¡ Atención!: ESTE ARTICULO ES CAFÉ BIEN CARGADO
(publicado en el Viejo topo
nº 406 de noviembre 2021)
Por Miguel Angel Doménech
El azar, las contingencias a que estamos sometidos por los caprichos o las razones naturales de la necesidad y las circunstancias que nosotros no queremos ni controlamos son lo que literatura humanística ha llamado Fortuna. Consiste, esencialmente en la desconsideración e indiferencia de la naturaleza y el mundo no humano hacia nuestros intereses humanos. La naturaleza va a lo suyo. Es una suerte aleatoria, somos afortunados si nos puede favorecer
Ni Fortuna ni Natura
construyen un orden equitativo favorable a los seres humanos en condiciones de
igualdad y justicia. Tampoco la divinidad lo hace. Ninguno de esos órdenes
producen una legalidad, un ius, o una
legitimidad que los humanos podamos llamar justa. “Nacemos sin ningún merecimiento y nada legitima nuestra muerte”.
(F.Brines 2012) La divinidad exige el
sacrificio del hijo. La Natura ni siquiera pide celebrar su ceremonia fúnebre. Sus razones no son nuestra
razón. Es el ser humano el que lo reclama. Es la polis la que hace un ius,
un orden, una Virtud contra Fortuna,
como lo expresaban los humanistas cívicos (H. Baron 1993 , J.G.Pocok 2002
Q.Skinner 1985 ) . Se trata de un compromiso cívico con la res publica que construye
una legalidad distinta de la Ley divina, (Maquiavelo) una razón, una habitación humana sustituta de Natura.
Por eso la política no es la voz de lo que existe ni de lo dado y ella no puede confiarse a los expertos en conocer lo que es, los que dicen lo que es verdad y sabedores de las cosas.
Esos expertos, técnicos, sabios, nos repetirán- complacidos desde su solipsista descubrimiento- el discurso de la voluntad caprichosa y ratio desigual de la Fortuna. El discurso producido por expertos competentes en la legalidad de la Natura no es un discurso político, republicano. El discurso político genuino es la razón de la polis hecha por ciudadanos que nos traen con la voluntad humana otra legalidad acordada. La voluntad acordada y libre de todos en la polis, la res, las cosas de la res publica, son el objeto de la política, no como ciencia sino como conciencia. No como conciencia personal sino como conciencia intersubjetiva, acordada y participada.El logos republicano aparece en
lo público. Es ante todo, una voz. Es el
logos compartido como discurso
argumentativo, es ratio y es oratio. No es el soliloquio del saber que examina y obedece a la indiscutible Natura y su Verdad sino la construcción de una verdad
que es nueva, humana, y llamamos justa. El lema teológico referido a
Dios: Verum et factum convertuntur,
la verdad y el hacer son equivalentes, se cumple en democracia republicana referido al pueblo. Lo que hace el pueblo es
cierto, es verdad. El lema teológico- político Vox populi vox Dei”, vuelve a su
anterior secularización democrática: No que la voz del pueblo sea la voz de
Dios, sino que Dios no tiene voz, solo el pueblo la tiene. Solo el pueblo tiene
logos y lenguaje, las otras voces no son logos, no son razón, ni palabra, ni orden alguno. No pueden contar para el
orden de la república. Solamente la república puede hablar de república. Porque
sólo la república posee logos.
Es este el fundamento de la
autonomía de lo político. Esta
autonomía, que es tan reivindicada por
los republicanos cívicos florentinos (Maquiavelo, Giucciardini,
Gianotti), dice que la política es autónoma respecto de la moral y la religión, pero no respecto de la moral política. La política no es ausencia de ética sino que la polis republicana crea su propia
moralidad, engendra su normatividad
propia : la creada por los humanos viviendo juntos.
El acuerdo así construido
que llamamos polis, ciudad, (factum) ,
y su legalidad que llamamos verdad (verum)
posee siempre razón. Puesto que
la razón de la polis es la voluntad acordada de ese pueblo, el pueblo, cuando hace, siempre tiene razón. Debe entenderse ante
todo que el genuino y legítimo hacer que pueda llamarse “del pueblo” es el conseguido
en acuerdo democrático de argumentaciones de todos, en condiciones iguales.
Las cosas de la república no son conocidas por los ciudadanos porque
existan y sean ciertas y verdaderas
antes de república sino que
existen, son ciertas y verdaderas,
porque son conocidas,
discurridas y hechas por los ciudadanos, por república. Es la conciencia de los miembros de la ciudad la
que construye lo cierto en política. Declaramos como verdades inalienables y nos
son “evidentes”
cosas fundamentales como los derechos humanos
pues nos son evidentes tras haberlas dicho como tales por todos. No son – ni ontológicamente ni por ninguna natura
heterónoma- hasta que proclamamos que sean. Como se dijo a propósito de su
Declaración en 1948: “todos estamos de
acuerdo en los derechos humanos a
condición de que no nos pregunten el porqué”. Pues el porqué es la voluntad
de la república, y en la república hay muchas voces. Los que hacen las cosas- los ciudadanos – son
los mismos que las cuentan por lo tanto no pueden sino ser ciertas. Demostramos
la evidencia de nuestros derechos y construcciones justas de la ciudad porque
las hacemos. Sería más adecuado al referirnos a los derechos humanos decir de
ellos que los decimos y los oímos mas
que postular que nos son evidentes, o
sea que los vemos. Son un producto de
la retórica no de la naturaleza, de
Virtud no de Fortuna.
La construcción de una ética
more geométrico por parte de algún
filósofo no era, en este sentido, tan desacertada. No porque pudiese ser
inapelable y exacta como una geometría sino porque, como la geometría, es una
invención humana y, como en ella, las demostraciones de sus objetos son siempre ciertas porque la geometría misma los hace. En este sentido la política, la polis es, en efecto, una geometría, un constructo humano. No sería una casualidad que quien formulaba el empeño de una moralidad
geométrica, Spinoza, fue de los raros
pensadores que habló explícitamente del
término democracia como el mejor régimen
político. Ni tampoco que para Spinoza, la bíblica ley de Dios de las tablas de
la ley mosaicas eran leyes políticas humanas. Ley, en términos de política, no
puede ser sino humana. Las leyes de la necesidad, naturales – toda heteronomía- deben de expulsarse de la
república que es el lugar de la virtud, de lo libre. Ni que decir tiene que el
iusnaturalismo no puede ser una creencia republicana.
Ahora bien, la validez no
puede deducirse de su simple vigencia fáctica, sino de su vigencia acordada y refrendada permanentemente por la voluntad
de los ciudadanos, por la voluntad popular, término al que en última instancia
toda la república debe referirse.
No se trata de hacer de lo hecho, lo válido. Eso no sería sino una cínica conclusión propia de los vencedores en cada momento, de que la verdad es lo exitoso, sino que se propone una república, es decir un espacio común de convergencia pública de razones con la vista racional puesta en una trascendencia argumentativa de un común acuerdo que llamamos verdad. La república es un constante movimiento, un hacerse permanente. La verdad- como, por cierto, la voluntad popular, - no es una posesión sino un vértigo, una tensión nunca resuelta.
No puede dejar de tenerse en cuenta que detrás de la
centralidad política de la intersubjetividad y la argumentación existe el
supuesto necesario de la consecución de un acuerdo en una verdad
pues este supuesto es el único que justifica, sin contradicción, la pretensión
de la argumentación y del lenguaje mismo construido para el entendimiento con otro desde
una suposición de certeza (K.O.Apel 2014). La verdad debe tenerse por
alcanzable aunque no esté alcanzada, del
mismo modo que estamos obligados a
sostener que todo es cognoscible a la
razón aunque no sea conocido. La trascendencia de esa existencia de
verdad en forma de acuerdo general de todos es necesaria para
toda posición crítica. Un escepticismo relativista total o un mero falibilismo (Popper) no sería más
que inmunizar del alcance de
la crítica a lo existente con el
argumento mismo de que todo es igualmente inconsistente incluida la crítica. La
pretensión de verdad realizable es un
presupuesto inevitable de la argumentación y al mismo tiempo un supuesto
contrafactico siempre presente. Guiar finalísticamamente los intentos de
consenso y acuerdo fácticos mediante el
criterio de verdad, acuerdo y
racionalidad posible, incluye una crítica de cada consenso. Esa crítica suele
ser una crítica de clases.
En la epistemología
republicana, la verdad es un vértigo, más cercano a lo por hacer que a la
seguridad de la posesión de lo absoluto. De igual manera, el juicio - la decisión
de lo que debemos o no debemos hacer- en la ética republicana no es un juicio
determinante que provenga de una norma
ya dada sino es un juicio deliberante deducido de razones expuestas y experiencias narradas. No proviene de Naturaleza sino de deliberaciones
intersubjetivas, de Virtud.
Con los resultados de esta
fundamentación epistemológica republicana en términos de razón teórica, converge una
ética republicana en los términos de la razón
práctica. En efecto, la ética republicana parte de la consideración de la libertad,
no como vuelo individual del libre arbitrio, sino como construcción autónoma y
soberana de las propias normas que nos damos a nosotros mismos. Devenimos
libres cuando construimos nuestro propio mundo. Nuestra libertad hace nuestra
propia necesidad, a diferencia de la necesidad impuesta por lo heterónomo, la
Fortuna. De ahí que la libertad es una construcción común, una voluntad
popular. No puede decirse, como en otras perspectivas, que mi libertad termina cuando empieza la de los demás,
sino que mi libertad republicana empieza cuando comienza la de todos, por todos
formulada y participada. Somos libres cuando actuamos obedientes a nosotros mismos, a las normas
que nosotros mismos, participadamente, nos damos. La razón práctica, la moralidad,
es el desarrollo de la libertad, y esa razón libre es precisamente el
autogobierno de la voluntad popular. Por lo tanto, en política, la voluntad popular tiene
siempre la razón moral. Es este el
fundamento de la autonomía de lo
político. Esta autonomía, que es tan reivindicada por los republicanos cívicos florentinos
(Maquiavelo 1987 , Giucciardini 2017 , Gianotti 1997 ), dice que la política es
autónoma respecto de la moral y la
religión, pero no respecto de la moral
política. La política no es ausencia de
ética sino que la polis republicana
crea su propia moralidad, engendra su
normatividad propia: la creada por los humanos viviendo juntos.
Podemos decir también en materia de razón práctica que el acuerdo así construido que llamamos
polis justa y buena, y su legalidad
moral posee siempre razón, porque la razón de la polis es la libertad, expresada en voluntad acordada de ese pueblo gobernándose a
si mismo. “El pueblo siempre es bueno, el
magistrado corruptible” (Robespierre
2005)
La insistencia
republicana en la argumentación y en el mutuo acuerdo de una máxima universalidad para configurar la verdad y en el conocimiento como lenguaje, es decir
como relación intersubjetiva, necesita de la retorica como parte genuina de su
filosofía. El saber no es un soliloquio sino un saber público. El conocimiento
privado no es ninguna forma de conocimiento. La reflexión republicana rehace y repone en valor la retórica como
reflexión en común propia de la res pùblica. La retórica, la argumentación
entre hablantes, debe preceder a la crítica y al juicio. La herencia del
humanismo retórico es una tradición que
quebranta el solipsismo metódico de la conciencia haciendo entrar al acuerdo
público y la discusión argumentativa en lo racional humano.
En república ¿Qué es el pueblo?
La evidente condición de este equilibrio que sostiene lo
cierto y lo justo, o sea las condiciones de posibilidad de su validez, es que podamos decir que las deliberaciones y
resoluciones son efectivamente del pueblo,
provengan de una universalidad. Su
legalidad epistemológica y moral depende
de que hayan sido hechas por todos iguales de manera que puedan ser llamadas públicas. La única categoría de república es la república de los iguales.
Esta perspectiva no significa ninguna adhesión solidaria-
sólida- ni pertenencia, ni unanimidad. Las ciudades hacen su edifican con materiales del mutuo
disenso no del mutuo consenso. Por eso míticamente nacen de fratricidios, de Rómulo asesino de Remo, y las
ciudades fueron “inventadas por Cain” (Tertuliano
1997 ). Somos lo que somos, nada más…. y nada menos.
El pueblo es la totalidad
máxima que haya de procurarse de ciudadanos. Un ciudadano es el individuo que
en cuestiones en que está implicada la cosa pública y la vida en común antepone el interés general al suyo propio y se compromete en la construcción
de lo común que configura la libertad de todos. Es decir que el ciudadano es el individuo con virtud. El
pueblo óptimo, aquel que crea la verdad
política, y dice lo justo y lo bueno, es
aquel cuya universalidad sea una universalidad de ciudadanos. En otras
palabras, es el “vulgo común” el que “mais
ordena” sea en Grándola
o en toda ciudad que se llame república.
Es evidente que ese pueblo así considerado es una idea regulativa no una existencia sociológica e histórica
identificable. El pueblo es algo permanentemente por hacer de la misma manera en que la república es un
movimiento. En tanto que idea regulativa desempeña, por una parte, una función crítica permanente de cualquier colectivo que se pretenda superior en
la república. Es una exigencia contrafáctica de los statu quo dados. Por otra parte la mayor inmediatez con ese óptimo
es el que debe de ser más operativa a efectos
de la definición de la certeza del conocer y la justicia del obrar. La
intersubjetividad que reclama el conocer válido debe realizarse en discursos
reales emitidos en condiciones
democráticas y de igualdad real.
En las condiciones históricas de las que la humanidad tiene experiencia, la mayor radicalidad democrática se ha encontrado siempre en el “menú peuple”, los muchos y pobres. Es precisamente el gobierno de los muchos y pobres la primera definición de la cosa democrática radical en Platón y Aristóteles y en la antigüedad clásica. Las repúblicas históricas que han prevalecido de manera más igualitaria haciendo del pueblo la mayor universalidad han sido las derivadas de movimientos y fuerzas de las clases subordinadas luchando ellas mismas por su emancipación. Los ciudadanos hacen de su voluntad gobierno en las revoluciones. . La expresión más pura – y paradójica- de esta generalización ciudadana del pueblo de oprimidos y excluidos la contiene el art 14 de la Constitución de Haití de 1804, “Cesa toda discriminación de color de la piel. A partir de ahora todos los ciudadanos de Haití serán denominados negros”.
Es, al contrario, entre las
clases privilegiadas y poderosas y su statu quo de dominación, monárquico donde se encuentra la propuesta facciosa de privilegio. Ellas se han apropiado
de una supuesta y exclusiva responsabilidad y han
negado siempre la capacidad de juicio
moral de los subordinados .De una u otra
manera han hecho valer e impuesto la pretensión
de competencia superior exclusiva en el discernimiento moral. Todo ello con la
excusa de que la política es la
averiguación de una Verdad que sólo está al alcance de los más sabios, ellos
precisamente. Las revoluciones de las clases subordinadas, por el contrario, reestablecen el común necesario de una
construcción de la validez y la libertad por la
participación de los tradicionalmente excluidos.
…..
Finalmente, debemos traer el
último supuesto en que lo republicano se asienta. En todo caso, viciada o virtuosamente,
el humano se hace en la polis, en la
comunidad. La persona como autoconciencia sólo es posible sobre la base de su
pertenencia a la sociedad. Llamamos tradicionalmente espíritu a lo propio y característico
humano. Ese espíritu puede identificarse en la capacidad de pensamiento abstracto y de habla, de pensar y razonar, la capacidad simbólica, en la facultad de
prever y anticipar, proponer, en imaginar, en juzgar, en la
conciencia de si mismo, la conducta
según fines, la conducta según compromisos morales,…..Pues bien, todos estos
componentes de lo humano son producciones sociales y el lenguaje proporciona el
mecanismo para su emergencia. Gracias al lenguaje aparece la persona con conciencia de si mismo
como objeto y se produce la conciencia de los demás. Como el lenguaje es el
instrumento donde se sitúa lo intersubjetivo, es en esto, en la palabra dicha, en el espacio común de relación y habla,
donde nace el ser humano.
Común, relación, palabra,
son los topos – los topoi- de la cosa pública. Sólo en la
cosa pública somos humanos. Es en efecto,
en república el único lugar donde esta
concurrencia sucede. Fuera de allí no
hay libertad, estamos abandonados al
azar y la contingencia indiferente de la Fortuna.
Referencias bibliográficas
de autores citados:
K.O. Apel. Paradigmas de la filosofía primera.
Prometeo libros. Buenos Aires 2014
Aristóteles. Política. Ética a Nicómaco. (Ediciones
diversas)
H. Baron En busca del humanismo cívico florentino.
FCE. Mexico 1993
F. Brines. Alocución pagana. Aun No. Bartlevy
editores. Velilla s. Antonio 2012.
D. Gianotti. La República de Florencia. C.E.P. y
C.Madrid 1997
F. Giucciardini .Diálogo sobre el gobierno de florencia.
Akal .Tres Cantos 2017
N. Maquiavelo. Discurso sobre la primera década de Tito
Livio. Alianza .Madrid 1987
Platon. La república, Las leyes. (Ediciones diversas)
J.G.A. Pocock. El momento maquiavélico. Tecnos. Madrid
2002
M. Robespìerre. Por la felicidad y la libertad. Discursos. El viejo topo. Barcelona 2005
Q. Skinner. Los fundamentos del pensamiento político
moderno. FCE. México 1985
B. Spinoza. Ética. Editora nacional .Madrid. 1984
Tertuliano. Apologético. Ciencia Nueva. Madrid 1997
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