
esclavos, indignos de tener parte en la fortuna de la República. Pero ha
llegado el momento de que este pueblo generoso se haga justicia a sí mismo, y
debe mostrar, en cada lugar, autorizando, inmediatamente, la ley de la
distribución de la tierra, que su firmeza para sostener las propuestas de sus
tribunos, no es menor que la valentía mostrada en el campo de batalla, contra
los enemigos del Estado.
Cuando
para eludir las justas reclamaciones del pueblo, se busca alejarlo del
interior, suscitando fuera una guerra que le ocupe, es también un tribuno,
Canuleius, quien se levanta y dirigiéndose al senado, le dice valientemente:
Hablad de guerra tanto como os plazca; con vuestros habituales discursos podéis
hacer aún más amenazante la coalición y la fuerza de nuestros enemigos;
ordenad, si queréis, que se lleve vuestro tribunal a la plaza para hacer las
levas, yo declaro que este pueblo, que vosotros despreciáis tanto, y al cual
sin embargo debéis todas vuestras victorias, no se enrolará más; que nadie se
presentará para tomar las armas, y que no encontraréis ningún plebeyo que
quiera exponer su vida para amos orgullosos, a quienes no descontenta
asociarnos a los peligros de la guerra, pero que pretenden excluirnos de las
recompensas debidas al valor; y de los mejores frutos de la victoria.
Es
en circunstancias bien parecidas cuando Icilius, otro tribuno, sabe también
decir al pueblo: No busquéis a vuestros verdaderos enemigos fuera de Roma. La
más importante guerra que debéis sostener, es la que el senado hace al pueblo
romano desde hace tiempo.
Y
es Manilius, que no era tribuno, pero que quiso hacer tanto como ellos;
Manilius Capitolin, que la aristocracia calumnió, acusándole de aspirar a la
realeza, y que no fue, creo, más que víctima de un fervor muy puro; Manilius,
¿tampoco es digno, ¡franceses! de serviros de guía en las funestas
circunstancias en que os encontráis? Apreciad su arenga, cuando también
establece la justicia incontestable del reparto de las tierras públicas, y de
la necesidad de instituir una igualdad justa entre todos los ciudadanos de un
mismo Estado: No alcanzaréis jamás el fin de una empresa tan grande -dice-,
mientras no opongáis al orgullo y a la avaricia de los patricios, más que
quejas, murmuraciones y vanos discursos. Ya es tiempo de liberaros de su
tiranía.
¿Tenéis
necesidad, mis conciudadanos, de más ejemplos que dicten vuestra conducta? He
aquí otra salida de Sextius, que, ciertamente, podría pasar por imprudente.
Esta importancia fue sin embargo la que trajo la ley Licinia, del nombre de su
primer autor, Licinio Stolon, colega de Sextius, esta ley, la más bella que fue
legislada en Roma, y que en fin, puso barreras a la monstruosa desigualdad.
Pero escuchemos a quien mejor habló para hacerla aceptar: Es este reparto tan
desigual entre ciudadanos de una misma República -decía Sixtius- la causa de que
el pueblo gima bajo el peso de las usuras, y de que veamos todos los días a
hombres libres encadenados y arrastrados a la cárcel como esclavos. Y no hay
que envanecerse de que los ricos moderen un poco su avaricia, ni de que los
patricios suelten algo de este imperio tiránico que ejercen sobre nuestros
bienes y sobre nuestras personas, a menos que el pueblo no tenga el suficiente
coraje para establecer magistrados salidos totalmente de su seno, que sean los
intérpretes de sus necesidades, y los protectores de su libertad.
No
acabaría, si quisiera citar todos los discursos propios para estimular a los
hombres que tienen la desgracia de sentirse abrumados bajo la opresión. No hay
sin duda necesidad, y la opresión misma debe ser un estimulante suficiente. Sin
embargo, no puedo dispensarme de ofrecer aún, para ejemplo alentador, esta
moción inmortal del tribuno por excelencia, del hombre que admiro y estimo más;
quiero hablar del nieto del gran Escipión, de Tiberio Graco; al que los
desalmados abrumaron con la vulgar calumnia de que escondía, bajo las
apariencias de excesiva popularidad, la ambición secreta de una corona; y
quiero hablar de los curiosos medios por los cuales caminaba hacia ella. Las
bestias salvajes -decía- tienen guaridas y cavernas para retirarse, mientras
que los ciudadanos de Roma no encuentran ni tejido ni cabaña, para ponerse a
cubierto de las injurias del tiempo; y sin estancia fija ni habitación, van
errantes, como desgraciados proscritos, en el seno mismo de su patria. Se os
llama amos y señores del universo. ¡Qué señores! ¡Qué amos! ... ¡vosotros, a
los que no se os ha dejado ni una pulgada de tierra, que pudiera, al menos,
serviros de sepulcro!
No
seré yo quien busque desviar el profundo sentido de este hermoso discurso, y
¡plazca al cielo que el pueblo se penetre de él y sepa sacarle partido de una
buena vez! Plazca al cielo que abogados, vasijas de elocuencia, no le salgan
jamás al paso, para alterar la importante significación.
Aprecio
tan poco al hablador Cicerón, que viene a contrariar a Rullus, el último émulo
de los Gracos, como al Orador Plebeyo, cuando desfigura la doctrina de aquellos
a los que ha consagrado en su propio epígrafe.
¿Es
la ley agraria lo que queréis? exclamarán miles de voces de gente honesta. No:
es más que esto. Conocemos el argumento invencible que podrían oponemos. Se nos
diría, y con razón, que la ley agraria no puede durar más que un día; que desde
el día siguiente de su establecimiento, la desigualdad volvería a aparecer. Los
Tribunos de Francia que nos han precedido, han concebido mejor el verdadero
sistema de la felicidad social. Han comprendido que no podía residir en otra
cosa más que en las instituciones capaces de asegurar y de mantener
inalterablemente la igualdad de hecho.
La
igualdad de hecho no es una quimera. El ensayo práctico fue hecho con éxito por
el gran tribuno Licurgo. Es cosa conocida cómo llegó a instaurar este sistema
admirable, en el que los cargos y las ventajas de la sociedad estaban
repartidos por igual, donde lo suficiente era la parte de todos sin pérdida, y
donde nadie podía llegar a lo superfluo.
Todos
los moralistas de buena fe reconocieron este gran principio e intentaron
hacerlo cansagrar. Los que lo enunciaron con más claridad fueron, a mi parecer,
los hombres más estimables y los tribunos que más se distinguieron. El judío
Jesucristo no merece más que mediocremente este título, por haber expresado
demasiado oscuramente la máxima: Ama a tu hermano como a ti mismo. Lo que sin
duda insinúa, pero no dice bastante explícitamente, es que la primera de todas
las leyes es que nadie puede legítimamente pretender que ninguno de sus
semejantes sea menos feliz que él mismo.
Juan
Jacobo precisa mejor este mismo principio, cuando escribe: Para que el estado
social sea perfeccionado, es necesario que cada uno tenga lo suficiente y que
nadie tenga en demasía. Este corto pasaje es, en mi criterio, el elixir del
contrato social. Su autor lo ha expresado de la forma más inteligible que podía
hacerlo en los tiempos en que él escribía, y estas escasas palabras bastan para
el que quiere comprender.
Escuchad
a Diderot, no os dejará tampoco ningún equívoco sobre el secreto del verdadero
y único sistema de sociabilidad conforme a la justicia:
Discurrid
tanto como os plazca -dice- sobre la mejor forma de gobierno;' nada habréis
hecho mientras no destruyáis los gérmenes de la codicia y de la ambición. No
hay necesidad de comentario para explicar que en la mejor forma de gobierno es
necesario que haya imposibilidad para todos los gobernados de devenir o más ricos
o más poderosos en autoridad que cada uno de sus hermanos; a fin de que al
término de una justa, igual y suficiente parte de las ventajas para cada
individuo, la codicia se detenga y la ambición encuentre límites juiciosos.
Robespierre
os dirá, también, que tales son las bases de todo pacto fundado sobre la
equidad, sobre los derechos primitivos o naturales. La finalidad de la
sociedad, dice en su Declaración de los Derechos [13], es la felicidad común,
es decir, evidentemente, la felicidad igual de todos los individuos, que nacen
iguales en derechos y en necesidades. Y más adelante, esta otra máxima de moral
eterna: No hagas jamás a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Es decir:
Haz a los otros todo lo que tú quisieras que te hicieran; desea que cada uno de
los demás sea tan feliz como tú deseas serlo, sé, en consecuencia totalmente
igual a ti, ni más ni menos.
¿Y
no estaba armado de soberana razón Saint-Just, cuando ante quienes parecía
quisieran discutir sus verdades indiscutibles, les dio una doble égida al
dirigiros estas admirables palabras a vosotros, sans-culottes aún oprimidos?:
Los desgraciados son las energías de la tierra, tienen derecho a hablar como
amos a los gobiernos que les abandonan.
La
religión de la igualdad pura, que nosotros osamos predicar a todos nuestros
hermanos despojados y hambrientos, quizá les parezca a ellos mismos nueva,
aunque sea tan natural; les parecerá, digo, quizá nueva, por la sencilla razón
de que hace tanto tiempo que hemos envejecido dentro de nuestras bárbaras y
tortuosas instituciones que nos cuesta concebir otras más justas y más simples.
Pero deben saber que yo no soy el primer precursor de ellas.
Ocuparon
plenamente la carrera de convencional de Armando de la Meuse quien aún vive y
se desliza por no sé cuál de los dos consejos. ¿Podrá creerse que el 26 de
abril del 93, el periódico de Adouin conserva un discurso de él verdaderamente
notable?
Los
hombres que quieren ser verdaderos, confesarán que después de haber obtenido la
igualdad política en el derecho, el anhelo más natural y el más activo es el de
la igualdad de hecho.
Es
más, en el anhelo o la esperanza de esta igualdad de hecho, la igualdad de
derecho no sería más que una cruel ilusión que, en lugar de las dichas que ha
prometido, sometería al suplicio de Tántalo a la parte más numerosa y útil de
los ciudadanos.
Añadiré
que las primitivas instituciones sociales no han podido tener otro objetivo que
el de establecer la igualdad de hecho entre los hombres; y diré, además, que en
moral no puede existir una contradicción más absurda y más peligrosa que la
igualdad de derecho, sin la igualdad de hecho: Ya que si yo tengo el derecho,
la privación del hecho es una injusticia que subleva.
Apartemos
todas estas distinciones metafísicas, estas producciones falaces y seductoras
de la vanidad y del egoísmo. Hay una verdad eterna, a la cual todo el mundo
finalmente debe rendir voluntariamente el homenaje que se le debe, si se quiere
evitar el homenaje forzado que se le quisiera quizá rendir cuando fuera
demasiado tarde; es que la igualdad de derecho es un don de la naturaleza, y no
una donación de la sociedad: he aquí los derechos del hombre. Pero por no haber
sido reconocidos estos derechos, y la igualdad de derecho no habiendo procurado
casi nunca a los hombres débiles la igualdad de hecho, sin la cual la primera
no podía representar nada para ellos, se han reunido para asegurarse
mutuamente, y de hecho, el gozo de la igualdad de derecho: He aquí los derechos
del ciudadano.
Si
los hombres, en el estado natural, nacen iguales en derecho, de ningún modo
nacen iguales de hecho; ya que la fuerza y el instinto, que les viene también
de la naturaleza, establece entre ellos una desigualdad muy grande de suerte, a
pesar de la igualdad de derechos: pero su reunión y sus instituciones sociales
no pueden y no deben tener otro objetivo que el de mantener de hecho, esta
igualdad de derecho, protegiendo al débil de la opresión del fuerte, y
sometiendo la industria de unos a la utilidad de todos.
...
El error más funesto y más cruel en que han caído la asamblea constituyente, la
asamblea legislativa y la convención nacional, siguiendo servilmente los pasos
de los legisladores que les han precedido, es ... no haber señalado los límites
de los derechos de propiedad y haber abandonado al pueblo a las especulaciones
ávidas del insensible rico.
No
busquemos si en la ley de la naturaleza puede haber propietarios, y si todos
los hombres tienen igual derecho a la tierra y a sus productos; no hay ninguna
duda, y no puede haberla, entre nosotros sobre esta verdad.
Lo
que importa saber y determinar bien es que si, en el estado de sociedad, la
utilidad de todos ha admitido el derecho de propiedad, también ha tenido que
limitar el uso de este derecho, y no dejarlo a la arbitrariedad del
propietario; ya que admitiendo este derecho sin precaución, el hombre que por
su debilidad en el estado natural estaba expuesto a la opresión del más fuerte,
no habría hecho más que cambiar de desgracia por el vínculo social.
Lo
que era debilidad en el primer estado, se ha transformado en pobreza en el
segundo. En uno, era la víctima del más fuerte; en el otro, es la del rico y el
intrigante. Y la sociedad, lejos de ser beneficiosa para él, le habrá, por el
contrario, privado de sus derechos naturales, con tanta más injusticia y
barbarie que, en el estado natural, podía al menos disputar sus alimentos a las
fieras, mientras que hombres más feroces que éstas, le prohíben esta facultad
con este mismo vínculo social, de tal forma que no se sabe qué es lo que debe
extrañar más, si la imprudente insensibilidad del rico, o la paciencia virtuosa
del pobre.
Sin
embargo, sobre esta paciencia descansa el orden social; sobre esta paciencia el
rico voluptuoso descansa tranquilamente; en virtud de esta paciencia virtuosa y
magnánima, el pobre, encorvado desde su infancia sobre la tierra, no puede
tomar reposo en ella más que para no verla más; feliz de encontrar en este
terrible reposo el fin de sus males; y, como premio de tanta virtud, todavía le
abandonaríamos a nuestras instituciones bárbaras, ¡y nos atreveríamos a
perpetuar vejaciones y abusos!
Ya
podemos afirmar que el pobre goza, como el rico, de igualdad común ante la ley;
se trata de una simple seducción política.
No
es una igualdad mental lo que necesita el hombre que tiene hambre o pasa
necesidades: disponía de esta igualdad en el estado natural. Y repito, no se
trataba de un don de la sociedad; para limitar ahí los derechos del hombre,
tanto y más le hubiera valido permanecer en el estado natural, buscando y
disputando su subsistencia en los bosques y al borde del mar y los ríos.
La
primera y la más peligrosa de las objeciones, si bien es la más inmoral, es el
pretendido derecho de propiedad, en la acepción recibida. ¡El derecho de propiedad!
¿Pero, cuál es este derecho de propiedad? ¿Se quiere decir la facultad
ilimitada de disponer de ella a su gusto? Si se entiende así, lo digo a voz en
grito, es admitir la ley del más fuerte, es engañar el desiderátum de la
asociación, es devolver a los hombres al ejercicio de los derechos naturales, y
provocar la disolución del cuerpo político. Si, por el contrario, no se
comprende así, pregunto ¿cuál será la medida y el límite de este derecho?
porque, en fin, es necesario que existe. ¿No lo esperáis, suponemos, de la
moderación de los propietarios?
...
¿Queréis de buena fe la felicidad del pueblo? ¿Queréis tranquilizarlo? ¿Queréis
ligarlo indisolublemente al éxito de la revolución y al establecimiento de la
República. ¿Queréis que cesen estas inquietudes y las agitaciones intestinas?,
¡declarad hoy mismo que la base de la constitución republicana de los Franceses
será la limitación del derecho de propiedad! ...
Ya
no es en los espíritus donde hay que hacer la revolución, no es ya aquí donde
hay que buscar su éxito: en ellos, está hecha y rehecha desde hace tiempo; toda
Francia os lo testimonia; pero es en las cosas donde es necesario que esta
revolución, de la cual depende la felicidad del género humano, se haga al fin
también y plenamente. ¡Ah! ¿qué le importa al pueblo, que les importa a todos
los hombres un cambio de opinión que no les proporcione más que una felicidad
ideal? Puede uno extasiarse, sin duda, ante este cambio de opinión; pero estas
beatitudes espirituales no convienen más que a los espíritus refinados y a los
hombres que gozan de todos los dones de la fortuna. A ellos les es muy fácil
embriagarse de libertad e igualdad; también el pueblo ha apurado la primera de
estas copas con delicia y delirio; también a él le han embriagado. Pero temed
que esta embriaguez no pase, y que, más calmados, y más desgraciados que antes,
no atribuyan todo a la seducción de algunos falaces; temed lleguen a pensar
haber sido juguete de las pasiones o de los sistemas, y de la ambición de
algunos individuos. La situación moral del pueblo no es hoy más que un sueño
maravilloso que hay que realizar, y no lo podéis realizar más que haciendo en
las cosas la misma revolución que habéis hecho en los espíritus.
¿Y
por qué no dejaremos a nuestro hermano Antonelle soportar su parte en la
reprobación y el odio que no dejarán de ser derramados por los amigos y los
defensores de la propiedad, sobre quienes conciben y proclaman ideas de nivel y
de compás? No habrá escrito en vano, en sus Observaciones sobre el derecho de ciudadanía,
los pasajes siguientes:
La
naturaleza no ha producido propietarios como no produjo nobles; no ha producido
más que seres desprovistos, iguales en necesidades como en derechos. La
sociedad, formándose, ha debido consagrar y reconocer esta igualdad de derecho,
precisamente a causa de la evidente igualdad de necesidades y de la identidad
sensible de la especie. Los progresos del estado civil no han podido atacar
legítimamente esta igualdad de derechos; por el contrario, no podían más que
demostrar su justicia y necesidad.
En
toda sociedad bien ordenada, se ha debido pensar, jamás debía olvidarse que,
lejos de dejar debilitar o alterar esta santa doctrina, era necesario
reforzarla con todos los apoyos, para que, a despecho de la avidez devorante y
del desdeñoso orgullo, al menos no faltara lo necesario jamás a nadie...
El
territorio en masa es esencialmente comunal; es, de acuerdo con esta norma, la
propiedad pro indivis del pueblo soberano, de la masa total de los franceses
que la ocupan y viven de sus productos...
El
territorio nutre igualmente a aquellos que tienen y a aquellos que no tienen
ningún arpens (unidad de medición agraria) de tierra. Todos en conjunto forman
la Nación, propietaria real e indesposeíble de todo este territorio.
Los
principios de este sistema de verdadera igualdad tienen que haber aparecido
como los únicos justos, los únicos indiscutibles para que hasta los hombres
menos severos en moral parezca que, de una forma u otra, se hayan visto
obligados a rendirles homenaje. Raynal, que, sin duda, no era un apóstol
decidido del plebeyismo, ha dicho (tomo 1, libro 2) hablando de los bátavos, de
su opresión bajo los Stathouders, de su decadencia y de los medios de retornar
a su antiguo esplendor: La ventaja de un pueblo indigente al que se oprime es
que no tiene que perder más que la vida que lleva a rastras; palabras llenas de
reflexión y que contienen un plan completo de una nueva franquicia para los
pueblos que la necesitan.
Sería
bastante curioso, quizá, ver que nos apoyemos también en Tallien para reforzar
la justicia del sistema de la igualdad más rigurosa. Sin embargo, es verdad,
nosotros, que conservamos todo lo que se ha escrito, hemos encontrado en el
periódico que Tallien publicaba en marzo del 93, bajo el título El Amigo de los
Sans-culottes estos principios niveladores:
Preparémonos
a discutir, con la calma que conviene a los hombres libres, el nuevo proyecto
de constitución que de un momento a otro presentará a la República la
Convención nacional ... Pensemos que un día debe ser el código del universo;
que no debe apoyarse más que sobre las únicas bases de la libertad y de la
igualdad; que debe asegurar al pueblo el ejercicio de todos sus derechos; que,
sin todas estas condiciones, es inadmisible, y debiera ser rechazada con la indignación
que merecería la conducta de los mandatarios infieles de los cuales fuera obra.
(El Amigo de los Sans-culottes, por Tallíen, N° 70).
Nos
hace falta una constitución popular y no un galimatías de metafísica .. Los
republicanos de Laval, han jurado sobre sus sables morir por la defensa de los
derechos del hombre y de la igualdad plena y entera. (El amigo de los
Sans-culottes por Tallien, mismo número).
Fue
haciendo volver las leyes a la igualdad prescrita por la naturaleza; fue
defendiendo con constancia la dignidad de los plebeyos, como los Tribunos
prepararon y consumaron la fortuna del Estado. (El Amigo de los Sans-culottes
por Tallien, N° 71; citación de Mably).
Se
habla mucho de anarquía, yo respondo que cesará en el momento en que los
agentes de la República cesen de urdir sus tramas contra la libertad; yo
respondo también que cesará en el momento en que las fortunas serán menos
desiguales. (El Amigo de los Sans -culottes, por Tallien, mismo número).
"Sancionar
a la opulencia, aliviar a la miseria, aniquilar a la una con lo superfluo
peligroso de la otra; he aquí todo el misterio de la revolución. (El Amigo de
los Sans-culottes, por Tallien, mismo número).
J.
J. Rousseau os ha trazado vuestro camino, seguid a este guía; el estado social,
os ha dicho, no es ventajoso a los hombres más que en tanto todos posean algo y
ninguno de entre ellos posea en demasía. (El Amigo de los Sans-culottes, por
Tallien, N° 72).
En
fin, Fouché de Nantes es digno de nuestra más grande admiración, cuando le
vemos consagrar, en pocas palabras, en su orden dada en Nevers el 24 de
septiembre del año 2, nuestra santa y sublime doctrina:
Considerando
-nos dice en él- que el primer deber de los mandatarios del pueblo debe ser
tender a restablecer prontamente sus derechos, a hacer respetar su soberanía y
manifestar su pleno poder;
Considerando
que la igualdad que el pueblo reclama, y por la cual derrama su sangre desde la
revolución, no debe ser para él una engañosa ilusión;
Considerando
que todos los ciudadanos tienen igual derecho a las ventajas de la sociedad;
que sus placeres deben estar en proporción a sus trabajos, a sus industrias y
al entusiasmo con que se entregan al servicio de la patria;
Considerando
que en donde hay hombres que sufren, hay opresores, hay enemigos de la
humanidad;
Considerando
que la superficie de la República ofrece todavía el espectáculo de la miseria y
de la opulencia, de la opresión y de la desgracia, de los privilegios y del
sufrimiento, que los derechos del pueblo están pisoteados;
Considerando
que es el momento de tomar medidas de justicia y de humanidad;
ORDENO:
Todos
los ciudadanos impedidos, ancianos, huérfanos, indigentes, serán alojados,
alimentados y vestidos a cargo de los ricos de sus regiones respectivas; los
signos de la miseria serán destruidos. La mendicidad y el ocio están igualmente
proscritos. Se dará trabajo a los ciudadanos válidos, etc.
¡Ah!
qué bello era entonces el papel de Fouché... ¡Que retorne a él y seremos
amigos!
Y
si no lo hace así, esto no impedirá el triunfo del sistema de instituciones que
ha sostenido, y es necesario que este sistema termine por tener también su
poder ejecutivo [14].
Es
más que tiempo de hacerlo. Es ya el momento de que el pueblo, oprimido y
asesinado, manifieste, de manera más grande, más solemne, más general, como
jamás ha hecho, su voluntad, para que no tan sólo los signos, los accesorios de
la miseria, sino la realidad, la miseria misma sea aniquilada. Que el pueblo
proclame su Manifiesto. Que defina la democracia como piensa debe ser y tal
como, según los principios puros, debe existir. ¡Que pruebe que la democracia
es la obligación, para todos aquellos que poseen demasiado, de llenar todo lo
que falta a los que no tienen suficiente! Que todo el déficit que se encuentra
en la fortuna de estos últimos, no tiene otro origen que el que los otros se lo
han robado. Robado legítimamente, si se quiere; es decir con la ayuda de las
leyes de bandidos que, bajo los últimos regímenes, como bajo los más antiguos,
han autorizado todos los latrocinios; con ayuda de las leyes, tales como las
que existen en este momento; con ayuda de leyes según las cuales yo estoy
forzado para vivir, ¡a despojar cada día mi casa, a llevar hasta el último
harapo que me cubre a casa de los ladrones protegidos por las leyes! Que el
pueblo declare que se debe restituir todos estos robos, todas estas vergonzosas
confiscaciones de los ricos sobre los pobres. Esta restitución será tan
legítima, sin duda, como la de los emigrados. Queremos con el restablecimiento
de la democracia, primero, que nuestros harapos, nuestros viejos enseres, nos
sean devueltos, y que aquellos que nos los quitaron, se vean en el futuro,
imposibilitados para recomenzar tales atentados. Queremos, luego, con la
democracia lo que os hemos dado a conocer, lo que han deseado todos aquellos
que han concebido ideas justas.
¿Es
necesario, para restablecer los derechos del género humano y poner fin a todos
nuestros males, es necesaria una retirada al Monte-Sagrado, o una Vandea
plebeya? ¡Que todos los amigos de la Igualdad se preparen y ténganse por
advertidos! Que cada uno se compenetre de la incomparable belleza de esta
empresa. ¡Liberar a los israelitas de la servidumbre egipcia! ¡conducirlos a
las tierras de Canaán! ... ¿Qué otra expedición ha sido jamás más digna de
levantar los ánimos? El dios de la libertad, estemos seguros, protegerá a los
Moisés que quieran dirigirla. Nos lo ha prometido, sin el intermediario de
Aarón, que no necesitamos, como tampoco su colega vicarial. Nos los ha
prometido sin que se nos aparezca milagrosamente en los matorrales ardiendo.
Pongamos de lado todos estos prodigios, todas estas sandeces. Las inspiraciones
de las divinidades republicanas se manifiestan simplemente, bajo los auspicios
de la naturaleza (Dios supremo) por la vía del corazón de los republicanos. Se
nos ha revelado, pues, que, mientras que nuevos Josués combatirán un buen día
en el llano, sin necesidad de hacer detenerse al sol, muchos, en lugar de un
solo legislador de los hebreos, se encontrarán en la verdadera Montaña plebeya.
Allí escribirán, el dictado de la justicia eterna, el decálogo de la santa
humanidad, del sans-culotismo, de la imprescriptible equidad. Proclamaremos,
bajo la protección de nuestras cien mil lanzas, y de nuestras bocas de fuego,
el verdadero código de la naturaleza que jamás se hubiera tenido que infringir.
Explicaremos
claramente cuál es la felicidad común, finalidad de la sociedad.
Explicaremos
que la suerte de todo hombre no debía empeorar al pasar del estado natural al
estado social.
Definiremos
la propiedad.
Probaremos
que la tierra no es de nadie, pero que es de todos.
Probaremos
que todo aquel que acapara más allá de lo que puede nutrirle, comete un robo
social.
Probaremos
que el pretendido derecho de alienabilidad es un atentado infame y criminal
contra el pueblo.
Probaremos
que la herencia por familia, es otro horror no menos grande; que aísla a todos
los miembros de la asociación, y hace de cada hogar una pequeña República, que
no puede dejar de conspirar contra la grande, y consagrar la desigualdad.
Probaremos
que todo lo que tiene un miembro del cuerpo social por debajo de la suficiencia
de sus necesidades de toda especie y de todos los días, es el resultado de una
expoliación de su propiedad natural individual, realizada por los acaparadores
de los bienes comunes.
Que,
en consecuencia, todo lo que un miembro del cuerpo social tiene por encima de
la suficiencia de sus necesidades de toda especie y de todos los días, es
resultado de un robo hecho a los co-asociados, que priva necesariamente a un
número, más o menos grande, de su cuota-parte de los bienes comunes [15] .
Que
los más sutiles razonamientos no pueden prevalecer contra estas inalterables
verdades.
Que
la superioridad de talentos y de industria no es más que una quimera y una
añagaza, que siempre e indebidamente ha servido a los complots de los
conspiradores contra la igualdad.
Que
la diferencia de valor y de mérito en el producto del trabajo de los hombres,
no descansa más que en la opinión que algunos de entre ellos le han otorgado, y
que han sabido hacer prevalecer.
Que,
sin duda, es sin razón que esta opinión ha valorado la jornada del que fabrica
un reloj, en veinte veces más que la jornada del que traza los surcos.
Que,
sin embargo, con ayuda de esta falsa estimación, la ganancia del obrero
relojero le ha dado la posibilidad de adquirir el patrimonio de veinte obreros
del arado, a los que, por estos medios, ha expropiado.
Que
todos los proletarios han llegado a serlo como resultado de la misma
combinación en todas las otras relaciones de proporción, pero partiendo todos
de la única base de la diferencia de valor establecida entre las cosas,
únicamente por la autoridad de la opinión.
Que
hay absurdo e injusticia en la pretensión de una recompensa más grande para
aquel cuya tarea exige un grado más alto de inteligencia, y más aplicación y
tensión de espíritu; que tal cosa no amplía de ningún modo la capacidad de su
estómago.
Que
ninguna razón puede hacer pretender a una recompensa que exceda la suficiencia
de las necesidades individuales.
Que
no es más que un producto de la opinión el valor de la inteligencia, y que es
una cosa quizá a examinar todavía si el valor de la fuerza natural y física, no
le equivale.
Que
son los inteligentes quienes han fijado un precio tan grande a las concepciones
de sus cerebros, y que si hubieran sido los fuertes quienes hubieran ajustado
competitivamente las cosas, sin duda hubieran establecido que el mérito de los
brazos valía el de la cabeza, y que la fatiga de todo el cuerpo podía ponerse
en compensación con la de la parte rumiante.
Que
sin esta igualación establecida, se da a los más inteligentes, a los más
industriosos, una patente de acaparación, un título para despojar impunemente a
aquellos que lo son menos.
Que
es así como se ha destruido, volcado en el estado social, el equilibrio del
bienestar, porque nada está tan confirmado como nuestra gran máxima: que no se
llega a poseer demasiado, más que haciendo que otros no posean lo suficiente.
Que
todas nuestras instituciones civiles, nuestras transacciones recíprocas no son
más que los actos de un perpetuo bandidaje, autorizado por absurdas y bárbaras
leyes, a la sombra de las cuales no nos hemos ocupado más que de
inter-despojarnos.
Que
nuestra sociedad de bribones entraña, siguiendo estas atroces convenciones
primordiales, toda clase de vicios, de crímenes y de desgracias contra los
cuales algunos hombres de bien se unen en vano para hacerles la guerra, que no
pueden hacer triunfar porque no atacan el mal en su raíz y porque no aplican
más que paliativos extraídos de la reserva de las falsas ideas de nuestra
depravación orgánica.
Que
es claro, por todo lo que precede, que cuanto poseen los que tienen más allá de
su cuota-parte individual en los bienes de la sociedad, es robo y usurpación.
Que
es, pues, justicia tomárselo de nuevo.
Que
aquel que probara que, por el solo efecto de sus fuerzas naturales, es capaz de
hacer igual que cuatro, y que, en consecuencia exigiese la retribución de
cuatro, sería también un conspirador contra la sociedad, porque haría vacilar
el equilibrio tan sólo por este medio, y destruiría la preciosa igualdad.
Que
la cordura ordena imperiosamente a todos los co-asociados reprimir a tal
hombre, perseguirlo como una calamidad social, reducirlo, al menos, a que no
pueda hacer más que la tarea de un solo hombre, para que no pueda exigir más
que una recompensa.
Que
es únicamente nuestra especie la que ha introducido esta locura mortal de
distribución de mérito y de valor, y que únicamente ella conoce la desgracia y
las privaciones.
Que
no debe existir la privación de las cosas que la naturaleza da a todos, produce
para todos, si no se trata de consecuencias de accidentes inevitables de la
naturaleza, y, en cuyo caso, tales privaciones deben ser soportadas y
repartidas igualmente entre todos.
Que
la producción de la industria y del genio devenga también propiedad de todos,
dominio de la asociación entera, desde el momento mismo en que los inventores y
los trabajadores les han dado vida; porque no son más que una compensación de
las precedentes invenciones del genio y de la industria, de las cuales estos
inventores y estos trabajadores nuevos se han aprovechado en la vida social, y
que les han ayudado en sus descubrimientos.
Que,
ya que los conocimientos adquiridos son del dominio de todos, deben, pues, ser
igualmente repartidos entre todos.
Que
una verdad, impugnada con despropósito por la mala fe, el prejuicio o la
irreflexión, es este reparto igual de los conocimientos entre todos, que
volvería a situar a todos los hombres en un estado casi de igualdad en
capacidad e incluso en talento.
Que
la educación es una monstruosidad, cuando es desigual, cuando es patrimonio
exclusivo de una parte de la asociación; ya que entonces se transforma, en
manos de esta parte, en un cúmulo de máquinas, una provisión de armas de todas
clases, con la ayuda de las cuales esta primera parte combate contra la otra
que se halla desarmada, y en consecuencia, consigue, fácilmente dominada,
engañarla, despojada, esclavizada bajo las más vergonzosas cadenas.
Que
no hay verdad más importante que la que ya hemos citado, y que un filósofo ha
proclamado en estos términos: hablad tanto como queráis sobre la mejor forma de
gobierno, nada habréis hecho mientras no hayáis destruido los gérmenes de la
codicia y de la ambición.
Que
es necesario, pues, que las instituciones sociales lleven a dicho punto, que
quiten a todos los individuos la esperanza de devenir jamás ni más ricos, ni
más potentes, ni más distinguidos por sus luces, que ningún otro de sus
iguales.
Que
es necesario, para precisar más la cuestión, llegar a encadenar la suerte;
hacer que cada coasociado sea independiente de las posibilidades y de las
circunstancias felices o desgraciadas; asegurar a cada uno y a su posteridad,
tan numerosa como sea, lo suficiente, pero nada más que lo suficiente; y a
cerrar para todos, todas las posibles vías de obtener por encima de la
cuota-parte individual en los productos de la naturaleza y del trabajo.
Que
el único medio de llegar a tal punto es establecer la administración común;
suprimir la propiedad particular; vincular a cada hombre al talento, a la
industria que conoce, obligarle a depositar el fruto en especies en el almacén
común; y establecer una simple administración de distribución, una
administración de subsistencias, que lleve el registro de todos los individuos
y de todas las cosas, y haga repartir estas últimas con la más escrupulosa
igualdad, y las deposite en el domicilio de cada ciudadano.
Que
este gobierno, cuya existencia se ha demostrado practicable por la experiencia,
pues es el que se aplica al millón doscientos mil hombres de nuestros doce
ejércitos (lo que es posible en pequeño lo es en grande); que este gobierno es
el único del que puede salir la felicidad universal, inalterable, sin mezclas;
la felicidad común, finalidad de la sociedad.
Que
este gobierno hará desaparecer los límites, barreras, muros, cerraduras de las
puertas, las disputas, los procesos, los robos, los asesinatos, todos los
crímenes; los tribunales, las cárceles, las horcas, las penas, la desesperación
que causan todas estas calamidades; la envidia, los celos, la insaciabilidad,
el orgullo, el engaño, la hipocresía, en fin todos los vicios; más aún (y este
punto es quizá el esencial), el gusano roedor de la inquietud general,
particular, perpetua de cada uno, sobre nuestra suerte del mañana, del mes, del
año siguiente, de nuestra vejez, de nuestros hijos y de los hijos de éstos.
Tal
es el sumario preciso de este terrible Manifiesto que ofreceremos a la masa
oprimida del pueblo francés, y del que le proporcionamos el primer esbozo para
que tenga una idea anticipada. ¡Pueblo! Despiértate en la esperanza, deja de
estar adormecido y descorazonado... Dilata el ánimo a la vista de un porvenir feliz.
¡Amigos del rey! abandonad la idea de que los males con los que habéis agobiado
a este pueblo, puedan someterle definitivamente al yugo de uno solo. Y
vosotros, ¡patricios! ¡ricos! ¡tiranos republicanos! renunciad igualmente, y
todos al tiempo, a vuestras especulaciones opresivas sobre esta nación, que no
ha olvidado totalmente sus juramentos a la libertad. Una perspectiva más
sonriente que todo lo que vosotros les ponéis por señuelo, se ofrece a sus
miradas. ¡Culpables dominadores! en el momento en que creéis que sin peligro
podréis someter con vuestro brazo de hierro a este pueblo virtuoso, él os hará
sentir su superioridad, se liberará de todas vuestras usurpaciones y de
vuestras cadenas, recobrará sus derechos primitivos y sagrados. Desde hace demasiado
tiempo le estáis insultando en su agonía...
El
pueblo -decís- no tiene vigor: sufre y muere sin atreverse a quejarse. Los
fastos de la República no se verán manchados por tal humillación. El nombre de
francés no pasará a la posterioridad acompañado de tal envilecimiento. ¡Que
este escrito sea la señal, sea el relámpago que reanime y revifique todo lo que
antes fue calor y coraje! ¡Cuánto ardió con llama deslumbradora por el bien
público y la total independencia! ¡Que en ella venga el pueblo a tomar la
verdadera y primera idea de igualdad! Que estas palabras: igualdad, iguales,
plebeyismo, sean las palabras que unan a todos los amigos del pueblo. Que el
pueblo ponga de nuevo en discusión todos los grandes principios; ¡que comience
el combate sobre el famoso capítulo de esta igualdad propiamente dicha, y sobre
el de la propiedad! ¡Que esta vez goce precisamente de la moral, y que le
inflame con fuego continuo hasta la total consumación de su obra! Que derribe
todas las viejas instituciones bárbaras, y que instaure en su lugar aquellas
dictadas por la naturaleza y la justicia eterna. Sí, todos los males del pueblo
han llegado al colmo, ¡no pueden empeorar! ¿No pueden ser corregidos más que
por una conmoción total? ¿Que esta guerra atroz, del rico contra el pobre,
adquiera, pues, y al fin, un aspecto menos innoble? ¡Que cese de poseer este
carácter de la mayor audacia, por un lado, y de la mayor cobardía del otro!
¡Que los desgraciados respondan en fin a sus agresores! ...
Aprovechemos
el que nos hayan empujado hasta el último extremo. Avancemos de frente, como
hombres que tienen el sentimiento de su fuerza: Caminemos francamente hacia la
igualdad. Contemplemos el objetivo de la sociedad: ¡veamos la felicidad común!
¡Pérfidos
o ignorantes! gritáis que hay que evitar la guerra civil, que no hay que lanzar
entre el pueblo la tea de la discordia... ¿Y qué guerra civil hay más
sublevante que la que sitúa a todos los asesinos en una parte, y a todas las
víctimas sin defensa en la otra? ¿Podéis acusar de crimen a aquel que quiere
armar a las víctimas contra los asesinos? ¿No vale más la guerra civil en la
que las dos partes pueden defenderse recíprocamente? Que se acuse, si se
quiere, a nuestro periódico de tea de la discordia. Tanto mejor: la discordia
vale más que una horrible concordia en donde se estrangula al hombre. Que las
partes comiencen el combate; que la rebelión parcial, general, urgente,
aplazada, se determine: ¡eso es lo que nos satisface! ¡Que el Monte-Sagrado o
la Vandea plebeya se formen en un solo punto o en cada uno de los 86
departamentos! Que se conspire contra la opresión, sea en grande, sea en
pequeño, secretamente o al descubierto, en cien mil conciliábulos o en uno
solo, poco nos importa, mientras se conspire, y que, desde ahora, los remordimientos
y los temores acompañen en todos los momentos a los opresores. Hemos dado la
señal vigorosamente, a fin de que muchos la perciban; a fin de llamar a muchos
cómplices; les hemos justificado los motivos y dado algunas ideas de la
conducta, estamos casi seguros de que se conspirará. Que la tiranía pruebe si
está en condiciones de impedírnoslo... El pueblo, dicen, no tiene guías. Que
aparezcan, y el pueblo, al instante, rompe sus cadenas, y conquista el pan para
él y para todas sus generaciones. Repitámoslo todavía: todos los males han
llegado al colmo; no pueden empeorar; ¡no pueden ser apartados más que por una
conmoción general! ... ¡Que todo se confunda ya! ¡que todos los elementos se
revuelvan, se mezclen, se entrechoquen! ... ¡que sobrevenga el caos, y que del
caos emerja un mundo nuevo y regenerado!
¡Vamos,
después de mil años, a cambiar estas leyes groseras!
(El
Tribuno del Pueblo, N° 25)
* Fuente:
http://unicornio.freens.org/profpcm-aux/Marxismo/RevolucionFrancesa/Babeuf_Manifiesto_de_los_plebeyos.pdf
El Manifiesto de los
Plebeyos" apareció en el número 35 de El Tribuno del Pueblo, del 9
Frimario, año IV (30 de noviembre de 1795), páginas 79-107. En el sumario de
dicho número presentó Babeuf el "Manifiesto" como "Compendio del
Gran Manifiesto para proclamar y restablecer la Igualdad de hecho. Necesidad
para todos los franceses privilegiados de retirarse al Monte Sacro o de la
formación de una Vandea Plebea”. Es citado como antecedente del Manifiesto
Comunista.
El “Manifiesto” apareció
precedido de una carta dirigida al antiguo terrorista Fouché y de una serie de
réplicas a las críticas hechas al número 34 de EL Tribuno del Pueblo por
Charles Duval y Jacquin, redactores respectivamente del Journal des Hommes
libres y del Journal du matin de la République française, así como por otros
periódicos de la época.
** François-Noël Babeuf
(1760-1797), conocido bajo seudónimo Graco, Gracchus o Gracus, fue un político,
teórico y revolucionario francés que llevó las ideas democráticas de la
Revolución francesa a su expresión social más radical. Se lo considera como el
primer exponente de lo que iba a ser más tarde el socialismo utópico.
Sostuvo la abolición de la
propiedad privada y del derecho a la herencia. Criticó acerbadamente lo que
percibió como timidez de los jacobinos, para luego defenderlos ante el
conservadurismo del Termidor.
Fue, además, uno de los
principales oradores del “Club del Panteón”, oficialmente denominado Reunión de
Amigos de la República –sin ser miembro del mismo-, sociedad política
revolucionaria francesa, creada el 25 brumario del año IV (6 de noviembre de
1795), formado por jacobinos incondicionales y antiguos dirigentes del Terror,
y orientado hacia todos aquellos que deseaban una inclinación a la izquierda de
la política del Directorio. En los actos en que interviene desarrolla su
doctrina de la "igualdad", considerada la base del comunismo, y que
posteriormente publica en su periódico El Tribuno del Pueblo. Este periódico es
muy aplaudido en el club, cuyas sesiones son frecuentemente presididas por
Filippo Buonarroti, amigo de Babeuf.
En 1796 Napoleón Bonaparte,
que ocupaba la jefatura del Ejército del Interior, cerró el Club y Graco sin
más medios legales creó un comité de insurrección secreto compuesto por siete
miembros, entre los que se encontraban él mismo y Darthé, y lanzó una campaña de
publicidad destinada a agitar a las clases populares. La campaña debía terminar
con un levantamiento, la "Conspiración de los Iguales", que pretendía
derrocar al Directorio y poner en vigor la Constitución de 1793 (texto
democrático que nunca había sido aplicado). Pero una delación hizo que les
detuvieran a todos, por lo que Babeuf, fue arrestado y guillotinado en 1797 por
conspirador.
[1] El Orador Plebeyo,
escandalizado sin duda, o espantado de encontrarse comprometido, se ha
apresurado prudentemente a dar a luz prematuramente, y a apartar toda sospecha,
el 21 Brumario, en su primer número que no debía aparecer sino el 1° Frimario,
de identidad de doctrina conmigo. Volveremos a ello dentro de poco.
[2] Cartas a sus comitentes,
N° 6.
[3] He conocido esto por la
propuesta de seis mil suscripciones.
[4] Un joven que hace el
Orador Plebeyo, y se mete a dar consejos, aparentemente sabe esto. Ya que en la
página 8 de su primer número me recrimina el no querer que mi periódico sea una
novela. Según él, hubiera tenido que prestarme a las circunstancias, consultar
el orden del día y andar de concierto con las otras plumas republicanas.
Volveré sobre estas expresiones que son preciosas.
[5] Lo sé bien.
[6] Es lo que hubiera
sucedido con la novela que querían de mí, a seis mil ejemplares.
[7] Tal es ya la suerte de
mi Tribuno, porque no es una novela. Pero no importa. Trataremos de que
nuestras verdades salven todos los obstáculos, y con un poco más de pena y de
lentitud, llegarán.
[8] Tal es la historia de mi
Tribuno.
[9] 18 Brumario. Admiro tu
abnegación y deploro tu delirio... - Te estimo y te desapruebo.- Nuestra
finalidad, nuestro deseo se asemejan perfectamente, y nuestras opiniones se
diferencian.- Puedo equivocarme, pero yo deseo que el resultado de tus trabajos
sea la felicidad pública y tu propia felicidad.- Te quiero sinceramente, sin
estar de acuerdo contigo, porque estoy convencido de que tus intenciones son
puras. Firmado L...
19 Brumario. Tu primer
número ha sido leído ante una sociedad de patriotas, que, como tú, han sido
víctimas de su amor por la libertad; te escribo en su nombre. Hemos temblado
leyendo los pasajes donde atacas la constitución del 95... Conocemos nuestras
desgracias; apreciamos igual que tú esta constitución. Pero... has cometido una
imprudencia imprimiendo lo que sabemos todos. Amigo mío, no es el momento...
Haz atención..., tú te debes a tus conciudadanos, tú debes tus luces a este
pueblo que amas, pero debes considerar, etc. No desdeñes los consejos de
quienes han derramado lágrimas sobre tu cautiverio, etc. Flrmado B.
[10] En este caso, recibiría
las seis mil suscripciones, y el papel de Fouché de Nantes se ennoblecería.
[11] Es sabido que en
Esparta había dos reyes o miembros del directorio ejecutivo. Nuestro número de
cinco es la proporción guardada por la mayor extensión de la República
francesa. Agis y Leonidas reinaron al mismo tiempo. Agis, aunque fuese rey,
emprende el restablecimiento de las sublimes y muy populares instituciones de
Licurgo, que la corrupción y el tiempo habían hecho desaparecer. Leonidas, su
colega, se opone a tales meritorios esfuerzos. Una guerra bastante larga
comienza entre los dos reyes. Agis sucumbe; muere. Agiatis, su mujer, se casa
con Cleomeno, hijo de Leonidas, enemigo y verdugo de su primer esposo. Pero
ella logra entusiasmar el alma de Cleomeno con el anhelo de terminar la
gloriosa empresa que Agis había comenzado. Cleomeno consigue poner este
proyecto en ejecución. Los lacedemonios encuentran en él un nuevo Licurgo, y
disfrutan otra vez del beneficio de la adorable democracia.
¿Hay Cleomenos o Agis en
nuestro directorio? Si existen, que se pronuncien e impongan silencio a los
Leonidas. Con esta única condición pueden expiar el crimen de haber aceptado un
empleo cuya institución consagra la usurpación de la soberanía del pueblo. Si
todos son Leonidas, todos, de acuerdo con el principio republicano, merecen la
muerte. La de Luis XVI no fue especialmente motivada más que por ser rey. Todo
hombre que lo sea, poco importa el nombre con que se encubra, debe esperar el
mismo fin.
[12] Ordinariamente no se
celebra más que a dos Brutos, aquel que expulsó a los Tarquino, y el que
apuñaló a Julio César. Sorprende que se hable menos del que habiéndose
proclamado jefe del pueblo en el Monte Sagrado, obtiene la abolición de las
deudas, instituyó el tribunato, e hizo condenar a Coriolán al exilio.
[13] La declaración de los
Derechos del 93 está totalmente redactada por Robespierre. Véase el proceso
verbal de la sesión de los Jacobinos, del 21 de abril del 93, un proyecto de
Declaración de los Derechos, presentado por él y cuya adopción, impresión y
comunicación fueron votados. Compárese este proyecto con la Declaración tal y
como fue definitivamente adoptada, no hay ni una palabra cambiada.
[14] Es deplorable ver cómo
en los días modernos, todos aquellos que parece quisieran ser los adelantados
del pueblo, prostituyen este empleo hasta tal punto de que no se ve casi nadie
que se acerque aunque sea de lejos a las grandes verdades y los grandes
principios que predicamos. ¿Por qué estos parece no están de moda mientras
antes sí lo estaban? ¿Todos sus apóstoles no están sin embargo muertos? ¿Dónde
ha ido su energía? ¿Por qué se esconden? Sus debilidades, su poco honorable
retiro han contribuido en gran manera a perder a la patria. Dentro de esta
defección general, se consuela uno encontrando en gloriosa actitud un solo
atleta: el redactor del Amigo de las Leyes. Los amigos de la igualdad nos hemos
sentido edificados al leer en este excelente periódico:
Cada día se extraña uno de
que los patriotas hayan perdido su antigua energía. ¡Ah! sin duda la desgracia,
las humillaciones, los malos tratos que han sufrido desde hace quince meses han
marchitado su alma, que la miseria y las necesidades acaban de secar. Habían
hecho la revolución, esperaban recoger sus frutos.
La revolución se ha vuelto
contra ellos, y su situación, en lugar de mejorar, es peor que antes.
Una aristocracia mil veces
más tiránica que la de la nobleza y del clero, pesa insolentemente sobre sus
cabezas; la aristocracia de los agiotistas y de los granujas.
¿Por qué no decirlo? El
exceso de este género de mal ha llevado la verdad a nuestros teatros, y no se
encuentra hoy un hombre lo suficiente desvergonzado para negar que gemimos bajo
el despotismo más duro, el más envilecedor, el más difícil de soportar por los
hombres libres; el despotismo de los mercaderes...
... Después de haber
declamado mucho contra quienes decíamos querían enriquecer al pobre a expensas
del rico, habéis sufrido, estáis sufriendo cada día una injusticia mil veces
más sublevante, que el rico acrecienta su opulencia a expensas del pobre.
La moral es depravada hasta
tal punto que ya no se esconden para robar, y el exceso del mal ha llegado a
grado tal que es necesario morir de hambre, o seguir el ejemplo de los demás.
... ¡Y cómo podría existir
ninguna moralidad en un pueblo donde todos los ciudadanos han quebrado"
(Amigo de las Leyes, 18 Brumario).
El primero de todos los
derechos, es que debo extraer mi alimento de la tierra que me soporta. La sociedad
no pone a este derecho más que una condición, estos alimentos serán el precio
de mi trabajo. En efecto, todo género de trabajo es precioso para la sociedad.
Del conjunto de todos los talentos, de todas las industrias, se compone su
gloria y su fuerza. ¿Por qué quien trabaja el hierro, con el cual el labrador
abre la capa de la tierra, quien construye la casa que vive, y la granja donde
encierra sus granos, quien hila y teje el paño y la tela con que se cubre, etc.
no tendrían derecho a los frutos del campo que cultiva? ¿No se transforman así
en copropietarios de este campo, por lo que le adelantan de aquello de que no
se puede pasar? La propiedad individual y particular que la ley garantiza, ¿es
otra cosa que una regla de orden y de conveniencia, una atribución, si me
atrevo a decir, a ciertos individuos, de la especie de trabajo que debe nutrir
a todos los demás?
Bien, no estamos
completamente solos para defender nuestra gran causa. Coraje, Amigo de las
Leyes; defiende también, con energía, los grandes, los primitivos principios, y
caminemos a la par.
[15] Estado social
perfeccionado, Que todos tengan lo suficiente, y que nadie tenga demasiado. J.
J. Rousseau. Esta sentencia no será nunca reflexionada demasiado.
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