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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

15/4/13

ROJOS PENSANTES: PETER HALLWARD sobre RANCIÈRE

LA IGUALDAD EN ESCENA: Sobre la teatrocracia de Rancière

En los últimos años la obra de Jacques Rancière ha comenzado a hacerse finalmente acreedora, después de un largo periodo de desatención, del interés que merece. Uno de los alumnos más brillantes de Althusser en la École Normale Supérieure a mediados de la década de 1960 contribuyó con un capítulo importante al proyecto Lire le Capital a la temprana edad de 25 años. Sin embargo, varios años más tarde, a raíz de mayo de 1968 y de un traslado al nuevo Departamento de Filosofía de Vincennes, escribió una mordaz crítica de sus antiguos maestro y colaboradores (La leçon d’Althusser, 1974) antes de consagrarse a una serie de proyectos de investigación basados en el trabajo de archivo –La nuit des prolétaires (1981); Le philosophe et ses pauvres (1983); Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle (1987)–, que apuntaban en lo esencial a poner patas arriba los principios teoricistas de Althusser. Este último había privilegiado la perspicacia de la mirada científica por encima del error popular; Rancière ha explorado las consecuencias del presupuesto contrario, esto es, que todo el mundo está inmediata e igualmente capacitado para pensar. Contra aquellos que sostienen que sólo quienes han sido adecuadamente educados o privilegiados están autorizados a pensar y hablar, el supuesto más fundamental de Rancière es que todo el mundo piensa. Todo el mundo comparte iguales potencias de discurso y pensamiento, y esta «igualdad no es un objetivo que haya que alcanzar, sino un punto de partida, un supuesto que debe ser conservado bajo cualquier circunstancia».

En la mayor parte de los trabajos que emprendió durante las décadas de 1970 y 1980, Rancière efendió este supuesto a través de una concienzuda reconstrucción del mundo subversivo y escurridizo de la producción intelectual de la clase obrera que floreció durante las décadas de 1830 y 1840, los años inmediatamente anteriores a la interpretación marxista de la lucha de clases. En buena parte de su obra posterior, ha meditado sus implicaciones en campos que abarcan desde la historiografía a la estética

(Les noms de l’histoire [1992]; Malaise dans l’esthétique, [2004]) y desde la teoría política a la literaria (La mésentente [1995]; La parole muette [1998]). La más importante y consecuente de tales implicaciones es esencialmente anárquica. A juicio de Rancière, la igualdad no es tanto el resultado de una distribución más justa de las funciones o los lugares sociales como el inmediato desbaratamiento de cualesquiera modalidades de la citada distribución; no hace referencia al lugar, sino a lo sin lugar o a lo fuera de lugar, no a las clases sino a lo inclasificable o lo desclasado. «La esencia de la igualdad no consiste tanto en unificar como en desclasificar, en deshacer la supuesta naturalidad de los órdenes y reemplazarla con figuras controvertidas de división. La igualdad es la potencia de la división inconsistente, desintegradora y siempre repetida.»

Así pues, el argumento básico que aparece constantemente en la obra de Rancière contrapone los presupuestos de una igualdad desbaratadora contra los defensores de una desigualdad ordenada y jerárquica. En términos generales, siempre ha tratado de explorar diferentes recursos como el desplazamiento, la indistinción, la desdiferenciación o la descualificación, disponibles en todo campo dado. La idea de que «todo el mundo piensa» tiene como premisa la libertad de autodisociación del individuo: no hay un vínculo necesario entre lo que uno es y el rol que representa o el lugar que ocupa; nadie puede ser definido por las formas de necesidad irreflexiva a las que está sometido. A este respecto al menos, el punto de partida de Rancière no está lejos de la conocida explicación de una libertad consciente sartriana en tanto que ser para sí indeterminado, un modo de ser que «debe ser lo que no es y no lo que es».

Tal vez la dimensión más fundamental y esclarecedora de la concepción anárquica de la igualdad en Rancière sea aquella que tiene que ver con el teatro, en los sentidos literal y metafórico del término. En vez de definir la igualdad como un principio de orden o distribución, Rancière la presenta precisamente como un puro «supuesto que debe ser verificado continuamente, como una verificación o una representación que abre escenarios específicos de igualdad, escenarios construidos cruzando fronteras e interconectando formas y niveles de discurso y esferas de la experiencia». Tal como lo describe Rancière, pensar es más bien un problema de improvisación que de deducción, decisión o dirección. Todo pensar tiene su escenario, todo pensador «interpreta» o actúa en el sentido teatral. En particular, todo sujeto político es ante todo «una especie de configuración teatral local y provisional».

Desde luego, la temática del escenario es omnipresente en la obra de Rancière. A mediados de la década de 1970, la revista Les révoltes logiques partía del presupuesto de que, antes que una cuestión de «furia popular» o de «necesidad histórica», la revuelta es por encima de todo «una escenificación de razones y de modos de hablar»6. En consonancia con esta definición, Rancière siguió, en La mésentente, definiendo la política como una cuestión de interpretación o representación, en el sentido teatral de la palabra, el resquicio entre un lugar en el que el demos existe y un lugar en el que no existe [...]La política consiste en representar o interpretar esta relación, lo que significa en primer lugar disponerla como un teatro, inventando el argumento, en el doble sentido del término, lógico y dramático, conectando lo inconexo.

Antes de convertirse en una cuestión de instituciones representativas, de procedimientos legales o de organizaciones militantes, la política es un problema de construcción de un escenario y de digna interpretación de un espectáculo o «show». La política es la dramatización contingente de una igualdad desbaratadora, la improvisación no autorizada y repentina de una voz democrática. Tal como lo expresa Rancière en una reciente entrevista, en la que expone su distancia crítica de Negri y Hardt, «la política siempre consiste en la creación de un escenario [...] siempre cobra la forma, en mayor o menor medida, de la instalación de un teatro [...] A mi modo de ver, la política consiste en el establecimiento de una esfera teatral y artificial. Mientras que lo que ellos [Negri y Hardt] persiguen es, al fin y al cabo, un escenario de la realidad en cuanto tal»8. En lo que sigue, intentaré desenredar las distintas modalidades mediante las cuales esta metáfora teatral contribuye a esclarecer la concepción de la igualdad y de la política de Rancière, antes de considerar algunas de las dificultades más evidentes que plantea esta concepción.

Peligros de mímesis

El punto de partida, aquí como en buena parte de la obra de Rancière, es la inversión de la posición platónica. No cuesta entender por qué Rancière siempre ha criticado profundamente la filosofía de Platón, en que gran teórico de una distribución ordenada de funciones y roles exclusivos, defensor de un mundo en el que cada individuo dice sólo «una cosa al mismo tiempo». En la República de Platón, a cada tipo de persona le es asignada una tarea: el trabajo, la gurra o el pensamiento. Consumidos por lo que fabrican o hacen, los artesanos son definidos mediante la identificación con su lugar funcional, y en esa misma medida excluidos de los dominios del «juego, el engaño y la apariencia», que Platón reserva para exclusivo disfrute de la nobleza9. Asimismo, tal como ha señalado a menudo Rancière, «la exclusión de la escena pública del demos y la exclusión de la forma teatral están íntimamente interconectadas en la República de Platón». Por la misma razón, Platón excluye tanto la política como el arte, «tanto la idea de una capacidad de los artesanos de estar en “cualquier lugar” que no sea su “propio” lugar de trabajo, como la posibilidad de que los poetas o los actores representen otra identidad que no sea su “propia”identidad».

El teatro evocado en la República es un lugar en el que las personas que más saben se ven arrastradas por el entusiasmo irracional de la muchedumbre. En tanto que celebración gratuita del puro artificio, el teatro promueve la semblanza y la apariencia por encima de la verdad desapasionada, y privilegia «la disposición natural más fácil de imitar [...] apasionada y espasmódica» por encima de la razón. Permite así que el «principio rebelde» se imponga a la deliberación «sensata y sosegada»11. La «teatrocracia» decadente que Platón critica en el libro tercero de las Leyes es un régimen de ignorancia y desorden no autorizados que en irresponsables. Semejante confusión inspiró a la multitud el desprecio de la ley musical, y una actitud presuntuosa sobre su propia capacidad como jueces. Así, nuestro público antaño silencioso ha encontrado una voz, creyendo que comprende lo que es bueno y malo en el arte; la antigua «soberanía de los mejores» en aquella esfera ha dejado paso a una funesta «soberanía del público», una teatrocracia (theatrokratia).

El ateniense del diálogo platónico anticipa la consecuencia probable de esta nueva libertad popular: el pueblo no tardará en ignorar la autoridad de sus antepasados y superiores, para intentar entonces «sustraerse de la obediencia a la ley. Y una vez consumado ese objetivo, [llegará a continuación] el desprecio de los juramentos, de las promesas y de toda religión. Vuelve a representarse el espectáculo de la naturaleza titánica de la que hablan nuestras viejas leyendas; el hombre vuelve a su vieja condición en un infierno de miseria interminable».

Este escenario catastrófico se asienta en la amenazante duplicidad de la mímesis per se. Tal como los describe Platón, los poetas imitadores «conforman en cada individuo una constitución depravada, forjando fantasmas que hace mucho tiempo fueron eliminados de la realidad, y tratando de ganarse el favor con el elemento insensato que es incapaz de distinguir entre lo mayor y lo menor, sino que llama del mismo modo a uno y otro»14. No obstante, aunque Platón condena el efecto inmoral y decadente de las fábulas, como observa Rancière, «la proscripción platónica de los poetas se basa en la imposibilidad de hacer dos cosas al mismo tiempo». Negándose a hablar en nombre propio, actuando a distancia de sí mismos o imitando la acción de otro, los actores y los poetas amenazan los fundamentos mismos de la autoridad. La mímesis confunde el orden de la función y el lugar, abriendo con ello la puerta a lo que en otro momento Rancière describirá como el programa virtual de la política en cuanto tal: «La indeterminación de las identidades, la deslegitimación de las posiciones de discurso, la desrregulación de las divisiones de espacio y tiempo». El teatro no es más que el escenario en el que esa depravada indiferencia al lugar funcional cobra su forma más seductora. Como un baluarte contra esta improvisación desordenada, Platón propone la representación coreográfica de la disciplina y la unidad comunal; una lógica similar volverá a aparecer una y otra vez en las teorías posteriores de la representación-ejercicio [performance] política ordenada, desde Rousseau hasta Ngu˜gi˜ wa Thiong’o.

Pedagogía de la emancipación

En las ocasiones relativamente escasas en las que Rancière aborda directamente la cuestión de la representación teatral, su preocupación consiste en liberar a ésta de la coreografía y de sus correspondientes restricciones. Aborda la relación entre intérprete y espectador en términos inspirados por la teoría de la igualdad que adapta, en Le maître ignorant, basándose en el pedagogo inconformista del siglo XIX Joseph Jacotot, cuya sola premisa era que «todo el mundo es virtualmente capaz de comprender lo   que otros han hecho y comprendido»19. Todo el mundo posee la misma inteligencia, y las diferencias de conocimiento no son más que un problema de oportunidad y motivación. Partiendo de este presupuesto, el conocimiento superior deja de ser una cualificación necesaria del maestro, a la par que el proceso de explicación –junto con las metáforas que distinguen a los estudiantes entre «lentos» o «rápidos», o conciben el periodo educativo en términos de progreso, entrenamiento y cualificación, etc.– deja de formar parte integrante de la enseñanza. Aplicada al teatro, la premisa de Jacotot permite a Rancière desarrollar una explicación general de la «emancipación del espectador». Los teóricos clásicos del teatro, de Platón a Rousseau, consideran que los espectadores están atrapados tanto por su pasividad, en contraposición con la actividad del intérprete, como por su ignorancia, en contraposición con el conocimiento que del arte y la ilusión presenta el intérprete. La respuesta moderna ha consistido a menudo en explorar un «teatro sin espectadores», esto es, un drama expurgado de la pasividad y la ignorancia, ya sea llevando al máximo el distanciamiento entre el espectáculo y el espectador (Brecht) 

o reduciendo éste a un mínimo (Artaud). En este mismo sentido, Debord, después de definir el espectáculo por su exterioridad, llamaría a la eliminación de toda «separación» o distancia teatral. Sin embargo, ésta y otras respuestas comparables mantienen la estructura básica en la que reposa ladesigualdad especular: la jerarquía entre pasividad y actividad, de la «incapacidad, por un lado, y la capacidad, por otro». En cambio, la «emancipación [teatral] comienza por el principio opuesto, el principio de igualdad. Éste comienza cuando dejamos de lado la oposición entre mirar y actuar»,cuando nos damos cuenta de que mirar es también una acción que confirma o modifica la distribución de lo visible, y de que «interpretar el mundo» es ya un medio de transformarlo, o de reconfigurarlo. Los espectadores son activos, como lo son los estudiantes o los científicos: observan, seleccionan, comparan, interpretan. Relacionan lo que observan con muchas otras cosas que han observado, en otros escenarios, en otro tipo de espacios. Hacen sus propios poemas con el poema que se recita en su presencia.
En el teatro, al igual que en la política o el arte, la distancia del espectáculo resulta esencial para lograr su efecto. Gracias precisamente a que los espectadores nunca se identifican completamente con lo que ven, gracias a que se remiten a sus propias experiencias y conservan una distancia crítica, son capaces de comulgar activamente y a sabiendas con el espectáculo. Lo que ven nunca es únicamente lo que los intérpretes presentan o dan a entender. Los espectadores «atienden a la representación en la medida en que están distantes». Al igual que la emancipación educativa no implica la transformación de la ignorancia en conocimiento, del mismo modo la emancipación de los espectadores no implica su conversión en actores en la medida en que un reconocimiento de la frontera entre actor y espectador es en sí mismo esquivo. Tenemos que reconocer que «todo espectador es ya un actor o actriz de su propia historia y que el actor o la actriz es a su vez espectador del mismo tipo de historia». En esa misma medida, la explicación de la emancipación social de Rancière comienza cuando un actor hasta entonces condenado a un papel opresivamente restringido –una vida definida por la explotación y la fatiga– arrebata el privilegio del ocio y de la autonomía de los que disfruta típicamente el espectador –el lujo del tiempo improductivo, de la contemplación «ociosa», del gusto individual o idiosincrásico– y con ello cambia la distribución general de funciones y roles. «La emancipación significa esto: el desdibujamiento de la oposición entre aquellos que miran y aquellos que actúan», entre aquellos que están atrapados por su función o identidad y aquellos que no lo están.

La posición de Rancière presenta aquí algo más que una semejanza pasajera con la preocupación central de Philippe Lacoue-Labarthe. Para ambos pensadores, lo político no se asienta en una propiedad humana positiva o en un modo de vida, sino más bien en una impropiedad más primordial o en una ausencia de fundamento. «El sujeto de la mímesis –explica Lacoue-Labarthe– no es nada en sí mismo, sino que es rigurosamente “sin cualidades”, capaz por ello de “representar cualquier papel”: no tiene ser propio.» Toda «imitación es una desapropiación», la disolución de una identidad, tipo o mito «propios». Platón es particularmente hostil al teato porque quienes hablan sobre un escenario no hablan en su propio nombre y no se identifican o no autentifican lo que dicen, porque se comportan como lo que Rancière describirá como actores políticos. La política, tal como la define Rancière, es el proceso que autoriza el ejercicio del poder por parte de aquellos que no disponen de una autoridad sancionada. Encuentra el poder de gobernar a los demás precisamente en su «ausencia de todo fundamento».

Espectáculo de lo popular

En varias contribuciones de la revista Les révoltes logiques, Rancière explora y ataca la lógica que informó los distintos planes que, en la segunda mitad del siglo XIX, abogaban por un «teatro del pueblo». Michelet defiende su versión de un théâtre du peuple, en consonancia con el presupuesto original de Platón: «Las costumbres del teatro dan forma a las leyes de la democracia. La esencia de la democracia es la teatrocracia». Pero Michelet invierte el significado de Platón. Mientras «para Platón teatrocracia era el ruido de la chusma que se aplaude a sí misma cuando aplaude a sus actores, para Michelet es una comunidad pensante basada en la esencia misma del teatro popular». Este teatro opera como un «espejo en el que la gente observa sus propias acciones» mediante una «representación sin separación en la que el ciudadano comprometido escribe y pone en escena sus propias victorias». Podríamos decir que Rancière, al igual que Michelet, también está de acuerdo con Platón; sin embargo, en vez de invertir la interpretación de este último, la conserva con una forma revalorizada. La teatrocracia de Rancière es otra expresión no cultivada del pueblo, pero a diferencia de la de Michelet, procede con un máximo de separación, a una distancia máxima del sentido que la comunidad tiene de sí misma. En términos más precisos, la concepción de la igualdad en Rancière podría ser consideradateatrocrática en al menos siete aspectos superpuestos.

En primer lugar, es «espectacular». Toda verificación de la igualdad es parte integrante de lo que Rancière suele llamar una reconfiguración de lo perceptible, un reparto de lo sensible y en particular de lo visible. La igualdad es aquí un problema de un anonimato visible (una cualificación que por sí misma basta para distinguir la concepción de la política de Rancière de la insistencia de Badiou en el estatuto rigurosamente indiscernible de una inconsistencia genérica). La política rancieriana suele comenzar con una demostración o, para ser más exactos, una manifestación del pueblo. «La tarea de la política consiste en la configuración de su propio espacio. Consiste en hacer visible el mundo de sus sujetos y sus operaciones.» Contra toda concepción misérabiliste de la política –toda explicación que, como la de Hannah Arendt, asume que la desgracia de los pobres consiste en que no son vistos, en su exclusión de la escena política–, Rancière observa que «todo mi trabajo sobre la emancipación obrera mostraba que la reivindicación primordial planteada por los trabajadores y los pobres era precisamente la reivindicación de visibilidad, una voluntad de entrar en el ámbito político de la apariencia, la afirmación de una capacidad de aparecer». La política está presente en su forma más manifiesta cuando el pueblo sale a la calle a manifestarse. Cuando se forman multitudes en la obra de Rancière no lo hacen, como en Sartre, para asaltar la Bastilla; se reúnen para poner en escena el proceso de su propia desagregación.

En esa misma medida, la acción antipolítica de lo que Rancière llama la «policía» es por encima de todo antiespectacular. Contra Althusser, Rancière insiste en que «la intervención de la policía en los espacios públicos no consiste principalmente en la interpelación a los manifestantes, sino en la disolución de las manifestaciones». En lugar de solicitar un reconocimiento o respuesta subjetiva de sumisión, la policía desmonta los escenarios políticos diciendo a los eventuales espectadores que no hay nada que ver. Señalan la obviedad de lo que hay o, para ser más exactos, de lo que no hay. «¡Circulen! ¡Aquí no hay nada que ver!» Mientras que los actores políticos convierten las calles en escenarios, la policía reestablece la fluidez del tráfico.

En segundo lugar, es artificial. Como en cualquier espectáculo, una secuencia política hace gala de su artificialidad. La política es una farsa sin fundamento, la representación de una antinatura. Un sujeto político es alguien que dramatiza el principio de igualdad, esto es, que interpreta el papel de los que no tienen papel. A título de principio general, Rancière cree que «en los momentos en los que el mundo real flaquea y parece tambalearse como una pura apariencia, antes que en la acumulación de experienciasdía tras día, se torna posible formarse un juicio acerca del mundo». En tales momentos, la crítica rancieriana del teoricismo, que él asocia a Althusser y a la tradición marxista en general, cobra su mayor fuerza de persuasión. De Kautsky a Althusser, la autoridad teórica ha sostenido que «las masas viven en un estado de ilusión», que los trabajadores o «los productores son incapaces de estudiar detalladamente las condiciones de su producción» y dominación. Los actores políticos de Rancière invierten ambos principios: precisamente porque sabe exactamente lo que está haciendo, el pueblo es igualmente el verdadero maestro de la ilusión y la apariencia.

En tercer lugar, Rancière privilegia la multiplicidad por encima de la unidad. Una democracia teatrocrática nunca es monológica por la sencilla razón de que «no hay voz del pueblo. Hay voces y polémicas dispersas que en cada instancia dividen la identidad que ponen en escena». Por la mismarazón, no hay una única forma de conocimiento emancipatorio, sino varias, no una única lógica del capital, sino varias «estrategias discursivas diferentes que responden a diferentes problemas» en diferentes situaciones.

Subversión en el patio de butacas

Asimismo, la concepción de la igualdad de Rancière es disolvente o desbaratadora. Poblado de múltiples voces, el teatro es asimismo la sede privilegiada de un desplazamiento más general: un lugar de lo sin lugar. Toda experiencia teatral socava el gran proyecto de policía, que es también la ambición de los historiadores y los sociólogos –ver al pueblo adecuadamente «arraigado en su lugar y su tiempo»32–. De ahí la importancia ejemplar de los théâtres du coeur en el París de mediados del siglo XIX, a los que Rancière consagra dos artículos importantes en Les révoltes logiques. En tanto que lugar que suspende las relaciones convencionales de obediencia o deferencia, el teatro atormenta a la hostigada burguesía de la década de 1840 como un escenario doblemente subversivo. Por un lado, es un lugaren el que los «sueños de minorías mutantes» pueden ser representados de forma fantasmática. Por otro lado, la materialidad de la «división de las butacas» lo convierte en un espacio de colisiones y colusiones inmorales, un lugar en el que los aprendices de sastre podrían pasar por «dandies del mundo de la moda» y donde los respetables hombres casados pueden sucumbir a los encantos efímeros de las rameras y las actrices. A modo de anticipación parcial de los espectáculos políticos que cobraronforma en febrero y junio de 1848, aquellos teatros abarrotados ofrecen un recordatorio nocturno del hecho de que sólo «una línea vacilante separa al público burgués sentado en sus butacas de la gente que asiste de pie en sus “pequeños puestos”, puestos que no son apropiados». Tal como Rancière la presenta, todo en esta experiencia teatral, desde el tiempo perdido dándose de codazos en la cola a las respuestas impulsivas de los públicos no instruidos, contribuye a su turbadora confusión de realidad
y ficción.

No tardaron mucho los censores de Napoleón III en ingeniarse una defensa contra esta amenaza, que continúa sirviendo como principio guía de la contrainsurgencia hoy en día. Por encima de todo, los miembros del público quedaron fijados en su lugar apropiado, en un «sitio reservado», como otros tantos propietarios temporales de un bien. Al mismo tiempo, el teatro fue minuciosamente purgado de sus espectadores de clase obrera, a medida que su tiempo era consumido cada vez mas exclusiva e intensamente por su función económica. Así, en el espacio que de tal suerte había sido desocupado, podían crearse nuevos teatros para el pueblo a partir de una ilusión dual: que el pueblo, a una distancia folclórica de la cultura burguesa, es «espontáneamente teatral» y al mismo tiempo necesita una cultura más ponderada. El objetivo consiste en eliminar todo elemento de espontaneidad o improvisación, en reducir todo lieu de spectacle a un espacio en el que tan sólo se interpretan textos o música, en el que«no sucede nada, en el que los actores o los cantantes se limitan a cumplir sus papeles y su público se limita a consumirlos». Por supuesto, el proceso se acelerará con las invenciones posteriores del gramófono y de la televisión, y la concomitante gestión empresarial de la cultura como mercancía
destinada al consumo pasivo y principalmente doméstico.

La representación de la igualdad –un quinto rasgo teatrocrático del pensamiento de Rancière– es contingente. Todo acto teatrocrático es de y por, pero nunca «para» el pueblo. Todo acto teatrocrático o secuencia política deben inventar su propio escenario. «La política no tiene lugar “adecuado” ni posee ningún sujeto “natural” [...] De esta suerte, las manifestaciones políticas son siempre momentáneas y sus sujetos son siempre precarios y provisionales.» La democracia no es de suyo sino el poder ejercido por los no cualificados o no autorizados, el poder de aquellos que no tienen derecho por nacimiento, privilegio o preparación para ejercer el poder. Ésta es la razón por la que la política rancieriana no puede explicarse en términos de antagonismos, grupos de interés o de comunicación. El modelo de la acción comunicativa «presupone como preconstituidos a los partícipes del acto comunicativo [...] En cambio, el rasgo particular del disenso político es que los partícipes están tan poco constituidos como el objeto o el escenario mismo de la discusión».

Arte y juego


Por añadidura, la concepción de la igualdad tiende a la improvisación. En tanto que arte que sólo conquistó su autonomía gracias a las formas sucesivas de su «impurificación –la puesta en escena de textos y el montaje de plataformas, cuadriláteros de boxeo, pistas de circo, coreografías simbolistaso biomecánicas–», el teatro nunca es más teatral que cuando subordina su dirección a la improvisación, y la coreografía al libre juego–. Tal es la lección perdurable de aquel gran manifiesto del régimen estético-democrático de Rancière, las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller. En palabras de Schiller, «el hombre sólo es completamente hombre cuando juega», esto es, cuando suspende todo esfuerzo de imponer un dominio conceptual o físico sobre las personas o las cosas.

Si en la conocida explicación de Schiller la estatua de Juno Ludovisi «tiene la característica de la divinidad, que no es sino la característica de la plena humanidad del hombre», la razón estriba, según Rancière, en que «no trabaja, sino que juega. Ni se rinde ni resiste. Está libre de los vínculos de la voluntad y la obediencia». Está libre de toda regulación de función y lugar. Aunque Schiller concibe otras formas de juego, no hay mejor ejemplo de esa lógica que la interpretación de un papel o de un personaje. Como las actrices que pueblan las ficciones de Balzac y Nerval, la diosa de Schiller atrae gracias a su inaccesibilidad misma: el elemento inaprensible del juego en cuanto tal se sustrae de suyo al dominio o al confinamiento.

Por último, en la obra de Rancière la igualdad opera en el seno de una configuración liminar. La relación «excesiva» del actor con el papel es uno de los ejemplos más claros de la estructura lógica tal vez más característica de toda la obra de Rancière, por la cual un término dado x es precisamente lo que hace indistinguible la diferencia entre x y no x. En el régimen estético, por ejemplo, el arte es lo que enturbia la diferencia entre arte y no arte. En los albores de la era democrática moderna, el discurso de la clase obrera corroe la frontera entre trabajadores y no trabajadores. Un auténtico maestro trata de borrar la distinción entre maestro y estudiante.

Asimismo, la dramatización política tiene lugar en la distancia entre dos extremos, y termina cuando los intérpretes se identifican con uno u otro polo. Por un lado, están los actores mismos, la acción en su estado directo y no mediado. Un teatro en el que los actores se identifican consigo mismos en un «arte sin representación», que sencillamente expresa o prolonga la vida laboral de sus intérpretes, era precisamente el sueño que con el cambio de siglo inspirara a aquellos que, como Maurice Pottecher,trabajaron para desarrollar el «teatro popular» como teatro de lo familiar, lo natural y lo sincero. Una inspiración similar da cuenta del rechazo «metapolítico», que Rancière asocia a Marx, de todo intervalo mimético entre realidad y representación o apariencia, de toda distancia «ideológica» entre las palabras y las cosas o entre las personas y los roles.

Por otro lado, está el papel que se desempeña, el puro desempeño no contaminado por las mugrientas complejidades del contexto o de la personalidad. El teatro heroico de Michelet, por ejemplo, adopta este segundo polo como guía exclusiva. «¿Qué es el teatro?», pregunta; es «la abdicación de la persona real, y de sus intereses, en favor de un papel más ventajoso». Ya activo en la «archipolítica» que Rancière asocia a Platón, las variaciones sobre este tema continuarán dominando la filosofía política desde Arendt a Strauss hasta llegar al resurgimiento en la Francia de la década de 1980 de un espacio republicano «puramente político», en el que los actores públicos están destinados a interpretar papeles exclusivamente cívicos. Un parecido acoplamiento de extremos reaparece en la concepción rancieriana de un régimen estético del arte, que a su vez constituye un frágil estado liminar en equilibrio entre las tendencias tanto a abatir la diferencia entre el arte y el no arte –tal como se anticipa en las visiones hegelianas de una vida vivida como arte, o adherida a las celebraciones más mundanas de una «estética relacional»– como a la reificación de la distancia entre el arte y la vida, al modernismo purificado de Greenberg, o al confinamiento de la representación artística al dominio de lo sublime o de lo irrepresentable en Lyotard.

En definitiva, una concepción teatrocrática de la igualdad sólo puede proceder si sus actores siguen siendo distintos, pero no absolutamente distintos de sí mismos. Deben adoptar el artificio de un papel «antinatural», pero no identificarse con el mismo. El único lugar que pueden ocupar es el que existe entre ellos mismos y su papel, entre la sinceridad de Rousseau y la técnica de Diderot. La política se extingue cuando la distancia entre el actor y el papel se desploma en una inmediatez paranoica y definitiva. Precisamente esta tendencia figura como la característica más destacada de lo que Rancière describe como la pseudopolítica de nuestra época «ética» o «nihilista». La humanidad universal en esta época postpolítica no puede desempeñar otro papel que el de «víctima universal» u objeto humanitario,cuyos derechos ya no son experimentados como capacidades políticas. Los predicados «humano» y «derechos humanos» son sencillamente atribuidos, sin más preámbulos, sin mediación alguna, a su individuo acreditado, el sujeto «hombre». La época de lo «humanitario» se basa en la identidad inmediata entre el ejemplo ordinario de la humanidad que sufre y la plenitud del sujeto de la humanidad y de sus derechos45.

Cuestiones estratégicas

La concepción axiomática de la igualdad en Rancière afirma con razón la primacía del compromiso subjetivo en tanto que base de la política emancipatoria. Junto con la idea aún más axiomática de emancipación afirmada por su antiguo colega (y crítico) Alain Badiou, se trata de una de las contribuciones más importantes e inspiradoras a la filosofía política contemporánea. Sin embargo, su configuración considerablemente teatrocrática suscita algunas inquietudes inmediatas.

Ante todo, sus efectos son desenfadadamente esporádicos e intermitentes. Rancière insiste a su vez en este punto: las secuencias políticas son por naturaleza raras y efímeras. Una vez que el escenario sufre los primeros golpes, poco o nada permanece. Además, una secuencia improvisada resulta, por escontado, difícil de mantener46. Se trata de una limitación que Rancière acepta, al igual que Badiou y el último Sartre. Sin embargo, se echa en falta en su explicación un equivalente de lo que Badiou denomina «forzado»: el poder de una secuencia política de imponer un cambio mensurable en la configuración de una situación. No hay aquí ni siquiera un reconocimiento del aspecto «incremental» de una concepción tan intermitente y disolvente de los «movimientos de los pobres» como la desarrollada admirablemente por Frances Fox Piven y Richard Cloward. Como Rancière, Piven y Cloward privilegian el desbaratamiento directo del statu quo por encima del desarrollo de medios de organización estables, ya que no burocráticos –sindicatos, partidos políticos, movimientos sociales–, que no tardan en acomodarse al orden predominante de las cosas. «Un pobre apacible no consigue nada, pero un pobre revoltoso a veces consigue algo48.» Sin embargo, a diferencia de Rancière, Piven y Cloward dedican al menos cierta atención a la cuestión de cómo conservar las conquistas alcanzadas y utilizarlas para aumentar una capacidad de obtener nuevas conquistas. Conceden una cierta importancia, por más que breve, a las cuestiones de continuidad estratégica. Rancière, en cambio, ofrece una escasa justificación sistemática de su presupuesto de que la política de emancipación debe o debería proceder siempre mediante la desidentificación o la desasociación.
 
Esto conduce a un segundo problema. ¿Hasta qué punto se basa una política concebida como suspensión de la policía en la primacía del observador, en lo que puede ser visto de la movilización de masas? ¿Puede una concepción de la política tan insistentemente escenificada conservar la suficiente distancia crítica respecto a la lógica acomodaticia de una sociedad que desde hace mucho tiempo es organizada como sociedad del espectáculo?

Asimismo, es discutible que el orden de policía hoy dominante, el Estado liberal republicano, sea verdaderamente vulnerable al ataque teatrocrático. Cabe preguntarse además hasta qué punto la concepción de la igualdad de Rancière sigue siendo una lógica meramente transgresora, y se ve condenada por ello a no dejar de ser una variante de la misma dialéctica de dependencia, provocación y agotamiento que él mismo diagnostica tan competentemente en las lógicas de la modernidad y la postmodernidad. Para presentar esta objeción en otros términos: ¿ha desarrollado Rancière una respuesta adecuada en nuestros días a la desviación de lo político que él denomina «parapolítica» y cuyos orígenes históricos conducen a Aristóteles?

En efecto, es Aristóteles, y no Platón, el adversario más importante de Rancière. Tanto en la política como en la estética, Aristóteles idea una modalidad de contención y desbaratamiento de las amenazas que Platón identificara con anterioridad. A la amenaza de la duplicidad mimética, Aristóteles responde con lo que habría de convertirse en el «régimen representativo del arte» o régimen clásico, esto es, la asociación de la mímesis con una particular tekhne y por ende con una base más sofisticada de la pureza
del arte, la jerarquía de los géneros y el reino de la bienséance [decoro]. A la amenaza del desorden democrático, la respuesta aristotélica –los ejemplos modernos de Rancière incluyen a Tocqueville, Jules Ferry, Strauss, Arendt, Luc Ferry y Alain Renault– consiste en buscar la incorporación política del «exceso» del pueblo, la parte de los que no tienen parte, mediante la supervisión controlada de las instituciones convenientemente gestionadas. El resultado garantiza la deferencia, ya que no la ausencia, del pueblo mismo en una democracia desperdigada y «corregida»50. Nada tiene de accidental que el tipo de Estado que tolera mejor, por estar mejor protegido contra el mismo, el desbaratamiento teatrocrático que Rancière considera el otro nombre de la política, sea precisamente el Estado liberal republicano, cuyos orígenes se remontan a la Política de Aristóteles. La réplica de Rancière consiste, en efecto, en una vuelta más o menos directa a una versión revisada del diagnóstico platónico. La mímesis y la democracia recobran su fuerza subversiva, pero con arreglo a una modalidad más afirmativa
que derogatoria.

La cuestión es si esa operación puede hacer gran cosa para desbaratar las formas coetáneas de contrainsurgencia parapolítica. Vale la pena comparar la posición de Rancière a este respecto con la de un defensor más convencional de la igualdad neoanarquista. Como Chomsky, Rancière reconoce que el contexto contemporáneo de la pregunta «¿significa algo la democracia?» comenzó a cobrar forma a mediados de la década de 1970; el título del informe de la Comisión Trilateral sobre La crisis de la democracia es sintomático a este respecto. Chomsky coincidiría con Rancière en que la política democrática siempre implica la suspensión del poder de la policía, la descualificación de la autoridad, la igualdad de «cualquiera respecto a cualquiera». Sin embargo, lo que para Rancière es una especie de conclusión, para Chomsky no es más que un punto de partida. La renovación activa de la democracia procede mediante una implicación directa con los cambios que han permitido a las elites ricas, en las últimas dos décadas, hacer frente y luego desarmar la amenaza de una participación popular generalizada en la política: privatización generalizada, imposición global de los ajustes estructurales, coordinación de las finanzas transnacionales, consumismo rampante, sometimiento de los media, la política de la deuda, el miedo y la «seguridad», etc. En cambio, Rancière se adhirió a la retórica de la movilidad y la liminaridad precisamente en el momento en que las nuevas formas de producción taylorista, móviles y «fragmentarias», arrebataban a aquéllas todo su mordiente crítico más visible. Desarrolló su argumento de lo intersticial y de lo fuera de lugar en un momento en el que, tal como apuntara certeramente Marshall McLuhan, hace mucho tiempo que no hay eslogan «más alejado del espíritu de las nuevas tecnologías que “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”». Llegados a este punto, no hay más que un paso desde la insistencia saludable en nuestra liminaridad relacional hasta un hincapié potencialmente paralizante en lo indeterminado o lo entre medias en cuanto tal. Rancière define la comunidad democrática o política como: una comunidad de interrupciones, fracturas, irregular y local, a cuyo través la lógica igualitaria llega y divide la comunidad de policía respecto a sí misma. Se trata de una comunidad de mundos en comunidad que son intervalos de subjetivación: intervalos construidos entre identidades, entre espacios y lugares. El estar juntos político es un estar juntos: entre identidades, entre mundos [...] entre varios nombres, varias identidades.

Tal vez Rancière sobreestima la distancia entre tales posiciones y la postura postmoderna a la que parece oponerse. No está claro ni mucho menos que los recursos del intervalo en cuanto tal puedan proporcionar un mordiente analítico eficaz sobre las formas de relación –opresión, explotación, representación, pero también solidaridad, cooperación, empoderamiento– que dan forma a toda situación particular. Rancière no está interesado, por regla general, en el dominio teatral o en cualquier otro, en la dinámica de grupo de la movilización o el empoderamiento colectivos: en cada caso el modelo lo proporciona el proceso aislado de auto-emancipación intelectual.

En la obra de Rancière, al igual que en las de muchos de sus contemporáneos, la relación misma figura a menudo como esencialmente vinculante, irremediablemente contaminada por la autoridad y el «peso» social de la dominación. Siguiendo la estela de su mentor Joseph Jacotot, Rancière concibe la igualdad con independencia de toda mediación social, dado que, en términos de Jacotot, la igualdad racional del «pueblo» es fundamentalmente incompatible con la necesaria desigualdad de los «ciudadanos» y la sinrazón de la sociedad. Sin embargo, a falta de tal mediación, el incisivo igualitarismo de Rancière parece demasiado compatible con cierto grado de resignación social. Aquí la política atañe menos a la lucha y a la fidelidad que a la discusión «esporádica», la improvisación y la «infidelidad»58. Para Rancière, la política consiste más en el reconocimiento de una desautorización o deslegitimación generalizadas que en la participación en procesos antagonistas en los cuales el pueblo vuelve a conquistar autoridad mediante una afirmación de principios militante. En definitiva, la insistencia de Rancière en la división y la interrupción hace difícil dar cuenta de cualidades que son igualmente fundamentales para toda secuencia política sostenible: organización, simplificación, movilización, decisión, polarización, por no citar más que unas pocas.

Conocimiento y praxis

Cabría dirigir una tercera crítica al argumento teatrocrático. La relativa indiferencia de Rancière a las cuestiones de la organización y la decisión apenas permite pensar el compromiso directo con las cuestiones que plantean el desafío más manifiesto a esta posición igualitaria: las ligadas a las formas de conocimiento, destreza o maestría que exige la acción política eficaz, así como la innovación o la apreciación artística. Ni que decir tiene que nada es más teatral que la obra puramente improvisada, pero en esa misma medida no hay forma de teatro (por no hablar de la música) que exija mayor destreza o experiencia. La difuminación de la distinción entre arte y no arte, la idea de que todo podría ser el tema o la materia del arte se hizo posible gracias a un virtuosismo técnico sin precedentes. Precisamente la concepción de un «estilo como manera de ver absoluta» de Flaubert permite a éste «democratizar» tan radicalmente el ver del arte. Pero cuando Rancière lee a Flaubert o Mallarmé no suele interesarse tanto por las cuestiones de escritura o de técnica –Flaubert y el artisanat du style– como por el contenido o los temas: Mallarmé como poeta desencantado de nuestra morada mundana.

La respuesta más general de Rancière a las cuestiones acerca del conocimiento y de la ciencia o la «maestría» ha sido durante mucho tiempo de  Como Jacotot antes que él, J. Rancière parece a veces sentirse más cómodo defendiendo una causa cuya integridad está garantizada, pero cuyas implicaciones probablemente nunca serán «asumidas» –lo que tal vez sea una prueba de una excelente disposición a adoptar una versión de lo que Hegel llamó la conciencia infeliz–. Véase The Ignorant Schoolmaster, cit., indiferencia o impaciencia, como si la única alternativa disponible al cientifismo extremo que adoptó en su juventud fuera de un anticientifismo igualmente extremo. La política, tal como la entiende Rancière, aparece para suspender todas las formas de autoridad o de autorización. Da por descontado, contra Platón, Arendt u otros defensores de los privilegios políticos, que «la aparición del demos hace añicos toda división entre aquellos que son considerados capaces y aquellos que no lo son»60. Ahora bien, ¿es tan fácil de resolver la vieja relación entre teoría y praxis, intelectual y obrero? ¿Ya no es acaso necesario que la acción política esté informada por una comprensión detallada de cómo funciona el mundo contemporáneo, de cómo opera la explotación o cómo emprenden sus negocios las corporaciones transnacionales? «Ya sabemos todo eso», tiende a decir Rancière: todo el mundo ha entendido siempre cómo se es explotado u oprimido.

Sin embargo, en la argumentación de Rancière no se vislumbra una modalidad clara para saber lo que el pueblo puede saber, toda vez que lo que importa es más la actitud de autoridad que presupone toda afirmación de conocimiento que el conocimiento mismo. En su larga polémica con Bourdieu aparece incorporado el supuesto de que el conocimiento está sencillamente disponible a voluntad, basándose en el modelo del primer aprendizaje del lenguaje. En la estela de Jacotot, Rancière sostiene que «en lo que atañe a las sociedades humanas, siempre se trata de aprender un lenguaje» o de utilizar una herramienta familiar; a partir de estas premisas, la mayor parte de los problemas de acceso, empoderamiento y validación que Bourdieu explora en su análisis de la configuración de diferentes campos –artístico, científico, educativo– puede ser desestimada por adelantado. El precio político que se ha de pagar por este menosprecio del conocimiento es prohibitivamente caro. Aunque Rancière ofrece una brillante argumentación del entusiasmo que acompaña y a menudo inspira una secuencia política, no toma en consideración muchos de los problemas más intratables que acarrea la organización y el mantenimiento de esa secuencia. Rancière llama a menudo la atención sobre uno de los rasgos más impresionantes del surgimiento en el siglo XIX de la clase obrera moderna postartesanal: la confrontación con la mecanización industrial y con la concomitante descualificación del trabajo, un proceso cuyas consecuencias ya fueron discernidas perfectamente por los delegados de la clase obrera que asistieron a la Exposición Internacional de 1867, y que son objeto de un prolijo comentario de Rancière y Patrick Vauday en un artículo pionero publicado en Les révoltes logiques . Así pues, no deja de sorprender que Rancière –una vez más a diferencia de Chomsky– dedicara una atención comparativamente escasa a los desarrollos más recientes de este proceso.

Al fin y al cabo, buena parte de cuanto más irresistible y enérgico hay en la posición teórica de Rancière –y esto es algo que de nuevo comparte con Badiou y Lacou-Labarthe– parece descansar en una articulación innecesariamente simplista de todo y nada, de «nadie» y «todo el mundo». La política de Rancière, al igual que la idea del acontecimiento en situación de Badiou o la concepción del teatro de Lacoue-Labarthe, depende de la existencia de una part des sans-part, una «parte de los que no tienen parte»: un grupo de personas que literalmente «no cuentan», una «masa indistinta de personas sin posición». Y «quien no tiene parte –el pobre de la Antigüedad, el tercer estado, el proletariado moderno– no puede en realidad tener otra parte que no sea el todo o la nada»64. Rancière no reconoce consecuentemente la diferencia inconmensurable entre «nada» y «muy poco», entre «ninguna parte» y una «parte mínima». Sin embargo, son muchos los que tienen una parte muy pequeña y no ninguna parte, una porción mínima o marginal que, sin embargo, es algo y no nada. Es de vital importancia para todo proyecto universalista una articulación adecuada con este aspecto interesado, asertivo o defensivo.

El peligro, en definitiva, es que Rancière puede haberse vuelto vulnerable a una versión de su propia y temprana crítica de Althusser, esto es, que haya desarrollado una argumentación inconsecuente de la democracia. La teoría de Rancière puede animarnos a poco más que «jugar a la» política o la igualdad, y su igualitarismo, al igual que la idea de juego de Schiller, corre el riesgo de verse confinado al «reino insustancial de la imaginación». Rancière no pondría objeciones a la tesis de que el teatro nunca es tan teatral como cuando encuentra nuevos medios para difuminar, sin llegar a eliminarlas, las fronteras con lo no teatral. Sin embargo, puede ser que este tipo de difuminación innovadora sólo pueda continuar, en el dominio tanto de la política como del arte, si está iluminada por un firme compromiso que a su vez es organizado, inequívoco, categórico y combativo. En el campo de la reciente teoría crítica, hay pocas ilustraciones mejores de este punto que la consecuencia y la resolución que han caracterizado en las últimas tres décadas el desarrollo del propio proyecto de Rancière.


Fuente:   Peter Hallwad “STAGING EQUALITY” New Left Review nº 37




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