Pablo Montes Gómez (*)
La cuestión catalana es una problemática con
muchos niveles de profundidad. No es una sola cuestión nacional, que por
supuesto. Lo es también de clase, de crisis del sistema parlamentario y de
régimen… y hasta de paradigmas. Y, claro, plantea retos históricos e
intelectuales que me temo que la izquierda de este país no comprende. Lo que es
peor, tiene la actitud propia del necio.
Veamos algunas cosas que a estas alturas están
(o habrían de estar ya superadas):
1ª) que el independentismo
es una cortina de humo montada por la burguesía catalana.
2ª) que es por una cuestión puramente
económica (un argumento que en algunos casos lindaba el biologismo pero que se
llegó a sostener insistentemente, no obstante, a estas alturas ¿dónde ha
quedado?)
3ª) que es un fenómeno
reciente desconectado de otras lógicas históricas. 4ª) que está desconectado
del resto de fenómenos de protesta que se sucedieron en los años precedentes. (De
todos aquellos fenómenos, en realidad, sólo queda éste.) 5ª) que, como en
Italia, el soberanismo es algo excluyente, supremacista y, por tanto, de
extrema derecha.
Trataré de tocar alguno de
estos puntos, aunque me centraré en un análisis histórico de los antecedentes de la relación entre España y Cataluña.
estos puntos, aunque me centraré en un análisis histórico de los antecedentes de la relación entre España y Cataluña.
I Es de sobra conocido que
nuestro país tenía durante la crisis de la Restauración tres problemas
históricos irresueltos, a saber: los de la cuestión social, nacional y
colonial/imperial, todo ello aderezado con el fantasma castrense, con un
ejército que acostumbraba a inmiscuirse en los asuntos civiles.
El fin del trauma de la
dictadura franquista y la llegada de una democracia más o menos homologable a
las de nuestro entorno había dado la ilusión de haber dejado atrás estos viejos
fantasmas del pasado, que siempre han constituido, por otra parte, los
espectros de nuestra derecha.
Tratemos de ver un poco todo
esto. La crisis económica puso en claro y sobre la mesa que la cuestión social
sigue siendo un tema candente y, por si había alguna duda, una herida no
cerrada. El 15- M fue quizá el síntoma más evidente de esto y, bien mirado, sus
aspiraciones no distaron mucho de las del independentismo: el objetivo era una
forma de gobernarse, equivocada o quimérica, de otro modo, de una manera
distinta a la que el vocablo «España» es seña de triste identidad y que la
izquierda tanto ha criticado desde tiempos inmemoriales. (Capitalismo de
amiguetes, señoritos andaluces, llenarse la boca de «España» y tener cuentas en
el extranjero, gobernar dejando de lado los intereses colectivos… En fin, unos
regímenes de fuertes connotaciones oligárquicas.)
El pujolismo vivía y bebía
en esta tradición política. Lo que es más, formó parte indispensable de su
entramado. Sin embargo, hoy es absolutamente denostado en Cataluña y la derecha
catalanista que es su heredera directa lucha desesperada por sacudirse esta
herencia.
En realidad, el
republicanismo, históricamente, tuvo en su discurso la oposición férrea a esta
«España negra» y los republicanos siempre aspiraron a realizar otra España
apelando al buen gobierno y a una gestión ética de la cosa pública. A decir
verdad, tanto el 15-M como el independentismo comparten esta cosmovisión. Y es
lo que identifica fácilmente el movimiento independentista, no como conservador
y de derechas sino de izquierda y progresista.
Veamos someramente la
trayectoria del catalanismo de derechas y su relación con el conservadurismo
español, comparándola con la del de izquierdas.
II
De entrada, lo primero que debe decirse es que
son distintos y claramente diferenciados. Apunto esto porque la idea de nación
posee para muchos un sentido inequívocamente reaccionario. Sin embargo, esa
potente idea (quizá el concepto político más poderoso de la contemporaneidad)
que había servido en el siglo XVIII y buena parte del XIX como corriente de
oposición al poder absoluto de los monarcas, fue objeto a partir del último
tercio del Ochocientos de una transformación vertical para manipularla en favor
de las lógicas de Estado.
Fue en ese último cuarto de
siglo cuando, con la «creación de la nación por parte del Estado» (en nuestro
país esto es, con el desarrollo de un ideal nacionalista español) aparecieron
los distintos «regionalismos» peninsulares.
Como es natural y lógico,
las naciones que no disponían de Estado propio sino que estaban integradas en
otros, tuvieron comportamientos en no poco contrapuestos. Como distinguía con
pasión Lenin, una cosa es el nacionalismo de la nación oprimida y otro muy
distinto el de la nación opresora. Claro que el tema de las naciones dominantes
sobre otras dentro de un mismo Estado suena a muchos entre metafísico e
imaginario. O, en el mejor de los casos, no aplicable a nuestro país. Dicho de
otro modo, una cosa es hablar de Irlanda durante la dominación inglesa o del
imperio ruso, y otra muy distinta hacerlo de Europa occidental, y mucho menos
aplicarlo a España. Como afirmó Terry Eagleton, la ideología, como la
halitosis, es algo que le ocurre a los demás.
Desde luego, la idea de que
Castilla domina sobre otras realidades nacionales (en el caso de que se acepte
que las haya, que no siempre es así) como la rusa dominaba sobre los
georgianos, kazajos o armenios, por ejemplo, es evidentemente una deformación o
un burdo reduccionismo que ridiculizaría un concepto tan serio. Ahora bien,
dudo que nadie esté en condiciones de negar que existe una evidente asociación
de “España” y “lo español” a lo castellano, incluso para deformar lo andaluz y
Andalucía haciendo de esa tierra una extensión de esta idea nacional,
convirtiendo sus tradiciones culturales de resistencia en mero folclore. Que
existen dos Españas, una progresista y otra reaccionaria, como por otra parte
sucede en cualquier país del mundo (no es exclusivo del nuestro) no hará falta
decirlo. Sí tal vez que esos proyectos se han articulado en torno a
interpretaciones de la historia de nuestro país distintas y antagónicas que aún
hoy chocan en la Guerra de España. Lo que es lo mismo, en la memoria histórica.
La identificación de la voz «España» a uno de
esos proyectos (el reaccionario) creo que está fuera de toda duda. Por dos
motivos fundamentales:
1) Por su larga trayectoria.
Arranca en el último tercio de siglo XIX para, más tarde, ser implementada
durante el reinado de Alfonso XIII (cambiando la identidad imperial por la
nacional-católica), aumentando grandemente su intensidad con la dictadura de
Primo de Rivera y completándose tras el golpe de Estado de 1936, gracias a
cuarenta años de dictadura;
2) Después, porque tras el fin del franquismo
la izquierda aceptó sin miramientos aquello de “no reabrir viejas heridas”, con
lo que ha dejado sin combatir ni tratar de recuperar para sí una idea y un
proyecto de España. Ello ha generado un doble efecto: por un lado, que la
izquierda de ámbito estatal no tenga un proyecto nacional de España (de ahí que
Pablo Iglesias llegara a proponer, cuando aún era un tipo popular, que una
futurible república española habría de adoptar la bandera monárquica); por
otro, que la izquierda de proyecto ‘autonómico’ haga la guerra por su cuenta
(por cierto, con más éxito), separada de la estatal.
Voy a dar algunos datos para
ilustrar esta situación de proyectos diferenciados de Estado.
Que Cataluña es un
territorio importante de España no es necesario subrayarlo. Sin embargo, entre
1814 y 1900, es decir, todo el siglo XIX, los catalanes sólo participaron en 20
gabinetes de gobierno (¡de un total de 115!). Yéndonos a la Restauración, el
número de ministros provenientes de Castilla y Andalucía fue abrumador. Con
Alfonso XII, de un total de 84, 47 lo fueron de estos dos territorios, mientras
que con Alfonso XIII, de 134, lo serían 85. En los trescientos años que van de
1700 a 2000, de más de mil ministros, sólo 78 lo serían catalanes. Contrasta
esta proporción con la, en palabras de Jose Manuel Cuenca Toribio, «clara y
evidente proyección ministerial [catalana] en los periodos vanguardistas y
modernizadores» que tanto han escaseado en nuestro país. De hecho, llegó a ser
«sobresaliente» durante la II República y, especialmente, el Frente Popular.1
En el lenguaje de Nicos Poulantzas, la fracción hegemónica era desde luego, en
términos de nación, la castellana, a la que la monarquía, ya desde los
Habsburgo, ligó su destino. Esto tuvo su traducción directa en el enorme peso
que tuvo el sector primario sobre los otros dos, hasta fechas bastante
recientes en realidad. Incluso cuando por su peso en el PIB ya había perdido
predominancia. De hecho, en 1880, el sector primario era el más importante y
representaba casi el 40% del total del PIB. Perdería el primer puesto en la
década siguiente, cuando el terciario pasó a tener el 38,40 y el secundario un
33,61.
En 1900, este último también
le había sobrepasado y las cifras eran, para el primario, secundario y
terciario, de 29,89; 30,28 y 39,83. Para cuando nos hallemos en la antesala de
la República, las cifras serían, respectivamente, de 22,78; 32,25 y 44,97. A
pesar de estos cambios, el campo empleaba, todavía en 1930, a algo menos de la
mitad de la masa laboral del país (algo más de 4 millones de personas) sobre un
total de 8.672.000 trabajadores. La Gran Guerra había representado, no
obstante, CUENCA TORIBIO, José Manuel, MIRANDA GARCÍA: El poder y sus hombres:
¿por 1 quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas,
1998, p.48 4 Viernes, 5 de abril de 2019 un gran cambio, pues en 1920 el
porcentaje de empleados en el campo era de prácticamente el 60% y en 1910 de
casi el 70%.
Es decir, un país
eminentemente agrario que proporcionalmente aportaba mucho menos al conjunto
del país que los otros dos.
Esta situación tenía su correlación lógica en
la rivalidad entre oligarquías. Por un lado, la castellana y andaluza del
campo, y, por otro, los industriales de Cataluña y País Vasco,
fundamentalmente. Sus relaciones serían tensas durante toda la etapa
restauracionista, a pesar de que se hubieran puesto de acuerdo para conspirar
contra la I República (y lo hicieran, de hecho, para hacer lo propio contra la
segunda). La burguesía catalana, que se había erigido en la primera potencia
industrial del Estado, celebró un congreso económico nacional, en el que los
industriales y los agrarios forjaron lo que se dio en llamar un «frente proteccionista».
En términos gramscianos,
formaron un bloque industrial-agrario. No era una tentativa reciente. La
burguesía catalana llevaba cuarenta años presionando en este sentido y ahora,
en el cambio de siglo, lograba que los agrarios (que ya habían perdido peso en
el conjunto de la economía), configurasen con ellos, a través del eje
Bilbao-Barcelona-Valladolid, la política económica española. Los resultados se
notaron casi instantáneamente. Los aranceles subieron tan deprisa que en 1906
España tenía los más altos de todo el continente. ¿Quién pagó las
consecuencias? Por supuesto, las clases populares, que vieron cómo aumentaba el
precio de los productos básicos, al ser cada vez más costosa su importación.
Sin ir más lejos, el trigo, que por su producción deficitaria dentro de
nuestras fronteras había de ser importado anualmente para controlar su precio.
III
Las consecuencias que ello
tendría serían capitales, como no tardaremos en comprobar. De momento, hemos de
subrayar la importancia esencial que para la cultura política en Cataluña tiene
y ha tenido siempre la cuestión nacional. Difícilmente hallaremos un dato más
elocuente de esto que el cambio de denominación que asumió la central
anarquista en 1910.
Los internacionalistas «antipolíticos»
enemigos de toda forma de Estado cambiaron la denominación de «regional» que se
habían autoimpuesto tras su escisión de la AIT, por la de «nacional», aceptando
implícitamente, como ha señalado Angel Smith, la idea de España bien como
nación bien como nación de naciones.
Pero esta importante
cuestión, por supuesto, no resultó ser un fenómeno exclusivo de aquí. En
aquellos lugares en los que la identidad nacional se convirtió en fuerza
movilizadora constituyó —en palabras de Eric Hobsbawm— «un sustrato general de
la política». Y en Cataluña sin ninguna duda así fue. Hasta la década de los 80
del XIX, tal y como indica Pere Gabriel, «A los hombres de derechas les era
difícil autocualificarse de “catalanistas” en la medida que el catalanismo
giraba alrededor de la formulación federal y progresista», que bebía en gran
medida de la figura de Pi i Margall.
Sería a lo largo de la
década del noventa que comienza la apropiación exitosa por parte de las clases
dominantes del concepto de nación, pasando de esta manera la hegemonía del
catalanismo a manos de la derecha. No ayudó demasiado el hecho de que la clase
obrera estuviera, desde finales de siglo, viviendo un proceso de cohesión y
ampliación, reforzando la personalidad e identidad propias. Ello la llevó a un
forzoso alejamiento de sus aliados históricos: las clases medias republicanas.
Con el 98 se perdería definitivamente el mercado colonial, en el que los
industriales catalanes colocaban sus productos ante un mercado interior apenas
desarrollado. Y en un momento de honda crisis de identidad nacional, en 1901,
se creaba la Lliga Regionalista, con la clara voluntad de discutir la dirección
política del régimen a quienes hasta entonces habían llevado las riendas del
país: los grupos dinásticos. Y el momento de mayor esplendor para la Lliga
coincidió, no por casualidad, con la caída de las izquierdas.
El fenómeno, si bien es
común al conjunto del Estado, en Cataluña tuvo sus propios tempos y el momento
lo marcaría el fracaso de la Unió Federal Nacionalista Republicana, en 1913. A
partir de entonces, los republicanos catalanes, que se seguían moviendo en los
márgenes tradicionales del catalanismo, no harían otra cosa que montar
plataformas para tratar de atraerse a los trabajadores. La Unió Catalanista de
Domènec Martí i Julià; el Bloc Republicà Autonomista y el Partit Republicà
Català de Francesc Layret y Lluís Companys (partido que incluso llegó a
solicitar su ingreso en la III Internacional); la Federación Democràtico
Nacionalista y Estat Català de Francesc Macià; la Federación Socialista
Catalana de Manuel Serra i Moret y, más tarde, la Unió Socialista de Catalunya
de éste y Rafael Campalans, ambas sobre las bases que había tentado años antes
de implantar Antoni Fabra Ribas.
Todos y cada uno de estos
partidos será una propuesta cada vez más escorada hacia la izquierda que la
anterior. Y todas tendrían un elemento en común: tratar de vincular lo social
con lo nacional.
La Constitución Soviética de
1918 tendrá una importancia central en ese proceso de acercamiento posterior.
La sanción de la «libre unión de naciones» que aquel texto recogía, ligó por
fin para el obrerismo europeo los elementos de clase y cuestión nacional. Los
republicanos catalanistas respondieron a este gesto incorporando las demandas
sociales del obrerismo, que a su vez venían inspiradas en los nuevos vientos
del este, cuya consolidación no llegaría a pesar de todo hasta la segunda
posguerra.
IV
Años antes de que todo esto
se le pudiera pasar a nadie por la cabeza, al empezar la Primera Guerra
Mundial, los industriales catalanes decidieron desplazarse a Madrid para
solicitar del rey Alfonso XIII el veto a la exportación de trigo, a lo cual el
rey accedió.
Por supuesto, a medida que la guerra en Europa
se fue estancando, los precios subieron. Fue así como, en el otoño del mismo
año de 1914, la oligarquía agraria presionó hasta conseguir que el veto fuese
retirado. Prácticamente, la evolución de la protesta social durante los años de
la conflagración mundial puede ser medido en relación directa con el incremento
de precios en los productos básicos. Durante la crisis del verano de 1917, a la
que se llega por los problemas de la protesta social y las preocupaciones que
la burguesía catalana tiene de la misma, la Lliga lo que trataría, al convocar
la afamada Asamblea de Parlamentarios, es hacerse con las riendas del régimen.
Pero aquello no fue nunca un acto de desafío, ni tan siquiera de desobediencia,
aunque logró en gran medida sus propósitos, al entrar en el gobierno tras las
elecciones del febrero siguiente. Por lo demás, el cierre de filas con el
régimen y la monarquía son hechos más que reconocidos. Incluso con la dictadura
primorriverista, que hoy está aceptado que representó una especie de ensayo
general de la dictadura franquista, la Lliga mostró desafección y distancia,
pero no oposición. Y no la mostraron porque jamás las clases dominantes
catalanas tuvieron por proyecto romper con el Estado. Desde la campaña de «la
Espanya catalana» que la Lliga propondría por estos años —con un Francesc Cambó
que siempre tuvo en su mente a Cataluña como cabeza de España—, a la más
estricta actualidad.
Joan Tafalla, quien ha reflexionado mucho y
muy bien en torno al procés y a los comportamientos de clase dentro del mismo,
ha escrito recientemente: “La seva
actitud [la de l’alta burgesia radicada a Catalunya] davant el règim de 1978 i
davant el regne d’Espanya sempre ha estat de participació activa i entusiasta.
I continua sent-ho. En cap moment, l’alta burgesia radicada a Catalunya s’ha
mostrat ni antiespanyola, ni, encara menys, favorable a la independència. D’una
banda, Foment de Treball Nacional (FNT) ha seguit la seva tradició anterior a
la guerra civil i al franquisme: per a ella, la N de «nacional» que apareix en
les seves sigles es refereix a la nació espanyola que el Regne d’Espanya pretén
conformar. La burgesia radicada a Catalunya ha tingut i té el seu mercat
«nacional» en els territoris compresos en el Regne d’Espanya. Malgrat la
internacionalització de l’economia, aquesta realitat encara es manté. I la
burgesia sol confondre la nació amb el mercat.”
Esto se dejó ver
particularmente bien en el proceso de disolución de la Restauración. En 1919,
durante la huela de La Canadiense, el gobernador civil González Rothwos lanzó
un bando por el que quedaba terminantemente prohibida la ostentación de la
bandera catalana y el «uso, por persona alguna, de todo emblema o distintivo
que no sea de carácter reglamentario», lo que presumiblemente hacía referencia
(entre la gama de insignias) a lazos amarillos, prohibidos ya doscientos años
antes por Felipe V tras el sitio de Barcelona.
Ya con la dictadura, la cultura catalana
sufriría una fuerte represión que, obviamente, también afectó a las
organizaciones obreras, puesto que la masa trabajadora catalana no era sólo
foránea. Más aún, hablaba esencialmente catalán. Incluso en la capital, por
mucho que en el proletariado barcelonés estuviera acostumbrado al castellano,
la situación lingüística en el Principat aún sería, hasta finales del siglo
XIX, de prácticamente monolingüismo. Y no se alteraría sustancialmente, a pesar
de la importante inmigración del sur de España y Aragón que trajo la Gran
Guerra, hasta la expansión de la escolarización en los años treinta y, muy
especialmente, con el franquismo.
Hasta al menos mitad de
siglo XX, la sociedad catalana no comienza a ser bilingüe. Las causas son
varias y entre ellas está la política gubernamental de prohibición del catalán,
el fuerte aumento de la escolarización o la llegada de una gran masa inmigrante
procedente principalmente de Andalucía, pero también la expansión de los medios
de comunicación, muy especialmente la radio y la televisión, y del cine y los
espectáculos de variedades (de los cuales el Paral.lel es testigo de honor)
como grandes protagonistas del ocio de masas.2
Pero regresemos a la primera dictadura. A la
prohibición del catalán seguirían todo un conjunto de situaciones, como la
clausura del Orfeó Català por haber tocado en Roma, dentro de una gira que
estaba realizando por Europa, una «determinada canción política aquí
prohibida», BERNAT, Francesc; GALINDO, Mireia; ROSSELLÓ, Carles de (2019): «Des
de Quin som 2 bilingües els catalans?». Apunts de sociolingüística i política
lingüística, 7, 1-4. según palabras del gobernador civil de Cataluña, Milans
del Bosch. Se refería, muy probablemente, a «els Segadors». Apenas unos días
más tarde, en un partido contra la selección inglesa programado para homenajear
al propio Orfeó, era clausurado el Camp Nou por pitar la Marcha Real (junio de
1925).
Aquella agresiva política de
españolización de masas que se vivió durante la dictadura que llegó incluso a
prohibir, en la primavera de 1926, dar misa en catalán, favoreció el
acercamiento entre los sectores populares que más tarde harían posible la
República. Al caer la dictadura, un activo afiliado a la Lliga, el comte Juan
Antonio Güell, ejercería de alcalde de Barcelona por indicación directa del
rey. En realidad, al final del período castrense, era tal el descrédito que
había acumulado la Lliga que, luego de perder estrepitosamente las elecciones
de abril y junio de 1931, se vio obligada a cambiar la adjetivación
Regionalista de su nombre por la de Catalanista.
De este modo, la bandera del
catalanismo, que había tratado infructuosamente de arrebatarle la izquierda
republicana a la Lliga desde que ésta entró en escena, lograría ser recuperada
para la causa popular gracias a dos elementos que podría decirse que no
dependían en ningún caso de los propios interesados, aunque en distinta medida:
por un lado, la asociación de lo social a lo nacional, que lograría cuajar con
enorme fuerza en un momento en que esto pasó a ser vertebral en la cuestión
política de Cataluña (con la represión social y cultural de la dictadura); por
otro, el posicionamiento inicial de la Lliga a favor del golpe de Estado.
V
En la formación de Esquerra Republicana de
Catalunya se plasma este proceso de acercamiento interclasista en el que lo
social y lo nacional se dan la mano. Así, el nuevo partido sería fundado sobre
los principios de la personalidad nacional de Cataluña, la federación con otros
pueblos ibéricos, derechos del hombre y del ciudadano, y socialización de la
riqueza en beneficio de la colectividad. En consecuencia, los trabajadores
catalanes, mayoritariamente anarquistas, le darían su apoyo, más o menos
constante, durante toda la república (hasta el punto que ERC nunca perdería
unas elecciones). Sólo la fracción minoritaria del maximalismo que representaba
el grupo de Los Solidarios (que, no obstante su reducido peso numérico, se
haría con el control de la CNT) le daría la espalda a Esquerra. Y también a la
República. Hasta en tres 9 Viernes, 5 de abril de 2019 ocasiones llamaron a
insurreccionarse contra ésta, oponiéndose además firmemente a participar en las
elecciones. Su estrategia no es que no pueda ser tildada de otra cosa que de
fracaso, es que alejó a los trabajadores que integraban la CNT de su propia
organización. Si en la primavera de 1931 la central sindicalista afirmaba
tener, sólo en Cataluña, más de trescientos mil afilados, en marzo de 1933
reconocía que ya eran menos de ciento cincuenta mil (de los que cotizaban menos
de la mitad), para aún perder antes de acabar dicho año otros cincuenta mil miembros
más. El grupo maximalista de Los Solidarios, nada sensible a la cuestión
nacional, era al tiempo enemigo de la colaboración de clase y, por tanto, del
interclasismo que había dado luz a la República y que daría también lugar a la
creación del frentepopulismo antifascista.
La cuestión social y la cuestión nacional,
fueron entonces dos piezas clave a través de las cuales quebrar por completo la
hegemonía del régimen dinástico (que, huelga decir, también sostuvo la Lliga) y
poder sustituirla por una de corte popular sustentada en una cultura
democrática que venía de antiguo y que, por supuesto, era republicana. A decir
verdad, de esta idea bebió el PSUC al fundarse (único partido sin Estado propio
que sería incluido en la III Internacional), a estos posicionamientos llegó
José Díaz durante la guerra y es lo que prevaleció en el Manifiesto Programa
del PCE, redactado durante largos e intensos debates tenidos en plena
clandestinidad entre los años finales de los sesenta y setenta. El primer punto
de aquel programa para una «democracia antimonopolista y antilatifundista», se
refería a las libertades políticas y sociales, así como a la reforma del
sistema penitenciario y a la abolición de la pena de muerte. Los tres
siguientes puntos (2, 3 y 4), sin embargo, centraban la atención sobre la
cuestión nacionalterritorial y sólo inmediatamente después encontramos asuntos
tan sobresalientes como «la nacionalización de la banca» (5), la
«nacionalización de las grandes empresas monopolistas» o la «supresión de la propiedad
latifundista» (6). Entonces parecía algo de primer orden, por delante incluso
de las cuestiones materiales de clase, el «inalienable derecho de los pueblos a
decidir libremente de sus destinos», reconociendo «el carácter multinacional
del Estado español y el derecho de autodeterminación» (en dicho orden). Pienso
que entonces se habían comprendido.
La dominación de clase no se
ejerce única y exclusivamente sobre bases materiales, sino también culturales.
Que la cuestión nacional resultaba ser una de las claves de bóveda para la
democratización de nuestro país era evidente entonces, pero del mismo modo
debiera serlo ahora.
La propuesta, desde luego, no es en absoluto
novedosa y, como vemos, viene de muy atrás. A decir verdad, la destacó Dolores
Ibárruri en su informe al PCE en septiembre de 1970, cuando afirmó que En
España la cuestión nacional —que con la República comenzó a abordarse— va
indisolublemente unida a la lucha por la democracia y el socialismo. A la vista
está que esto hace décadas que ha dejado de ser así. Y a la vista está que la
izquierda se resiente.
No hace falta demasiado para
darse cuenta de que en la lucha por la hegemonía se han venido imponiendo las
clases dominantes (en no poco, por haberse negado la izquierda a discutir este
espacio de combate), hasta el punto de ser posible ya aseverar que han cooptado
no pocos elementos de la oposición al régimen. Como escribiera Gramsci, Todo
lenguaje contiene los elementos de una concepción del mundo y de la cultura.
(…) Quien sólo habla un dialecto o comprende en escala limitada el idioma
nacional, necesariamente ha de participar de una concepción del mundo en cierto
modo limitada y provincial. La idea, pues, del nacionalismo como una ideología
en sí reaccionaria, además de carecer de base histórica y crítica, no ayuda a
entender la situación catalana. Ni permite actuar en la española. VI Bien
mirando, memoria histórica y cuestión nacional tocan el mismo punto de la
hegemonía de la derecha, la que sostiene el régimen del ‘78 y en la cual ha
caído (como mínimo en la segunda) el PSOE.
¿Qué fuerzas en realidad no
han renunciado a la disputa cultural? La respuesta es simple: las izquierdas
llamadas desde ese agujero negro que desde su centro busca absorberlo todo
“periféricas”, son las únicas que han ligado (o tratado de ligar) lo nacional y
lo social. Al coste (obviamente, no para ellas, sino para las de proyecto
estatal) de hacerlo exclusivamente desde sus ‘países’, entregando de esta forma
y por entero la idea de España al conservadurismo. Tal y como dijera Rovira i
Virgili, cada vez que hay una crisis en el Estado surge el proyecto de
república en Cataluña.
Este instinto presente en la
sociedad catalana, dada la importancia que este territorio ha tenido para el
proyecto democrático en nuestro país, debería ser aprovechado por la izquierda
española en lugar de combatirlo, puesto que al hacerlo cava su propia tumba.
Inclusive, a la izquierda le interesa particularmente, en este momento
histórico concreto que vive, abandonar la infantil asociación de lo nacional a
poco menos que lo fascista, pues lo nacional y lo social, hoy, de un modo
distinto al de cien años atrás pero en una evolución lógica, vuelven a
confundirse.
En una entrevista reciente,
el sociólogo Wolfgang Streeck afirmaba: El experimento neoliberal ha fracasado:
no ha traído prosperidad ni ha resuelto el conflicto entre las clases, mientras
vemos que en muchos países aparecen distintas formas de revuelta contra el
capitalismo globalizado, movimientos anticapitalistas o, mejor dicho,
antiinternacionalistas.
El neoliberalismo siempre
fue un movimiento internacional que abrió las economías nacionales, y ese es
ahora el objetivo de la resistencia. En parte sucede esto porque la izquierda
de la tercera vía se unió a la fiesta internacionalista en medio de la euforia
globalizadora y perdió la conexión con la gente a la que el sistema iba dejando
atrás. Por eso los “chalecos amarillos” en Francia ya no se consideran de
izquierdas, porque la izquierda no ha sabido responder a sus preocupaciones y
los sindicatos han quedado fuera de la lucha.3
No será casualidad que
mientras en España asistimos a la caída de las opciones socialdemócratas, en
Cataluña ERC experimenta una subida sin precedentes y ha pasado a constituirse
en el rival a batir por todos. Es falsa la opinión que los oportunistas
buscaron extender de que los antiguos feudos socialistas (o «distritos rojos»)
viraron hacia la derecha, dando su apoyo a C’s, movidos fundamentalmente por la
cuestión nacional. Los viejos fantasmas del pasado, tal y como hemos podido
observar, continúan estando muy presentes y nuestra derecha, cual aprendiz de
brujo, no duda en invocarlos cuando resulta oportuno.
No parece por tanto que hayamos avanzado mucho
en los últimos ciento cincuenta años. Tal vez sólo hemos logrado desterrar la
sombra castrense de nuestra vida pública, lo cual bien es cierto que no es
poco. Ahora bien, ¿es así? Con el traspaso del mando de jefe de los ejércitos
con motivo de la abdicación de Juan Carlos I en favor de su hijo Felipe, se
desarrolló una escena inquietante: En ese día no hubo una abdicación, sino dos
abdicaciones, separadas espacial y temporalmente. Por la mañana se produjo la
que podríamos denominar abdicación ‘militar’ y por la tarde se produjo la
abdicación ‘civil’ o abdicación tout court. Por la mañana, en el Palacio de la
Zarzuela se produjo la abdicación del «mando supremo de las Fuerzas Armadas»,
como si se tratara de un asunto exclusivamente familiar en el que las Cortes
generales no tienen por qué estar presentes. Es difícil encontrar un ejemplo de
mayor desprecio por parte del principio monárquico al principio de legitimación
democrática.4 «El imperio europeo se hunde», ctxt, 13/03/2019. 3 PÉREZ ROYO,
Javier: «Por qué es necesario un referéndum sobre la monarquía», 4 eldiario.es,
9/10/2017. Como muy bien ha señalado en reiteradas ocasiones Javier Pérez Royo,
el gran problema constitucional de España es y ha sido siempre la monarquía.
Somos el único país
“democrático” de Europa occidental que no ha reformado su Carta Magna y hemos
tenido hasta dos restauraciones monárquicas y dos deposiciones democráticas
llevadas todas ellas a cabo por nuestras oligarquías. Y es normal que haya sido
así, ya que tanto, tan bien y de antiguo han venido siendo representadas y sus
intereses vehiculados a través de la Casa de Borbón. Estos actores, al
contrario que sus oponentes, siempre han tenido muy claro que en España
cuestión social y cuestión nacional son indivisibles
(*)Texto de la
intervención Pablo Montes realizada el pasado 5 de abril en el Ateneo Obrero de
Gijón: "Cataluña y la importancia de la cuestión nacional en
España".
Doctor en Historia por la
Universidad de Oviedo. Su tesis analiza la etapa que va de la crisis de la
Restauración hasta la instauración de la República desde la perspectiva de la
historia popular. Ha publicado recientmente: «El radicalismo político y el Frente
Popular. Una reflexión crítica», en E. González Calleja y R. Navarro Comas,
(eds.), La España del Frente Popular: política, sociedad, conflicto y cultura
en la España de 1936, Granada, Comares, 2012; i «La dictadura de Primo de
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