Por Pierre Vilar (*)
(…) El nacimiento del estado
moderno y sus relaciones con el fenómeno nación
En el período llamado
“moderno”, transición entre la edad media en que la estructura feudal
caracteriza a la sociedad, y el período llamado “contemporáneo” en que triunfa
el capitalismo industrial, se precisan dos fenómenos -que no carecen de
relación entre sí-: el ascenso de capitalismo comercial en la economía y el
fortalecimiento del estado en algunos territorios europeos que pasan
sucesivamente a primer plano debido al crecimiento económico de los países
modernos: España y Portugal, Francia, Inglaterra, Países Bajos, con la
afirmación progresiva de solidaridades “nacionales”.
Estado-nación y Renacimiento.
Hemos indicado ya de qué manera los modelos antiguos, y especialmente el romano
ofrecían a la Francia del siglo XVI (Maquiavelo hubiese querido poder decir a
“Italia”) un vocabulario, una literatura, una concepción jurídica (escuelas de
derecho escrito), pero al mismo tiempo le inspiraban el deseo de expresarse en
su propia lengua (Défense et Illustration de la Langue française de
Du Bellay, “Ordonnance” de Villers-Cotterets, que obligaba a redactar en
francés los documentos públicos); la lengua se convertía en el signo de la
unidad política, tras haberlo sido de una vaga comunidad de
“nación”.
Estado-nación y Reforma. La
Reforma iba en el mismo sentido. La religión abandonaba el latín a favor de las
lenguas llamadas hasta entonces “vulgares”. Lutero es considerado
tradicionalmente como uno de los grandes antepasados de la “nación” alemana.
Sin embargo, en Alemania, este signo tardará mucho en coincidir con un estado.
Pero el principio “cuius regio, eius religio” reforzará la idea de que
los súbditos de un mismo príncipe deben formar una comunidad uniforme.
Estado-nación y economía: el
mercantilismo. Uno de los principales símbolos -y quizás
el más eficaz- de la unidad del estado moderno es la unificación de las
monedas, que en Francia se realizó contra las monedas señoriales
existentes, a principios del siglo XVI.
De hecho se había practicado
una política económica razonada pero espontáneamente elaborada en Francia bajo
Luis XI (1461-1483), en España bajo los Reyes Católicos (1469-1479 hasta
1505-1516), en Portugal bajo la dinastía de Avis, en Inglaterra bajo los Tudor.
Control de las minas, miles de reglamentos industriales, privilegios a la
marina, son muchas las tendencias comunes de los jóvenes “estados”, que de esta
manera refuerzan y unifican los intereses sobre el territorio que gobiernan,
los cuales, por otra parte, son su primera fuente de inspiración.
El “mercantilismo” no es la
teoría sino la justificación intelectual de una práctica: el estado se asimila
al príncipe, y la nación al estado. La palabra “nación” no se pronuncia todavía
con un nuevo sentido, o rara vez. Pero se insiste mucho sobre la solidaridad
de intereses entre los súbditos de un príncipe, y entre el príncipe y
los súbditos. Podemos seguir el paso de la concepción económica “mercantilismo”
(“acrecentar”, “aumentar” la riqueza del grupo defendiéndose y en caso de
necesidad mostrándose agresivo frente a intereses extranjeros) a la
concepción política ya “nacionalista” (antes de hora) a través
de una serie de escritos farragosos pero llenos de sentido: en el caso de
España, en los “arbitristas” (siglos XVI y XVII) que lloran la decadencia de su
país (ellos dicen “nuestra España”) y proponen soluciones; en el caso de Europa
central, en los “cameralistas”, consejeros de los príncipes, donde se
encuentran fórmulas como “Österreich über alles, wann es nur will” (“Austria
por encima de todo, en el caso de que ella quiera”); y finalmente, en el caso
de Inglaterra, en el siglo XVII, en los teóricos como Thomas Mun (La riqueza
de Inglaterra por el comercio exterior); este último, en su prefacio,
recomienda a su hijo la piedad, y después
la Política, es decir, cómo
amar y servir a la Patria, instruyéndote en los deberes y conducta de varias
profesiones, que a veces dirigen, a veces ejecutan los negocios de la
república; en la cual, algunas cosas tienden especialmente a conservarla y
otras a engrandecerla … y en primer lugar expondré algo acerca
del comerciante, porque este debe ser el agente principal de esa
gran empresa.
El siglo XVII demuestra ya
que una burguesía mercantil puede asumir políticamente la
responsabilidad de un estado, y levantar a toda una población contra un poder
extranjero: esta es la historia de las “Provincias Unidas” o Países Bajos
protestantes, que se liberan, tras una larga lucha, de la soberanía española.
Es evidente que no se trata de la primera manifestación de un “sentimiento
nacional” que se lanza eficazmente contra un poder extranjero (cf. Francia, la
guerra de los Cien años), pero es la primera guerra nacional que culmina con la
formación de un estado nacional.
El segundo ejemplo es, por
así decirlo, inverso, pero confirma la misma correlación. Es el de Francia en
el siglo XVIII: la burguesía enriquecida, la nobleza levantisca, la elite
intelectual de la Francia “de las luces” del reinado de Luis XV, son fácilmente
“cosmopolitas”, anglófilos, mientras los ambientes provinciales, incluso
populares, son fácilmente particularistas, recuerdan las antiguas “libertades”,
las antiguas “naciones” (Bearn, Comté, Provenza…); se trata de manifestaciones
de descontento, de oposición al sistema político: Pero de repente, en vísperas
de 1789, la palabra “patriota” toma el significado de “amigo del bien público”,
y la palabra “nación” el del conjunto de súbditos por oposición a la monarquía
o a las pequeñas minorías privilegiadas. La revolución crea de entrada la
“Asamblea nacional”, la “Guardia nacional”; Bailly contesta al enviado del rey:
“La Nación reunida no puede recibir órdenes”; y cuando la invasión extranjera
amenaza las conquistas de la Revolución, la batalla de Valmy se gana al grito
de “¡Viva la Nación!”.
Donde se demuestra la
intuición de Voltaire, que había escrito: “Un republicano se siente siempre más
ligado a su patria que un súbdito, puesto que se ama más el bien propio que el
del amo”.
Está claro que no dejaba de
ser una ilusión, por parte del hombre del pueblo, del sans-culotte de
1793, creer que había conquistado realmente la patria francesa como un “bien”
suyo. Los sistemas censitarios, la administración napoleónica, todo el juego
del régimen económico, mostrarán a las claras que, en realidad, la comunidad
nacional y el sistema de estado creados por la Revolución francesa pasaban a
las manos de una nueva clase social y no a las de todo el pueblo. Sin embargo,
los campesinos franceses, liberados de las numerosas cargas feudales y
fiscales, y beneficiarios muchos de ellos de la redistribución de la propiedad,
habían sentido muy profundamente que la amenaza extranjera era, al mismo
tiempo, una amenaza sobre sus conquistas sociales. En 1814 tuvieron mucho miedo
de que la derrota de Francia pudiera propiciar un retorno de los nobles y de
sus derechos. Así se constituyó, durante la Revolución francesa, una
asimilación entre defensa de la Patria y defensa de la Revolución, entre la
idea de “nación” y la idea de gobierno salidos de “la voluntad del pueblo”.
Ello explica que, durante el siglo XIX, no siempre, pero en la mayoría de los
casos, la idea “nacional” sea una idea ligada a las nociones de libertad e
igualdad, una idea popular, sospechosa para los conservadores, para
los hombres del antiguo régimen.
i Algunas de mis
investigaciones sobre estas fluctuaciones del vocabulario histórico respecto a
los grupos están condensadas en mi obra Cataluña en la España
Moderna (Barcelona, 1978), tomo I, prefacio, epig. 5 “Historia y
sociología ante el fenómeno nación”, pp. 36-49. Cf. en la misma obra, pp.
96-102 y (sobre la noción de “frontera”) pp. 112-116.
(*)Fuente: Pierre Vilar.
Iniciación al vocabulario del análisis histórico. 1980
Pueblos, naciones, estados I
/2
El siglo XIX: la fase
“nacionalitaria”
En efecto, durante y después
de la Revolución francesa, un doble movimiento sacudió Europa y, dentro de
ciertos límites, al mundo: Francia, tras haberse defendido de una reacción
política impuesta desde el exterior, invade militarmente gran parte de Europa e
introduce allí reformas socialmente progresivas; pero la opresión militar que
impone provoca una lucha a menudo ambigua, porque sus impulsores son
simultáneamente: 1) los partidarios del antiguo régimen, 2) las capas sociales
que tienen interés en oponer a los franceses sus propios principios, 3) los
combatientes populares espontáneos que a sus razones cotidianas de odiar al
invasor suman a veces un sentimiento religioso, tradicionalista, comunitario,
antiliberal, y a veces un sentimiento revolucionario.
Sobre estos diversos puntos
se pueden consultar las comunicaciones de un coloquio celebrado en Bruselas en
1968, en el Instituto de Sociología, sobre el tema Occupants et
occupés, 1794-1815.
Este libro muestra los
vínculos (o las contradicciones) entre las reacciones de grupo y
las reacciones de clase frente a las invasiones francesas,
primero revolucionaria y después napoleónica. A niveles muy distintos, vemos
cómo se alían al ocupante francés o cómo se coaligan en contra de él grupos
burgueses en busca de un nuevo poder social, políticos reformistas, fuerzas del
antiguo régimen, “guerrillas” populares que en según qué ocasiones recuerdan a
los ejércitos revolucionarios y en según cuáles a la Vendée. Subrayaré dos
ejemplos:
En Prusia, hombres como
Stein, Hardenberg, Gneisenau vieron con extrema claridad que era posible hacer
volver contra Napoleón y contra Francia los principios mismos de su revolución;
iniciaron reformas “desde arriba” (“von oben”), contra la servidumbre, contra
los derechos indirectos; los burgueses deseaban (como escribe uno de ellos en
1807) que “todos los ciudadanos y habitantes del Estado deben poder aspirar por
igual a los mismos derechos, deben ser únicamente los miembros de un gran todo,
y no deben hacer valer más ventajas que las adquiridas por conocimientos más
elevados y por el mérito propio y verdadero”.
Pero los nobles rurales
prusianos eran muy conscientes del peligro de una tal concepción del “todo”
nacional. Uno de ellos exclamaba: “Nation, das klingt jakobinisch”, “Nación,
esto suena jacobino”. Y otro, el chambelán Von Reck, “hubiera preferido perder
otras tres batallas de Auerstaedt antes que aceptar el edicto del 9 de octubre
de 1807 que abolió la servidumbre y el privilegio de la nobleza sobre la
propiedad de la tierra”. Son este tipo de frases las que permiten entender las
relaciones entre las posiciones de clase y la idea de nación surgida en 1789.
Pero aquí cabe introducir
otro matiz: la noción alemana de nacionalidad que exaltaron entonces las obras
de Herder y de Fichte no correspondía en absoluto a la noción francesa de
“voluntad general” claramente expresada en una especie de contrato, sino por el
contrario a un vago sentimiento de pertenencia a un “pueblo” -el Volksgeist-,
herencia de la raza, de la lengua, de la historia, fundamento de una
“comunidad” (Gemeinschaft) y no de una sociedad (Gesellshaft ), dirá más tarde
el filósofo Tönnies. Este aspecto romántico de los valores
nacionales jugará, por otra parte, un papel importante en el siglo XIX (y no
solo en Alemania) con la aparición de los “nacionalismos” que deificarán a la
comunidad.
Segundo ejemplo: España.
En la lucha contra Napoleón, el conflicto es especialmente complejo y
contradictorio; Napoleón aparece ante los ojos de algunos tradicionalistas como
el Anticristo ateo, pero algunos conservadores habían creído ver en él al
restaurador de la religión y del orden; algunos reformadores de la España del
siglo XVIII pensaban que Napoleón modernizaría España como habían deseado los
ministros del “despotismo ilustrado”; pero los espíritus más revolucionarios
veían en él al confiscador de las libertades de 1789. Finalmente, los
“colaboracionistas” -los afrancesados- fueron pocos; unas Cortes, en Cádiz, votaron
unas leyes muy directamente inspiradas en la Revolución francesa; pero entre
los guerrilleros campesinos, la gran mayoría luchaba por la tradición, la
religión, las costumbres comunitarias poco compatibles con el liberalismo
económico; cuando regresó el rey exiliado fue aclamado a la vez por ese pueblo
tradicionalista y por la aristocracia del antiguo régimen; al suprimir la obra
de las Cortes, desterró de España toad “revolución burguesa”. El resultado, un
siglo más tarde, será esta curiosa paradoja: España, que, entre 1808 y 1814,
había dado pruebas de una unidad y de un vigor nacional excepcionales, vería
cómo unas regiones nostálgicas de la revolución burguesa (Cataluña, País Vasco)
se despegan de una de las “naciones” más antiguas de Europa. Las viejas
“nacionalidades provinciales” resucitarán y querrán transformarse en “estados”.
Podemos relacionar esta
historia con el caso de las “naciones” de la América española: unas
minorías, aristocráticas o burguesas, aprovecharon, en las diversas unidades administrativas
del imperio americano español, el episodio napoleónico para declararse
independientes e imponer la independencia con las armas, a imitación de los
Estados Unidos y con el apoyo inglés. Cabe subrayar que no consiguieron, a
pesar del deseo y del genio de Bolívar, una “nación hispanoamericana” única;
como en el caso actual de las colonias liberadas de África negra, calcaron sus
fronteras sobre las divisiones administrativas coloniales existentes. Y la
causa estriba en que el personal político que perseguía un poder concreto, no
podía conseguirlo dentro de marcos excesivamente amplios. En cuanto a las capas
populares, hacía siglos que estaban explotadas a la vez por la aristocracia
criolla y por la administración colonial española. Según los momentos, según
las ventajas que les otorgaron (y que fueron muy escasas), o las represiones
que les alcanzaron, las masas populares tomaron parte en el movimiento de
independencia -México-, no se movieron (Perú), o combatieron al lado de los
españoles (“llaneros” de Venezuela). De hecho, era difícil que las masas indias
y negras se sintieran parte integrante de una comunidad con unas minorías que a
menudo las rechazaban. Habrá que esperar hasta muy tarde (1868 en Cuba, a
menudo hasta el siglo XX) para que los movimientos de masas se incorporen a
unos nacionalismos justificados por otros imperialismos extranjeros. Y, sin
embargo, es curioso observar que el nacionalismo, el patriotismo, la exaltación
hasta el fetichismo de los héroes de la Independencia (culto a Bolívar) parecen
haber sido tanto más violentos en las ideologías políticas hispanoamericanas
cuanto más estrechas eran las bases de las comunidades (el culto de la “patria”
se convirtió en una incumbencia de las “clases políticas” e intelectuales, sin
poder penetrar ampliamente en las masas aisladas, desde el punto de vista
étnico y lingüístico, y analfabetas).
La Europa del siglo XIX está dominada,
históricamente, por el “problema de las nacionalidades”. El tema es bien
conocido. ¿Cómo podemos definir mejor esos términos, “nacionalidad”, “nación”?
Como ya hemos dicho, la idea
de “nación”, ligada a los principios de la Revolución francesa (en particular
al de la “voluntad nacional”), es una idea “progresista” para los hombres del
siglo XIX. La expresión “nacionalitaria” podría ser adecuada para calificar
esta dominante, por otra parte más sentimental que teórica. El “derecho de los
pueblos a disponer de sí mismos” forma parte del bagaje ideológico “de
izquierdas”, incluso del anarquizante. Por el contrario, las potencias del
antiguo régimen y los temperamentos autoritarios se inquietan ante los
trastornos revolucionarios que implicarían una remodelación de Europa según el
“principio de las nacionalidades”. La Inglaterra liberal o el “nacionalitario”
Napoleón III no apoyan sino dentro de ciertos límites los avances de la
liberación, que han coincidido siempre con las grandes crisis revolucionarias
(1830, 1848).
Grosso modo,
las clases dirigentes son bastante favorables a las nacionalidades que sacuden
el yugo turco (Grecia, Bulgaria, etc.), muestran a la vez admiración y
preocupación ante la marcha de la unidad italiana y de la unidad alemana y,
finalmente, no se atreven, o caso, a apoyar a las nacionalidades que podrían
amenazar a las grandes potencias rusa, prusiana y austríaca, y se distancian en
particular de Polonia, que afectaría a las tres a la vez. Pero a los
republicanos, a los revolucionarios, intelectuales u obreros, les gusta gritar
“¡viva Polonia!”.
En los casos de Alemania e
Italia son a la vez clases y regiones particularmente
activas las que toman la iniciativa de la unidad: Prusia y Piamonte. Nada se
parece tanto a la coalición de políticos, intelectuales y hombres de negocios
que, después de 1945, intentan crear el mercado europeo y, a ser posible, la
Europa supranacional, como la coalición del mismo tipo que, entre los años 1820
y 1870, trabajó en pro de la unidad alemana. EL mercado común alemán se creó bajo
la forma de Unión aduanera, el Zollverein. Renan, en su intento de
subrayar los caracteres intelectuales y morales del factor “nación”, escribió
un día: “una nación no es un Zollverein”; pero el poeta popular alemán Von
Fallersleben, para subrayar, por el contrario, el papel del Zollverein, dijo en
unos graciosos versos que el jabón, las cerillas y otras mercancías sin
importancia habían hecho más por la patria alemana que todos los teóricos.
Vale la pena conocer algunos
textos característicos de la vinculación entre idea nacional e idea industrial:
En el Congreso de los
economistas alemanes de 1862:
“Ya es hora de que los
industriales alemanes actúen en el sentido de la resurrección nacional de la
patria, hacia la que convergen hoy en día todas las fuerzas, a fin de que el
trabajo nacional llegue a ser reconocido en todos los gabinetes y en todas las
cámaras, en toda la prensa y entre el pueblo como uno de los pilares básicos de
nuestra vida nacional. Su propio interés y el interés de la patria son, en último
término, idénticos.”
“Incumbe a la industria, a
medida que crece, una significación política en el seno de una nación que
intenta pasar del estado de confederación (Staatenbund) al estado federativo
(Bundesstaat) de carácter nacional. Pocos son los vínculos económicos que
traban entre ellas las diversas regiones de Alemania, si dejamos aparte los
vínculos industriales. A medida que aquí se han ido fundando grandes
sociedades, a medida que los intereses materiales se han ido haciendo más
variados, toda la política ha tomado un cariz más realista. Han sido los
intereses de la industria los que han dado a la forma vacía del Zollverein su
contenido material. Si Alemania no hubiera entrado en la vida industrial, aún
no habríamos superado la fase lamentable de la división interior.”
Algunos años antes,
Friedrich List había expuesto la teoría del “sistema nacional de economía”;
veamos algunos fragmentos:
Pero entre el individuo y el
género humano existe la nación, con su lenguaje popular y su literatura, con su
origen y su historia propios, con sus costumbres y sus hábitos, sus leyes y sus
instituciones, con sus pretensiones a la existencia, a la independencia, al
progreso, a la duración, y con su territorio separado; asociación que se ha
convertido, por la solidaridad de las inteligencias y de los intereses, en un
todo existente por sí mismo, que reconoce en su seno la autoridad de la ley,
pero que mantiene su libertad natural frente a las demás sociedades parecidas,
y que, por consiguiente, en el estado actual del mundo, solo puede mantener su
independencia a través de sus propias fuerzas y de sus recursos particulares.
Y también:
“La Escuela (librecambista)
ha llegado a resultados tan absurdos porque, a despecho de los nombres que ha
dado a su ciencia, ha excluido por completo de ella la
política ignorando totalmente la nacionalidad, y sin tener en cuenta
para nada los efectos de la guerra sobre el comercio entre distintas
naciones.”
“El poderío político no solo
garantiza a la nación el crecimiento de su prosperidad mediante el comercio
exterior y las colonias; le asegura, además, la posesión de esta prosperidad y
de su existencia nacional, que es infinitamente más importante que la riqueza
material; a través de la Ley de Navegación, Inglaterra se ha convertido en una
potencia política, y mediante esta potencia política ha sido capaz de extender
su superioridad manufacturera sobre todos los pueblos. Pero Polonia ha sido
borrada de la lista de las naciones por no poseer una burguesía vigorosa que
solo hubiera podido surgir con una industria manufacturera.”
“El comercio exterior solo
puede ser importante allí donde la industria nacional ha llegado a un
alto grado de desarrollo…”
“En una época en que la
actividad y la mecánica ejercen una influencia tan importante sobre la marcha
de la guerra, en que todas las operaciones militares dependen hasta un tal
punto de la situación del tesoro público, en que la defensa del país está más o
menos asegurada según si la masa del país es rica o pobre, enérgica o sumida en
la apatía, según si sus simpatías se vuelcan sin reservas hacia la patria o se
orientan en parte hacia el extranjero, según si es posible armar a más o menos
soldados, en una época así, más que nunca, las manufacturas deben ser
consideradas desde un punto de vista político.”
Aquí se proclama, pues, la
vinculación entre industria, burguesía y nación. Se dirá que la unidad alemana
se consiguió también a través de las victorias militares, bajo la dirección de
Bismarck y de un estado mayor de vieja aristocracia. No es contradictorio. Y en
ello estriba la originalidad de la potencia alemana. En lugar de combatirse,
las dos clases dirigentes (antiguas clases feudales y nueva burguesía) se
repartieron el trabajo. La eficacia fue grande. Pero el autoritarismo y la
altivez militares, la “refeudalización” de la sociedad, confirieron al
nacionalismo alemán una agresividad que, en último término, le fue perjudicial.
Lo mismo podría decirse del Japón. Estos dos casos han hecho decir al
economista americano Rostow que el nacionalismo ha sido un gran factor en el
“despegue” económico capitalista (take off). La proposición podría
invertirse: el nacionalismo burgués nace del “despegue” (cf. los textos de
List). Digamos que ambos fenómenos están estrechamente ligados.
El apogeo de los “nacionalismos”
y la aparición del “imperialismo”: crisis y controversias en 1905-1913
Entre 1871 y 1914, la
ideología “nacionalitaria” del siglo XIX se transforma rápidamente en
“nacionalismo”, entendiéndose con ello una doctrina que considera la nación como
el hecho fundamental y la finalidad suprema, a cuyo interés el individuo debe
subordinarse e incluso sacrificarse y ante el cual, en principio, deben
desaparecer los intereses de grupo y los intereses de clase. Esta fórmula
exaltada se predica tanto entre los grupos nacionales que aspiran a la
independencia -es decir, al estado- como entre las antiguas naciones-estado o
recientemente unificadas: Inglaterra imbuida de su superioridad, Francia
humillada por su derrota de 1870, España humillada por la suya de 1898, Italia
poco satisfecha del papel que se le reserva, Alemania convencida de su destino
mundial.
Es, en verdad, el momento en
que, una vez constituidos y saturados los mercados nacionales, las rivalidades
se manifiestan de pronto con más brutalidad en el reparto comercial y colonial
del mundo; es el fenómeno del imperialismo, proclamado y bautizado
por los teóricos de la expansión, Chamberlain, Roosevelt, Guillermo II, Jules
Ferry en Francia, Rosa Luxemburg, Lenin. Pero tanto esta palabra como este fenómeno
merecerán una próxima lección.
De momento, detengámonos un
poco más sobre los hechos nación y nacionalismo que,
precisamente, fueron vivamente discutidos y quedaron finalmente mejor definidosi en
el curso de las tensiones y controversias que precedieron al estallido de 1914.
El caso francés es,
en principio, bien conocido, pero no siempre está bien analizado. Con razón se
ha subrayado el viraje, especialmente sensible tras el affaire Dreyfus,
que convierte la exaltación de la nación, de la patria, del ejército, en una
actitud “de derechas”, no solo conservadora sino también vinculada a las
nostalgias monárquicas (Maurras) o dictatoriales. Tal es, en efecto, el
“nacionalismo” proclamado (“nacionalismo integral”, dice Acción Francesa).ii También
es cierto que en esos años 1890-1913, el movimiento obrero revolucionario
(anarquismo, sindicalismo, algunas corrientes del socialismo) se caracteriza no
solo por su internacionalismo, sino por un antimilitarismo e incluso un
antipatriotismo violentos; por otra parte, con el affaire Dreyfus,
y debido al carácter antirrepublicano de los nacionalismos, desconfían de las
“ligas patrióticas” y de los cuerpos de oficiales.
Sin embargo, es más
importante tener en cuenta (sobre todo para entender el impulso unánime de
1914) que tanto la doctrina oficial de la República como
la masa de los franceses conservan, procedente del siglo XIX, la
noción de patriotismo como deber sagrado, vinculado a la tradición republicana,
a los principios de 1789, etc. Toda la educación impartida por la
escuela pública estaba orientada en este sentido.iii Y
lo mismo cabe decir de la ideología universitaria. E incluso la
teoría sociológica (Durkheim). Si Péguy, en vísperas de 1914, pasa del
socialismo al nacionalismo, no debemos creer que Jaurès, a pesar de su
internacionalismo y de sus esfuerzos contra la guerra, niegue la existencia del
hecho nacional o la necesidad de la “defensa nacional”. Su libro L’Armée
nouvelle (1911) intenta elaborar la teoría de una “nación armada”, que
reclute sus oficiales entre las capas populares (o medias); según él, el
socialismo debe mostrarse
dispuesto a asegurar el
pleno funcionamiento de un sistema armado verdaderamente popular y defensivo …
será entonces cuando podrá desafiar la calumnia puesto que se darán en él,
junto con la fuerza acumulada de la patria histórica, la fuerza ideal de
la patria nueva, la humanidad del trabajo y del derecho.
Jaurès abriga incluso la
esperanza de convencer a los oficiales mediante la eficacia de
un ejército “organizado sin ninguna preocupación de clase o de casta, sin ora
preocupación que la defensa nacional propiamente dicha”.
El problema consiste en
saber si, en una sociedad de clases, un ejército puede organizarse sin estas
“preocupaciones”. Veremos cómo Lenin subordina la noción de “pueblo armado” a
la de revolución.
Las controversias en torno
al problema nación-revolución en Europa central y oriental
A diferencia de Europa
occidental, constituida en sólidos estados-naciones, núcleos de los
imperialismos mundiales, sin graves problemas de minorías nacionales (excepto
en Irlanda), y en donde las luchas de clase no llegan a minar los potentes
nacionalismos de hecho, la Europa central y oriental está
organizada en imperios multinacionales de naturaleza y origen
diversos: imperio turco, imperio austro-húngaro, imperio ruso. Las pretensiones
de estos imperios no son las mismas en política internacional, pero los tres
están desgarrados por movimientos internos de carácter nacional, que tienden a
independencias de grupo (polacos, checos, croatas, albaneses, etc.).
En estos territorios, el
autoritarismo del estado está ligado, al mismo tiempo, a la supremacía de un
grupo nacional y a una estructura de clase retrasada respecto al desarrollo
moderno: autocracias, restos de feudalismo. Los movimientos nacionales internos
que se enfrentan con la supremacía del grupo dominante pueden quedar
englobados o bien por unas clases dirigentes más
evolucionadas, más ligadas a intereses de tipo burgués, o bien por
las aspiraciones agrarias u obreras, por capas socialmente (y no solo
políticamente) revolucionarias. El problema, pues, se plantea de la manera
siguiente: ¿de qué forma se combinarán, en un momento dado, en torno a los
“movimientos nacionales”, las formas de revolución burguesa propias del siglo
XIX y las tentativas revolucionarias que implican al campesinado y al proletariado?
Las diversas corrientes de pensamiento y de táctica revolucionaria, en sus
intentos de responder a esta cuestión, han multiplicado las controversias.
¿Deben apoyarse los movimientos nacionales? ¿Hay que aliarse con los partidos
nacionales burgueses? ¿Cómo evitar las contaminaciones ideológicas o
sentimentales, pequeño-burguesas o “chauvinistas”?
Los más célebres
participantes en esta controversia fueron Rosa Luxemburg, Otto Bauer (con Karl
Renner), Lenin y Stalin. Su papel histórico posterior justifica un estudio
serio de sus posiciones. Debe tenerse en cuenta que es muy probable que su
situación en Europa central y oriental les haya hecho subestimar el carácter
masivo de los bloques psicológicos nacionales constituidos en occidente.
i Cf.
en el Congreso de las Ciencias Históricas de Viena (1965), el comunicado del
profesor Kohn y su larga discusión en las Actas del Congreso.
iii Cf.
los dos libros divertidos e instructivos de Gaston Bonheur; Qui a cassé
le vase de Soissons? y La République nous apelle.
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