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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

12/8/19

CATALUÑA Y LA IMPORTANCIA DE LA CUESTION NACIONAL EN ESPAÑA



Pablo Montes Gómez (*)


 La cuestión catalana es una problemática con muchos niveles de profundidad. No es una sola cuestión nacional, que por supuesto. Lo es también de clase, de crisis del sistema parlamentario y de régimen… y hasta de paradigmas. Y, claro, plantea retos históricos e intelectuales que me temo que la izquierda de este país no comprende. Lo que es peor, tiene la actitud propia del necio.

 Veamos algunas cosas que a estas alturas están (o habrían de estar ya superadas):

1ª) que el independentismo es una cortina de humo montada por la burguesía catalana.
 2ª) que es por una cuestión puramente económica (un argumento que en algunos casos lindaba el biologismo pero que se llegó a sostener insistentemente, no obstante, a estas alturas ¿dónde ha quedado?)
3ª) que es un fenómeno reciente desconectado de otras lógicas históricas. 4ª) que está desconectado del resto de fenómenos de protesta que se sucedieron en los años precedentes. (De todos aquellos fenómenos, en realidad, sólo queda éste.) 5ª) que, como en Italia, el soberanismo es algo excluyente, supremacista y, por tanto, de extrema derecha.

Trataré de tocar alguno de
estos puntos, aunque me centraré en un análisis histórico de los antecedentes de la relación entre España y Cataluña.

I Es de sobra conocido que nuestro país tenía durante la crisis de la Restauración tres problemas históricos irresueltos, a saber: los de la cuestión social, nacional y colonial/imperial, todo ello aderezado con el fantasma castrense, con un ejército que acostumbraba a inmiscuirse en los asuntos civiles.
El fin del trauma de la dictadura franquista y la llegada de una democracia más o menos homologable a las de nuestro entorno había dado la ilusión de haber dejado atrás estos viejos fantasmas del pasado, que siempre han constituido, por otra parte, los espectros de nuestra derecha.

Tratemos de ver un poco todo esto. La crisis económica puso en claro y sobre la mesa que la cuestión social sigue siendo un tema candente y, por si había alguna duda, una herida no cerrada. El 15- M fue quizá el síntoma más evidente de esto y, bien mirado, sus aspiraciones no distaron mucho de las del independentismo: el objetivo era una forma de gobernarse, equivocada o quimérica, de otro modo, de una manera distinta a la que el vocablo «España» es seña de triste identidad y que la izquierda tanto ha criticado desde tiempos inmemoriales. (Capitalismo de amiguetes, señoritos andaluces, llenarse la boca de «España» y tener cuentas en el extranjero, gobernar dejando de lado los intereses colectivos… En fin, unos regímenes de fuertes connotaciones oligárquicas.)

El pujolismo vivía y bebía en esta tradición política. Lo que es más, formó parte indispensable de su entramado. Sin embargo, hoy es absolutamente denostado en Cataluña y la derecha catalanista que es su heredera directa lucha desesperada por sacudirse esta herencia.

En realidad, el republicanismo, históricamente, tuvo en su discurso la oposición férrea a esta «España negra» y los republicanos siempre aspiraron a realizar otra España apelando al buen gobierno y a una gestión ética de la cosa pública. A decir verdad, tanto el 15-M como el independentismo comparten esta cosmovisión. Y es lo que identifica fácilmente el movimiento independentista, no como conservador y de derechas sino de izquierda y progresista.

Veamos someramente la trayectoria del catalanismo de derechas y su relación con el conservadurismo español, comparándola con la del de izquierdas.

II
 De entrada, lo primero que debe decirse es que son distintos y claramente diferenciados. Apunto esto porque la idea de nación posee para muchos un sentido inequívocamente reaccionario. Sin embargo, esa potente idea (quizá el concepto político más poderoso de la contemporaneidad) que había servido en el siglo XVIII y buena parte del XIX como corriente de oposición al poder absoluto de los monarcas, fue objeto a partir del último tercio del Ochocientos de una transformación vertical para manipularla en favor de las lógicas de Estado.

Fue en ese último cuarto de siglo cuando, con la «creación de la nación por parte del Estado» (en nuestro país esto es, con el desarrollo de un ideal nacionalista español) aparecieron los distintos «regionalismos» peninsulares.

Como es natural y lógico, las naciones que no disponían de Estado propio sino que estaban integradas en otros, tuvieron comportamientos en no poco contrapuestos. Como distinguía con pasión Lenin, una cosa es el nacionalismo de la nación oprimida y otro muy distinto el de la nación opresora. Claro que el tema de las naciones dominantes sobre otras dentro de un mismo Estado suena a muchos entre metafísico e imaginario. O, en el mejor de los casos, no aplicable a nuestro país. Dicho de otro modo, una cosa es hablar de Irlanda durante la dominación inglesa o del imperio ruso, y otra muy distinta hacerlo de Europa occidental, y mucho menos aplicarlo a España. Como afirmó Terry Eagleton, la ideología, como la halitosis, es algo que le ocurre a los demás.

Desde luego, la idea de que Castilla domina sobre otras realidades nacionales (en el caso de que se acepte que las haya, que no siempre es así) como la rusa dominaba sobre los georgianos, kazajos o armenios, por ejemplo, es evidentemente una deformación o un burdo reduccionismo que ridiculizaría un concepto tan serio. Ahora bien, dudo que nadie esté en condiciones de negar que existe una evidente asociación de “España” y “lo español” a lo castellano, incluso para deformar lo andaluz y Andalucía haciendo de esa tierra una extensión de esta idea nacional, convirtiendo sus tradiciones culturales de resistencia en mero folclore. Que existen dos Españas, una progresista y otra reaccionaria, como por otra parte sucede en cualquier país del mundo (no es exclusivo del nuestro) no hará falta decirlo. Sí tal vez que esos proyectos se han articulado en torno a interpretaciones de la historia de nuestro país distintas y antagónicas que aún hoy chocan en la Guerra de España. Lo que es lo mismo, en la memoria histórica.

 La identificación de la voz «España» a uno de esos proyectos (el reaccionario) creo que está fuera de toda duda. Por dos motivos fundamentales:
1) Por su larga trayectoria. Arranca en el último tercio de siglo XIX para, más tarde, ser implementada durante el reinado de Alfonso XIII (cambiando la identidad imperial por la nacional-católica), aumentando grandemente su intensidad con la dictadura de Primo de Rivera y completándose tras el golpe de Estado de 1936, gracias a cuarenta años de dictadura;
 2) Después, porque tras el fin del franquismo la izquierda aceptó sin miramientos aquello de “no reabrir viejas heridas”, con lo que ha dejado sin combatir ni tratar de recuperar para sí una idea y un proyecto de España. Ello ha generado un doble efecto: por un lado, que la izquierda de ámbito estatal no tenga un proyecto nacional de España (de ahí que Pablo Iglesias llegara a proponer, cuando aún era un tipo popular, que una futurible república española habría de adoptar la bandera monárquica); por otro, que la izquierda de proyecto ‘autonómico’ haga la guerra por su cuenta (por cierto, con más éxito), separada de la estatal.



Voy a dar algunos datos para ilustrar esta situación de proyectos diferenciados de Estado.


Que Cataluña es un territorio importante de España no es necesario subrayarlo. Sin embargo, entre 1814 y 1900, es decir, todo el siglo XIX, los catalanes sólo participaron en 20 gabinetes de gobierno (¡de un total de 115!). Yéndonos a la Restauración, el número de ministros provenientes de Castilla y Andalucía fue abrumador. Con Alfonso XII, de un total de 84, 47 lo fueron de estos dos territorios, mientras que con Alfonso XIII, de 134, lo serían 85. En los trescientos años que van de 1700 a 2000, de más de mil ministros, sólo 78 lo serían catalanes. Contrasta esta proporción con la, en palabras de Jose Manuel Cuenca Toribio, «clara y evidente proyección ministerial [catalana] en los periodos vanguardistas y modernizadores» que tanto han escaseado en nuestro país. De hecho, llegó a ser «sobresaliente» durante la II República y, especialmente, el Frente Popular.1 En el lenguaje de Nicos Poulantzas, la fracción hegemónica era desde luego, en términos de nación, la castellana, a la que la monarquía, ya desde los Habsburgo, ligó su destino. Esto tuvo su traducción directa en el enorme peso que tuvo el sector primario sobre los otros dos, hasta fechas bastante recientes en realidad. Incluso cuando por su peso en el PIB ya había perdido predominancia. De hecho, en 1880, el sector primario era el más importante y representaba casi el 40% del total del PIB. Perdería el primer puesto en la década siguiente, cuando el terciario pasó a tener el 38,40 y el secundario un 33,61.

En 1900, este último también le había sobrepasado y las cifras eran, para el primario, secundario y terciario, de 29,89; 30,28 y 39,83. Para cuando nos hallemos en la antesala de la República, las cifras serían, respectivamente, de 22,78; 32,25 y 44,97. A pesar de estos cambios, el campo empleaba, todavía en 1930, a algo menos de la mitad de la masa laboral del país (algo más de 4 millones de personas) sobre un total de 8.672.000 trabajadores. La Gran Guerra había representado, no obstante, CUENCA TORIBIO, José Manuel, MIRANDA GARCÍA: El poder y sus hombres: ¿por 1 quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Actas, 1998, p.48 4 Viernes, 5 de abril de 2019 un gran cambio, pues en 1920 el porcentaje de empleados en el campo era de prácticamente el 60% y en 1910 de casi el 70%.

Es decir, un país eminentemente agrario que proporcionalmente aportaba mucho menos al conjunto del país que los otros dos.
 Esta situación tenía su correlación lógica en la rivalidad entre oligarquías. Por un lado, la castellana y andaluza del campo, y, por otro, los industriales de Cataluña y País Vasco, fundamentalmente. Sus relaciones serían tensas durante toda la etapa restauracionista, a pesar de que se hubieran puesto de acuerdo para conspirar contra la I República (y lo hicieran, de hecho, para hacer lo propio contra la segunda). La burguesía catalana, que se había erigido en la primera potencia industrial del Estado, celebró un congreso económico nacional, en el que los industriales y los agrarios forjaron lo que se dio en llamar un «frente proteccionista».

En términos gramscianos, formaron un bloque industrial-agrario. No era una tentativa reciente. La burguesía catalana llevaba cuarenta años presionando en este sentido y ahora, en el cambio de siglo, lograba que los agrarios (que ya habían perdido peso en el conjunto de la economía), configurasen con ellos, a través del eje Bilbao-Barcelona-Valladolid, la política económica española. Los resultados se notaron casi instantáneamente. Los aranceles subieron tan deprisa que en 1906 España tenía los más altos de todo el continente. ¿Quién pagó las consecuencias? Por supuesto, las clases populares, que vieron cómo aumentaba el precio de los productos básicos, al ser cada vez más costosa su importación. Sin ir más lejos, el trigo, que por su producción deficitaria dentro de nuestras fronteras había de ser importado anualmente para controlar su precio.

III
Las consecuencias que ello tendría serían capitales, como no tardaremos en comprobar. De momento, hemos de subrayar la importancia esencial que para la cultura política en Cataluña tiene y ha tenido siempre la cuestión nacional. Difícilmente hallaremos un dato más elocuente de esto que el cambio de denominación que asumió la central anarquista en 1910.
 Los internacionalistas «antipolíticos» enemigos de toda forma de Estado cambiaron la denominación de «regional» que se habían autoimpuesto tras su escisión de la AIT, por la de «nacional», aceptando implícitamente, como ha señalado Angel Smith, la idea de España bien como nación bien como nación de naciones.
Pero esta importante cuestión, por supuesto, no resultó ser un fenómeno exclusivo de aquí. En aquellos lugares en los que la identidad nacional se convirtió en fuerza movilizadora constituyó —en palabras de Eric Hobsbawm— «un sustrato general de la política». Y en Cataluña sin ninguna duda así fue. Hasta la década de los 80 del XIX, tal y como indica Pere Gabriel, «A los hombres de derechas les era difícil autocualificarse de “catalanistas” en la medida que el catalanismo giraba alrededor de la formulación federal y progresista», que bebía en gran medida de la figura de Pi i Margall.
Sería a lo largo de la década del noventa que comienza la apropiación exitosa por parte de las clases dominantes del concepto de nación, pasando de esta manera la hegemonía del catalanismo a manos de la derecha. No ayudó demasiado el hecho de que la clase obrera estuviera, desde finales de siglo, viviendo un proceso de cohesión y ampliación, reforzando la personalidad e identidad propias. Ello la llevó a un forzoso alejamiento de sus aliados históricos: las clases medias republicanas. Con el 98 se perdería definitivamente el mercado colonial, en el que los industriales catalanes colocaban sus productos ante un mercado interior apenas desarrollado. Y en un momento de honda crisis de identidad nacional, en 1901, se creaba la Lliga Regionalista, con la clara voluntad de discutir la dirección política del régimen a quienes hasta entonces habían llevado las riendas del país: los grupos dinásticos. Y el momento de mayor esplendor para la Lliga coincidió, no por casualidad, con la caída de las izquierdas.

El fenómeno, si bien es común al conjunto del Estado, en Cataluña tuvo sus propios tempos y el momento lo marcaría el fracaso de la Unió Federal Nacionalista Republicana, en 1913. A partir de entonces, los republicanos catalanes, que se seguían moviendo en los márgenes tradicionales del catalanismo, no harían otra cosa que montar plataformas para tratar de atraerse a los trabajadores. La Unió Catalanista de Domènec Martí i Julià; el Bloc Republicà Autonomista y el Partit Republicà Català de Francesc Layret y Lluís Companys (partido que incluso llegó a solicitar su ingreso en la III Internacional); la Federación Democràtico Nacionalista y Estat Català de Francesc Macià; la Federación Socialista Catalana de Manuel Serra i Moret y, más tarde, la Unió Socialista de Catalunya de éste y Rafael Campalans, ambas sobre las bases que había tentado años antes de implantar Antoni Fabra Ribas.

Todos y cada uno de estos partidos será una propuesta cada vez más escorada hacia la izquierda que la anterior. Y todas tendrían un elemento en común: tratar de vincular lo social con lo nacional.
La Constitución Soviética de 1918 tendrá una importancia central en ese proceso de acercamiento posterior. La sanción de la «libre unión de naciones» que aquel texto recogía, ligó por fin para el obrerismo europeo los elementos de clase y cuestión nacional. Los republicanos catalanistas respondieron a este gesto incorporando las demandas sociales del obrerismo, que a su vez venían inspiradas en los nuevos vientos del este, cuya consolidación no llegaría a pesar de todo hasta la segunda posguerra.

 IV
Años antes de que todo esto se le pudiera pasar a nadie por la cabeza, al empezar la Primera Guerra Mundial, los industriales catalanes decidieron desplazarse a Madrid para solicitar del rey Alfonso XIII el veto a la exportación de trigo, a lo cual el rey accedió.
 Por supuesto, a medida que la guerra en Europa se fue estancando, los precios subieron. Fue así como, en el otoño del mismo año de 1914, la oligarquía agraria presionó hasta conseguir que el veto fuese retirado. Prácticamente, la evolución de la protesta social durante los años de la conflagración mundial puede ser medido en relación directa con el incremento de precios en los productos básicos. Durante la crisis del verano de 1917, a la que se llega por los problemas de la protesta social y las preocupaciones que la burguesía catalana tiene de la misma, la Lliga lo que trataría, al convocar la afamada Asamblea de Parlamentarios, es hacerse con las riendas del régimen. Pero aquello no fue nunca un acto de desafío, ni tan siquiera de desobediencia, aunque logró en gran medida sus propósitos, al entrar en el gobierno tras las elecciones del febrero siguiente. Por lo demás, el cierre de filas con el régimen y la monarquía son hechos más que reconocidos. Incluso con la dictadura primorriverista, que hoy está aceptado que representó una especie de ensayo general de la dictadura franquista, la Lliga mostró desafección y distancia, pero no oposición. Y no la mostraron porque jamás las clases dominantes catalanas tuvieron por proyecto romper con el Estado. Desde la campaña de «la Espanya catalana» que la Lliga propondría por estos años —con un Francesc Cambó que siempre tuvo en su mente a Cataluña como cabeza de España—, a la más estricta actualidad.



 Joan Tafalla, quien ha reflexionado mucho y muy bien en torno al procés y a los comportamientos de clase dentro del mismo, ha escrito recientemente: “La seva actitud [la de l’alta burgesia radicada a Catalunya] davant el règim de 1978 i davant el regne d’Espanya sempre ha estat de participació activa i entusiasta. I continua sent-ho. En cap moment, l’alta burgesia radicada a Catalunya s’ha mostrat ni antiespanyola, ni, encara menys, favorable a la independència. D’una banda, Foment de Treball Nacional (FNT) ha seguit la seva tradició anterior a la guerra civil i al franquisme: per a ella, la N de «nacional» que apareix en les seves sigles es refereix a la nació espanyola que el Regne d’Espanya pretén conformar. La burgesia radicada a Catalunya ha tingut i té el seu mercat «nacional» en els territoris compresos en el Regne d’Espanya. Malgrat la internacionalització de l’economia, aquesta realitat encara es manté. I la burgesia sol confondre la nació amb el mercat.”

Esto se dejó ver particularmente bien en el proceso de disolución de la Restauración. En 1919, durante la huela de La Canadiense, el gobernador civil González Rothwos lanzó un bando por el que quedaba terminantemente prohibida la ostentación de la bandera catalana y el «uso, por persona alguna, de todo emblema o distintivo que no sea de carácter reglamentario», lo que presumiblemente hacía referencia (entre la gama de insignias) a lazos amarillos, prohibidos ya doscientos años antes por Felipe V tras el sitio de Barcelona.

 Ya con la dictadura, la cultura catalana sufriría una fuerte represión que, obviamente, también afectó a las organizaciones obreras, puesto que la masa trabajadora catalana no era sólo foránea. Más aún, hablaba esencialmente catalán. Incluso en la capital, por mucho que en el proletariado barcelonés estuviera acostumbrado al castellano, la situación lingüística en el Principat aún sería, hasta finales del siglo XIX, de prácticamente monolingüismo. Y no se alteraría sustancialmente, a pesar de la importante inmigración del sur de España y Aragón que trajo la Gran Guerra, hasta la expansión de la escolarización en los años treinta y, muy especialmente, con el franquismo.

Hasta al menos mitad de siglo XX, la sociedad catalana no comienza a ser bilingüe. Las causas son varias y entre ellas está la política gubernamental de prohibición del catalán, el fuerte aumento de la escolarización o la llegada de una gran masa inmigrante procedente principalmente de Andalucía, pero también la expansión de los medios de comunicación, muy especialmente la radio y la televisión, y del cine y los espectáculos de variedades (de los cuales el Paral.lel es testigo de honor) como grandes protagonistas del ocio de masas.2

 Pero regresemos a la primera dictadura. A la prohibición del catalán seguirían todo un conjunto de situaciones, como la clausura del Orfeó Català por haber tocado en Roma, dentro de una gira que estaba realizando por Europa, una «determinada canción política aquí prohibida», BERNAT, Francesc; GALINDO, Mireia; ROSSELLÓ, Carles de (2019): «Des de Quin som 2 bilingües els catalans?». Apunts de sociolingüística i política lingüística, 7, 1-4. según palabras del gobernador civil de Cataluña, Milans del Bosch. Se refería, muy probablemente, a «els Segadors». Apenas unos días más tarde, en un partido contra la selección inglesa programado para homenajear al propio Orfeó, era clausurado el Camp Nou por pitar la Marcha Real (junio de 1925).

Aquella agresiva política de españolización de masas que se vivió durante la dictadura que llegó incluso a prohibir, en la primavera de 1926, dar misa en catalán, favoreció el acercamiento entre los sectores populares que más tarde harían posible la República. Al caer la dictadura, un activo afiliado a la Lliga, el comte Juan Antonio Güell, ejercería de alcalde de Barcelona por indicación directa del rey. En realidad, al final del período castrense, era tal el descrédito que había acumulado la Lliga que, luego de perder estrepitosamente las elecciones de abril y junio de 1931, se vio obligada a cambiar la adjetivación Regionalista de su nombre por la de Catalanista.
De este modo, la bandera del catalanismo, que había tratado infructuosamente de arrebatarle la izquierda republicana a la Lliga desde que ésta entró en escena, lograría ser recuperada para la causa popular gracias a dos elementos que podría decirse que no dependían en ningún caso de los propios interesados, aunque en distinta medida: por un lado, la asociación de lo social a lo nacional, que lograría cuajar con enorme fuerza en un momento en que esto pasó a ser vertebral en la cuestión política de Cataluña (con la represión social y cultural de la dictadura); por otro, el posicionamiento inicial de la Lliga a favor del golpe de Estado.

 V
 En la formación de Esquerra Republicana de Catalunya se plasma este proceso de acercamiento interclasista en el que lo social y lo nacional se dan la mano. Así, el nuevo partido sería fundado sobre los principios de la personalidad nacional de Cataluña, la federación con otros pueblos ibéricos, derechos del hombre y del ciudadano, y socialización de la riqueza en beneficio de la colectividad. En consecuencia, los trabajadores catalanes, mayoritariamente anarquistas, le darían su apoyo, más o menos constante, durante toda la república (hasta el punto que ERC nunca perdería unas elecciones). Sólo la fracción minoritaria del maximalismo que representaba el grupo de Los Solidarios (que, no obstante su reducido peso numérico, se haría con el control de la CNT) le daría la espalda a Esquerra. Y también a la República. Hasta en tres 9 Viernes, 5 de abril de 2019 ocasiones llamaron a insurreccionarse contra ésta, oponiéndose además firmemente a participar en las elecciones. Su estrategia no es que no pueda ser tildada de otra cosa que de fracaso, es que alejó a los trabajadores que integraban la CNT de su propia organización. Si en la primavera de 1931 la central sindicalista afirmaba tener, sólo en Cataluña, más de trescientos mil afilados, en marzo de 1933 reconocía que ya eran menos de ciento cincuenta mil (de los que cotizaban menos de la mitad), para aún perder antes de acabar dicho año otros cincuenta mil miembros más. El grupo maximalista de Los Solidarios, nada sensible a la cuestión nacional, era al tiempo enemigo de la colaboración de clase y, por tanto, del interclasismo que había dado luz a la República y que daría también lugar a la creación del frentepopulismo antifascista.

 La cuestión social y la cuestión nacional, fueron entonces dos piezas clave a través de las cuales quebrar por completo la hegemonía del régimen dinástico (que, huelga decir, también sostuvo la Lliga) y poder sustituirla por una de corte popular sustentada en una cultura democrática que venía de antiguo y que, por supuesto, era republicana. A decir verdad, de esta idea bebió el PSUC al fundarse (único partido sin Estado propio que sería incluido en la III Internacional), a estos posicionamientos llegó José Díaz durante la guerra y es lo que prevaleció en el Manifiesto Programa del PCE, redactado durante largos e intensos debates tenidos en plena clandestinidad entre los años finales de los sesenta y setenta. El primer punto de aquel programa para una «democracia antimonopolista y antilatifundista», se refería a las libertades políticas y sociales, así como a la reforma del sistema penitenciario y a la abolición de la pena de muerte. Los tres siguientes puntos (2, 3 y 4), sin embargo, centraban la atención sobre la cuestión nacionalterritorial y sólo inmediatamente después encontramos asuntos tan sobresalientes como «la nacionalización de la banca» (5), la «nacionalización de las grandes empresas monopolistas» o la «supresión de la propiedad latifundista» (6). Entonces parecía algo de primer orden, por delante incluso de las cuestiones materiales de clase, el «inalienable derecho de los pueblos a decidir libremente de sus destinos», reconociendo «el carácter multinacional del Estado español y el derecho de autodeterminación» (en dicho orden). Pienso que entonces se habían comprendido.

La dominación de clase no se ejerce única y exclusivamente sobre bases materiales, sino también culturales. Que la cuestión nacional resultaba ser una de las claves de bóveda para la democratización de nuestro país era evidente entonces, pero del mismo modo debiera serlo ahora.

 La propuesta, desde luego, no es en absoluto novedosa y, como vemos, viene de muy atrás. A decir verdad, la destacó Dolores Ibárruri en su informe al PCE en septiembre de 1970, cuando afirmó que En España la cuestión nacional —que con la República comenzó a abordarse— va indisolublemente unida a la lucha por la democracia y el socialismo. A la vista está que esto hace décadas que ha dejado de ser así. Y a la vista está que la izquierda se resiente.

No hace falta demasiado para darse cuenta de que en la lucha por la hegemonía se han venido imponiendo las clases dominantes (en no poco, por haberse negado la izquierda a discutir este espacio de combate), hasta el punto de ser posible ya aseverar que han cooptado no pocos elementos de la oposición al régimen. Como escribiera Gramsci, Todo lenguaje contiene los elementos de una concepción del mundo y de la cultura. (…) Quien sólo habla un dialecto o comprende en escala limitada el idioma nacional, necesariamente ha de participar de una concepción del mundo en cierto modo limitada y provincial. La idea, pues, del nacionalismo como una ideología en sí reaccionaria, además de carecer de base histórica y crítica, no ayuda a entender la situación catalana. Ni permite actuar en la española. VI Bien mirando, memoria histórica y cuestión nacional tocan el mismo punto de la hegemonía de la derecha, la que sostiene el régimen del ‘78 y en la cual ha caído (como mínimo en la segunda) el PSOE.


¿Qué fuerzas en realidad no han renunciado a la disputa cultural? La respuesta es simple: las izquierdas llamadas desde ese agujero negro que desde su centro busca absorberlo todo “periféricas”, son las únicas que han ligado (o tratado de ligar) lo nacional y lo social. Al coste (obviamente, no para ellas, sino para las de proyecto estatal) de hacerlo exclusivamente desde sus ‘países’, entregando de esta forma y por entero la idea de España al conservadurismo. Tal y como dijera Rovira i Virgili, cada vez que hay una crisis en el Estado surge el proyecto de república en Cataluña.

Este instinto presente en la sociedad catalana, dada la importancia que este territorio ha tenido para el proyecto democrático en nuestro país, debería ser aprovechado por la izquierda española en lugar de combatirlo, puesto que al hacerlo cava su propia tumba. Inclusive, a la izquierda le interesa particularmente, en este momento histórico concreto que vive, abandonar la infantil asociación de lo nacional a poco menos que lo fascista, pues lo nacional y lo social, hoy, de un modo distinto al de cien años atrás pero en una evolución lógica, vuelven a confundirse.

En una entrevista reciente, el sociólogo Wolfgang Streeck afirmaba: El experimento neoliberal ha fracasado: no ha traído prosperidad ni ha resuelto el conflicto entre las clases, mientras vemos que en muchos países aparecen distintas formas de revuelta contra el capitalismo globalizado, movimientos anticapitalistas o, mejor dicho, antiinternacionalistas.

El neoliberalismo siempre fue un movimiento internacional que abrió las economías nacionales, y ese es ahora el objetivo de la resistencia. En parte sucede esto porque la izquierda de la tercera vía se unió a la fiesta internacionalista en medio de la euforia globalizadora y perdió la conexión con la gente a la que el sistema iba dejando atrás. Por eso los “chalecos amarillos” en Francia ya no se consideran de izquierdas, porque la izquierda no ha sabido responder a sus preocupaciones y los sindicatos han quedado fuera de la lucha.3

No será casualidad que mientras en España asistimos a la caída de las opciones socialdemócratas, en Cataluña ERC experimenta una subida sin precedentes y ha pasado a constituirse en el rival a batir por todos. Es falsa la opinión que los oportunistas buscaron extender de que los antiguos feudos socialistas (o «distritos rojos») viraron hacia la derecha, dando su apoyo a C’s, movidos fundamentalmente por la cuestión nacional. Los viejos fantasmas del pasado, tal y como hemos podido observar, continúan estando muy presentes y nuestra derecha, cual aprendiz de brujo, no duda en invocarlos cuando resulta oportuno.

 No parece por tanto que hayamos avanzado mucho en los últimos ciento cincuenta años. Tal vez sólo hemos logrado desterrar la sombra castrense de nuestra vida pública, lo cual bien es cierto que no es poco. Ahora bien, ¿es así? Con el traspaso del mando de jefe de los ejércitos con motivo de la abdicación de Juan Carlos I en favor de su hijo Felipe, se desarrolló una escena inquietante: En ese día no hubo una abdicación, sino dos abdicaciones, separadas espacial y temporalmente. Por la mañana se produjo la que podríamos denominar abdicación ‘militar’ y por la tarde se produjo la abdicación ‘civil’ o abdicación tout court. Por la mañana, en el Palacio de la Zarzuela se produjo la abdicación del «mando supremo de las Fuerzas Armadas», como si se tratara de un asunto exclusivamente familiar en el que las Cortes generales no tienen por qué estar presentes. Es difícil encontrar un ejemplo de mayor desprecio por parte del principio monárquico al principio de legitimación democrática.4 «El imperio europeo se hunde», ctxt, 13/03/2019. 3 PÉREZ ROYO, Javier: «Por qué es necesario un referéndum sobre la monarquía», 4 eldiario.es, 9/10/2017. Como muy bien ha señalado en reiteradas ocasiones Javier Pérez Royo, el gran problema constitucional de España es y ha sido siempre la monarquía.



Somos el único país “democrático” de Europa occidental que no ha reformado su Carta Magna y hemos tenido hasta dos restauraciones monárquicas y dos deposiciones democráticas llevadas todas ellas a cabo por nuestras oligarquías. Y es normal que haya sido así, ya que tanto, tan bien y de antiguo han venido siendo representadas y sus intereses vehiculados a través de la Casa de Borbón. Estos actores, al contrario que sus oponentes, siempre han tenido muy claro que en España cuestión social y cuestión nacional son indivisibles

(*)Texto de la intervención Pablo Montes realizada el pasado 5 de abril en el Ateneo Obrero de Gijón: "Cataluña y la importancia de la cuestión nacional en España".
Doctor en Historia por la Universidad de Oviedo. Su tesis analiza la etapa que va de la crisis de la Restauración hasta la instauración de la República desde la perspectiva de la historia popular. Ha publicado recientmente: «El radicalismo político y el Frente Popular. Una reflexión crítica», en E. González Calleja y R. Navarro Comas, (eds.), La España del Frente Popular: política, sociedad, conflicto y cultura en la España de 1936, Granada, Comares, 2012; i «La dictadura de Primo de Rivera y la historiografía. Una confrontación metodológica», Historia Social, 74 (2012), pp. 167-184.

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