Jessica Baños Poo*
Resumen
La
reflexión normativa sobre la calidad cívica y ética de nuestras democracias es
importante para generar una cultura política más acorde con los principios y
valores democráticos, y que tienda, además, hacia actitudes y prácticas más
solidarias y protectoras de los derechos humanos. Del pensamiento político de
Hannah Arendt se recupera una concepción ética republicana para la mejora de la
convivencia cívica y democrática en todos los entornos en los que nos
desenvolvemos. Lo anterior, es relevante para la construcción de un tejido
cívico democrático en las relaciones interpersonales, frente a un mundo
caracterizado por relaciones de intereses económicos e individualistas entre
los seres humanos.
Introducción
Desde
diferentes perspectivas teóricas y filosóficas se ha insistido en la
importancia del compromiso cívico de los ciudadanos con la democracia, sus
instituciones, principios y valores para mejorar la calidad de la misma. Dentro
de las corrientes políticas contemporáneas como el liberalismo, el
republicanismo ha formado parte de los estudios sobre la participación política
y la sociedad civil. Estas investigaciones se han enfocado de distintas maneras
en la necesidad de mejorar las formas de participación y compromiso democrático
de los ciudadanos como condición para la estabilidad y la profundización de las
democracias. Todas estas tendencias conciben a la democracia liberal como la
mejor forma de organización, así como de convivencia política; en ellas se
asume que es perfectible o que enfrenta algunos desafíos propios de las
culturas políticas alrededor del mundo, y a la dinámica social y económica que
promueve cambios de una manera recurrente.
De
esta forma, uno de los grandes desafíos es precisamente la compaginación de la
democracia en sociedades en donde priva un particular interés por lo económico,
como valor supremo, por encima de otros valores no utilitarios pero también muy
valiosos para la ciudadanía democrática como la convivencia democrática, el
desarrollo humano, la libertad, la participación en la vida pública o el bien
común (Skinner, 2008; Pettit, 1999; Sen, 1999; Habermas, 1998; Touraine, 1995).
Si
en algo coinciden una gran parte de las corrientes de pensamiento normativo
contemporáneo en torno a la democracia es en una preocupación compartida
respecto a si una sociedad cuyos ciudadanos se tienden a concentrar cada vez
más en sus fines privados y fundamentalmente económicos, es decir, una sociedad
orientada por el utilitarismo puede sentar las bases ciudadanas necesarias para
la estabilidad y el sostenimiento de una democracia a largo plazo. Les preocupa
así proponer alternativas de prácticas y formas de convivencia política para
contrarrestar estas tendencias (Nussbaum, 2010; Skinner, 2008; Pettit, 1999;
Sen, 1999; Habermas, 1998; Touraine, 1995).
En
este artículo se analizarán algunas reflexiones extraídas del pensamiento
político de Hannah Arendt en torno a estos problemáticas para la mejora de las
culturas cívicas democráticas. La recuperación de su republicanismo cívico es
una propuesta interesante para comprender y reflexionar en torno a los
problemas sociológicos asociados a la construcción de ciudadanías y culturas
cívicas en las democracias contemporáneas, así como abrir líneas de
pensamiento, reflexión y propuesta hacia la mejora de la calidad de las mismas,
especialmente en lo que concierne a la convivencia democrática y el ethos cívico
de una sociedad.
El
principal objetivo es contribuir al debate existente en la teoría democrática
vinculado con la construcción de culturas políticas cívicas plenamente
respetuosas de los derechos y de las libertades, así como de las instituciones
y constituciones que les dan plena vigencia y garantía. En este sentido, se
recuperarán algunas líneas del republicanismo cívico de Hannah Arendt con el
fin de analizar y proponer prácticas y virtudes cívicas que son necesarias en
nuestras sociedades para mejorar la calidad de las democracias, en el sentido
de generar culturas cívicas, más respetuosas de los derechos e instituciones
democráticas.
Individualismo
y ciudadanía en
las sociedades contemporáneas
hannah Pitkin |
La
afirmación de la persona humana en el respeto a su individualidad, a su
autonomía y la protección de los derechos individuales surgió en oposición a
las monarquías absolutas y los despotismos que históricamente no observaban
ningún límite en su capacidad de dominación e interferencia sobre la
integridad, el pensamiento, la vida y la voluntad de las personas. Ello
significaba otorgar a todas las personas, en consideración a su humanidad, una
misma dignidad, iguales derechos y protecciones y la misma capacidad para la
independencia de juicio, tanto en su vida personal como en sus juicios
políticos. Gracias a esta evolución fueron desarrollándose leyes y garantías
jurídicas a los derechos y las libertades individuales hasta llegar al
constitucionalismo de las democracias modernas, cuyas bases se encuentran
asentadas en estos principios y garantías.
Sin
embargo, cuando el individualismo y la dinámica de los intereses privados se
manifiestan en sus formas más extremas; cuando sucede un ensimismamiento en la
vida privada y una desafección y una renuncia hacia las responsabilidades de la
ciudadanía; cuando los intereses privados buscan adueñarse o se adueñan de las
instituciones políticas para sus propios fines, nos enfrentamos a uno de los
problemas más serios para generar condiciones de vida cívica y de condiciones
necesarias para el respeto de los derechos.
Durante
el siglo XIX, con la Revolución Industrial, se desarrollaron las formas de
producción capitalistas y las economías modernas que implicaron organizar la
vida social por medio de la dinámica de la acumulación y del consumo. Ello
determinó que las sociedades fueran guiándose cada vez más por la preocupación
en torno a las necesidades y apetitos individuales, el surgimiento de los
intereses privados y la búsqueda de la riqueza y de la acumulación. Surgieron
también las clases sociales y cobró nueva y distinta relevancia la búsqueda por
el ascenso en el status social. A diferencia de la
imposibilidad de movilidad social que se experimentaba en las sociedades
aristocráticas, las sociedades de clases abrieron la posibilidad del ascenso
social. Todo ello dio lugar también al nacimiento de ciertas formas culturales,
de ciertas formas de vida e, incluso, de ciertas filosofías concentradas en la
vida individual privada. El mundo de lo privado fue convirtiéndose poco a poco
en la parte más sustantiva de la vida individual y pública, relegando la
preocupación, participación y responsabilidad de los ciudadanos por el mundo
público e institucional.
En
el inicio del siglo XXI, los valores ligados al consumo desbocado o consumismo
son prioritarios para las sociedades actuales (Bauman, 2007). Existe un
creciente individualismo cuyos comportamientos se encuentran guiados por el
afán de acumulación y de consumo, combinado con la búsqueda por el ascenso en
el status social, que caracterizan a muchas de las prácticas y
conductas en las sociedades contemporáneas conformando formas culturales de
vida ensimismadas en el mundo privado y alienadas del mundo público. En los
países de Latinoamérica, las instituciones son trastocadas por los múltiples
intereses privados y ahora también por los del crimen organizado.
Cuando
los ciudadanos actúan únicamente en torno a sus intereses, ambiciones y fines
privados con apatía y desafección hacia los límites que impone la
responsabilidad, el compromiso con lo público, la legalidad, la convivencia
cívica y las instituciones democráticas tratamos con uno de los fenómenos
sociales más riesgosos y más difíciles de revertir, pero también de los más
importantes de abordar para la construcción de ciudadanía y de un mundo público
guiado por los principios, derechos e instituciones establecidos en las
constituciones democráticas.
Este
problema es abordado por varias perspectivas contemporáneas en la teoría
democrática. Para muchos autores, la existencia de ciertas formas de
comportamiento social caracterizado por la desafección, el desinterés y la
falta de preocupación de los ciudadanos por lo público, así como por ciudadanos
que no aprecian ni guían su actuar bajo los valores, principios e instituciones
fundamentales de las democracias liberales es uno de los principales desafíos
de las democracias actuales (Cohen y Arato, 2000; Benhabib, 1999; Spitz, 1995;
Skinner, 2003; Talisse, 2005; Kateb, 1992; Gutmann y Thompson; 2004; Pettit,
1999; Phillips, 2000). Para muchas de estas perspectivas planteadas desde el
liberalismo, el neo-republicanismo y la democracia deliberativa, esta falta de
interés y compromiso de los ciudadanos y la excesiva presencia de los intereses
privados en la vida pública tienen fuertes repercusiones especialmente para la
construcción de sociedades con culturas políticas en las que sean respetados
los derechos y las libertades fundamentales. No es casualidad, por ello, que
uno de los temas centrales a discusión en el marco de la teoría democrática sea
la integración de los ciudadanos en torno a los valores, principios e
instituciones de la democracia y la creación de cultura políticas cívicas y
respetuosas de los derechos humanos.
Los
riesgos de la hegemonía de lo económico y lo social en la esfera política
Margaret Canovan |
Ahora
bien, una de las tendencias que se observan en las sociedades caracterizadas
por un excesivo ensimismamiento en la persona individual y la desafección hacia
el mundo público, es la huida de las responsabilidades de la ciudadanía por
otras preocupaciones más superfluas y conformistas del mundo individual y
económico que no favorecen las actitudes y prácticas democráticas, respetuosas
y participativas (Canovan, 1992; Pitkin, 1998).
Como
señalan Hanna Pitkin y Margaret Canovan, no es casualidad que Arendt haya
iniciado La condición humanacon el análisis de la labor y el
trabajo para argumentar que el ser humano en el marco de la priorización por lo
económico ha ido acometiendo una transformación de sus formas de ver el mundo
—y por consiguiente de sus valores— centrándose en sus necesidades y llegando
incluso a aplastar los derechos de los demás, con tal de conseguir sus
objetivos (Pitkin, 1998; Canovan, 1992). En este sentido, su análisis del homo
faber sería determinante para comprender la existencia de ciertas
visiones excesivamente individualistas que son capaces de instrumentalizar a
las personas, muy asociada a la lógica de medios y fines económicos, que con
tal de obtener un objetivo a cualquier precio se es capaz de ir contra los
derechos de otras personas y que también impone una vida conflictiva y
violenta. Arendt asocia con violencia tratar a las personas como medios útiles
para nuestros propios fines, en vez de como fines en sí mismos. En cambio, si
las personas quieren ser libres deben renunciar a un tipo de soberanía
mecanicista cuando hay la búsqueda de imponerse sobre otras personas o sobre
las instituciones para conseguir objetivos individuales (HC, 1958, pp. 202,
244; WF, 1960: 165).
Vinculada
con esta tendencia hacia formas de individualismo no ciudadano, otra cuestión
social y cultural de nuestras sociedades contemporáneas que Arendt señala de
manera crítica en sus obras Rahel Varnhagen y en Eichmann
en Jerusalén es la búsqueda del status a cualquier
precio por parte de muchos individuos. En ámbitos donde priva la competencia
sobre la colaboración y el respeto mutuo y las jerarquías sobre las relaciones
entre pares, se promueven valores aristocráticos, caracterizados por la
deferencia, la jerarquía, la obsesión por el statussocial, cargado
de hipocresía, vicios y prejuicios que suelen homogeneizar y normalizar el comportamiento
humano bajo una serie de parámetros autoritarios y discriminatorios respecto a
lo que se considera lo aceptable o no aceptable.
Así,
la teoría de Arendt nos enseña que la fuerte presencia de los intereses y
cuestiones económicas en la vida política y las instituciones, así como el
creciente individualismo y desafección hacia lo público y la política, pueden
condicionar la calidad y los fines de la cultura política y del funcionamiento
de las instituciones democráticas, ya que estas formas de organización, de
consumo y de vida dificultan el surgimiento de un compromiso ciudadano que
cuando sea necesario sea capaz de dejar de lado su excesivo individualismo
hacia los valores de la responsabilidad, el reconocimiento de los derechos, el
aprecio por la diversidad, la igualdad de ciudadanía y la democracia, la
agencia social y el compromiso político.
El
republicanismo cívico
En
el republicanismo cívico de Hannah Arendt, los derechos y las libertades, así
como la democracia y el Estado de Derecho democrático no tienen vigencia
simplemente mediante su establecimiento y reconocimiento constitucional, sino
que son las formas de la convivencia y la cultura y hábitos de los ciudadanos
los que le dan plena vigencia y garantía (OT3: 301 y ss; Waldron, 2000: 207).
Al igual que muchos de sus contemporáneos europeos marcados por la experiencia
de los totalitarismos, dedicó su obra y su pensamiento a estudiar las causas y
orígenes de la existencia de estos fenómenos, así como sentar nuevas bases
dentro del pensamiento político que impidieran que el autoritarismo y el
totalitarismo fueran experiencias que volvieran a repetirse en la historia de
la humanidad.
Analizo
así muchos de los elementos presentes en la tradición histórica y del
pensamiento político occidentales que consideraba que estaban en los orígenes
de fenómenos totalitarios y elaboró una teoría política que pretendía recuperar
las mejores tradiciones del pensamiento occidental para sentar nuevas bases
para la política y el pensamiento político dirigidos hacia la construcción de
formas de organización y de convivencia política que permitan la libertad y la
pluralidad y que resguarden los derechos y las formas de gobierno democráticas.
Martha Nussbaum |
Gran
parte de sus reflexiones desembocaron en analizar los hábitos y costumbres
—el ethos— de las formas de vida colectivas contemporáneas y
contrastarlas con la necesidad de crear hábitos y costumbres cívicos y
democráticos en los distintos espacios y entornos de convivencia en los que
participamos en nuestras vidas, particularmente aquellos que tienen relevancia
y consecuencias políticas.
Una
noción que concentra muchos de esos hábitos y formas de vida tienen que ver con
las visiones más soberanistas respecto a la libertad individual, que muy
extendidamente y sustentada en algunas ideas de principios de la modernidad
llega a entenderse como la libertad de imponerse aun aplastando los derechos de
los demás, sin miramientos a las consecuencias de los propios actos o los fines
propios de las instituciones políticas.
Para
Arendt, las sociedades modernas con las inseguridades del mundo del empleo, las
presiones por el statussocial, la búsqueda del poder, la focalización
del ser en sus necesidades económicas, más que en las políticas y cívicas, han
engendrado costumbres de soberanía extrema y alienación de la política. Los
ciudadanos no son impulsados a pensar por sí mismos, al pensamiento crítico y a
participar y preocuparse por las consecuencias de sus actos sobre los derechos
de los demás y sobre la vida pública y el bien común. Al contrario, las
costumbres asociadas a una sociedad de empleados de instituciones
caracterizadas por jerarquías serán las de la obediencia acrítica hacia la
autoridad, el acomodamiento a cualquier precio, el individualismo egoísta.
Inició
así una teoría política de tipo republicano en la cual existe una reflexión
especialmente preocupada por las relaciones, prácticas y hábitos ciudadanos que
permiten el cuidado de los derechos humanos, de la libertad y de las
instituciones republicanas que lo hacen posible. Una de sus aportaciones fue
demostrar que los derechos y la igualdad de ciudadanía no son cuestiones que se
resuelvan con su establecimiento formal, sino que se construyen y se
reconstruyen también en la convivencia: "No nacemos iguales, sino que nos
convertimos en iguales como miembros de un grupo por la fuerza de la decisión
de garantizarnos mutuamente iguales derechos" (OT3: 301).
Así,
de su pensamiento puede extraerse la obligación moral de los ciudadanos por
sostener una comunidad política capaz de hacer posibles los derechos
(Michaelmann, 1996), ya que éstos son un producto social basado en la
aceptación y el reconocimiento cotidiano en las actitudes y prácticas de
respeto hacia la igualdad de derechos y libertades de todos (OT3: 301).
Su
comprensión de la disolución de las instituciones a través del totalitarismo,
llevó a esta autora a centrarse en la importancia de visualizar las formas de
gobierno no sólo como formas institucionales, sino como resultado de las
relaciones políticas que se establecen entre los ciudadanos. Siguiendo a
Montesquieu, mientras que una forma de gobierno autoritaria o totalitaria se
asienta en una cultura del miedo y la jerarquía, una forma republicana de
gobierno requiere una cultura cívica capaz de dar reconocimiento activo a los
derechos, libertades y garantías establecidas en las constituciones
democráticas, reflejada en las propias prácticas e interrelaciones ciudadanas
cotidianas y en la convivencia social y política (KMT: III).
Por
esta razón, Arendt centra sus investigaciones en la recuperación del
significado del ejercicio de la ciudadanía bajo el ejercicio real de la
igualdad de libertad política y vincula esta reflexión con la caracterización
de una vida colectiva o de un tejido social cívico (Giner, 2006).
La
política y el espacio público: la experiencia de los griegos
De
la experiencia de los griegos, Arendt retomó la importancia de entender la
libertad en un sentido más político y menos privado. Se entiende la libertad
particularmente como libertad política, en un sentido tanto griego como
ilustrado, vinculada a la participación en lo público, al pensamiento libre, la
independencia de criterio y la autonomía, así como participar y disentir
libremente mediante argumentos y razones.
Para
Arendt, la ciudadanía debía ser, en primer término, la facultad de la persona
para aparecer y deliberar en torno a la construcción de un mundo más humanizado
en el sentido humanista del término. Esta autora retoma la visión aristotélica
de que el logos (razón y palabra) es una capacidad sólo otorgada al ser humano
para discutir sobre lo político y la humanización democrática de nuestras
sociedades: preguntarse sobre lo justo e injusto, lo conveniente y lo dañino o
la dominación y la violencia. Para Aristóteles dentro de nuestras mejores
capacidades políticas estaría la posibilidad de construir un mundo que se
humaniza, asimismo, a través de la ciudadanía y de la deliberación (Política:
1253a). En oposición a ella, aquellos que no participan en la construcción
política de un mundo más humanizado, son considerados esclavos privados de la
facultad para alzar la voz en el espacio público, disentir y argumentar (Política,
1575a y 1575b; HC: 27).
Así,
en el pensamiento de Arendt está presente la idea aristotélica de que el
ejercicio de la libertad política sucede cuando nos insertamos en el espacio
público por medio del lenguaje, de la razón y de la acción, sin ser dominados
ni pretender dominar, y guiados por el principio de humanización del mundo. A
través de la palabra, el ser humano accede a un nivel superior de dignidad
construyendo una relación especial con otros seres humanos al deliberar entre
iguales acerca de la construcción de un mundo más humano y excelente.
Arendt
retoma dos significados de la libertad política en la democracia
ateniense: isonomía e isegoría. La primera de
ellas, la isonomía, significaba el mismo derecho a la
ciudadanía, la igualdad de derechos políticos y el derecho a una vida política
donde los ciudadanos viven juntos en condiciones de no dominación; mientras que
la isegoríaconsistía en la libertad para expresar las opiniones, el
derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado (Hansen,
1991). Por ello, la combinación de ambas nociones de libertad significaban una
vida con libertad de palabra, expresión y persuasión y en donde la
argumentación y no la dominación es lo que constituye el contenido de las
relaciones políticas (QP: 70).
En
este sentido, el espacio público es considerado como un espacio privilegiado
para la participación de los ciudadanos con criterio propio e independiente
ejerciendo la voz para compartir o disentir mediante argumentos y razones, sin
exclusiones de ningún tipo, y sin ser dominado o coercionado por ejercer los
derechos y participar. La importancia del espacio público es que puede permitir
la igualación artificial —convencional— de las personas cuando se da el derecho
a la inclusión de las diferentes voces y visiones que existen en la sociedad y
es a través de esta participación que pueden transformarse las realidades de
obstrucción a la libertad o de dominación.
Arendt,
Tocqueville y Montesquieu
Tras
vivir el totalitarismo nazi, Arendt argumentaba que uno de los grandes desafíos
de las democracias era contar con ciudadanos que, en el marco de la libertad,
se responsabilizaran por sustentar una ética pública que diera contenido y
sustancia a los derechos e instituciones democráticas. En sus reflexiones en
torno a estas cuestiones, retomó el pensamiento republicano de Tocqueville y
Montesquieu, particularmente para discutir la relación entre la moral y la
ética pública y la garantía de la libertad política. Como gran parte de la
filosofía ilustrada del siglo XVIII, ambos autores guiaron sus reflexiones
sobre la centralísima importancia del ejercicio continuado de la libertad
política como sostén de la forma de gobierno republicana, su base misma y su
razón de ser. Vinculaban, además, la importancia del ejercicio de la ciudadanía
y la protección de las libertades políticas con la naturaleza de la vida
colectiva.
En
La Democracia en América, Tocqueville sostenía que un
ejercicio continuado y extenso de la libertad política e, incluso, cierta
tendencia agonista de las democracias, permitían contrarrestar los hábitos de
homogeneización y conformismo que produce la igualdad de condiciones de las sociedades
democráticas modernas.
Con
este autor, Arendt compartió la importancia del pensamiento libre y del
criterio propio, de su expresión y de la capacidad de asociarse de los
ciudadanos como barreras contra las tendencias niveladoras de la sociedad y el
despotismo. El individualismo, el egoísmo,1 la
vida en el aislamiento de lo público y la indiferencia ante los demás. Todas
estas cuestiones eran para Tocqueville las mayores garantías para la
persistencia del despotismo y el servilismo en las sociedades modernas.
La
libertad política y la participación en el espacio público por medio del
ejercicio de la expresión a través del discurso y la asociación política, así
como un espacio agonístico resultado de un ejercicio extenso de la libertad
política, si bien perturbaban de vez en cuando al Estado, eran favorables para
cultivar hábitos de moderación, enseñando a las personas el equilibrio entre sus
intereses privados y la vida pública y generando sentimientos de
interdependencia, racionalidad, reciprocidad y ayuda mutua. Por estas razones
Tocqueville consideraba que un espacio público con discusión, disenso y
deliberación es una de las herramientas democráticas principales para fomentar
la existencia de virtudes cívicas fundamentales (Tocqueville, 2002: 134-137;
152 y 155; Reinhardt: 1997).
Frente
a las tendencias de las democracias modernas hacia el individualismo, la
homogeneización, la normalización y el conformismo, Arendt recupera del
pensamiento de Tocqueville que consideraba que "sólo había un remedio
eficaz: la libertad política" (2002: 138); es decir, estas tendencias
solamente podían disminuir mediante un espacio público cargado de ciudadanos
dispuestos a alzar la voz y a asociarse con criterio propio e independencia
política. Sería ese espacio público libre y democrático, teniendo garantizadas
las libertades de reunión, expresión y prensa, que conducía hacia cierta
tendencia a la agonía, una de las principales manifestaciones de la salud de la
vida democrática, capaz de revertir los despotismos del mundo moderno.
En
paralelo, la participación por medio de asociaciones, en la prensa y en los
gobiernos locales puede generar lazos comunes entre las personas que
contrarresten el individualismo, pues los hábitos de participación y ciudadanía
hacen comprender a las personas su necesidad mutua. Por estas razones,
Tocqueville consideraba que el asociacionismo y la politización constante de
temas y problemas políticos y su deliberación eran las mejores armas contra la
tiranía, generando virtudes cívicas en los ciudadanos como la independencia de
juicio político y la participación activa en los asuntos públicos
(2002:134-146).
Otro
de los grandes referentes para la construcción del republicanismo cívico de
Arendt, lo constituye la recuperación del pensamiento de Montesquieu, al cual
esta autora vuelve una y otra vez a lo largo de su obra para argumentar la
importancia de los hábitos y las costumbres para dar vida a las distintas
formas de gobierno.
Arendt
sostenía que Montesquieu había actualizado los conocimientos de la antigüedad
sobre la ética asociada con la realización y el contenido de las formas de
gobierno demostrando que son las prácticas y costumbres en las formas de
convivencia entre las personas lo que hace posibles las leyes y son la realidad
y sustancia de una forma de gobierno. Montesquieu rescató el significado griego
de las leyes y las instituciones como νομοσ que refiere a su significado convencional,
artificial, cultural, construido por los seres humanos y modificables por las
personas y sus comportamientos. En este sentido, las leyes son "las
relaciones que existen entre las leyes mismas y los diferentes seres, así como
las que median entre esos diferentes seres" (1992: III), acentuando la
relación política establecida entre las diferentes personas para hacer posible
la vigencia real de la mismas. De manera que esta cultura política es tan
importante para la vigencia de las leyes y los objetivos institucionales como
el establecimiento de las leyes y la estructura institucional en sí misma
(1992: III).
Identificó,
así, tres principios que subyacen al carácter de las personas que se
corresponden con las diferentes formas de gobierno. El carácter de las personas
refiere a ciertas actitudes y disposiciones culturales y psicológicas que
mueven las acciones de las personas y que impactan la vida pública e
institucional. En las repúblicas, el principio de la acción política debe ser
la virtud, que él define como una disposición cultural, psicológica y de
carácter motivada por el aprecio por la igualdad de ciudadanía; en las
monarquías ese mismo principio sería el honor, al que lo mueve la pasión
psicológica por la distinción; mientras que en los despotismos, autoritarismos
y totalitarismos el principio que domina las acciones y los caracteres sería el
temor y el miedo (1992: III y V).
Esta
identificación de los principios culturales o psicológicos que se encontrarían
detrás de las actitudes, prácticas y motivaciones de las acciones de las
personas es lo que más estudió Arendt del pensamiento de Montesquieu, utilizando
frecuentemente esas ideas para describir los hábitos de convivencia
consustanciales a las diferentes formas de gobierno. Estas ideas demostraban
que una forma de gobierno equivale a una actualización de las relaciones
políticas y de convivencia de una sociedad, siendo las instituciones las
cristalizaciones resultado de las complejas formas de convivencia entre quienes
comparten la red de relaciones cívicas que constituyen la comunidad política
(KMT: 303).
Así,
con la adopción de estas ideas de Montesquieu, Arendt argumenta que una cultura
que sostiene adecuadamente las instituciones democráticas, es una cultura
política igualitaria en el reconocimiento a los derechos humanos y la igualdad
de derechos de las personas mediante prácticas, conductas, hábitos y costumbres
reales de convivencia. Estas serían virtudes cívicas manifiestas en el actuar
cotidiano que involucren disposiciones psicológicas y culturales profundas
comprometidas con respetar la igualdad de libertad y de derechos de sus
conciudadanos, a los que entiende como pares. En otras palabras, una cultura
política republicana, igualitaria en sus formas de relación y de convivencia,
se establece no sólo adquiriendo la importancia del compromiso con la igualdad
política —de derechos y de ciudadanía— sino cuando los ciudadanos asumen su
relevancia y se aprecia como un valor importante que guía sus hábitos y
costumbre de interrelación y de convivencia (OT3: II. 9; ONT: 331 y ss.; QP:
134 y ss.).
En
este sentido, el soporte de una forma de gobierno republicana es la
identificación de los ciudadanos y el consiguiente reflejo en sus actitudes y
costumbres de un respeto por las leyes de la República comprometidas con
respetar la igualdad de ciudadanía, de libertad y de derechos de los
conciudadanos. El gobierno republicano es más sustantivo cuando los ciudadanos
guían sus acciones políticas mediante una disposición psicológica hacia la
igualdad de ciudadanía y libertad de cada quien y hacia el respeto a los
espacios de derechos y libertades de todos: la misma igualdad de los
demás a tener un espacio de derechos y de libertades.
De
ahí que sociedades protectoras de los derechos exijan la existencia de un
tejido cívico que otorgue vigencia a los derechos y libertades democráticas,
que se manifiesta cuando los ciudadanos se encuentran habituados en todas las
relaciones de convivencia políticas hacia el respeto a ese espacio de derechos
y libertades, así como hacia la igualdad de todos en el acceso a dichos
derechos. Así, un tejido cívico sustantivo significa la existencia de hábitos,
actitudes y prácticas democráticas que siguen el principio republicano de
igualdad de libertad y de derechos de los ciudadanos. En resumen, cuando los
hábitos cívicos y republicanos se convierten en hábitos y formas de convivencia
política reales, conforman el tejido social cívico de un Estado de Derecho
constitucional democrático protector de los derechos humanos.
Arendt
retoma la diferencia antigua entre República y Democracia, en la que antiguos
como Aristóteles preferían la República o Politéia a la
Democracia de Asamblea, pues éstas referían a gobiernos regulados por leyes y
no por seres humanos o incluso asambleas o mayorías democráticas, que un
momento dado pueden excederse y violar derechos individuales. La República
retoma entonces esa preocupación, porque sobre la legalidad no esté ninguna
decisión arbitraria, incluso de la democracia misma, y hace necesaria la
construcción de una seria cultura de la legalidad.
Así,
esta noción sobre las leyes que Arendt retoma de Montesquieu tiene también que
ver con una noción de tipo espacial vinculada con la idea de agencia. Su
significado refiere al espacio para el despliegue de las libertades de cada
quien, restringida únicamente por el espacio para el despliegue de sus derechos
al que tienen derecho todas las otras personas. Las leyes,
proveen
el espacio vivo para la libertad de cada individuo... circunscriben el espacio
para el desenvolvimiento de cada uno de nuestros destinos individuales,... son
fronteras que permiten a las personas moverse entre ellas y erigen canales y
fronteras de comunicación entre quienes viven juntos y actúan en
concierto" (ON, 334 y ss.; KMT: III).
En
este sentido, la noción espacial de la legalidad implica hacer conciencia de
que tenemos la responsabilidad de hacernos cargo de la defensa de nuestros
propios derechos y de los derechos de los demás, construyendo culturas de la
legalidad y convivencia democrática regulada por leyes y derechos.
Sin
duda, la visión sobre el poder y las instituciones en la teoría de Arendt son
lo contrario a violencia, coerción, sumisión u obediencia. Para ella, estas
visiones sobre la libertad política y el constitucionalismo republicano estaban
detrás de las tradiciones revolucionarias de los siglos XVII y XVIII, pensando
en que la legalidad pusiera un límite al gobierno y la dominación de unos
hombres sobre otros (OV: 139). Lo anterior, combinado con un sistema judicial
robusto, generaría una sociedad comprometidamente protectora con los derechos
humanos.
Una
vida republicana en este sentido debe construir las disposiciones psicológicas
y de carácter en sus ciudadanos para respetar los espacios de derechos y
libertades sin distinciones arbitrarias, aprender que esos derechos sólo surgen
de nuestras interrelaciones sociales y de convivencia cotidiana para su
vigencia y preservación.
Republicanismo,
ética y derechos humanos
Tras
vivir y analizar la experiencia del totalitarismo, Arendt defendía la idea de
que todo ser humano tiene "el derecho a tener derechos", un
razonamiento que cobra relevancia no sólo como respuesta a la condición de los
apátridas, sino como respuesta a la protección y la garantía de los derechos
para cualquier ciudadano de una comunidad política que presume ser un régimen
constitucional-democrático. La condición de apátrida no sólo significa la
privación de un hogar, sino la pérdida de derechos a partir de la pérdida
del status político de ciudadanía. Significa privar a cierto
grupo de personas de que se escuche su voz y se puedan ejercer sus plenos
derechos de ciudadanía. Siguiendo a Jeffrey Isaac, es también un atentado
contra la dignidad humana en tanto atenta contra la capacidad de cada quien
para ser un agente moral y político, disfrutando seguridad y libertad entre los
conciudadanos, experimentando el mutuo reconocimiento que solo la ciudadanía
confiere (Isaac, 1996: 63).
En
ese sentido, la garantía del "derecho a tener derechos" depende de la
existencia no sólo de leyes que protejan el status de la
ciudadanía con sus libertades de pensamiento, expresión, reunión y asociación,
sino también, y de igual importancia, sería la pertenencia a una comunidad
política conformada por un espacio público constituido por un conjunto de redes
de ciudadanos cuyos hábitos y costumbres cívicas den lugar a la conformación de
un tejido cívico capaz de dar protección y garantía al ejercicio de esos
derechos. De ese derecho a las libertades políticas fundamentales asociadas a
la ciudadanía dependería la defensa del ciudadano frente a la conculcación de
cualquier otro derecho.
Una
de las más importantes afirmaciones del pensamiento de Arendt es que no nacemos
iguales, sino que nos convertimos en iguales y pares como miembros de un grupo
por un esfuerzo humano deliberado del propio grupo o comunidad por garantizarse
mutuamente iguales derechos (OT3: 301).
De
tal manera, a partir del pensamiento de Arendt podemos concluir que para
mejorar la calidad de la democracia en el sentido de generar sociedades más
protectoras de los derechos, se deben considerar tres importantes dimensiones.
La primera sería la existencia de una constitución democrática que garantice
los derechos y libertades fundamentales de todos los ciudadanos, sin
distinciones de raza, sexo, clase o cualquier otro elemento arbitrario. En
segundo lugar, la conformación de una cultura política que se conduzca bajo los
principios de los derechos humanos en sus hábitos y costumbres cotidianos de
convivencia, de modo que la constitución se convierta en una existencia real
como forma de gobierno y convivencia de toda la comunidad. En tercer lugar, la
existencia de un espacio público conformado por una red de redes de ciudadanos
que no sólo actúan en sus hábitos y costumbres respetando el espacio de
derechos y libertades de todos, sino que también son capaces de alzar la voz
frente a cualquier abuso o intento de dominación tanto sobre los propios
derechos como de terceros.
De
modo que la garantía de los derechos es más sustantiva cuando la diversidad y
pluralidad de los ciudadanos de una comunidad coincide en la importancia de la
igualdad de libertad política y de derechos de todos y se compromete con el
reconocimiento activo de estos derechos, sin que este status se
encuentre condicionado por cuestiones relacionadas con lazos personales,
privilegios, posición económica, status social, poder
económico o político, opinión política, preferencias sexuales, o cualquier otra
condición de las personas. En palabras de la propia Arendt:
la
esfera pública está basada en la ley de la igualdad... La igualdad, en
contraste con todo lo que está implicado en la simple existencia, no nos es
otorgada, sino que es el resultado de la organización humana, en tanto que
resulta guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a
ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de
concedernos mutuamente derechos iguales. Nuestra vida política descansa en la
presunción de que podemos producir la igualdad a través de la organización,
porque el hombre puede actuar en un mundo común, cambiarlo y construirlo, junto
con sus iguales y sólo con sus iguales (OT3: 301).
Por
eso, el principio que debe guiar las relaciones políticas, siguiendo a Arendt,
es el principio republicano del respeto a la igualdad de dignidad, de libertad
y de derechos, que tendría como resultado la posibilidad de establecer
relaciones políticas basadas en el respeto, el reconocimiento mutuo y la
deliberación de las diferencias. En todas las relaciones de convivencia mostrar
las disposiciones psicológicas hacia el respeto al espacio de derechos y
libertades de todos, y particularmente hacia el respeto a la libertad de
opinión, que debido a nuestra pluralidad universal conducirá necesariamente
hacia la pluralidad y la multiplicidad de opiniones.
La
construcción de la comunidad política coincide así con la construcción de un
espacio público que por medio de las leyes y hábitos y costumbres de los
ciudadanos garantiza la libertad, la pluralidad y los derechos, así como acepta
la libertad de cada quien para expresarse libremente y que sus acciones sean
tomadas en cuenta. Implica también un consenso social en torno a los
principios, derechos e instituciones constitucionales que permiten y protegen
esa libertad y esa pluralidad. En términos de Montesquieu significaría realizar
la forma de gobierno republicana, como una forma de gobierno real a lo largo de
todas las relaciones de convivencia entre ciudadanos y entre ciudadanos y
gobernantes.
George
Kateb sintetiza muy bien la idea acerca de la preservación del
constitucionalismo en el pensamiento de Arendt, especialmente de las libertades
de pensamiento y expresión, que estarían vinculados con la preservación de la
propia democracia representativa. Esto sería el resultado de un contrato social
en donde el consenso correctamente otorgado es hacia una constitución y el contenido
moral del consenso es también una constitución que garantiza el imperio de la
ley, el derecho al disenso y la plena aceptación de los derechos y las
libertades de todos los ciudadanos, que deben ejercer activamente en sus
prácticas cotidianas (Kateb, 1983: 134 y ss).
El
gobierno republicano se constituye así en torno al consenso de los ciudadanos
sobre una serie de instituciones y procedimientos democráticos que protegen la
libertad, los derechos y la pluralidad conjuntamente con un espacio público que
le da pleno contenido y garantía. En resumen, los derechos no son verdades
auto-evidentes, son el resultado de un espacio público vivo y, en ocasiones,
agonístico constituido por ciudadanos que muestran las costumbres y prácticas
cívicas conformes a su protección.
Ética,
responsabilidad y juicio político
Junto
a sus obras de teoría política, Arendt elaboró una filosofía ética o moral que
atañe a la importancia de la responsabilidad, el pensamiento crítico y el
juicio político en un intento de proponer una filosofía humanista, laica y
secular para la prevención del daño, la violencia o consecuencias negativas en
el ejercicio de la acción y la libertad (LM, 1978; LKPP, 1982; RJ, 1971). Para
nuestra autora, era necesario comprender y renovar un discurso ético basado en
los principios de la Ilustración, que así como considerara un sano escepticismo
frente a los excesos de la modernidad discutidos en la teoría crítica del siglo
XX, de las ideologías y de la imposición de absolutos en política, no
renunciara a una visión humanista y a los valores ilustrados de fraternidad y
solidaridad necesarios para dar rumbo a la cohesión social de las democracias
pluralistas contemporáneas.
Así,
su propuesta filosófica propone una actitud de duda moderna e ilustrada frente
a la fe y las creencias, así como una apertura constante de la mente a
someterse a la razón práctica y la revisión de las creencias, categorías y
opiniones propias para evitar actitudes dogmáticas que no son propias ya de las
sociedades plurales y que incluso se contraponen al pluralismo. Es, en cambio,
una invitación a la duda reflexiva, a la examinación personal entre la
congruencia de los valores que sostenemos y los hábitos y prácticas que
llevamos a cabo y al aprendizaje de la vida respetando y sabiendo aprender de
la pluralidad humana.
Las
verdades absolutas en política son contrarias a un mundo secular, laico y
plural, pues imponen cuestiones trascendentes a la propia acción, diversidad y
contingencia humana. En un mundo secular, laico y plural sólo pueden existir
una diversidad de opiniones (OR: 46-47), y sería justamente el volver a la
importancia del respeto a la validez de las distintas opiniones lo que nos hace
reconocer y reconciliarnos con la pluralidad de la condición humana2 (UP:
310).
En
este sentido, para Arendt, el ejercicio de la responsabilidad implica, en
primer lugar, una comprensión del mundo en su realidad y su pluralidad, no
huyendo de él por medio de discursos ideológicos o metafísicos, sino a través
de un tipo de pensamiento siempre abierto hacia la duda acerca de nuestras
verdades y creencias, la auto-examinación personal, la disposición a participar
en deliberaciones y ejercicios de razón práctica y la revisión de los propios
hábitos, puntos de vista y valores.
La
introducción en política de verdades absolutas tanto ideológicas como
religiosas conduce al terreno del adoctrinamiento, no al de la comprensión.
Introduce un elemento de obediencia en la esfera pública al que se pide el
sometimiento colectivo, a costa de la pluralidad y la espontaneidad humanas,
que se encuentran asociadas con cualquier ejercicio de la libertad (UP: 310).
Por otro lado, las ideologías entendidas como verdades absolutas nos vuelven
insensibles a la realidad de las personas, negando su particularidad y su
pluralidad. Quien detenta un pensamiento ideológico dogmático es incapaz de
aceptar que otras personas muestren sus diferencias específicas. Toda
diferencia de opinión o de punto de vista se concibe como ofensa y enemistad.
Por ello, la pretensión de imponer un tipo de pensamiento al mundo lleva
siempre al adoctrinamiento y a la violencia para someter a la realidad y a la
pluralidad.
Este
tipo de pensamiento dogmático no permite actitudes y prácticas cívicas, ni
tolerantes, y por ello impide a las personas el ejercicio de un juicio político
razonado. De Kant, Arendt toma la idea del juicio político como una de las
virtudes principales de un ciudadano democrático que implica aprender a valorar
nuestro punto de vista en relación con los puntos de vista de otras personas,
para ampliar nuestra conciencia y comprender el bien común en una sociedad
pluralista.
Las
ideologías pueden atrofiar el sentido de realidad del mundo cuando sus
defensores no son sensibles a lo que sucede en él, ni a las evidencias de un mundo
con una condición humana plural y que se guían por normas preestablecidas. En
cambio, cuando permanecemos atentos a escuchar distintas opiniones y a observar
el impacto de la realidad y la pluralidad sobre nuestro pensamiento, se abre la
posibilidad de realizar un proceso de revisión, auto-examinación y auto-crítica
con nosotros mismos. A ese proceso Hannah Arendt lo llamaba juicio político.
El
juicio político está vinculado entonces con el diálogo que se establece entre
uno y uno mismo y que se encuentra en la base de la facultad de la conciencia
(LM: 186-191). La participación y el diálogo con el mundo de la realidad y con
un debate plural en el espacio público (la participación en la razón práctica)
produce un diálogo entre el sí y el sí mismo, desatando la auto-examinación y
el pensamiento. Conciencia y pensamiento no serían lo mismo, pero sin la
primera el pensamiento no sería posible (LM: 186-191; TMC: 184-185). Junto con
estas facultades va relacionada también la capacidad para escuchar y la conciencia
de falibilidad, competencias políticas esenciales para la convivencia política
plural y tolerante.
Así,
el juicio político nos requeriría de la responsabilidad para entender puntos de
vista con los que no congeniamos, de un esfuerzo por comprender los
razonamientos de los puntos de vista contrarios a los nuestros y representarlos
y sopesarlos en nuestro intelecto, por medio de un acto de imaginación. Esto
produciría una ejercicio de mentalidad ampliada que abre la mente a la
sensibilidad necesaria para la comprensión de que las personas somos diferentes
y que cada una tendrá un punto de vista particular sobre las cosas o
cuestiones; así también que la comprensión de los argumentos y razonamientos
ajenos a los nuestros nos proporcionan aprendizajes que nos enriquecen como
personas, ampliando nuestra sensibilidad y nuestra conciencia hacia lo humano
(LM: 76 y 92; LKPP: 36-42).
Por
ello, Kant relacionaba la facultad de pensamiento y la responsabilidad con la
participación en el uso público de la razón. El pensamiento crítico no sólo se
utiliza para revisar los dogmas, doctrinas, prejuicios y tradiciones de la
sociedad, sino también debe ser aplicado hacia el propio pensamiento, actitudes
y valores. No se trata de adoptar los puntos de vista ajenos, sino desligarnos
de los juicios previos e intereses que tenemos en el mundo posibilitando un
razonamiento con imparcialidad, apertura y compromiso con las personas en su
diversidad (LKPP: 42).
Por
eso, los derechos a la libre expresión y la participación en el uso público de
la razón se encuentran totalmente asociados a las capacidades para el
pensamiento y el juicio políticos y, asimismo, dicho ejercicio de la razón
ayuda a sacar del aislamiento a los individuos permitiendo formas de
sociabilidad que prefiguran el compromiso mutuo y la solidaridad cívica:
el
ejercicio de la mentalidad ampliada nos desvelaría la naturaleza del mundo en
la medida en que se trata de un mundo común y sería entonces la actividad más
importante en la que se produce este compartir-el-mundo-con-los-demás (CC:
221).
Su
filosofía ética, en ese sentido, sienta las bases para la reflexión en torno a
un tipo de pensamiento político laico y secular que afirme una apertura
constante hacia la duda, la razón práctica, la revisión y la auto-examinación
de nuestras propias categorías y hábitos de pensamiento, de manera que los
ciudadanos puedan acceder a un diálogo en donde se pongan a prueba la revisión
personal de los propios hábitos, prácticas y valores, y que a través de
escuchar y respetar a otros en su diferencia, a través de entender la posición
de otros, se pueda abrir la posibilidad de generar lazos comunes de
comprensión, solidaridad, entendimiento y compromiso mutuos.
Ello
requeriría aceptar y tener una firme decisión por compartir el mundo con otros
seres humanos en toda su pluralidad, y el resultado sería la dignificación de
la política y de la propia humanidad en su pluralidad.
Libertad
y responsabilidad
El
ejercicio de la libertad política, tal como fue comprendido y defendido por los
autores republicanos de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII,
significaba la capacidad para alzar la voz y ejercer el disenso ante los
excesos tiránicos del poder; la capacidad para mostrar las diferencias, para
disentir y para argumentar; para ejercer el juicio crítico frente al poder y no
sujetarse a él o no obedecer cuando el resultado es la injusticia o la
coerción. Recordemos que frente a las monarquías absolutas, la ilustración
republicana proponía una idea de libertad entendida como no sujeción a ninguna
voluntad ajena a uno mismo y no dominación (Skinner, 2008).
En
una época de dictaduras y totalitarismos, la filosofía de la responsabilidad de
Arendt recupera lo mejor de la tradición revolucionaria de los siglos XVII y
XVIII para recordarnos que la responsabilidad política significa de manera muy
relevante que las sociedades no pierdan la capacidad humana para el ejercicio
de la libertad y la autonomía, alzando la voz y ejerciendo el disenso ante la
dominación ilegítima del poder político o social, que lleva a la violación de
los derechos. Una actitud de ciudadanía y vigilancia que se opone a las formas
de dominación y que actúa como parte sustantiva del cuidado y defensa de los
derechos y de las libertades.
En
este sentido, siguiendo este otro razonamiento del republicanismo arendtiano,
la responsabilidad cívica en sociedades democráticas debe implicar las
capacidades políticas de los ciudadanos para ejercer la libertad para mostrar
las diferencias, para disentir, para argumentar, para no sujetarse o no
obedecer ante un poder político o social tiránico cuyo resultado sea la
injusticia, la violencia, la dominación, el aplastamiento de los derechos de
los demás o el daño (PRUD, 1964; EJ, 1963). Si las democracias otorgan esos
derechos a la libertad de expresión y a la libre asociación no se puede
renunciar al verdadero contenido de la libertad y de la acción políticas, cuya
naturaleza es el disenso por medio de la razón y la argumentación, y
particularmente, a partir de la modernidad, cuando suceden violaciones a los
derechos fundamentales.3
Asimismo,
la filosofía ética de Arendt se complementa con una teoría de la democracia que
afirma la importancia de los consensos en torno a las instituciones, derechos y
procedimientos democráticos que ayudan a salvaguardar la libertad y que son
necesarios para establecer límites a la política y a las derivaciones
peligrosas en el ejercicio de la acción y la libertad políticas: cultura de la
legalidad, división de poderes y contrapesos, estructura institucional
democrática, límites al poder, entre otros.
El
resultado es una teoría ética que busca los equilibrios entre la importancia de
la afirmación y el cuidado de la libertad —la cual conlleva espontaneidad y
contingencia y que, por lo tanto, necesita de un espacio sin determinismos—,
pero también estableciendo y respetando los límites constitucionales adecuados
para preservar y cuidar de los derechos y libertades que son los espacios que
abren y cuidan la posibilidad para el surgimiento de la acción y de la libertad
política e individual.
Por
ello, esta salvaguarda, tomando los elementos de la tradición republicana,
implicaría aceptar los límites y contenciones al poder tanto de un líder,
caudillo o monarca, como de una mayoría democrática. Significa una cultura
societal convencida respecto a los procedimientos y límites constitucionales
que protegen los derechos y las libertades, frente a cualquier forma de poder
político o social y frente a cualquier gobierno o movimiento político que
atente contra ellas sea éste de derechas o de izquierdas. De ahí la importancia
de construir una identidad democrática y republicana más allá de las diversas
ideologías políticas existentes.
Conclusiones
Las
reflexiones teórico-políticas del republicanismo cívico de Hannah Arendt
aportan importantes contribuciones para la reflexión normativa en torno a la
construcción de democracias más sustantivas, basadas en culturas con una ética
cívica democrática republicana, deliberativa y asociativa necesarias para la
mejora de las democracias, en lo que corresponde al fortalecimiento de los
regímenes constitucionales democráticos y la cultura de la legalidad basada en
el marco regulatorio de los derechos humanos para la convivencia.
La
historia política de la democracia nos ha mostrado que su establecimiento no
garantiza su estabilidad y permanencia y que ésta llega a caer si las
condiciones políticas y culturales de la sociedad no la favorecen. De ahí que
esta reflexión sobre nuestra cultura ético-política sea relevante para la
construcción de las condiciones necesarias para convertirnos en sociedades
protectoras de derechos.
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1 Para
Tocqueville, el individualismo es "un sentimiento que induce a cada
ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su
familia y sus amigos, de suerte que después de formar una pequeña sociedad para
su uso particular, abandona a la grande a su destino"; asimismo, el
"egoísmo" sería quien "desarrolla un amor apasionado y exagerado
hacia la propia persona que induce al hombre a no referir nada sino a uno mismo
y a preferirse en todo" (2002:128).
2 Por
supuesto, la diversidad de opiniones y la tolerancia hacia las mismas está
delimitada por los derechos de las personas, por lo que opiniones contrarias a
ellas no deben ser aceptadas en el espacio público.
3 Hablando
sobre la responsabilidad dentro de las dictaduras y los totalitarismos en el
ensayo "Responsabilidad personal dentro de las dictaduras", Arendt
argumenta que aquellos que muestran obediencia, asienten y apoyan a esos
regímenes. Podemos pensar, nos dice, qué sucedería si todos aquellos que
"responsablemente obedecen" dentro de estas formas de gobierno se
niegan a dar su asentimiento aun sin ninguna rebelión o resistencia de por
medio, simplemente negándose a obedecer. Es realmente eso lo que caracterizaría
al potencial de poder de la libertad individual (PRUD:47-48).
* Maestra
en Teoría Política por la London School of Economics and Political Science del
Reino Unido. Recientemente concluyó el Doctorado en Teoría Política en la
Universidad Autónoma de Madrid. La profesora está adscrita al Centro de
Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma del
Estado de México.
Fuente: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-16162013000300006
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