En los últimos años la obra de Jacques Rancière ha
comenzado a hacerse finalmente acreedora, después de un largo periodo de
desatención, del interés que merece. Uno de los alumnos más brillantes de Althusser
en la École Normale Supérieure a mediados de la década de 1960 contribuyó con
un capítulo importante al proyecto Lire le Capital a la temprana edad de 25
años. Sin embargo, varios años más tarde, a raíz de mayo de 1968 y de un
traslado al nuevo Departamento de Filosofía de Vincennes, escribió una mordaz
crítica de sus antiguos maestro y colaboradores (La leçon d’Althusser, 1974)
antes de consagrarse a una serie de proyectos de investigación basados en el
trabajo de archivo –La nuit des prolétaires (1981); Le philosophe et ses
pauvres (1983); Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation
intellectuelle (1987)–, que apuntaban en lo esencial a poner patas arriba los
principios teoricistas de Althusser. Este último había privilegiado la
perspicacia de la mirada científica por encima del error popular; Rancière ha
explorado las consecuencias del presupuesto contrario, esto es, que todo el
mundo está inmediata e igualmente capacitado para pensar. Contra aquellos que
sostienen que sólo quienes han sido adecuadamente educados o privilegiados
están autorizados a pensar y hablar, el supuesto más fundamental de Rancière es
que todo el mundo piensa. Todo el mundo comparte iguales potencias de discurso y
pensamiento, y esta «igualdad no es un objetivo que haya que alcanzar, sino un
punto de partida, un supuesto que debe ser conservado bajo cualquier
circunstancia».
En la mayor parte de los trabajos que emprendió durante
las décadas de 1970 y 1980, Rancière efendió este supuesto a través de una
concienzuda reconstrucción del mundo subversivo y escurridizo de la producción
intelectual de la clase obrera que floreció durante las décadas de 1830 y 1840,
los años inmediatamente anteriores a la interpretación marxista de la lucha de
clases. En buena parte de su obra posterior, ha meditado sus implicaciones en
campos que abarcan desde la historiografía a la estética
(Les noms de l’histoire [1992]; Malaise dans l’esthétique,
[2004]) y desde la teoría política a la literaria (La mésentente [1995]; La
parole muette [1998]). La más importante y consecuente de tales implicaciones
es esencialmente anárquica. A juicio de Rancière, la igualdad no es tanto el
resultado de una distribución más justa de las funciones o los lugares
sociales como el inmediato desbaratamiento de cualesquiera modalidades de la
citada distribución; no hace referencia al lugar, sino a lo sin lugar o a lo
fuera de lugar, no a las clases sino a lo inclasificable o lo desclasado. «La
esencia de la igualdad no consiste tanto en unificar como en desclasificar, en
deshacer la supuesta naturalidad de los órdenes y reemplazarla con figuras
controvertidas de división. La igualdad es la potencia de la división
inconsistente, desintegradora y siempre repetida.»
Así pues, el argumento básico que aparece constantemente
en la obra de Rancière contrapone los presupuestos de una igualdad
desbaratadora contra los defensores de una desigualdad ordenada y jerárquica.
En términos generales, siempre ha tratado de explorar diferentes recursos como
el desplazamiento, la indistinción, la desdiferenciación o la descualificación,
disponibles en todo campo dado. La idea de que «todo el mundo piensa» tiene
como premisa la libertad de autodisociación del individuo: no hay un vínculo
necesario entre lo que uno es y el rol que representa o el lugar que ocupa;
nadie puede ser definido por las formas de necesidad irreflexiva a las que está
sometido. A este respecto al menos, el punto de partida de Rancière no está
lejos de la conocida explicación de una libertad consciente sartriana en tanto que ser para sí
indeterminado, un modo de ser que «debe ser lo que no es y no lo que es».
Tal vez la dimensión más fundamental y esclarecedora de la
concepción anárquica de la igualdad en Rancière sea aquella que tiene que ver
con el teatro, en los sentidos literal y metafórico del término. En vez de
definir la igualdad como un principio de orden o distribución, Rancière la
presenta precisamente como un puro «supuesto que debe ser verificado
continuamente, como una verificación o una representación que abre escenarios
específicos de igualdad, escenarios construidos cruzando fronteras e
interconectando formas y niveles de discurso y esferas de la experiencia». Tal
como lo describe Rancière, pensar es más bien un problema de improvisación que
de deducción, decisión o dirección. Todo pensar tiene su escenario, todo
pensador «interpreta» o actúa en el sentido teatral. En particular, todo sujeto político es ante todo «una especie de
configuración teatral local y provisional».
Desde luego, la temática del escenario es omnipresente en
la obra de Rancière. A mediados de la década de 1970, la revista Les révoltes
logiques partía del presupuesto de que, antes que una cuestión de «furia
popular» o de «necesidad histórica», la revuelta es por encima de todo «una
escenificación de razones y de modos de hablar»6. En consonancia con esta
definición, Rancière siguió, en La mésentente, definiendo la política como una
cuestión de interpretación o representación, en el sentido teatral de la
palabra, el resquicio entre un lugar en el que el demos existe y un lugar en el
que no existe [...]La política consiste en representar o interpretar esta
relación, lo que significa en primer lugar disponerla como un teatro,
inventando el argumento, en el doble sentido del término, lógico y dramático,
conectando lo inconexo.
Antes de convertirse en una cuestión de instituciones
representativas, de procedimientos legales o de organizaciones militantes, la
política es un problema de construcción de un escenario y de digna
interpretación de un espectáculo o «show». La política es la dramatización
contingente de una igualdad desbaratadora, la improvisación no autorizada y repentina
de una voz democrática. Tal como lo expresa Rancière en una reciente
entrevista, en la que expone su distancia crítica de Negri y Hardt, «la
política siempre consiste en la creación de un escenario [...] siempre cobra la
forma, en mayor o menor medida, de la instalación de un teatro [...] A mi modo
de ver, la política consiste en el establecimiento de una esfera teatral y
artificial. Mientras que lo que ellos [Negri y Hardt] persiguen es, al fin y al
cabo, un escenario de la realidad en cuanto tal»8. En lo que sigue, intentaré
desenredar las distintas modalidades mediante las cuales esta metáfora teatral
contribuye a esclarecer la concepción de la igualdad y de la política de
Rancière, antes de considerar algunas de las dificultades más evidentes que
plantea esta concepción.
Peligros de mímesis
El punto de partida, aquí como en buena parte de la obra
de Rancière, es la inversión de la posición platónica. No cuesta entender por
qué Rancière siempre ha criticado profundamente la filosofía de Platón, en que
gran teórico de una distribución ordenada de funciones y roles exclusivos,
defensor de un mundo en el que cada individuo dice sólo «una cosa al mismo
tiempo». En la República
de Platón, a cada tipo de persona le es asignada una tarea: el trabajo, la
gurra o el pensamiento. Consumidos por lo que fabrican o hacen, los artesanos
son definidos mediante la identificación con su lugar funcional, y en esa misma
medida excluidos de los dominios del «juego, el engaño y la apariencia», que
Platón reserva para exclusivo disfrute de la nobleza9. Asimismo, tal como ha
señalado a menudo Rancière, «la exclusión de la escena pública del demos y la
exclusión de la forma teatral están íntimamente interconectadas en la República de Platón».
Por la misma razón, Platón excluye tanto la política como el arte, «tanto la
idea de una capacidad de los artesanos de estar en “cualquier lugar” que no sea
su “propio” lugar de trabajo, como la posibilidad de que los poetas o los
actores representen otra identidad que no sea su “propia”identidad».
El teatro evocado en la República es un lugar en
el que las personas que más saben se ven arrastradas por el entusiasmo
irracional de la muchedumbre. En tanto que celebración gratuita del puro
artificio, el teatro promueve la semblanza y la apariencia por encima de la
verdad desapasionada, y privilegia «la disposición natural más fácil de imitar
[...] apasionada y espasmódica» por encima de la razón. Permite así que el
«principio rebelde» se imponga a la deliberación «sensata y sosegada»11. La
«teatrocracia» decadente que Platón critica en el libro tercero de las
Leyes es un régimen de ignorancia y desorden no autorizados que en
irresponsables. Semejante confusión inspiró a la multitud el desprecio de la
ley musical, y una actitud presuntuosa sobre su propia capacidad como jueces.
Así, nuestro público antaño silencioso ha encontrado una voz, creyendo que
comprende lo que es bueno y malo en el arte; la antigua «soberanía de los
mejores» en aquella esfera ha dejado paso a una funesta «soberanía del
público», una teatrocracia (theatrokratia).
El ateniense del diálogo platónico anticipa la
consecuencia probable de esta nueva libertad popular: el pueblo no tardará en
ignorar la autoridad de sus antepasados y superiores, para intentar entonces
«sustraerse de la obediencia a la ley. Y una vez consumado ese objetivo,
[llegará a continuación] el desprecio de los juramentos, de las promesas y de
toda religión. Vuelve a representarse el espectáculo de la naturaleza titánica
de la que hablan nuestras viejas leyendas; el hombre vuelve a su vieja condición
en un infierno de miseria interminable».
Este escenario catastrófico se asienta en la amenazante
duplicidad de la mímesis per se. Tal como los describe Platón, los poetas
imitadores «conforman en cada individuo una constitución depravada, forjando fantasmas
que hace mucho tiempo fueron eliminados de la realidad, y tratando de ganarse el favor con el elemento insensato que es incapaz de
distinguir entre lo mayor y lo menor, sino que llama del mismo modo a uno y
otro»14. No obstante, aunque Platón condena el efecto inmoral y decadente de
las fábulas, como observa Rancière, «la proscripción platónica de los poetas se
basa en la imposibilidad de hacer dos cosas al mismo tiempo».
Negándose a hablar en nombre propio, actuando a distancia de sí mismos o imitando
la acción de otro, los actores y los poetas amenazan los fundamentos mismos de
la autoridad. La mímesis confunde el orden de la función y el lugar, abriendo
con ello la puerta a lo que en otro momento Rancière describirá como el
programa virtual de la política en cuanto tal: «La indeterminación de las
identidades, la deslegitimación de las posiciones de discurso, la
desrregulación de las divisiones de espacio y tiempo». El teatro no es más que
el escenario en el que esa depravada indiferencia al lugar funcional cobra su
forma más seductora. Como un baluarte contra esta improvisación desordenada,
Platón propone la representación coreográfica de la disciplina y la unidad comunal; una lógica similar volverá a aparecer
una y otra vez en las teorías posteriores de la representación-ejercicio
[performance] política ordenada, desde Rousseau hasta Ngu˜gi˜ wa Thiong’o.
Pedagogía de la emancipación
En las ocasiones relativamente escasas en las que Rancière
aborda directamente la cuestión de la representación teatral, su preocupación
consiste en liberar a ésta de la coreografía y de sus correspondientes
restricciones. Aborda la relación entre intérprete y espectador en términos
inspirados por la teoría de la igualdad que adapta, en Le maître
ignorant, basándose en el pedagogo inconformista del siglo XIX Joseph Jacotot,
cuya sola premisa era que «todo el mundo es virtualmente capaz de comprender lo que otros han hecho y comprendido»19. Todo el mundo posee
la misma inteligencia, y las diferencias de conocimiento no son más que un
problema de oportunidad y motivación. Partiendo de este presupuesto, el
conocimiento superior deja de ser una cualificación necesaria del maestro, a la
par que el proceso de explicación –junto con las metáforas que distinguen a los
estudiantes entre «lentos» o «rápidos», o conciben el periodo educativo en
términos de progreso, entrenamiento y cualificación, etc.– deja de formar parte
integrante de la enseñanza. Aplicada al teatro, la premisa de Jacotot permite a
Rancière desarrollar una explicación general de la «emancipación del
espectador». Los teóricos clásicos del teatro, de Platón a Rousseau, consideran
que los espectadores están atrapados tanto por su pasividad, en contraposición
con la actividad del intérprete, como por su ignorancia, en contraposición con
el conocimiento que del arte y la ilusión presenta el intérprete. La respuesta
moderna ha consistido a menudo en explorar un «teatro sin espectadores», esto
es, un drama expurgado de la pasividad y la ignorancia, ya sea llevando al
máximo el distanciamiento entre el espectáculo y el espectador (Brecht)
o reduciendo éste a un mínimo (Artaud). En este mismo
sentido, Debord, después de definir el espectáculo por su exterioridad,
llamaría a la eliminación de toda «separación» o distancia teatral. Sin
embargo, ésta y otras respuestas comparables mantienen la estructura básica en
la que reposa ladesigualdad especular: la jerarquía entre pasividad y
actividad, de la «incapacidad, por un lado, y la capacidad, por otro». En
cambio, la «emancipación [teatral] comienza por el principio opuesto, el
principio de igualdad. Éste comienza cuando dejamos de lado la oposición entre
mirar y actuar»,cuando nos damos cuenta de que mirar es también una acción que
confirma o modifica la distribución de lo visible, y de que «interpretar el
mundo» es ya un medio de transformarlo, o de reconfigurarlo. Los espectadores
son activos, como lo son los estudiantes o los científicos: observan,
seleccionan, comparan, interpretan. Relacionan lo que observan con muchas otras
cosas que han observado, en otros escenarios, en otro tipo de espacios. Hacen
sus propios poemas con el poema que se recita en su presencia.
En el teatro, al igual que en la política o el arte, la
distancia del espectáculo resulta esencial para lograr su efecto. Gracias
precisamente a que los espectadores nunca se identifican completamente con lo
que ven, gracias a que se remiten a sus propias experiencias y conservan una
distancia crítica, son capaces de comulgar activamente y a sabiendas con el
espectáculo. Lo que ven nunca es únicamente lo que los intérpretes presentan o
dan a entender. Los espectadores «atienden a la representación en la medida en
que están distantes». Al igual que la emancipación educativa no implica la transformación de la ignorancia en
conocimiento, del mismo modo la emancipación de los espectadores no implica su
conversión en actores en la medida en que un reconocimiento de la frontera
entre actor y espectador es en sí mismo esquivo. Tenemos que reconocer que
«todo espectador es ya un actor o actriz de su propia historia y que el actor o
la actriz es a su vez espectador del mismo tipo de historia». En esa misma
medida, la explicación de la emancipación social de Rancière comienza cuando un
actor hasta entonces condenado a un papel opresivamente restringido –una vida
definida por la explotación y la fatiga– arrebata el privilegio del ocio y de
la autonomía de los que disfruta típicamente el espectador –el lujo del tiempo
improductivo, de la contemplación «ociosa», del gusto individual o
idiosincrásico– y con ello cambia la distribución general de funciones y roles.
«La emancipación significa esto: el desdibujamiento de la oposición entre
aquellos que miran y aquellos que actúan», entre aquellos que están atrapados
por su función o identidad y aquellos que no lo están.
La posición de Rancière presenta aquí algo más que una
semejanza pasajera con la preocupación central de Philippe Lacoue-Labarthe.
Para ambos pensadores, lo político no se asienta en una propiedad humana positiva
o en un modo de vida, sino más bien en una impropiedad más primordial o en una
ausencia de fundamento. «El sujeto de la mímesis –explica Lacoue-Labarthe– no
es nada en sí mismo, sino que es rigurosamente “sin cualidades”, capaz por ello
de “representar cualquier papel”: no tiene ser propio.» Toda «imitación es una
desapropiación», la disolución de una identidad, tipo o mito «propios». Platón
es particularmente hostil al teato porque quienes hablan sobre un escenario no
hablan en su propio nombre y no se identifican o no autentifican lo que dicen,
porque se comportan como lo que Rancière describirá como actores políticos. La
política, tal como la define Rancière, es el proceso que autoriza el ejercicio
del poder por parte de aquellos que no disponen de una autoridad sancionada.
Encuentra el poder de gobernar a los demás precisamente en su «ausencia de todo
fundamento».
Espectáculo de lo popular
En varias contribuciones de la revista Les révoltes
logiques, Rancière explora y ataca la lógica que informó los distintos planes
que, en la segunda mitad del siglo XIX, abogaban por un «teatro del pueblo».
Michelet defiende su versión de un théâtre du peuple, en consonancia con el
presupuesto original de Platón: «Las costumbres del teatro dan forma a las leyes
de la democracia. La esencia de la democracia es la teatrocracia». Pero
Michelet invierte el significado de Platón. Mientras «para Platón teatrocracia
era el ruido de la chusma que se aplaude a sí misma cuando aplaude a sus
actores, para Michelet es una comunidad pensante basada en la esencia misma del
teatro popular». Este teatro opera como un «espejo en el que la gente observa
sus propias acciones» mediante una «representación sin separación en la que el
ciudadano comprometido escribe y pone en escena sus propias victorias».
Podríamos decir que Rancière, al igual que Michelet, también está de acuerdo
con Platón; sin embargo, en vez de invertir la interpretación de este último,
la conserva con una forma revalorizada. La teatrocracia de Rancière es otra expresión
no cultivada del pueblo, pero a diferencia de la de Michelet, procede con un
máximo de separación, a una distancia máxima del sentido que la comunidad tiene
de sí misma. En términos más precisos, la concepción de la igualdad en Rancière
podría ser consideradateatrocrática en al menos siete aspectos superpuestos.
En primer lugar, es «espectacular». Toda verificación de
la igualdad es parte integrante de lo que Rancière suele llamar una
reconfiguración de lo perceptible, un reparto de lo sensible y en particular de
lo visible. La igualdad es aquí un problema de un anonimato visible (una
cualificación que por sí misma basta para distinguir la concepción de la
política de Rancière de la insistencia de Badiou en el estatuto rigurosamente
indiscernible de una inconsistencia genérica). La política rancieriana suele
comenzar con una demostración o, para ser más exactos, una
manifestación del pueblo. «La tarea de la política consiste en la configuración
de su propio espacio. Consiste en hacer visible el mundo de sus sujetos y sus
operaciones.» Contra toda concepción misérabiliste de la política –toda
explicación que, como la de Hannah Arendt, asume que la desgracia de los pobres
consiste en que no son vistos, en su exclusión de la escena política–, Rancière
observa que «todo mi trabajo sobre la emancipación obrera mostraba que la
reivindicación primordial planteada por los trabajadores y los pobres era
precisamente la reivindicación de visibilidad, una voluntad de entrar en el
ámbito político de la apariencia, la afirmación de una capacidad de aparecer».
La política está presente en su forma más manifiesta cuando el pueblo sale a la
calle a manifestarse. Cuando se forman multitudes en la obra de Rancière no lo
hacen, como en Sartre, para asaltar la Bastilla ; se reúnen para poner en escena el
proceso de su propia desagregación.
En esa misma medida, la acción antipolítica de lo que
Rancière llama la «policía» es por encima de todo antiespectacular. Contra
Althusser, Rancière insiste en que «la intervención de la policía en los
espacios públicos no consiste principalmente en la interpelación a los
manifestantes, sino en la disolución de las manifestaciones». En lugar de
solicitar un reconocimiento o respuesta subjetiva de sumisión, la policía
desmonta los escenarios políticos diciendo a los eventuales espectadores que no
hay nada que ver. Señalan la obviedad de lo que hay o, para ser más exactos, de
lo que no hay. «¡Circulen! ¡Aquí no hay nada que ver!» Mientras que los actores
políticos convierten las calles en escenarios, la policía reestablece la
fluidez del tráfico.
En segundo lugar, es artificial. Como en cualquier
espectáculo, una secuencia política hace gala de su artificialidad. La política
es una farsa sin fundamento, la representación de una antinatura. Un sujeto
político es alguien que dramatiza el principio de igualdad, esto es, que
interpreta el papel de los que no tienen papel. A título de principio general,
Rancière cree que «en los momentos en los que el mundo real flaquea y parece
tambalearse como una pura apariencia, antes que en la acumulación de
experienciasdía tras día, se torna posible formarse un juicio acerca
del mundo». En tales momentos, la crítica rancieriana del teoricismo, que él
asocia a Althusser y a la tradición marxista en general, cobra su mayor fuerza
de persuasión. De Kautsky a Althusser, la autoridad teórica ha sostenido que
«las masas viven en un estado de ilusión», que los trabajadores o «los
productores son incapaces de estudiar detalladamente las condiciones de su producción»
y dominación. Los actores políticos de Rancière invierten ambos principios:
precisamente porque sabe exactamente lo que está haciendo, el pueblo es
igualmente el verdadero maestro de la ilusión y la apariencia.
En tercer lugar, Rancière privilegia la multiplicidad por
encima de la unidad. Una democracia teatrocrática nunca es monológica por la
sencilla razón de que «no hay voz del pueblo. Hay voces y polémicas dispersas
que en cada instancia dividen la identidad que ponen en escena». Por la mismarazón, no hay una única forma de conocimiento
emancipatorio, sino varias, no una única lógica del capital, sino varias
«estrategias discursivas diferentes que responden a diferentes problemas» en
diferentes situaciones.
Subversión en el patio de butacas
Asimismo, la concepción de la igualdad de Rancière es
disolvente o desbaratadora. Poblado de múltiples voces, el teatro es asimismo
la sede privilegiada de un desplazamiento más general: un lugar de lo sin
lugar. Toda experiencia teatral socava el gran proyecto de policía, que es
también la ambición de los historiadores y los sociólogos –ver al pueblo
adecuadamente «arraigado en su lugar y su tiempo»32–. De ahí la importancia
ejemplar de los théâtres du coeur en el París de mediados del siglo XIX, a los que
Rancière consagra dos artículos importantes en Les révoltes logiques. En tanto
que lugar que suspende las relaciones convencionales de obediencia o
deferencia, el teatro atormenta a la hostigada burguesía de la década de 1840
como un escenario doblemente subversivo. Por un lado, es un lugaren el que los «sueños de minorías mutantes» pueden ser
representados de forma fantasmática. Por otro lado, la materialidad de la
«división de las butacas» lo convierte en un espacio de colisiones y colusiones
inmorales, un lugar en el que los aprendices de sastre podrían pasar por
«dandies del mundo de la moda» y donde los respetables hombres casados pueden
sucumbir a los encantos efímeros de las rameras y las actrices. A modo de
anticipación parcial de los espectáculos políticos que cobraronforma en febrero y junio de 1848, aquellos teatros
abarrotados ofrecen un recordatorio nocturno del hecho de que sólo «una línea
vacilante separa al público burgués sentado en sus butacas de la gente que
asiste de pie en sus “pequeños puestos”, puestos que no son apropiados». Tal
como Rancière la presenta, todo en esta experiencia teatral, desde el tiempo
perdido dándose de codazos en la cola a las respuestas impulsivas de los
públicos no instruidos, contribuye a su turbadora confusión de realidad
y ficción.
No tardaron mucho los censores de Napoleón III en
ingeniarse una defensa contra esta amenaza, que continúa sirviendo como
principio guía de la contrainsurgencia hoy en día. Por encima de todo, los
miembros del público quedaron fijados en su lugar apropiado, en un «sitio
reservado», como otros tantos propietarios temporales de un bien. Al mismo
tiempo, el teatro fue minuciosamente purgado de sus espectadores de clase
obrera, a medida que su tiempo era consumido cada vez mas exclusiva e
intensamente por su función económica. Así, en el espacio que de tal suerte
había sido desocupado, podían crearse nuevos teatros para el pueblo a partir de
una ilusión dual: que el pueblo, a una distancia folclórica de la cultura
burguesa, es «espontáneamente teatral» y al mismo tiempo necesita una cultura
más ponderada. El objetivo consiste en eliminar todo elemento de espontaneidad
o improvisación, en reducir todo lieu de spectacle a un espacio en el que tan
sólo se interpretan textos o música, en el que«no sucede nada, en el que los actores o los cantantes se
limitan a cumplir sus papeles y su público se limita a consumirlos». Por
supuesto, el proceso se acelerará con las invenciones posteriores del gramófono
y de la televisión, y la concomitante gestión empresarial de la cultura como
mercancía
destinada al consumo pasivo y principalmente doméstico.
La representación de la igualdad –un quinto rasgo
teatrocrático del pensamiento de Rancière– es contingente. Todo acto
teatrocrático es de y por, pero nunca «para» el pueblo. Todo acto teatrocrático
o secuencia política deben inventar su propio escenario. «La política no tiene
lugar “adecuado” ni posee ningún sujeto “natural” [...] De esta suerte, las
manifestaciones políticas son siempre momentáneas y sus sujetos son siempre
precarios y provisionales.» La democracia no es de suyo sino el poder ejercido
por los no cualificados o no autorizados, el poder de aquellos que no tienen
derecho por nacimiento, privilegio o preparación para ejercer el poder. Ésta es
la razón por la que la política rancieriana no puede explicarse en términos de
antagonismos, grupos de interés o de comunicación. El modelo de la acción
comunicativa «presupone como preconstituidos a los partícipes del acto
comunicativo [...] En cambio, el rasgo particular del disenso político es que
los partícipes están tan poco constituidos como el objeto o el escenario mismo
de la discusión».
Arte y juego
Por añadidura, la concepción de la igualdad tiende a la
improvisación. En tanto que arte que sólo conquistó su autonomía gracias a las
formas sucesivas de su «impurificación –la puesta en escena de textos y el
montaje de plataformas, cuadriláteros de boxeo, pistas de circo, coreografías
simbolistaso biomecánicas–», el teatro nunca es más teatral que
cuando subordina su dirección a la improvisación, y la coreografía al libre
juego–. Tal es la lección perdurable de aquel gran manifiesto del régimen
estético-democrático de Rancière, las Cartas sobre la educación estética del
hombre de Schiller. En palabras de Schiller, «el hombre sólo es completamente
hombre cuando juega», esto es, cuando suspende todo esfuerzo de imponer un
dominio conceptual o físico sobre las personas o las cosas.
Si en la conocida explicación de Schiller la estatua de
Juno Ludovisi «tiene la característica de la divinidad, que no es sino la
característica de la plena humanidad del hombre», la razón estriba, según
Rancière, en que «no trabaja, sino que juega. Ni se rinde ni resiste. Está
libre de los vínculos de la voluntad y la obediencia». Está libre de toda
regulación de función y lugar. Aunque Schiller concibe otras formas de juego,
no hay mejor ejemplo de esa lógica que la interpretación de un papel o de un personaje. Como las actrices que pueblan las ficciones de
Balzac y Nerval, la diosa de Schiller atrae gracias a su inaccesibilidad misma:
el elemento inaprensible del juego en cuanto tal se sustrae de suyo al dominio
o al confinamiento.
Por último, en la obra de Rancière la igualdad opera en el
seno de una configuración liminar. La relación «excesiva» del actor con el
papel es uno de los ejemplos más claros de la estructura lógica tal vez más
característica de toda la obra de Rancière, por la cual un término dado x es
precisamente lo que hace indistinguible la diferencia entre x y no x. En el
régimen estético, por ejemplo, el arte es lo que enturbia la diferencia entre
arte y no arte. En los albores de la era democrática moderna, el discurso de la
clase obrera corroe la frontera entre trabajadores y no trabajadores. Un
auténtico maestro trata de borrar la distinción entre maestro y estudiante.
Asimismo, la dramatización política tiene lugar en la
distancia entre dos extremos, y termina cuando los intérpretes se identifican
con uno u otro polo. Por un lado, están los actores mismos, la acción en su
estado directo y no mediado. Un teatro en el que los actores se identifican
consigo mismos en un «arte sin representación», que sencillamente expresa o
prolonga la vida laboral de sus intérpretes, era precisamente el sueño que con
el cambio de siglo inspirara a aquellos que, como Maurice Pottecher,trabajaron para desarrollar el «teatro popular» como
teatro de lo familiar, lo natural y lo sincero. Una inspiración similar da
cuenta del rechazo «metapolítico», que Rancière asocia a Marx, de todo
intervalo mimético entre realidad y representación o apariencia, de toda
distancia «ideológica» entre las palabras y las cosas o entre las personas y
los roles.
Por otro lado, está el papel que se desempeña, el puro
desempeño no contaminado por las mugrientas complejidades del contexto o de la
personalidad. El teatro heroico de Michelet, por ejemplo, adopta este segundo
polo como guía exclusiva. «¿Qué es el teatro?», pregunta; es «la abdicación de
la persona real, y de sus intereses, en favor de un papel más ventajoso». Ya
activo en la «archipolítica» que Rancière asocia a Platón, las variaciones
sobre este tema continuarán dominando la filosofía política desde Arendt a
Strauss hasta llegar al resurgimiento en la Francia de la década de 1980 de un espacio
republicano «puramente político», en el que los actores públicos están
destinados a interpretar papeles exclusivamente cívicos. Un parecido
acoplamiento de extremos reaparece en la concepción rancieriana de un régimen
estético del arte, que a su vez constituye un frágil estado liminar en
equilibrio entre las tendencias tanto a abatir la diferencia entre el arte y el
no arte –tal como se anticipa en las visiones hegelianas de una vida vivida
como arte, o adherida a las celebraciones más mundanas de una «estética
relacional»– como a la reificación de la distancia entre el arte y la vida, al
modernismo purificado de Greenberg, o al confinamiento de la representación
artística al dominio de lo sublime o de lo irrepresentable en Lyotard.
En definitiva, una concepción teatrocrática de la igualdad
sólo puede proceder si sus actores siguen siendo distintos, pero no
absolutamente distintos de sí mismos. Deben adoptar el artificio de un papel
«antinatural», pero no identificarse con el mismo. El único lugar que pueden
ocupar es el que existe entre ellos mismos y su papel, entre la sinceridad de
Rousseau y la técnica de Diderot. La política se extingue cuando la distancia
entre el actor y el papel se desploma en una inmediatez paranoica y definitiva.
Precisamente esta tendencia figura como la característica más destacada de lo
que Rancière describe como la pseudopolítica de nuestra época «ética» o
«nihilista». La humanidad universal en esta época postpolítica no puede
desempeñar otro papel que el de «víctima universal» u objeto humanitario,cuyos derechos ya no son experimentados como capacidades
políticas. Los predicados «humano» y «derechos humanos» son sencillamente
atribuidos, sin más preámbulos, sin mediación alguna, a su individuo
acreditado, el sujeto «hombre». La época de lo «humanitario» se basa en la
identidad inmediata entre el ejemplo ordinario de la humanidad que sufre y la
plenitud del sujeto de la humanidad y de sus derechos45.
Cuestiones estratégicas
La concepción axiomática de la igualdad en Rancière afirma
con razón la primacía del compromiso subjetivo en tanto que base de la política
emancipatoria. Junto con la idea aún más axiomática de emancipación afirmada
por su antiguo colega (y crítico) Alain Badiou, se trata de una de las
contribuciones más importantes e inspiradoras a la filosofía política
contemporánea. Sin embargo, su configuración considerablemente teatrocrática
suscita algunas inquietudes inmediatas.
Ante todo, sus efectos son desenfadadamente esporádicos e
intermitentes. Rancière insiste a su vez en este punto: las secuencias
políticas son por naturaleza raras y efímeras. Una vez que el escenario sufre
los primeros golpes, poco o nada permanece. Además, una secuencia improvisada
resulta, por escontado, difícil de mantener46. Se trata de una limitación que
Rancière acepta, al igual que Badiou y el último Sartre. Sin embargo, se echa
en falta en su explicación un equivalente de lo que Badiou denomina «forzado»:
el poder de una secuencia política de imponer un cambio mensurable en la
configuración de una situación. No hay aquí ni siquiera un reconocimiento del
aspecto «incremental» de una concepción tan intermitente y disolvente de los
«movimientos de los pobres» como la desarrollada admirablemente por Frances Fox
Piven y Richard Cloward. Como Rancière, Piven y Cloward privilegian el
desbaratamiento directo del statu quo por encima del desarrollo de medios de
organización estables, ya que no burocráticos –sindicatos, partidos políticos,
movimientos sociales–, que no tardan en acomodarse al orden predominante de las
cosas. «Un pobre apacible no consigue nada, pero un pobre revoltoso a veces
consigue algo48.» Sin embargo, a diferencia de Rancière, Piven y Cloward
dedican al menos cierta atención a la cuestión de cómo conservar las conquistas
alcanzadas y utilizarlas para aumentar una capacidad de obtener nuevas
conquistas. Conceden una cierta importancia, por más que breve, a las
cuestiones de continuidad estratégica. Rancière, en cambio, ofrece una escasa
justificación sistemática de su presupuesto de que la política de emancipación
debe o debería proceder siempre mediante la desidentificación o la
desasociación.
Esto conduce a un segundo problema. ¿Hasta qué punto se
basa una política concebida como suspensión de la policía en la primacía del
observador, en lo que puede ser visto de la movilización de masas? ¿Puede una
concepción de la política tan insistentemente escenificada conservar la
suficiente distancia crítica respecto a la lógica acomodaticia de una sociedad
que desde hace mucho tiempo es organizada como sociedad del espectáculo?
Asimismo, es discutible que el orden de policía hoy
dominante, el Estado liberal republicano, sea verdaderamente vulnerable al
ataque teatrocrático. Cabe preguntarse además hasta qué punto la concepción de
la igualdad de Rancière sigue siendo una lógica meramente transgresora, y se ve
condenada por ello a no dejar de ser una variante de la misma dialéctica de
dependencia, provocación y agotamiento que él mismo diagnostica tan competentemente
en las lógicas de la modernidad y la postmodernidad. Para presentar esta
objeción en otros términos: ¿ha desarrollado Rancière una respuesta adecuada en
nuestros días a la desviación de lo político que él denomina «parapolítica» y
cuyos orígenes históricos conducen a Aristóteles?
En efecto, es Aristóteles, y no Platón, el adversario más
importante de Rancière. Tanto en la política como en la estética, Aristóteles
idea una modalidad de contención y desbaratamiento de las amenazas que Platón
identificara con anterioridad. A la amenaza de la duplicidad mimética,
Aristóteles responde con lo que habría de convertirse en el «régimen
representativo del arte» o régimen clásico, esto es, la asociación de la
mímesis con una particular tekhne y por ende con una base más sofisticada de la
pureza
del arte, la jerarquía de los géneros y el reino de la
bienséance [decoro]. A la amenaza del desorden democrático, la respuesta
aristotélica –los ejemplos modernos de Rancière incluyen a Tocqueville, Jules
Ferry, Strauss, Arendt, Luc Ferry y Alain Renault– consiste en buscar la
incorporación política del «exceso» del pueblo, la parte de los que no tienen
parte, mediante la supervisión controlada de las instituciones convenientemente
gestionadas. El resultado garantiza la deferencia, ya que no la ausencia, del
pueblo mismo en una democracia desperdigada y «corregida»50. Nada tiene de
accidental que el tipo de Estado que tolera mejor, por estar mejor protegido
contra el mismo, el desbaratamiento teatrocrático que Rancière considera el
otro nombre de la política, sea precisamente el Estado liberal republicano,
cuyos orígenes se remontan a la
Política de Aristóteles. La réplica de Rancière consiste, en
efecto, en una vuelta más o menos directa a una versión revisada del diagnóstico
platónico. La mímesis y la democracia recobran su fuerza subversiva, pero con
arreglo a una modalidad más afirmativa
que derogatoria.
La cuestión es si esa operación puede hacer gran cosa para
desbaratar las formas coetáneas de contrainsurgencia parapolítica. Vale la pena
comparar la posición de Rancière a este respecto con la de un defensor más
convencional de la igualdad neoanarquista. Como Chomsky, Rancière reconoce que el contexto contemporáneo de la pregunta «¿significa
algo la democracia?» comenzó a cobrar forma a mediados de la década de 1970; el
título del informe de la
Comisión Trilateral sobre La crisis de la democracia es
sintomático a este respecto. Chomsky coincidiría con Rancière en que la
política democrática siempre implica la suspensión del poder de la policía, la
descualificación de la autoridad, la igualdad de «cualquiera respecto a
cualquiera». Sin embargo, lo que para Rancière es una especie de conclusión, para Chomsky no es más que un punto de
partida. La renovación activa de la democracia procede mediante una implicación
directa con los cambios que han permitido a las elites ricas, en las últimas
dos décadas, hacer frente y luego desarmar la amenaza de una participación
popular generalizada en la política: privatización generalizada, imposición
global de los ajustes estructurales, coordinación de las finanzas
transnacionales, consumismo rampante, sometimiento de los media, la política de
la deuda, el miedo y la «seguridad», etc. En cambio, Rancière se adhirió a la
retórica de la movilidad y la liminaridad precisamente en el momento en que las
nuevas formas de producción taylorista, móviles y «fragmentarias», arrebataban
a aquéllas todo su mordiente crítico más visible. Desarrolló su argumento de lo
intersticial y de lo fuera de lugar en un momento en el que, tal como apuntara
certeramente Marshall McLuhan, hace mucho tiempo que no hay eslogan «más
alejado del espíritu de las nuevas tecnologías que “un sitio para cada cosa y
cada cosa en su sitio”». Llegados a este punto, no hay más que un paso desde la
insistencia saludable en nuestra liminaridad relacional hasta un hincapié
potencialmente paralizante en lo indeterminado o lo entre medias en cuanto tal.
Rancière define la comunidad democrática o política como: una comunidad de
interrupciones, fracturas, irregular y local, a cuyo través la lógica
igualitaria llega y divide la comunidad de policía respecto a sí misma. Se
trata de una comunidad de mundos en comunidad que son intervalos de
subjetivación: intervalos construidos entre identidades, entre espacios y
lugares. El estar juntos político es un estar juntos: entre identidades, entre
mundos [...] entre varios nombres, varias identidades.
Tal vez Rancière sobreestima la distancia entre tales
posiciones y la postura postmoderna a la que parece oponerse. No está claro ni
mucho menos que los recursos del intervalo en cuanto tal puedan proporcionar un
mordiente analítico eficaz sobre las formas de relación –opresión, explotación,
representación, pero también solidaridad, cooperación, empoderamiento– que dan
forma a toda situación particular. Rancière no está interesado, por regla
general, en el dominio teatral o en cualquier otro, en la dinámica de grupo de
la movilización o el empoderamiento colectivos: en cada caso el modelo lo proporciona el proceso aislado de
auto-emancipación intelectual.
En la obra de Rancière, al igual que en las de muchos de
sus contemporáneos, la relación misma figura a menudo como esencialmente
vinculante, irremediablemente contaminada por la autoridad y el «peso» social de
la dominación. Siguiendo la estela de su mentor Joseph Jacotot, Rancière
concibe la igualdad con independencia de toda mediación social, dado que, en
términos de Jacotot, la igualdad racional del «pueblo» es fundamentalmente
incompatible con la necesaria desigualdad de los «ciudadanos» y la sinrazón de
la sociedad. Sin embargo, a falta de tal mediación, el incisivo igualitarismo
de Rancière parece demasiado compatible con cierto grado de resignación social.
Aquí la política atañe menos a la lucha y a la fidelidad que a la discusión
«esporádica», la improvisación y la «infidelidad»58. Para Rancière, la política
consiste más en el reconocimiento de una desautorización o deslegitimación
generalizadas que en la participación en procesos antagonistas en los cuales el
pueblo vuelve a conquistar autoridad mediante una afirmación de principios
militante. En definitiva, la insistencia de Rancière en la división y la
interrupción hace difícil dar cuenta de cualidades que son igualmente
fundamentales para toda secuencia política sostenible: organización,
simplificación, movilización, decisión, polarización, por no citar más que unas
pocas.
Conocimiento y praxis
Cabría dirigir una tercera crítica al argumento
teatrocrático. La relativa indiferencia de Rancière a las cuestiones de la
organización y la decisión apenas permite pensar el compromiso directo con las
cuestiones que plantean el desafío más manifiesto a esta posición igualitaria:
las ligadas a las formas de conocimiento, destreza o maestría que exige la acción
política eficaz, así como la innovación o la apreciación artística. Ni que
decir tiene que nada es más teatral que la obra puramente improvisada, pero en
esa misma medida no hay forma de teatro (por no hablar de la música) que exija
mayor destreza o experiencia. La difuminación de la distinción
entre arte y no arte, la idea de que todo podría ser el tema o la materia del
arte se hizo posible gracias a un virtuosismo técnico sin precedentes.
Precisamente la concepción de un «estilo como manera de ver absoluta» de
Flaubert permite a éste «democratizar» tan radicalmente el ver del arte. Pero
cuando Rancière lee a Flaubert o Mallarmé no suele interesarse tanto por las
cuestiones de escritura o de técnica –Flaubert y el artisanat du style– como por
el contenido o los temas: Mallarmé como poeta desencantado de nuestra morada
mundana.
La respuesta más general de Rancière a las cuestiones
acerca del conocimiento y de la ciencia o la «maestría» ha sido durante mucho
tiempo de Como Jacotot antes que él, J.
Rancière parece a veces sentirse más cómodo defendiendo una causa cuya
integridad está garantizada, pero cuyas implicaciones probablemente nunca serán
«asumidas» –lo que tal vez sea una prueba de una excelente disposición a
adoptar una versión de lo que Hegel llamó la conciencia infeliz–. Véase
The Ignorant Schoolmaster, cit., indiferencia o impaciencia, como si la única alternativa
disponible al cientifismo extremo que adoptó en su juventud fuera de un
anticientifismo igualmente extremo. La política, tal como la entiende Rancière,
aparece para suspender todas las formas de autoridad o de autorización. Da por
descontado, contra Platón, Arendt u otros defensores de los privilegios
políticos, que «la aparición del demos hace añicos toda división entre aquellos
que son considerados capaces y aquellos que no lo son»60. Ahora bien, ¿es tan fácil de resolver la vieja relación entre teoría y
praxis, intelectual y obrero? ¿Ya no es acaso necesario que la acción política
esté informada por una comprensión detallada de cómo funciona el mundo
contemporáneo, de cómo opera la explotación o cómo emprenden sus negocios las
corporaciones transnacionales? «Ya sabemos todo eso», tiende a decir
Rancière: todo el mundo ha entendido siempre cómo se es explotado u oprimido.
Sin embargo, en la argumentación de Rancière no se
vislumbra una modalidad clara para saber lo que el pueblo puede saber, toda vez
que lo que importa es más la actitud de autoridad que presupone toda afirmación
de conocimiento que el conocimiento mismo. En su larga polémica con Bourdieu
aparece incorporado el supuesto de que el conocimiento está sencillamente
disponible a voluntad, basándose en el modelo del primer aprendizaje del
lenguaje. En la estela de Jacotot, Rancière sostiene que «en lo que atañe a las sociedades humanas, siempre se trata de
aprender un lenguaje» o de utilizar una herramienta familiar; a partir de estas
premisas, la mayor parte de los problemas de acceso, empoderamiento y
validación que Bourdieu explora en su análisis de la configuración de
diferentes campos –artístico, científico, educativo– puede ser desestimada por
adelantado. El precio político que se ha de pagar por este menosprecio del
conocimiento es prohibitivamente caro. Aunque Rancière ofrece una brillante
argumentación del entusiasmo que acompaña y a menudo inspira una secuencia
política, no toma en consideración muchos de los problemas más intratables que
acarrea la organización y el mantenimiento de esa secuencia. Rancière llama a
menudo la atención sobre uno de los rasgos más impresionantes del surgimiento en el siglo XIX de la clase
obrera moderna postartesanal: la confrontación con la mecanización industrial y
con la concomitante descualificación del trabajo, un proceso cuyas
consecuencias ya fueron discernidas perfectamente por los delegados de la clase
obrera que asistieron a la Exposición Internacional
de 1867, y que son objeto de un prolijo comentario de Rancière y Patrick Vauday
en un artículo pionero publicado en Les révoltes logiques . Así pues, no deja
de sorprender que Rancière –una vez más a diferencia de Chomsky– dedicara una
atención comparativamente escasa a los desarrollos más recientes de este
proceso.
Al fin y al cabo, buena parte de cuanto más irresistible y
enérgico hay en la posición teórica de Rancière –y esto es algo que de nuevo
comparte con Badiou y Lacou-Labarthe– parece descansar en una articulación
innecesariamente simplista de todo y nada, de «nadie» y «todo el mundo». La
política de Rancière, al igual que la idea del acontecimiento en situación de
Badiou o la concepción del teatro de Lacoue-Labarthe, depende de la existencia
de una part des sans-part, una «parte de los que no tienen parte»: un grupo de
personas que literalmente «no cuentan», una «masa indistinta de personas sin
posición». Y «quien no tiene parte –el pobre de la Antigüedad , el tercer
estado, el proletariado moderno– no puede en realidad tener otra parte que no
sea el todo o la nada»64. Rancière no reconoce consecuentemente la diferencia
inconmensurable entre «nada» y «muy poco», entre «ninguna parte» y una «parte
mínima». Sin embargo, son muchos los que tienen una parte muy pequeña y no
ninguna parte, una porción mínima o marginal que, sin embargo, es algo y no
nada. Es de vital importancia para todo proyecto universalista una articulación adecuada
con este aspecto interesado, asertivo o defensivo.
El peligro, en definitiva, es que Rancière puede haberse
vuelto vulnerable a una versión de su propia y temprana crítica de Althusser,
esto es, que haya desarrollado una argumentación inconsecuente de la democracia.
La teoría de Rancière puede animarnos a poco más que «jugar a la» política o la
igualdad, y su igualitarismo, al igual que la idea de juego de Schiller, corre
el riesgo de verse confinado al «reino insustancial de la imaginación».
Rancière no pondría objeciones a la tesis de que el teatro nunca es tan teatral
como cuando encuentra nuevos medios para difuminar, sin llegar a eliminarlas,
las fronteras con lo no teatral. Sin embargo, puede ser que este tipo de
difuminación innovadora sólo pueda continuar, en el dominio tanto de la
política como del arte, si está iluminada por un firme compromiso que a su vez
es organizado, inequívoco, categórico y combativo. En el campo de la reciente
teoría crítica, hay pocas ilustraciones mejores de este punto que la
consecuencia y la resolución que han caracterizado en las últimas tres décadas
el desarrollo del propio proyecto de Rancière.
Fuente: Peter Hallwad “STAGING EQUALITY” New Left
Review nº 37
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