Por David Casassas
¿Está usted a favor de la Inmaculada Concepción de María? ¿De permitir que la Cenicienta vuelva a casa más allá de las doce? ¿Del uso, en el campo de batalla, de las llamas de los dragones de Daenerys Targaryen? ¿O está rematadamente en contra de todo ello? Y, finalmente, ¿verdad que todas estas preguntas parecen más bien absurdas? Pues sí, claro que son absurdas, porque para estar “a favor” o “en contra” de algo, se han de aducir razones, y el mundo de la mitología, de la leyenda y de la fe nos obliga, como decían Kierkegaard y San Agustín, a situarnos en otro punto, uno bien distinto: el de la creencia, el de la ilusión, el de la locura.
Lo mismo ocurre con el
famoso laissez-faire, que, curiosamente, despierta grandes adhesiones y
encendidas animadversiones. Que quede claro a derecha e izquierda,
respectivamente: no se puede estar “a favor” o “en contra” del laissez-faire,
sencillamente, porque el laissez-faire no existe ni ha existido nunca. La
creencia en que una vida económica justa y eficiente emana de la ciega
actividad de agentes no interferidos por instancias externas -este es el núcleo
de la doctrina laissez-fairista- es pura mitología. Pura profesión de fe.
Porque la vida económica y social es siempre el resultado de largos y sinuosos
procesos de sedimentación de capas y capas de normas y regulaciones de muchos
tipos que los humanos van introduciendo -aquellos que pueden o a quienes les
dejan, claro-. Por ejemplo, no podemos escoger entre “instituciones” -el
Estado, sin ir más lejos- y “mercado”, por la sencilla razón de que todos los
mercados son, sin excepción, el resultado de decisiones políticas, formales o
informales, sobre qué naturaleza y qué funcionamiento queremos dar a los
procesos de intercambio de bienes y servicios -es decir, a los mercados- que
nos rodean.
La gran cuestión, por lo
tanto, no es si queremos una vida económica regulada o desregulada, sino quién
la regula y a favor de quién lo hace. ¿Que si podemos poner ejemplos? Solo hace
falta mirar a nuestro alrededor. Esto que llamamos “neoliberalismo” no hubiera
existido ni existiría todavía sin un proceso masivo, a golpe de edicto estatal,
de re-regulación del sector financiero -la especulación rentista del capital
financiero debe mucho a ciertos poderes estatales y supraestatales que la han
hecho posible de manera consciente e intencional-, de re-regulación de sectores
estratégicos de la economía -recordemos las aznarianas “liberalizaciones”, que
no fueron otra cosa que procesos de privatización en favor de ciertas
oligarquías económicas- y de re-regulación de las relaciones de trabajo -si no
lo han hecho ya, vean, por favor, Yo, Daniel Blake, de Ken Loach, y
entenderán el peso de la intervención estatal en los procesos contemporáneos de
precarización y disciplinamiento de la fuerza de trabajo-.
El propio capitalismo como
formación histórica es otro macro-ejemplo de ello: el capitalismo no existiría
sin la victoria política y, finalmente, legal -todo ha quedado por escrito- de
aquellos que aspiraron y siguen aspirando a convertir en “sentido común” unas
relaciones de propiedad que desposeen a las grandes mayorías sociales y las
fuerzan a trabajar para otros, normalmente bajo condiciones no escogidas; unas
relaciones de propiedad que, además, van ligadas a procesos de privatización de
los esfuerzos y de la inversión colectiva en favor de unos pocos -como es
sabido, no habría gigantes empresariales en los sectores farmacéutico y
tecnológico, por ejemplo, si previamente los estados no hubieran empleado
cantidades ingentes de recursos públicos en el campo de una investigación
básica cuyos resultados después se canalizan hacia la esfera privada-. Por lo
tanto, no se trata de “dejar hacer” en el vacío, en un campo de batalla
inmaculadamente mágico como el de Daenerys Targaryen, que no quema porque no
sale de las pantallas, sino de decidir a quién queremos permitir -o impedir-
que “haga” en un mundo real repleto de instituciones, reglas y procedimientos
que alguien ha decidido instituir.
Pero de “dejar hacer”, de dejar que la gente “haga” sin trabas ni zancadillas, también se puede hablar lejos de la recreación mitológica, de acuerdo con cierto principio de realidad. En esto, la tradición republicana -y, dentro de ella, el grueso de la economía política clásica, la de la Il·lustración, de Adam Smith a Karl Marx- nos resulta de gran ayuda. La tradición republicana detecta con finura que el mundo tiende a estar atravesado por toda una multitud de vínculos de dependencia y relaciones de poder que se originan en un acceso desigual al goce de los recursos finitos que tenemos a nuestro alrededor. Y añade: estos vínculos de dependencia, estas relaciones de poder nos impiden vivir en condiciones de libertad, pues otros actores se ven capacitados para tratarnos instrumentalmente e imponernos vidas que, sencillamente, no queremos vivir. Que se lo pregunten, si no, al Daniel Blake de Ken Loach, quien, suspendido por un hilo a una vida cogida con pinzas, tenía que suplicar y agachar la cabeza para que alguien le hiciera el favor de ayudarlo a mantenerse en pie.
Por eso la renta básica, y
por eso, también, otras medidas de naturaleza igualmente universal e
incondicional -sanidad, educación, vivienda, energía, cuidados, etc.-. La
perspectiva republicana democrática, que las tradiciones emancipatorias
contemporáneas, socialismos y feminismos incluidos, heredan, afirma la
necesidad de que repartamos la riqueza de manera tal que nadie empiece con las
manos completamente vacías, de manera tal que todo el mundo pueda gozar de unos
mínimos que otorguen poder de negociación para decir que “no es no” y que “sí”
que aspiramos a proyectos de vida y de trabajo que tengan algo que ver con
aquello que nos parece que somos.
Así, deshaciendo vínculos de
dependencia, permitiendo que nos escabullamos del chantaje del miedo a no poder
sobrevivir, medidas como la renta básica permiten que pongamos en circulación
actividades, destrezas y facultades que llevamos dentro y que, hoy, en
condiciones de precariedad y desposesión, quedan soterradas, quedan amputadas
por la necesidad de aceptar lo que se nos “ofrece” en los mercados de trabajo,
sea lo que sea: ¿somos capaces de imaginar el alcance de la ineficiencia de un
sistema que, constantemente, echa a perder todo este caudal de creatividad y de
vida? Guy Standing estima que, en Estados Unidos, el déficit de compromiso y
motivación originado por la obligación de trabajar sin hallar sentido en la
tarea realizada -y sin poder acceder a algo cercano a lo que se desea- cuesta
unos 500.000 millones de dólares anuales en términos de productividad perdida.
El acceso a recursos
incondicionales como una renta básica, en cambio, nos permite re-significar la
idea de “hacer” y de “dejar hacer” -o de que “nos dejen hacer”-. Porque “hacer”
es algo más amplio y profundo que limitarse a “ejecutar una acción” aislada, y
más aún si esta acción la ejecutamos deprisa y corriendo, en condiciones de
urgencia, ansiedad y desesperación por llegar a fin de mes y sobrevivir.
“Hacer”, “actuar” significa pensar, imaginar, probar, caer y volverse a
levantar, volverlo a intentar, mirarlo desde otro ángulo, hablarlo con alguien
más, siempre con tiempo y una caña, para tratar de obtener cierta
retroalimentación, ir dando algún paso, tan a tientas como sea necesario, en la
dirección prevista, y, finalmente, tratar de completar un itinerario que nos
lleve a una realización tan perfectible como queramos, pero que podamos sentir
como verdaderamente nuestra. Bien mirado, no se trata de algo que haya que
inventar: una minoría de la población -la formada por aquellos a quienes los
azares sociales han situado en posiciones acomodadas- ya lo está llevando a
cabo diariamente -o puede hacerlo si se decide-. ¿Nos atreveremos a garantizar
políticamente que todos y todas, sin excepciones, podamos acceder a formas de
interacción social en las que se nos “deje hacer” en un sentido no banal del
término? ¿Nos atreveremos a convertir esta “capacidad de hacer”, que hoy es un
privilegio reservado a unos pocos, en un derecho al alcance de todo el mundo?
A diferencia de la
Cenicienta, los dragones Targaryen, la Inmaculada Concepción de María y el
laissez-faire (neo)liberal, sí que se puede estar “a favor” o “en contra” de
esta universalización del “dejar hacer de veras” que emana de la presencia de
recursos incondicionales como la renta básica -y la sanidad, la educación, la
vivienda, la energía, los cuidados, etc.-. Porque no es mitología. Porque es
una realidad perfectamente posible. ¿Conviene bregar para que todo el mundo la
pueda gozar? Usted decide si está a favor o está en contra.
Es miembro del comité de
redacción de Sin Permiso. Profesor de teoría social y política en la
Universidad de Barcelona, ha sido investigador en la Universidad Católica de
Lovaina, en la Universidad de Oxford y en la Universidad Autónoma de Barcelona.
Ha sido Secretario de la Basic Income Earth Network (BIEN) y forma parte del
Consejo Asesor Internacional de dicha organización. Es Vicepresidente de la Red
Renta Básica. Colabora también con el Observatorio de los Derechos Económicos,
Sociales y Culturales (DESC).
Fuente: https://catalunyaplural.cat/ca/contra-el-mite-del-laissez-faire-renda-basica-i-deixar-fer/
Traduccion: https://www.sinpermiso.info/textos/contra-el-mito-del-laissez-faire-renta-basica-y-dejar-hacer
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