Con Arendt, contra Arendt.
Entrevista con Seyla Benhabib
(*)
¿Cómo
se produce su acercamiento a Hannah Arendt?
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¿Cuáles fueron los
aspectos del pensamiento de Hannah Arendt que le llamaron la atención?
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,
lo cual dice mucho de la pobreza de la filosofía en esa época y no tanto de
Arendt; pero tenía una gran presencia como intelectual. En círculos
neoyorquinos como los que rodeaban The
New York Review of Books, Partisan
Review e incluso Commentary,
Arendt era reverenciada por sus análisis del totalitarismo y la Europa de
posguerra. Debo reconocer que los que estábamos en el movimiento estudiantil
teníamos más dificultades para aceptar sus análisis, en los que ponía el
nacionalsocialismo y el comunismo soviético bajo un mismo epígrafe. Muchos de
nosotros todavía éramos marxistas, y la crítica al socialismo realmente existente y la transformación de la
Europa del Este y la Unión Soviética no había empezado. Aunque yo era una
marxista antiautoritaria y una socialdemócrata, no podía por nada del mundo
identificar el experimento soviético, al menos hasta la muerte de Lenin, con el
mal político del nacionalsocialismo. Fue después de la muerte de Lenin cuando
la Unión Soviética se volvió totalitaria, pensaba yo. Hay muchas páginas
en Los orígenes del totalitarismo que
también parecen dar por buena esta interpretación.
Para
mí, personalmente, una dimensión adicional en la obra de Arendt era su análisis
del antisemitismo. Yo no crecí en Estados Unidos sino en Estambul, Turquía y,
como sabe, mi familia es descendiente de judíos sefardíes que se establecieron
en el Imperio Otomano después de la expulsión de España. Por supuesto,
experimentamos el antisemitismo y el prejuicio: los estereotipos del judío como
cobarde, como avaricioso o como sucio eran habituales en la Estambul de mi
infancia. Pero también lo eran actitudes de tolerancia, aceptación y
admiración, e incluso envidia por parte de muchas elites turcas, por nuestro
conocimiento de diversos idiomas y nuestros logros académicos. En el análisis
de Arendt encontré una explicación histórico-sociológica de esas dimensiones
existenciales que para mí tenía sentido; a saber, la mezcla de antisemitismo y
filosemitismo que dominaba, y todavía domina, el discurso y las actitudes sobre
los judíos. Ella había sido violentamente criticada por su diagnóstico del
antisemitismo por escritores como Leon Wieseltier, y ha sido acusada de culpar
a la víctima y de atribuir los orígenes de las actitudes antisemitas a las acciones
de los propios judíos. Pero esto es muy parcial. Según el análisis de Arendt,
el antisemitismo clásico es una actitud que emerge cuando los judíos están en
la diáspora, sea cristiana o musulmana, y viven como una minoría indefensa en
sistemas que les prohíben tener tierras en propiedad o llevar armas. Como
resultado de esta vulnerabilidad, una cierta deformación se desarrolla en el
carácter judío, cualidades morales objetables como sobornar a los poderes
fácticos para apaciguarles y aliarse con ellos. Esto no es culpar a la víctima
sino buena sociología cultural. Por supuesto, el Holocausto, así como la
creación del Estado de Israel, cambian radicalmente estos rasgos
característicos en ambos bandos, pero en mi infancia todavía estaban presentes
rastros de estas actitudes de la diáspora.
¿Cómo
interpreta el creciente protagonismo que ha ido adquiriendo Hannah Arendt en
las últimas décadas?
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Además, las experiencias de
Arendt como judía y como mujer, como mujer judía en la era del totalitarismo,
siguen siendo parábolas para nuestro siglo. Como Elie Wiesel, Primo Levi, Jean
Amery, Imre Kertesz y muchos otros, ella dio testimonio de uno de los grandes
horrores políticos de la humanidad, en su propio país, y cometido en su propio
idioma. Pero no perdió la esperanza en el poder de la esfera política incluso
después de la Shoah. Como también en este siglo seguimos enfrentados a formas
de mal político, tenemos que volver atrás y leer y releer a Arendt.
Últimamente parecen alzarse voces críticas hacia
las posiciones políticas de Hannah Arendt. Zizeck, por ejemplo, la ha acusado
de liberalismo, contrapuesto a su presunto radicalismo. ¿Qué grado de
consistencia le atribuye a este tipo de críticas?
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La percepción del
liberalismo político es que nuestras sociedades se caracterizan por un
pluralismo fundamental e inevitable en materia de creencias sobre los bienes
definitivos de la vida humana. Tenemos que partir del hecho del pluralismo
razonable; o, en palabras inmortales de Rawls, de la premisa “de que en el
curso de su ejercicio natural, la razón humana producirá una variedad de
concepciones de lo que es el bien”. Nuestra vida política debe organizarse de
tal modo que respete la dignidad de los que persiguen una distinta idea del
bien: el orden justo debe ser, en la mayor medida posible, neutral por lo que
respecta a la persecución de los bienes definitivos de la vida humana. Nunca
debe permitirse al Estado y sus órganos que coarten a los individuos para que
escojan una concepción del bien sobre otra.
Comprendido esto, todos
somos liberales; las modernas democracias constitucionales se apoyan en esta
creencia fundamental acerca del pluralismo y la multiplicidad de visiones del
bien en la vida humana. Sin duda, hay muchas cosas ahí que deberemos discutir:
si el Estado es en realidad neutral en algún momento, el contenido de la razón
pública, etcétera. Arendt siempre, en todo momento, admiró la democracia
constitucional. En este sentido era admiradora del sistema político americano,
aunque consideraba que la sociedad americana era conformista. En todo caso, a
diferencia de muchos liberales como Rawls, Isaiah Berlin, Thomas Nagel y Ronald
Dworkin, para Arendt la vida pública-política tiene una especie de primacía
ontológica. No es que creyera que todo el mundo debía ser coaccionado para participar
en la política, eso sería totalitarismo, pero si todo el mundo cultiva sólo su
propio jardín y deja de preocuparse por el bien común, algo fundamental se
perderá en la existencia humana. De modo que Arendt no es sólo una liberal, ni
sólo una republicana cívica, pero sin duda es más de lo segundo que de lo
primero.
Algunos lectores –especialmente los menos
familiarizados con la filosofía– tienen a veces la sensación de que Arendt es
una especie de figura exenta, autónoma. ¿Qué antecedentes y qué contemporáneos
de Arendt cree que ayudan más a entender su obra?
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No
sé quién entre los contemporáneos de Arendt ayudaría a explicar su pensamiento:
sin duda Walter Benjamin, y en particular las Tesis sobre la filosofía de la historia, le influyó mucho. Pero
Arendt era una Selbst-Denker [que
piensa por sí misma] y a pesar de su gran amor y respeto por Karl Jaspers, no
creo que Jaspers influyera demasiado sobre su pensamiento filosófico.
¿Qué lecturas del pensamiento de Arendt
le parece que están contribuyendo a desarrollar más y mejor sus
potencialidades? ¿De qué obras se considera usted más alejada?
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¿Es Arendt una pensadora del siglo XX o del siglo XXI?
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Ahora
bien, hay pensadores como Foucault o, recientemente, Giorgio Agamben, que creen
que esta forma de poder estuvo siempre presente y latente en la modernidad.
Arendt no lo cree así: ella lo ve como una ruptura en el seno de la tradición
moderna. Pero la tragedia real es que una vez esta forma de poder ha emergido y
ha ocupado un lugar temible en la historia humana, sigue siendo una posibilidad
para el futuro; todo lo que ha sucedido puede volver a suceder. Esto es lo que
Arendt más temía y no estaba equivocada. El siglo XXI y sus nuevas formas de
violencia como el genocidio, el asesino suicida, las guerras llevadas a cabo
por ejércitos de niños drogados, etcétera, revelan una forma de violencia que
una vez más ha vuelto superfluo al ser humano.
Para
terminar, Arendt escribió en el año 1943 que el refugiado era la nueva figura
del siglo XX y
para definirlo afirmó lo siguiente: “La historia ha creado un nuevo género de
seres humanos: aquellos a los que los enemigos meten en campos de concentración
y los amigos en campos de internamiento”. ¿Pensaba usted en esta frase cuando
escribía su libro Los derechos de los otros?
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(*). Por Manuel Cruz
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