Por Antonio Gomez Ramos
Profesor d e la Universidad Carlos III de Madrid (*)
Los homenajes académicos
dejan constancia, sobre
todo, de una amistad y una colaboración intelectual
a lo largo de los años. El filósofo
Pedro Goergen ha
sabido cultivarlas durante
su larga carrera, en Europa y en
América. Quisiera dejar testimonio de la mía hacia él tratando de otra amistad
entre dos grandes filósofos del siglo XX. Una, además, de
las más intrigantes.
Pues hay amistades
intelectuales que producen
simpatía, que incluso confortan. Y hay otras de las que podemos decir que
hubiéramos preferido que no fueran, porque una de las dos partes de esa amistad
nos produce alguna aversión, y las estimamos incompatibles.
La de Hannah Arendt y Walter Benjamin no es de ninguno de esos tipos: produce desconcierto. No era sólo una amistad intelectual, sino también personal. Pero mientras que el trabajo de los biógrafos y las propias declaraciones de Arendt nos han permitido reconstruir su cálida relación personal, la afinidad espiritual que pudiera haber entre los dos resulta mucho más ambigua e inescrutable: desde luego, va mucho más allá –aunque no sabemos dónde más allá – de las miles de horas y paseos que compartieron en el exilio francés, durante los años 30, antes de la muerte de Benjamin; y más allá, también, de los desvelos personales de Arendt en los años posteriores por salvaguardar su legado
La de Hannah Arendt y Walter Benjamin no es de ninguno de esos tipos: produce desconcierto. No era sólo una amistad intelectual, sino también personal. Pero mientras que el trabajo de los biógrafos y las propias declaraciones de Arendt nos han permitido reconstruir su cálida relación personal, la afinidad espiritual que pudiera haber entre los dos resulta mucho más ambigua e inescrutable: desde luego, va mucho más allá –aunque no sabemos dónde más allá – de las miles de horas y paseos que compartieron en el exilio francés, durante los años 30, antes de la muerte de Benjamin; y más allá, también, de los desvelos personales de Arendt en los años posteriores por salvaguardar su legado
Arendt se
vanagloriaba, con razón,
de haber tratado
a Benjamin mucho más
de cerca que
quienes luego postularían
como sus correligionarios, los miembros
de la Escuela de
Francfort; en particular, Adorno. Está segura – y así se lo
escribía a Adorno decenios más tarde – de que su imagen de Walter Benjamin era
más exacta y completa que la de quienes asumieron su legado (SHÖTKER y WIZISLA,
2006, 175 ss.). Sin contar los lazos
familiares previos (Günter
Stern, el primer
marido de Arendt, era primo
segundo de Benjamin), ella se sentía en intimidad con él. Le llamaba,
familiarmente, Benji; jugaba
con él asiduamente
al ajedrez(“Mis caballos
relinchan ya de impaciencia por morderse con los suyos”, le escribe Benjamin a ella en una postal que
anunciaba un futuro encuentro);ella
y su segundo
marido, Heinrich Blücher,
intentaban socorrer materialmente
a Benjamin en las muchas miserias de la vida cotidiana en el exilio, primero, y
del campo de concentración francés al estallar la guerra, después; conocía
de primera mano
la angustia de
Benjamin por la supervivencia, el desasosiego y hasta
terror que le producía su dependencia de
las decisiones de
Adorno y Horkheimer
en Nueva York.
Había encontrado en él al crítico, aislado pero aún prestigioso, que
reconocía su talento – cosa que pocos serían capaces de hacer con aquella joven
de treinta años exiliada, entre mandarines igualmente exiliados de la cultura
alemana: Benjamin leyó en
una noche el
manuscrito de Rahel
Varnhagen y lo recomendó enseguida a Scholem para su
publicación. A última hora, antes de su viaje final hasta Port-Bou, en 1940,
Benjamin le confió el manuscrito de
Sobre el concepto
de historia, las
llamadas tesis de
filosofía de lahistoria. Como es sabido, Hannah Arendt
visitó y describió el cementerio de Port-Bou, en la
frontera franco-española donde
Benjamin puso fin a sus días.
Luego, llevó el manuscrito hasta Estados Unidos, hizo que Adorno obtuviera una copia
en tiposcrito, y
prácticamente forzó al Instituto
de Investigaciones Sociales a publicar las tesis, que los miembros del
Instituto de Investigaciones Sociales leían con algo de renuencia. En los tres
deceniossiguientes, polemizó con ellos, y con
Scholem, sobre la interpretación
de Benjamin; acusó a
los francfortianos de
haberle dejado material
y espiritualmente en la estacada, les reprochó imprecisiones nada
inocentes en la larga y
laboriosa publicación de
sus escritos, les
criticó que menospreciaran su
perspectiva materialista y su amistad
con Brecht: ella, Hannah Arendt, que había formulado la
crítica más aguda de su tiempo al marxismo y que podía definir a Benjamin como
“el marxista más raro que ha
producido este movimiento,
no precisamente pobre
en tipos raros(Seltsamkeiten)”1Eran amigos.
Se tenían un afecto intenso, superior, si
cabe, a los ya de por sí intensos afectos que se producían por esos duros años
dentro de la comunidad de intelectuales exiliados. Sin embargo, eso no informa
todavía nada acerca de su relación intelectual. Es cierto que Arendt era en
parte su albacea, y asumió la tarea de difundir su obra en Estados Unidos – cosa que hizo con todo éxito, promoviendo
la edición en inglés de Iluminaciones, al que antepuso un estudio que, de
hecho, ha estado determinando, hasta hace bien poco, la imagen de Benjamin en
el mundo anglosajón. Es cierto que el respeto de Arendt por el pensamiento de
Benjamin era enorme, según ella testimoniaba explícitamente. Pero también
es cierto que no sabemos con precisión qué quedó de Benjamin
en Arendt, ni qué veía ella en él, o mejor:¿Qué callada partida de ajedrez
intelectual jugaron durante los 30 años que ella le sobrevivió y escribió toda
su obra?2 Pues lo cierto es,
también, que en
esa obra, ingente
y llena de erudición, poblada
tanto de ideas como de otros autores, Walter Benjamin apenas hace acto de
presencia. Entre los muchos referentes de Arendt desde Los orígenes del
totalitarismo hasta La vida
del espíritu – incluido
ya, aestas alturas, el
Diario filosófico –
apenas se encuentra a Benjamin. Las contadas citas que de él aparecen
son bastante obvias, se refieren sobre todo al ángel de la historia, y tienen
un carácter más de ilustración que de ocasión para pensar.
Nada que ver
con los minuciosos
análisis de Tocqueville, Montesquieu, Heidegger o
Aristóteles, etc.. Incluso allí donde hubiera sido más obvio citar a Benjamin,
Arendt parece olvidarlo: no lo menciona en el
ibro Sobre la Revolución3,
ni tampoco en el libro Sobre la violencia, texto que trata explícita –
y melancólicamente – del
progreso, y donde podíaha berse remitido al ensayo de Benjamin,
tan hermético, Para una crítica de la violencia. 4 Desde luego, podría tratarse de un olvido;
pero ello es tanto más sorprendente cuanto que, mientras escribía Sobre
la violencia, a fines de los 60, Arendt andaba enzarzada en una acerba
polémica con Adorno y Scholem a propósito
de Benjamin, después
de haber pronunciado
en Friburgo y Nueva York sendas conferencias que constituirían, de
hecho, la base de su ensayo sobre Benjamin, publicado a la vez en Alemania, en
la revista Merkur, y en la introducción a la edición inglesa de Illuminations.
En realidad,
para quienes quieren leer a la
vez, y con
la misma simpatía, a Arendt y
Benjamin, para quienes esperaban la experiencia del encuentro de esos dos
mundos de pensamiento, ese ensayo, donde Hannah Arendt ofrece, por fin, su
Benjamin (¡30 años después!) – y lo ofrece a la vez en Alemania – y nada menos
que en Friburgo, la ciudad de Heidegger –y
en Nueva York,
ese ensayo resulta
algo decepcionante. No
por los análisis, tan agudos como
siempre, que hace Arendt, de la
sociología del mundo judío en el
que crece Benjamin,
de las ciudades
por las que se
mueve, de la personalidad de Benjamin (El jorobado, hombre en tiempos de oscuridad, buscador de
perlas). Tampoco por la sugerente exposición que hace de su obra, incluidos los Pasajes,
que demuestra conocer muy bien. Tampoco
por toda la
carga explosiva que
contiene contra Adorno, Horkheimer y
Scholem. La mejor
Arendt, polémica, brillante
y aguda, señalando lo que antes
no se había visto, está ahí. Lo decepcionante está en que todo el texto parece
dirigido a demostrar que, en realidad, Benjamin es escritor que de verdad
responde a la exigencia heideggeriana de pensar poéticamente. Y el centro de
gravedad del ensayo, tras analizar el proyecto de los pasajes y el trabajo de
Benjamin con la cita, se coloca en esta frase: “Con la fina sensibilidad de
Heidegger para lo que se había convertido en perlas y corales a partir de ojos
y piernas vivos, y que, como tal, sólo podía salvarse por la “acción violenta”
(Gewaltsamkeit) de la
interpretación, a saber, por la “fuerza de un impulso mortal” de nuevos
pensamientos que lo elevara hasta el
presente, con todo
eso tenía Benjamin,
sin saberlo ,muchísimo más en
común que con las sutilezas dialecticas de sus amigos marxistas.5 Una
declaración así tenía que resultar gratificante para Heidegger, que se hallaba
presente en el público y se reencontraba con Arendt después de 16 años; puede
ser estimulante para
quienes leen a
Benjamin viniendo de Heidegger, y han creído percibir una
cierta afinidad en la noción de ambos sobre el tiempo histórico. Pero hubiera
sido inaceptable para Benjamin. Ya en
1916, Benjamin le
escribía a Scholem,
tras la Antrittsvorlesung de Heidegger “Der Zeitbegriff in der Geschichtswissenschaft”, que ese texto documentaba
de manera exacta qué es lo que no se debe hacer; y en gran parte, los libros de
Benjamin de los años 20, tanto el del
Drama barroco alemán como Calle de dirección única, pueden considerarse
como respuesta y competencia a
la filosofía de
Heidegger en ascenso;
en 1930, tras l
apublicación de Ser y tiempo, Benjamin concibió el plan de crear “un círculo de
lectura íntimo, bajo la dirección
de Brecht y mía, en el que hagamos pedazos a Heidegger” (2000,
522
Cabe pensar que el tema
Heidegger habría sido delicado, quizá tabú, en las conversaciones de los dos
amigos en París; pero es seguro que Arendt no podía ignorar la actitud de
Benjamin hacia su maestro, ni que para él era fundamental dejar claro que ambos
tenían una concepción completamente diferente
de la historia.
A pesar de
algunas afinidades externas,
la concepción del tiempo
mesiánico, la del tiempo alegórico, la de tiempo-ahora, por herméticas y necesitadas
de interpretación que resulten todavía hoy, no podían conciliarse tan a la
ligera con la historicidad que Heidegger desarrolla. ¿Realmente había entendido
Arendt tan desviadamente a Benjamin?¿Se
basaba toda la amistad
de ambos en
un funesto malentendido,
tan injusto para con
el amigo muerto?
¿O bien quería
Arendt, inconscientemente,
hacerle un regalo
postrero a Heidegger,
casi un resarcimiento en
vísperas de la marea revolucionaria del 68, tan
hostil a Heidegger y tan
mitificadora de Benjamin?
No habría que
descuidar el hecho de que Arendt pronuncia su conferencia en
Alemania en 1967, en plena efervescencia estudiantil. No tendría sentido
ahora – ni quizá en ningún otro momento – querer desenredar esas
preguntas. Tal vez
deban quedar como
enigmas, mitad filosóficos y mitad psicológicos, de la historia
del pensamiento del siglo XX; y,
como tales, tienen
su lugar en
el inextricable universo
de las relaciones
interpersonales, más bien que en el trabajo del pensamiento. Pero, aún así,
persiste la pregunta por esa oculta partida de ajedrez intelectual, por el eco
real de Benjamin en el pensamiento de Arendt, por algún
espacio conceptual que, fuera de las declaraciones explícitas, fuera de la
superficie de los textos, fuera de cualquier cita real y de ocasionales
coincidencias al juzgar los hechos, ambos, Arendt y Benjamin, entraran en
resonancia.
En lo que sigue, quiero explorar ese espacio;
y no por curiosidad turística, sino porque creo que en él se pueden encontrar
algunas claves para entender el significado de la obra de Arendt, y de las
pregunta que ella nos ha dejado planteadas; sobre todo, la relativa al problema
de la facultad de juzgar. Propondría iniciar esa exploración en el escrito
donde Arendt parece olvidar a Benjamin de modo más flagrante. Como he sugerido
antes, se trata el ensayo Sobre la violencia (1969).Recordemos la tesis central
del ensayo: la violencia, como tal, no ha sido pensada nunca realmente en
el pensamiento occidental, porque
se la confunde siempre con el
poder, o con un medio al servicio del poder. Peroel poder no es igual a la
violencia, ni se apoya en ella; sino que, antes bien ,la violencia
se genera en ausencia
de poder o en
su debilidad, y
“todo decrecimiento del poder es una invitación abierta a la violencia”
(1969, 87)6.El diagnóstico que hace Arendt del siglo XX es que la
intensificación de la burocracia,
de la sociedad
administrada, ha conllevado
una drástica reducción del espacio
público – del espacio,
precisamente, donde puede ejercitarse el poder; y eso ha
producido, a modo de compensación, más y más violencia. El poder, o para
nuestros efectos aquí, lo político,
pertenece a la esfera de las acciones, en tanto que contrapuestas a
la labor y la obra. Lo propio de estas últimas es la
inserción en la naturaleza y la sujeción a la necesidad: la labor
obedece a las necesidades de los ciclos biológicos de producción y
consumo impuestos por
la naturaleza para
suauto conservación; la
obra, a la necesidad de unos
fines externos para losque, y de un plan preconcebido por el que, la obra se
ejecuta. En cambio, lo inherente a la
política es la
espontaneidad y la
libertad de los
actores, justamente porque el “hacer cosas juntos”, “compartir palabras
y acciones” que es propio de lo político no está sujeto a ningún fin externo
para lo cual se lleve a cabo. El poder arendtiano no es nunca “poder para algo”
– un medio para un fin –, sino
que es manifestación de sí
mismo. El espacio público en el que se
despliegan la discusión y la acción concertada no se legitima sobre nada –
salvo el pasado y el recuerdo –, y no persigue ningún fin. Para algo, “medio
para un fin”, es justamente la violencia, y por eso podía decir Clausewtiz que
la “violencia es la continuación de la política con otros medios”. 7 La
división arendtiana de acción, por un lado, y labor y obra, por
el otro, apunta
sobre todo a
una oposición de
libertad y espontaneidad frente
a necesidad, de lo que no es medio para un fin frente alo que está sujeto a una inexorable cadena de medios
y fines, de lo que podría ser
propiamente humano (acción
libre) frente a
lo que es
mera naturaleza y obediencia a la necesidad.
La invasión del espacio
público por la sociedad, el ascenso de lo social, que Arendt denuncia de tantas
maneras e n el mundo moderno, se refiere justamente a la reconversión de todo lo humano en
mera naturaleza, cuya
voracidad, a la
hora de plantear necesidades, puede ser infinita:
tanta, que la sociedad administrada que se propone satisfacerla ha de crecer también
infinitamente, aunque nunca lo suficiente. En cierto modo – en el modo de una
condensación extrema, pero todavía fiel –, a la pregunta: ¿de qué va Hannah
Arendt? ¿cuál es el tema de su pensamiento?, podría contestarse: va de pensar lo humano fuera
de la necesidad de la naturaleza, y fuera de una cadena de medios y
fines. Y trata de pensarlo justamente en la acción y en una concepción de la
política queno fuera medio para algo externo a ella, ni tuviese tampoco su
virtud en sus medios. Su intento, ya lo
sabemos, es tan sugerente y rico como lleno de contradicciones.
En
el ensayo Sobre
la violencia, trata
de excluir la violencia
de la acción
y la política,
justamente porque la
violencia se entiende a sí misma
como un medio al servicio de un fin, y sujeta siempre a la necesidad: porque toda violencia se
presenta siempre como necesaria (“no me quedaba más remedio que hacerlo”, dice
siempre el violento) y porque la necesidad es de por sí violenta. El interés
del ensayo está en que, al analizar el fenómeno de la violencia, a pesar de ser
ésta prepolítica, de ser sólo un medio, resulta que, en primer lugar, no es
sólo un medio – por su capacidad innata para desbordar los fines y convertirse,
como sabemos, en un fin en sí misma –
y, en segundo lugar,
tiene un rostro aparentemente
político: la misma Arendt describe
con qué facilidad
la violencia se
convierte en sustituto de la
política y ofrece incluso la ilusión de realizarla de veras: de hecho, “pasar a
la acción” es un modo, a veces eufemístico, de decir que la política opta por
el recurso a la violencia.
Pero ahora
nos interesa menos
analizar esa ambigüedad
de la violencia que señalar al
Benjamin oculto que hay aquí: pues el ensayo de Benjamin que Arendt no
menciona, Para una crítica de la violencia, trata justamente de esbozar lo que
él llama una política de medios puros, y de esbozar, como forma
de esa política, una
violencia que Benjamin llama pura, esto es, que fuera un
“medio en sí”, no un medio para algo. Benjamin describe cómo el Derecho (ya sea
natural o positivo) es un fin que sólo se instaura y sólo se conserva por medio
de la violencia, y trata de imaginar una forma de violencia que no
estuviera al servicio
de un fin, que no se propusiera ningún
objetivo, ningún nuevo
Derecho que instaurar.
Cree encontrarla en la huelga general proletaria, al modo de Sorel, pero
también en el amor, en la pedagogía, en el lenguaje de la persuasión, etc. El
ensayo es de un hermetismo muy superior a lo normal en el ya de por sí
hermético Benjamin, y ha provocado confusiones terribles 8. No se trata de
entrar en ello ahora; pero si pasamos tangencialmente por ese ensayo, es porque
en él propone Benjamin la
noción de una
“medialidad pura” que
rompa la dinámica de hierro de
la historia, el círculo de los medios y de los fines, y vislumbra en esa
ruptura la posibilidad mesiánica de la redención. Su crítica a los
socialdemócratas y a los comunistas estriba justo en este punto: la f de éstos
en el progreso no es más que el conformismo con una concepción mecánica y
continuista del tiempo –con el que creen nadar
a favor de la corriente-, la disposición a adaptarse a una necesidad cuasi natural de la historia que al final –cosa que no ellos
querían ver- sólo podía desembocaren
el fascismo o en la
tecnocracia. La posibilidad
de hacer saltar
ese continuo constituye justamente
la promesa del
tiempo pleno, el tiempo-ahora, actual, (Jetztzeit) de la revolución: que, por eso,
puede llegar siempre en cualquier momento, sin avisar, y no en un presunto
final. Arendt, que sabía
abstenerse de este
vocabulario teológico, y no necesitaba mencionar al mesías
ni la esperanza en promesas
utópicas, sí conecta, sin embargo, con esta ruptura del curso necesario
de las cosas: la irrupción del momento
de lo político
tiene lugar siempre
con la espontaneidad de
lo no previsto,
y por eso
mismo, no planificado
ni planificable. En cualquier momento y en cualquier sociedad, puede
ocurrir que los hombres se
reúnan para hablar y
actuar libre (sin sujeción
a la necesidad) y conjuntamente,
y que por eso creen un espacio político. Por eso, ambos,
Benjamin y Arendt,
vienen a invocar
la misma tradición revolucionaria, la de la “ruptura,
intentada una y otra vez, fracasada una y otra vez, una ruptura radical
democrática con las estructuras de dominio ylos contextos de alienación de las
modernas sociedades europeas de masas.”(WELLMER, 1986, 3).
Pero, una vez más, no
quisiera ahondar directamente en la afinidad estructural entre el “mesianismo” de Benjamin y la espontaneidad de los consejos revolucionarios que Arendt
analiza en la historia política moderna.No creo que nos llevase, directamente,
mucho más lejos de donde estamos ahora. Sí quisiera, en cambio, explorar esa
ruptura de la necesidad en unos textos y
lecturas que ambos
comparten: me refiero
a Kafka. Locompartieron sobre el papel, porque ambos
escribieron repetidamente sobreél.
Y lo compartieron
físicamente, porque parece
que de lo
que sí que hablaron intensamente en los años del
exilio (aparte de Hitler, Stalin y e ltotalitarismo), fue de Kafka, a quien
también leían juntos. Los dos estaban de acuerdo en que la obra de Kafka es una
metáfora del mundo moderno. Esto, claro, no es muy original entre lectores de
Kafka. Lo que sí es llamativo es la similitud de las sendas parábolas kafkianas
que cada uno elige para concretar de verdad esa metáfora, porque muestra cómo se imaginaban
los dos el
mundo moderno. Benjamin,
la parábola del mensajero imperial que lucha por abrirse camino una masa humana para llevar su
mensaje, sin llegar
nunca a su
destino 9; Arendt, dos
veces al menos, en la parábola de
“Él” que lucha doblemente contra la fuerza que le empuja desde
atrás y contra
la que le bloquea
el camino por delante.10
Aunque en un caso se trate de una masa humana, en otro de fuerzas que Arendt
interpreta en clave de
tiempo, la imagen es la
misma: una masa compacta, una
pasta maciza, que se cierra, que ejerce una presión tal que ninguna abertura,
ninguna distancia interior es posible, una pieza única que ahoga cualquier
movimiento interno. Es justo la imagen
que tenía Arendt cuando describía el totalitarismo como el sistema que consiste
en “apretar a unos hombres contra otros, en destruir el espacio entre ellos”
(1968, 466),que es el espacio
de la libertad. El terror
totalitario no ataca o
suprime simplemente las libertades, sino que “destruye las condiciones
esenciales detoda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio
sin el cual ese movimiento no puede darse.” (ib.) Lo angustioso de la parábola
kafkiana es la ausencia de espacio, y por eso, de aire y de luz
Porque se
dio cuenta de
eso, Arendt se
rebeló en contra
de las exégesis religiosas de la
obra de Kafka11, y prefería interpretar a éste como el autor que había
percibido – de modo más explícito en sus novelas – la asfixia que
resulta en la
dictadura de la
necesidad burocrática y la
sustitución del gobierno por la administración, cuya forma más extrema era el
totalitarismo, pero que articula, de un modo u otro, todas las sociedades industriales
modernas. Estas sociedades, en las que
“todo el mundo tiene asignado un
papel y todo
el mundo tiene
un empleo” (2005,
97), esas sociedades, a
pesar de funcionar
como una maquinaria
insensible y destructiva, en la
que los protagonistas de Kafka – K. o Él – están atrapados, significan un
retorno a la
naturaleza, al determinismo de
los ciclos biológicos de
producción y consumo.
El habitante de
la sociedad administrada
moderna, de la perfecta maquinaria económica moderna, nos enseñaba la Condición
humana, no sale ya nunca del mundo de la labor: es un empleado
que gasta toda
su vida produciendo
cosas efímeras, consumiendo
cosas efímeras y entreteniéndo su ocio
con cosas efímeras. Así, todo es previsible, sobre todo la ruina: la
ruina del legado de la cultura humana, de la naturaleza misma como medio
ambiente para la vida, de cada vida individual. Y lo que era un hombre, o hasta
un ciudadano, se convierte,como cualquier personaje no protagonista de Kafka,
cualquier pequeño tipode sus novelas,
en un “funcionario de la necesidad,
un agente de la ley natural
de ruina”, una “herramienta
natural de la
destrucción” a la que ,además, se somete como inevitable. En realidad,
de modo extremo,
estas sociedades-máquina son
un retorno a la naturaleza inorgánica – justo lo que Freud identificaba
con lapulsión de
muerte. Por eso,
también, como señalaba
Benjamin, es tan llamativo en la obra de Kafka el papel
tan central, no sólo de los animales –(animales, que el lector tarda mucho en
descubrir que lo son, y que los ha tomado equivocadamente por humanos); sino,
sobre todo, de animales que viven debajo de la tierra – tal vez topos, como el
de la descripción de una lucha, o el Él de la parábola citada –, o bien
insectos como el escarabajo dela Metamorfosis, en todo caso, animales que
“arrastrándose sobre el suelo, viven
en sus grietas
y ranuras.” (BENJAMIN,
1977, 196). ¿Qué
otra existencia sería posible,
dice Benjamin, en
el laberinto grisáceo
y polvoriento de la burocracia kafkiana? Ese carácter de insecto, o de
topo, es propio, dice Benjamin, de todos los personajes, tanto los inferiores
como los que ocupan las mas altas posiciones, y todos comparten solidariamente,
dice Benjamin, “un sentimiento
único de angustia.
Una angustia que
no es reacción, sino órgano”
(1977, 197): forma parte del cuerpo del sujeto como una angustia ante “lo
viejísismo, lo inmemorial, y angustia ante lo que se acerca, ante
lo más inminente”,
describe Benjamin, anticipando
la interpretación que da Arendt
de la parábola de
“Él”. Ella, por su parte ,reinterpreta este “insecto
angustiado” que transita por la frontera
entre lo inorgánico y la
naturaleza aún viva.
Como Benjamin, Arendt
reconoce la naturaleza inorgánica de
los mundos que Kafka construye; pero, más que en lo terrestre,
se fija en el rasgo maquinario y funcional. Las
historias de Kafka, dice, giran en torno a“la construcción de la maquinaria, la
descripción de su funcionamiento y los intentos de los protagonistas por
destruirla” (2005, 99) o por desenmascarar sus
estructuras ocultas. Y
se fija con
más fuerza que
Benjamin en caracterizar a esos
protagonistas. Los cuales se encarnan en algo parecido al “hombre olvidado” de
Chaplin: el hombre común olvidado por una sociedad que consta
de pequeños tipos
y tipos encumbrados. No
hace falta un esfuerzo extraordinario de imaginación
para adivinar quién era para Arendt, en el mundo real, fuera de la novela, ese
hombre olvidado, expulsado de la maquinaria social y que, por eso mismo, lo
ponía al descubierto.
Un texto casi contemporáneo
al del aniversario
de Kafka que
estoy comentando, “Nosotros, los
refugiados”, escrito en
1943 (2005, 55),
lo identifica autobiográficamente
– pero no sólo: es el refugiado, el paria que la sociedad expulsa de
su seno como
un residuo inservible
y que, convertido
en existencia desnuda, despojado del “derecho a tener derechos” (1968,
297)12, pone por eso
mismo al descubierto
toda la estructura
maquinal de la sociedad, incluida la de su sistema de
derechos. Las desventuras que, no sin cierto humor negro, Arendt narra en ese
artículo acerca de la “nueva clase de seres humanos: la que es confinada en
campos de concentración por los enemigos y en campos de internamiento por los
amigos” (2005, 55) tienen mucho de kafkiano. Y el refugiado despojado que va
describiendo Arendt sufre la misma angustia que, según Benjamin, atormenta a los insectos y animales de Kafka. Pues esa
angustia de verse aplastado entre lo inmemorial y lo inminente la caracterizaba
Benjamin como “la angustia de una culpa desconocida”: para el judío refugiado
de Arendt, la angustia de no saber porqué se ha convertido uno en un paria. Ese
desconocimiento podía oprimir tanto o más que las miserias de la marginalidad.
Por supuesto, dice Arendt,l o
normal es querer
borrar la culpa
intentando no ser
un paria, “naturalizarse”,
asimilándose con un mimetismo exagerado al país que lo acoge,
insertándose en la
maquinaria de producción
y consumo, en su
sistema de derechos,
en la cadena
de medios y
fines que amenaza
con expulsarlo como un resto.
Precisamente en el caso de los judíos, el
empeño era vano – o tal era la experiencia de Arendt a la altura de 1943: no en
vano, los nazis los habían calificado de Ungeziefer – la palabra era la misma
quela que Kafka utiliza para describir aquello en lo que se había convertido Gregorio Samsa. O bien,
el empeño sólo servía para alimentar el prejuicio del judío
como arribista. Frente
a ese caso
normal – y
normalmente fracasado, o exterminado –, Arendt reivindica la tradición
de una minoría que no quiere convertirse en arribista, no quiere asimilarse sin
más, sino que prefiere ser un “paria consciente” (2005, 68), que asume su
condición deresiduo social expulsado de un sistema perfectamente eficaz.Esa
conciencia del paria, ese saber de sí y de su propia condición,también de
su angustia, es lo que le interesaba a Arendt.
En el texto
de “Nosotros los refugiados” lo expresa de un modo aún muy primitivo:
los parias conscientes están doblemente proscritos, pero consiguen una ventaja inestimable:
“la historia ya no es un libro cerrado para ellos, y la política yano es un privilegio para los
gentiles” (ib.). Benjamin,
en su
texto sobre Kafka de diez años antes, lo había dicho con más fuerza, de
momento. La angustia de esos
insectos no era
sólo ante la
culpa desconocida, sino también ante la expiación que la culpa
conllevaba. Sólo que esta expiacióncontenía una única bendición: la de que ella
daba a conocer cuál era la culpa (1977, 197). Al fin y al cabo, podríamos
añadir, lo que realmente parece quequiere
K., el protagonista de
El proceso no
es el perdón, ni
siquiera la absolución, sino
saber de qué se le acusa, como si saber fuera la máxima expiación que se puede
alcanzar. La imagen del “paria consciente”, la del“ hombre olvidado”
chapliniano y kafkiano
que pone al
descubierto la estructura
desnuda de los hechos,
y sabe por
eso cuál es su culpa
era, propongo, el primer
intento de Arendt
por reinterpretar el
“insecto angustiado” que Benjamin había descubierto en Kafka. La
parábola “Él”, que abre el libro Entre el
pasado y el futuro
y cierra el volumen Thinking de
la vida del espíritu, le permite a Arendt una reinterpretación mucho más fuerte
y elaborada, pero no libre de dificultades. Incluso si se trata de
coincidencias azarosas, es difícil que a Arendt no le resonasen
inconscientemente, al fijarse en la parábola, todos los elementos que hemos
visto en el análisis de Benjamin. La elevación de Él por encima de la presión
de las fuerzas antagónicas tiene algo de lo que quisiera el ángel de la historia benjaminiano,
que también mira
desde arriba, y sometido externamente a una de ellas (la del
huracán que sopla desde el paraíso), e internamente a la otra (su deseo de
volver hacia atrás, la fuerza de su propia mirada). Es más, la descripción que
hace Kafka de ese salto hacia fuera de por parte de Él coincide casi
literalmente con lo que Benjamin ponía en el fenómeno mesiánico de la
redención: ocurre de improviso, en un instante de descuido – “unbewachten Augenblick”
–, en una noche
más oscura que ninguna, “so
finster wie noch keine war”.
La ruptura de lo político
con la necesidad y la presión de la naturaleza y del tiempo, la revolución,
pueden llegar espontáneamente –
como el ladrón
de la segunda
venida –, en cualquier momento. Pero lo que Kafka
completa en las dos últimas líneas ya es justamente la Arendt posterior: salir
fuera de la línea de lucha, escapar ala presión de lo inmediato y, con toda la
experiencia o la memoria de la lucha ascender a ser árbitro, o juez (cuestión
de traducción: Richter) de los antagonistas
es el movimiento
propiamente arendtiano, donde
las coincidencias con Benjamin
terminan.
Terminan
las coincidencias con Benjamin, pero no las huellas de este.
Terminan las coincidencias porque es el movimiento de la reflexión:el salto
fuera de las
propias condiciones contingentes
particulares para, desde un punto
de vista universal, pensarse a sí mismo y pensar a los otros como sí-mismos: en
este caso, pensar a los otros como las fuerzas que a unole determinan. Es un
movimiento que Arendt pudo reconocer, cada vez con más intensidad, como el del
Juicio kantiano: la capacidad para pensarse enel lugar de los otros. Pero es,
sobre todo, como Arendt vio analizando la
filosofía política de Kant, el juicio histórico, la capacidad para
juzgar de la marcha del tiempo y de su significado. Por eso interpretó Arendt
la parábola e n términos temporales:
las dos fuerzas
antagónicas son el
pasado y el futuro, entre los cuales se inserta Él,
que con su salto se convierte, o aspira a convertirse, en el espectador
kantiano ante la historia: de hecho, como ella
intuía en el texto de 1944, para el paria consciente la historia es un
libro abierto. Lo que pasa es que la realidad de Él es mucho más precaria que
la del supuesto burgués
kantiano entusiasmado ante
lo sublime. Él,
ya lo hemos visto, es un insecto
angustiado, paria consciente de su condición, una existencia desnuda y
despojada que quiere saber de su culpa, de su inserción en medio de esa lucha
que le oprime. Si no quisiera saberlo, se acomodaría mal que bien en los
vectores de esas fuerzas, sería devorado o expulsado por ellas – como las
piedras que deja a su paso la corriente – y se prestaría, sinmayores pensamientos,
a todas las banalidades a las que dichas fuerzas le llevasen: ya fuese el
exterminio masivo de seres humanos, ya la realización de su labor en
el ciclo de producción y consumo.
Sería un medio en la cadena de medios y fines. Sólo al asumir
su despojamiento, su soledad en medio de la masa que se cierra – y por eso, su
pérdida incluso del derecho atener derechos –, obtiene la perspectiva externa. Arendt
tendió, cada vez más, a identificar esa perspectiva como la del pensamiento: la
del yo pensante que, en lucha consigo mismo, “no es transportado por
la continuidad de
la vida diaria
en un mundo
de apariencias” (1972, 206) y se libera del tiempo en un pensar
intemporal quele saca del mundo y le “asciende a la posición de árbitro, de
espectador y juez situado fuera del
juego de la
vida.” (1972, 207).13
El problema deArendt en
Thinking es el
de cómo pensar
ese carácter atemporal
delpensamiento, fuera del espacio de los hombres, sin recaer en esa filosofía
esencialmente anti-política que siempre denostaba. En los escritos de esos años,
trata repetidamente de reconectarse con el mundo, o de reconocer elanclaje
de Él
a esa masa de fuerzas que
le atenaza, esbozando cómo la atemporalidad del pensamiento
prepara, sin embargo, la actuación del juicio que vuelve sobre lo particular y
contingente, y un juicio que es por tanto ese ““producto secundario del efecto
liberador del pensamiento, que lo realiza ylo hace manifiesto en el mundo de
las apariencias, donde nunca estoy solo y siempre ando demasiado ocupado para
ser capaz de pensar” (2005, 189).En qué manera se conectan el juicio y el
pensamiento (el volumen tercero y el
primero de la
vida del espíritu),
si el juicio
reside en el espectador o en el actor, eso
es, como ya se
sabe, uno de los
problemas centrales de la interpretación de Arendt. Sea
cual sea la respuesta a
ese problema, creo que deberá pasar siempre por la huella de Benjamin –
y del Kafka de Benjamin – que queda en el problema: el juicio y el pensar, ese acceso a lo
universal y a lo político,
sólo empiezan a
realizarse en la existencia
desnuda y despojada en cuanto no pertenece a ningún sistema, a ninguna cadena
de necesidades, medios y fines, en cuanto sabe de su no pertenencia, de
su condición de
residuo (o fragmento)
en ella. A ese desnudo
y angustiado Él que sueña
con un salto repentino. Y, entonces, puede ser que la redención venga
a consistir en ese salto del juicio
l1 Arendt und Benjamin, loc.
cit. p. 54
2 Otra pregunta, quizá no
más difícil, es la de qué habría pasado de Arendt a Benjamin, sieste hubiera
sobrevivido y llegado a Nueva York. Pero eso entra dentro de un cuestión
másgrande: ¿cómo habría visto Benjamin Nueva York, América, la Postguerra, la
constatacióndel holocausto, cómo habría leído a Paul Celan?
3 Donde,
por cierto, llega a
escribir literalmente algo
tan benjaminiano como: “Marxescribía para rescatar del olvido” (1965, 69), y
recuerda que la maldición de los pobres,antes que su menesterosidad, es la
oscuridad, su exclusión del espacio público.
4 Es
más: insiste allí
en que ningún
pensador se ha
planteado realmente el
tema de laviolencia,
y desprecia al
único que lo
habría hecho, George
Sorel: precisamente, elreferente de Benjamin en su ensayo.
Benjamin, “Zur Kritik der Gewalt” (1992, 104-131
5Arendt und Benjamin, o.c.,
p. 93.
6 Téngase en cuenta, claro,
que para Arendt la violencia es radicalmente prepolítica, y queel poder se
entiende como “la capacidad para actuar concertadamente”.
7 Me he extendido más sobre
este punto y sobre lo que sigue en mi ensayos sobre este punto y sobre lo que
sigue en mi ensayo “Política sinmedios, violencia sin fin: Hannah Arendt y
Walter Benjamin sobre
la violencia”, en
J.Pardos (2012, p. 187-205)
8. En parte, por la simpatía
que despertó en Carl Schmitt. Véase, por ejemplo, el desasosiegode Derrida
(1994). Pero también la lectura más
tranquila de Simon Critchley (2012, 213
9En parte, por la simpatía
que despertó en Carl Schmitt. Véase, por ejemplo, el desasosiegode Derrida
(1994). Pero también la lectura más
tranquila de Simon Critchley (2012, 213ss.).
En la reseña del relato de
Kafka Un médico rural, (1977, 190-203).10 Las dos veces son la introducción
a Between Past and Future (1954), y en el volumenThinking,
de The Life of the Mind (1972). Es claro que la imagen persiguió a Arendt
casihasta el final de su vida
11. Ver su ensayo, “Kafka
después de 20 años” (2005, 91-104).
12 Véase, en general, el
capítulo “The decline of the State-nation and the end of the rights ofman
(*). Fuente: Filosofia e
Educação [RFE] – Volume 8, Número 2 – Campinas, SPJunho-Setembro de 2016 – ISSN
1984-9605 – p. 121-140
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