Por
Miguel Ángel Domenech Delgado (*)
En su Contrato
Social dice Rousseau al hablar de la religión:
“Pero me equivoco al hablar de una república
cristiana, porque cada un de los términos
excluye al otro. El cristianismo no predica sino servidumbre y dependencia. Su espíritu
es demasiado propenso a la tiranía para que esta no saque siempre provecho.Los
verdaderos cristianos están hechos para
ser esclavos, lo saben y no les importa mucho, porque esta vida tan breve tiene
poco valor para ellos” (1)
Se sitúa Rousseau en los
términos más ortodoxos de la tradición patrística cristiana que, con
insistencia, viene declarando desde Tertuliano que “nada nos es más ajeno a los cristianos que los asuntos públicos (2)”.
En efecto, el cristianismo
introduce en el pensamiento y en la
actividad humana unas nuevas fidelidades
desconocidas anteriormente, una
doble fidelidad que, por cierto, se correspondía a una nueva dualidad de cuerpo y alma. De un
lado la fidelidad a un mensaje reputado obligatorio de manera irresistible con sus consecuencias de alcance político incluido: la Revelación. Del otro la fidelidad a una institución diferente a las instituciones creadas por los hombres. Precisamente esta institución nueva, la Iglesia, era la intérprete de aquella Revelación. La política, como cosa de humanos, llevaría una doble condena: la de ser cosa de este mundo, corporal e inferior que resignadamente debe de soportarse y la de ser una práctica activa, segunda inferioridad en las categorías del valor puesto que la contemplación, en esta vida, era una forma de vida superior, anticipo de la futura celestial.
lado la fidelidad a un mensaje reputado obligatorio de manera irresistible con sus consecuencias de alcance político incluido: la Revelación. Del otro la fidelidad a una institución diferente a las instituciones creadas por los hombres. Precisamente esta institución nueva, la Iglesia, era la intérprete de aquella Revelación. La política, como cosa de humanos, llevaría una doble condena: la de ser cosa de este mundo, corporal e inferior que resignadamente debe de soportarse y la de ser una práctica activa, segunda inferioridad en las categorías del valor puesto que la contemplación, en esta vida, era una forma de vida superior, anticipo de la futura celestial.
En esta filosofía podía injertarse fácilmente la de Platón.
Platón y los platónicos consideraron que
la libertad, y en consecuencia la política, era un asunto que alcanzaba a pocos
, solo a los que sabían, o a los privilegiados que fuera de la caverna de lo
aparente en que se encontraba el vulgo habían tenido el privilegio de contemplar
la verdadera realidad: el mundo de las Ideas. De esta manera la libertad se encontraba
en espacios opuestos a los de la plaza pública, que eran espacios engañosos. Existía, también en política, una aletheia, una verdad, opuesta a la opinión, la doxa. La política estaba en un contramundo de la Verdad, de la Idea
y del hablar adecuado a ellas, es decir el discurso verdadero de los sabios. La experiencia de lo eterno, indecible,
alejada de los humanos que practicaban vanamente la discusión y el acuerdo políticos, era la
fuente de la sabiduría política. El
monoteísmo del cristianismo, con su verticalidad, jerarquía, contemplación y
desapego de las ilusiones falsas de una
realidad inferior a Otra realidad verdadera que le daba sentido y que
solo unos pocos gestionaban. El monoteísmo cristiano pudo ser fácilmente la reproducción religiosa de esa propuesta
platónica , que en realidad era tan antigua como la oposición aristocrática a
la democracia griega. Nada más parecido al mito de la caverna que los
sermones cristianos sobre la vanidad de las
cosas de este mundo y la descripción contemplativa como actividad exclusiva
en el paraíso. La contemplación de la Idea se contraponía en ambos pensamientos
a la praxis – lo propio de la política- de los hombres siendo
esta contemplación la de la
Verdad y las sustancias eternas que la polis nunca podía alcanzar. Solo aquella Verdad hacia libres y no el parloteo
de lo político.
El eco del desencanto platónico
por la política como acto de gobierno de los ciudadanos por si mismos,
de la democracia, resentido tras
la condena de Sócrates por esa democracia es el legado antirrepublicano y platónico de nuestro pensamiento político
occidental. La política es cosa del saber no de la libertad. El mejor apoyo de
ese saber, sería el saber necesario e incontrovertible, es decir el absoluto y
unívoco mensaje de un solo Dios. Esa sabiduría de revelación y alcance de lo absoluto es de
acceso privilegiado de los pocos. El monoteísmo es el mito y el logos mas
adecuado para esa antropología. A la verdad y la Revelación, a lo absoluto, se
alcanza de manera privilegiada en la soledad de la reflexión y en el encuentro
con la divinidad .El politeísmo, por el contrario, es lo propio de la opinión, de la pluralidad, polivalencia y plurivocidad.
Es el logos de lo tratado en público, en el ágora.
Es el logos republicano. Mientras Pablo
de Tarso se convence cayendo fulminado de su caballo, los humanos se convencen
entre ellos en república, debatiendo.
El éxito del injerto estaba garantizado en el tronco del helenismo, un momento histórico que ya experimentaba la frustración del fracaso de la polis
griega, la venida de tiempos inseguros que exigían salvaciones de orden
personal y a los que nuevos mitos
semíticos y de otros orígenes de una lejanía recién descubierta podían dar alas de esperanza. Los antiguos dioses
desconocidos habían sido siempre asimilados e integrados en el panteón del paganismo
con respeto plural. Llegaba ahora un
Dios, celoso de sus prerrogativas que no admitía competencia. Este nuevo Dios
único reclamaba una monarquía dogmática siendo portador de un mensaje plasmado en tablas legales pétreas que exigía, no solo esa ritualidad
comunitaria de respeto piadoso sino una sumisión del pensamiento. El y sus Tablas eran fundamentación de toda acción moral y política.
Los fundamentos estarían desde entonces en
otro sitio que no era la comunidad misma.
No estaban en la política ni en la praxis d e los hombres sino en El.
La Reforma persistió en que
sobre lo político – las cosas humanas de la polis- planea la Palabra sagrada, aunque esta vez
venía del Libro y no de la Iglesia. Los movimientos radicales de uno y otro bando,
católico o reformado, que apelaban a la emancipación en términos de fe y
evangelio fueron reprimidos y marginalizados definitivamente porque frente a su
propia protesta y propuesta de
fundamentos eternos divinos de su emancipación, se alzaba con mayor coherencia
que los fundamentos del poder los ponen
los poderosos indiscutibles, sean Dios o
rey o su Palabra en la Escritura pero nunca el pueblo discutiendo y discutible.
Rousseau, que conocía por experiencia personal ambas confesiones, la
protestante y la católica, pone a ambas
en el mismo saco de antirepublicanismo en la frase citada más arriba: los
cristianos no están hechos para ser republicanos.
También el otro
pensador clásico del republicanismo,
Maquiavelo, había destacado las implicaciones políticas que se derivaban de una
verdadera psicología de la fe cristiana:
“Nuestra religión ha glorificado mas a los hombres contemplativos que a los
activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la
abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que las otras lo ponían
en la grandeza del ánimo en la fortaleza corporal y en todas las cosas
adecuadas a hacer fuertes a los hombres. Y cuando nuestra religión pide que
tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar no de hacer, un acto
de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo convirtiéndolo
en presa de los hombres malvados, los cuales lo
pueden manejar con plena seguridad, viendo que la totalidad de los
hombres con tal de ir al paraíso prefieren soportar sus opresiones” (3)
El fenómeno de la creencia religiosa no puede tratarse sin
embargo como un simple mecanismo de la
religión operando como opio del pueblo, permitiendo soportar las opresiones y
desgracias de este mundo, para remitir la justicia al Mas Allá. No se necesitaba recurrir a tantas molestias retoricas teológicas
y minuciosas reglamentaciones para actuar solo de simple analgésico. Se
trata de toda un antropología en que ese
Mas Allá opera en el Mas Acá y le da mensaje y ordenes. El Reino del Mas Allá,
de lo Revelado, habla ordenando lo que debe y lo que no debe ser hecho por el hombre, legitima, legaliza, fundamenta.
Dios pone los principios. “In
principio erat Verbum” “En el
principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (4). Ese
verbo divino, por cierto, es locuaz y charlatán.
Sin cesar da normas minuciosas en toda materia. Este principio, esa arkhe fundamentadora es la palabra de
una persona, de un monarca que reina en ese Mas Allá, no es la palabra humana.
Se instaura así entre los hombres, y en
este Mas Acá una mono-arquía
cuyo arkhe, cuya razón es
heterónoma. Las normas y las leyes se
producen fuera de la voluntad humana. No le pertenece al humano individualmente ni agrupadamente con
otros en república, decir lo que sea justo y bueno.
Para la república, por el contrario, la palabra que legitima y fundamenta,
la que origina el espacio público, es la producida por los propios miembros de la
respublica, en el espacio compartido del
ágora. El arkhe de la república no es
un Verbo, es el pueblo. Lo que haya de
ser justo y bueno es producto de una decisión
política de su voluntad general no de una Revelación. Una voluntad contingente y modestamente sometida a debate permanente
del demos que no puede pretenderse
eterna.
Frente a esa arkhe fundamentadora divina- y, por
cierto, soberbia e infinitamente poderosa- la republica está diciendo que no
podemos referirnos más que a nosotros mismos para decidir. Es lo que la polis
griega expresaba con la formula que precedía las resoluciones: “edoxe te Boule kai to demo” (“ha parecido a la asamblea y al pueblo”).
Es cierto que produce perplejidad e inseguridad que de esta manera estemos abandonados a nosotros mismos.
Es inquietante que nuestra libertad no tenga absoluto al que amarrase y que
tengamos que hacer frente al vértigo de nuestra responsabilidad. Es el mismo
vértigo del riesgo que asume nuestra
contingencia que hace que para los seres humanos las cosas puedan ser de
otra manera sobrepasando lo que solamente es y está dado con necesidad.
La única realidad de referencia política
que propone la democracia radical
de la republica es en definitiva la
propia comunidad. Decir que la democracia o república no tiene otro fundamento que le sea exterior
a ella misma salvo ella misma, es decir que no hay Dios, y por Dios se
entiende el Absoluto ajeno que dice y
fundamenta todo.
En efecto, la república es
una ordenación humana que asume el riesgo que consiste en poner orden frente
al abismo y el caos de la condición contingente del hombre. Es una asunción
modesta de las cosas humanas sin hybris
ni soberbia, que reconoce la provisionalidad del hogar cultural y simbólico que se hace construyendo
su mundo de orden propio frente al
desvalimiento de su destino. La conciencia
humilde de la contingencia de lo que construye, sin fundamento eterno, que podría ser de otra
manera, hace que todas sus construcciones están sometidas al debate, al intercambio
de opinión. El que las cosas puedan
ser de otra manera permite que el humano
se pronuncie sobre cómo deban
ser para poder habitar en ellas. En un orden humano todo se pone a la luz de las razones que se dan y se intercambian. Todo se pone
para repartir y compartir, “en el medio”, en república. La razón de
la republica son las razones que se dan los humanos y no la UNICA razón de UN ser providente.
La tradición política republicana, señala, en la misma perspectiva
que pone en evidencia Hannah Arendt, que despolitizar es deshumanizar. El
republicanismo propone que es el lugar público el que determina nuestra
humanidad. Lo público es lo genuinamente humano. La república es el sitio donde
se forma la voluntad común a través de un proceso de uso de la palabra guiado por la finalidad de alcanzar un entendimiento.
La participación en este proceso es el vivere civile, lo que el republicanismo
llama virtud.
El principio de desapego de
lo político al considerarlo como un
vinculo inferior conlleva paralelamente la consideración de la libertad
como una actitud de fuero interno que
puede continuar existiendo aún en las situaciones socio-políticas adversas. Esta
cristiana postura actúa como un germen de la contemporánea posición liberal
de la consideración de la libertad como desarrollo del libre arbitrio
individual más que como autogobierno. El
autogobierno, concepción republicana de la libertad, es esencialmente gobierno
y creación humana porque solo se es libre cuando creamos nuestras propias leyes
a las que nos sometemos. La libertad necesita , por lo tanto, de la actividad
humana de radicalmente iguales, cooperativa de compromiso con lo común y con
la voluntad general que engendra esas normas.
¿Entender la libertad como
un albedrío libre para optar entre varias alternativas ya dadas, o bien
entender la libertad como posibilidad de hacer y poner en marcha algo nuevo
antes inexistente? La primera, es la concepción de los liberales, y es la que
ha sido promovida por la
fe pues la fe cristiana es esencialmente una conversión, una decisión de
conciencia, un “encuentro personal” con
Dios, como se dice en los términos
confesionales y pastorales. La libertad, como la fe, es una opción, es
un acto de soledad que lleva a cabo el hombre,
criatura creada a imagen del libre capricho de
un Dios absolutamente solo. No puede ser de otra manera por cuanto
conversión es descubrimiento de una Revelación.
La libertad liberal tiene el mismo carácter y se alimenta de esa posición. La libertad republicana tiene la segunda inspiración,
la de la libertad como creación e institución
de un espacio y una naturaleza- una universalidad- nuevos. Los hombres son libres porque pueden llevar a cabo lo no dictado y dictarse a si
mismos algo con alcance de generalidad. La libertad es para el ser humano construirse
a si mismos, hacer su propia naturaleza y su propia moralidad. Dado que la
moralidad es forzosamente referencia a relación
con otros, libertad republicana es creación de moralidad. La libertad es creación de normas
con otros, creación de lo publico, creación de un espacio común propio,
de una legalidad y legitimidad comunes, creación de republicas. Para la republica Dios es la
inmoralidad.
No es por nada, que el cristianismo
sea una religión de Libro, es decir, de mensaje y de Palabra absoluta. Lo que es cierto se impone y no es susceptible de
reserva ni discusión. La Verdad no puede ser sino irrebasable. Toda opinión no
puede ser sino glosa, comentario o hermenéutica, interpretación de un absoluto
ya dado. La política, en estos términos, no puede sino ser cosa de los más cualificados
para esa glosa, de los que poseen el saber y el conocimiento. Cuando la política deja de ser opinión del vulgo, para hacerse techne, cosa de capaces, el gobierno
debe de ser forzosamente el gobierno de los filósofos, o de su versión eufemística
moderna: de los capacitados. El producto
último de esa antropología teológica de
la aristocracia que identifica política
con saber es la democracia parlamentaria, un gobierno de selectos, electos por
sus competencias, donde por primera vez en la historia moderna unos pocos, no solo tienen la exclusividad de
la acción política que otros consienten sino que esta clase restringida que tiene la prerrogativa
de lo político pretende hacerlo actuando representando al pueblo aunque este
nunca se lo haya creído. Por mucho que
la fe cristiana haya querido
despolitizar el comportamiento de los hombres, su sentido es el de un viciado politizar, es decir producir
una comunidad de una cierta especie: una comunidad de organización monárquica
que pone como paradigma el UNO frente a la comunidad republicana de los muchos.
Como señala Castoriadis, la
política es una creación contra-natura. Es la institución característica del hombre en tanto
que ser que no está biológicamente condicionado. Su vida es libre y no condicionada a la legalidad natural
sino a su propia legalidad. Esa segunda naturaleza, “arte perfeccionado” que lo llamaba Rousseau, es un actuar alternativo a lo que es dado. Frente a lo libre e inventado humano, Dios esta del
lado de lo dado puesto que El es el Dador
supremo. Dios es la legalidad suprema y dictada, nunca la controvertida y acordada tras discusión. El destino del hombre es la
escucha atenta y obediente. Nada hay más
monárquico, nada es menos republicano.
Que las construcciones de Dios son contrarias
a las de los hombres, y viceversa, se
hace evidente a los más profundos pensadores y místicos cristianos que afirman
como Pascal que
“la conversión….consiste en
conocer que hay una invencible oposición entre Dios y nosotros” (5 )
Todos ellos siguen la estela Agustiniana y paulina de aversión al " mundo", obra humana a distinguir del "mundo"natural, obra divina. El "mundo ", creacion humana es siempre contrario a la obra de Dios y prístinamente expresado por la epístola de Santiago:
" Toda amistad del mundo es enemiga de Dios" ( 6)
La república, obra humana
autónoma por excelencia, es la
construcción maldecida del mito bíblico monoteísta de Babel, una torre cuya destrucción se debe
a la concurrencia de lenguas múltiples, de
palabras de muchos, es decir a la existencia de república, del máximo
contrario a la palabra única del Dios
único.
Los portavoces de Dios ni con su mensaje ni con los poderes
ostentados y obtenidos en su nombre nos
ha librado de los totalitarismos, ni de los pasados ni del los de hoy, sino mas
bien entregado a las dominaciones en
vigor en cada época. Con mayor modestia,
otras antropologías, y otros movimientos, populares y republicanos han propuesto menos absolutismos y reclamado y
actuado limitándose a pedir no ser dominados. Parece como si la referencia a lo absoluto, arrollador e invencible, fuese un
hábito de “los grandes” de cada momento como los llamaba Maquiavelo:
“los grandes poseen siempre un gran deseo de dominar mientras que los plebeyos solo desean no ser dominados” (7)
Es como si ese deseo
alimentara la querencia ideológica de esos “grandes” de que su orden sea siempre
“esencialista” y de naturaleza
teológica. Necesitan siempre que un solo Dios esté con ellos y que ese Dios
diga la verdad indiscutible y que se
sepa. Porque solo discutimos sobre lo que ignoramos y UNA Verdad Revelada rechaza toda turbadora discusión susceptible de dejar opinar a los muchos y pobres.
Los que pretenden emancipar a las gentes apoyándose en Dios o en sus equivalentes
teológicos no terminan de entender que
quizás no se trata de establecer
normas deducidas de verdades universales que se levanten frente a las
desviaciones de una razón dominadora, sino de establecer normas universales de no dominación para alzar frente a quien
pretenda tener la verdad y dominar con ella.
Porque quien quiere deducir de lo absoluto termina siendo abducido por él.
(*)Publicado en El viejo topo nº 375 abril 2019
(1) J.J.Rousseau. Contrato Social. Lib IV cap 8.
(2) Tertuliano. Apologética 38.
(3) Maquiavelo. Discursos sobre la Primera década de Tito
Livio II,2.”
(4) juan I, 1
(5) Pascal. Pensamientos 470
(6) Epistola de Santiago 4,4
(7) Maquiaveloelo. Ibid. I, 4,5
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