Entrevista A Antoni Domeneh por Julio César Guanche (1)
Introducción
El republicanismo es una tradición política de más de dos
mil años, que en los últimos dos siglos había estado cubierta en gran medida
por la historia del liberalismo, que presentó las grandes conquistas
republicanas como una larga evolución «liberal». Sin embargo, el origen de este
es muy reciente: fue bautizado como tal apenas en 1812. La evolución liberal ha
sido, en rigor, la de la oposición a las tesis republicanas, en particular
sobre dos conceptos esenciales: la libertad y la propiedad.
Un neorrepublicanismo académico, recuperado en distintas
versiones a partir de los años 60, goza hoy de gran relevancia en el debate
académico y la política práctica, por ejemplo, con el comunitarismo y el
propioliberalismo. Nombres como Bernard Bailyn, Gordon S. Wood, John G. A.
Pocock, Quentin Skinner, Philip Pettit, han protagonizado en distintos
momentos, y por diferentes vías, un revival académico neorrepublicano. De su
mano, ganó nuevamente un lugar como la tradición central de la historia
política, originada en el mundo clásico y proyectada hacia nuestros días,
informando en el trayecto las revoluciones inglesa, holandesa y norteamericana,
todo ello como forma de reivindicar de manera crítica los temas que el
liberalismo había abandonado.
En esta entrevista se narra la apropiación del
republicanismo desde otra arista: se reconstruye la historia de la democracia
«plebeya», de la democracia «fraternal» y del socialismo marxista como
contenidos esenciales de la tradición republicana, como aquellos que le otorgan
su carácter democrático.
El entrevistado, el catedrático catalán Antoni Domènech,
es una de las grandes autoridades en el tema dentro del ámbito europeo.
Resistente en su juventud al franquismo, ha dedicado su obra a la teoría y la
memoria de la democracia, que considera «la idea más poderosa de la historia».Filósofo
ilustrado, marxista prebolchevique u «originario», formado, como corresponde a
esta tradición, en los campos de la historia, filosofía, economía, matemáticas
y lingüística, es un pensador tan erudito como incómodo y heterodoxo. Esta
entrevista es un botón de muestra: su pensamiento revisa integralmente la
historia de la filosofía tenida como estándar hasta hoy, lo que se extiende
hasta el marxismo. Pero su labor está lejos de ser solo académica. Junto a un
grupo de colegas de diversos países ha dado vida a un proyecto editorial y
político nombrado Sin Permiso (www.sinpermiso.info), que con más de treinta mil
lectores diarios, aspira a devenir una corriente de opinión y práctica
política, que acompañe y analice las luchas políticas contemporáneas por la
democracia, la república y la revolución, pues comprende que la ecuación que
las relaciona es la condición de su posibilidad.
Usted ha afirmado que para cualquier marxista de los años 30 era una perogrullada decir que el marxismo era parte de la tradición republicana. ¿Cómo se perdió esa identidad? ¿Con qué intenciones se ha fabricado esa disociación entre marxismo y republicanismo? ¿Cuáles son sus consecuencias?
En realidad, lo que
subsistía todavía entre los marxistas de los años 20 y los 30, era la memoria
de que el marxismo originario era autoconscientemente republicano, es
decir, que Carlos Marx y FedericoEngels venían de la tradición política
republicano-democrática. Pero ya el viejo Engels, en los 90 del siglo xix, se
desesperaba con sus amigos y discípulos directos, dirigentes de la
socialdemocracia marxista alemana (SPD) —August Bebel, Karl Kaustky, Gerard
Bernstein— por su incapacidad para plantear de manera abierta, bajo la Monarquía constitucional
guillermina, la lucha por la
República democrática.
Sin esta República,
los avances parlamentarios no irían políticamente muy lejos dentro de una
Monarquía sin sufragio universal pleno y no parlamentaria —sino meramente
constitucional. En 1910, dentro de la
SPD , Rosa Luxemburgo, desde la «izquierda», planteó
abiertamente esta batalla sin mucho éxito. Asimismo en Francia, bajo la Tercera República ,
Jean Jaurès, desde la «derecha» y con mejores resultados, presentó el
socialismo obrero francés como el gran heredero de la Primera República
revolucionaria francesa de 1793, contra la pseudoortodoxia marxista
socialdemócrata de Jules Guesde, cuya influencia sobre Pablo Iglesias ha sido
una de las insuficiencias originarias del socialismo español. No tuvo el
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ni una Rosa Luxemburgo —en el ala
izquierda— ni un Guesde —en la derecha—, lo que le hizo salir muy temprano de
la lucha políticamente consciente por la República democrática: la vida efímera y el
trágico final de la
Primera República española no es ajena a ello.
En resolución, una
buena parte de la socialdemocracia marxista de la Segunda Internacional ,
ya antes de la Primera
guerra mundial, y tanto en la derecha —reformista-evolucionista— como en la
izquierda «maximalista», era conocedora del republicanismo
democrático-revolucionario de Marx y Engels. Pero en lugar de entender ese
republicanismo como la tradición filosófico-política en que conscientemente se
ubicaban los viejos, lo consideraron un anacronismo, explicable por su adhesión
a las experiencias táctico-políticas juveniles de la Europa de 1848.
Cuando Vladimir I.
Lenin y los socialdemócratas bolcheviques parecieron desafiar a la
socialdemocracia internacional mayoritaria en las Revoluciones rusas de 1905 y
1917 —aquello de «todo el poder a los soviets» leninista fue un calco, de todo
punto consciente, de la táctica de Maximilien Robespierre en agosto de 1792,
que desembocó en el derrocamiento de la monarquía y la proclamación de la Primera República —,
la explicación más común y de manera tácita aceptada fue que la Rusia de principios del
siglo xx se parecía mucho a la
Alemania (y a la
Europa occidental) de 1848.
¿Y cuándo se perdió
la conciencia de que el marxismo originario venía de la tradición política
republicano-democrática?
En la misma época en
que empezó a hablarse de «democracia burguesa», un oxímoron que no puede
encontrarse una sola vez en las obras de Marx y Engels. Max Weber y Rosa
Luxemburgo, por ejemplo, hablaron de «democracia burguesa» en el mismo sentido
en que Marx y, sobre todo, Engels habían hablado de «democracia pura», un
concepto que no denotaba un régimen político:
«democracia», para la tradición democrática no ha significado tanto un «régimen
político», como el movimiento social y político del demos (de los trabajadores
que viven por sus manos, del «cuarto Estado» —la burguesía era el «tercer
Estado»). «Democracia pura» y luego «democracia burguesa» significaban a
finales del xix y comienzos del xx el movimiento social, en decadencia
histórica, de las capas y estratos populares feroz y rápidamente expropiados y
desposeídos por la tremenda dinámica capitalista de la belle époque
(1871-1914), de los restos, esto es, de un «cuarto estado» en proceso de
proletarización.
Fue el eficaz aparato
de propaganda bolchevique el que acuñó el término «democracia burguesa» en el
sentido que ahora se atribuye al «marxismo»: en plena Guerra civil, combatiendo
a vida o muerte contra una contrarrevolución manifiestamente apoyada por los
aliados —la República
estadounidense, la Tercera República
francesa y una monarquía británica ya del todo parlamentaria y dotada del
sufragio universal (masculino) que otorgó el primer gobierno obrero laborista
de MacDonald en 1918—, los bolcheviques en el poder usaron por primera vez el
término «democracias burguesas» para referirse a esos regímenes políticos.
Excepciones muy
importantes a esa pérdida de autoconciencia republicana acontecida a partir de
ahí, se dan en América Latina: en Argentina —con la influencia de Jaurès—
están los socialistas expresamente republicanos Alfredo Palacios y Carlos
Sánchez Viamonte; en Perú, el comunista José Carlos Mariátegui (quien acuñó el
interesante concepto de «falsas repúblicas» para los regímenes políticos
latinoamericanos que fundaron su independencia política en la exclusión del
grueso de la población indoamericana); y en Cuba, por supuesto, aparte del
extraordinario antecedente del demócrata revolucionario José Martí, está Raúl
Roa, que nunca perdió la autoconciencia republicano-democrática del marxismo
originario.
Se ha hablado de
«democracias burguesas», como también se habla de «democracias liberales»…
Sí, es
extraordinario. Salvo en Francia, la constitucionalización de la democracia,
entendida como régimen con sufragio universal y control parlamentario del
gobierno, fue introducida siempre y por doquier por gobiernos obreros tras el
desplome de las monarquías meramente constitucionales (sin control
parlamentario) continentales: en noviembre de 1918, en Alemania, tras
proclamarse la
Primera República por el gobierno de los dos partidos
socialdemócratas (el «mayoritario» y el «independiente», en el que estaban
reunidos, otra vez, Kautsky, Bernstein y Rosa Luxemburgo); los laboristas concedieron
el sufragio universal (masculino) con su primer gobierno, el de MacDonald en
1918 (y en 1927, el femenino, bajo su segundo gobierno). Lo mismo sucedió en
Austria, en Hungría, etc., y
trece años después, en España, con un gobierno de coalición entre el PSOE y
distintas fuerzas de la izquierda burguesa republicana.
Lo extraordinario es
que los viejos partidos liberales de honoratiores decimonónicos, monárquicos y
abiertamente hostiles a la democracia, encarnizados defensores del sufragio
censitario y opuestos —salvo en Inglaterra— al régimen parlamentario de control
del ejecutivo, que habían dominado la escena política de las monarquías
constitucionales europeas del siglo xix y comienzos del xx, desaparecieron para
siempre de la escena con la llegada de la democracia republicana parlamentaria.
Desde 1918, ningún partido liberal ha vuelto a ganar unas elecciones en Europa.
Pero a esos regímenes democrático-parlamentarios se les llama ahora democracias
«liberales», o «burguesas». La eficaz propaganda bolchevique contra estas
últimas, entendible en la situación desesperada de la Guerra civil, consiguió
regalar a la «burguesía» (al «tercer Estado») y al «liberalismo» el resultado
político capital de la lucha de cuatro generaciones del «cuarto Estado», y en
particular, del movimiento obrero industrial. (Hay que recordar que en el
Manifiesto Comunista, Marx y Engels presentan el socialismo y el comunismo como
un «ala de la democracia», es decir, como una parte —en ascenso, dada la
dinámica ferozmente expropiadora del capitalismo industrial— del movimiento
político del «cuarto Estado», del menu peuple robespierreano.)
Lo que vino después
es de sobra conocido: la idea de que la democracia es «burguesa» (o al menos,
que hay una, oponible a otra no burguesa) terminó por ser una consigna
legitimatoria y perfectamente manipulable por el régimen de terror estalinista
que empezó a imponerse en la URSS
a partir de 1928. En conclusión, hoy podemos probar que Stalin tuvo perfecta
conciencia de ello, como puede apreciarse en los Diarios de Jorge Dimitrov, uno
de los documentos más importantes publicados en los últimos años como fuente
para la investigación de la historia del comunismo estalinista.
¿Cómo puede ligarse
«república democrática» y «dictadura del proletariado»?
Es una pregunta muy importante, y permite entender mejor
lo que se quiere decir cuando se habla de la tradición política republicana en
que se halla el pensamiento de Marx.
La idea de «dictadura» de Marx (y Engels) difiere de lo
que entendemos por «dictadura» en el siglo xx. En la filosofía política y del
derecho tradicional, hasta bien entrado dicho siglo, era una institución
republicana bien definida en el derecho romano: en situación extrema de guerra
civil, el «pueblo romano» —en realidad, el Senado fuertemente oligárquico—
encargaba, como fideicomitente, a un dictator (en calidad de fideicomisario) la
tarea de restaurar el orden civil republicano amenazado por el desgarro social
y militar. Tal encargo estaba limitado a un lapso —por lo general, seis meses—,
transcurrido el cual, el dictator, como mero fideicomisario que era, tenía que
rendir cumplida cuenta ante el Senado y responder por sus actos. Esa noción
comisaria de «dictadura» es la clásica, que se puede encontrar en todos los
escritores políticos importantes hasta el siglo xx: Jean-Paul Marat, por
ejemplo, en 1792, exigió a Robespierre que se convirtiera en dictador
republicano (a lo que el Incorruptible se negó); y todavía en mayo/junio de
1936, en plena conspiración militar y civil contra la Segunda República
española, el gran civilista Felipe Sánchez Román —redactor del Programa del
Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936— aconsejó al presidente
Manuel Azaña que instaurara una «dictadura republicana» para destruir a la reacción
y salvar la República
(a lo que Don Manuel se negó).
Con distintos acentos en los últimos años de su vida, Marx
y Engels pensaban o intuían que los burgueses y las clases rectoras
capitalistas no se allanarían con facilidad a un triunfo de la democracia (el
fascismo europeo vino a confirmar su intuición), y que lo más probable era un
período de transición turbulento, quizá guerracivilista, que exigiría una
dictadura republicana fideicomisaria, obligada a dar cuenta al fideicomitente
(al démos), y a eso le llamaron, en un esquema de razonamiento tradicionalmente
republicano, «dictadura del proletariado». Por desgracia, para la suerte de
este concepto marxiano originario, «dictadura» ha venido a significar en el
siglo xx algo muy distinto: las de Stalin, Benito Mussolini, Adolfo Hitler,
Francisco Franco e tutti quanti no han sido dictaduras comisarias, sino
terribles tiranías soberanas, sin plazo definido —el
Tercer Reich tenía que durar «mil años»— ni, como es
obvio, necesidad de rendir cuentas a nadie (salvo, acaso y muy parcialmente,
como en el caso de Hitler (y de Mussolini), a la oligarquía industrial,
financiera y terrateniente que los financió —los Krupps, los Thyssen, los Abs,
los Pferdemenge, etc.—, y que por lo mismo, fue penalizada y condenada en la
segunda parte de los Juicios de Nuremberg después de la Segunda guerra mundial.
Ello constituye un buen indicio de que el republicanismo
revolucionario de Marx y Engels, del «marxismo originario», contra lo que pensó
la socialdemocracia marxista alemana del cambio de siglo, significa en su obra,
mucho más que al acotado mundo de sus juveniles experiencias políticas
cuarentaiochescas.
El liberalismo ha
reescrito esa historia y presenta como historia liberal la que en realidad
corresponde al republicanismo. En su lectura, ¿cuál es el origen del
liberalismo? ¿Qué sentidos políticos despliega y defiende?
En efecto, a eso han
contribuido muchas cosas. Una de ellas —no la más importante en términos de
política real, pero sí desde el punto de vista de
la investigación
científica historiográfica— es la práctica habitual de una historia de las
ideas políticas completamente desentendida de la historia de los conceptos.
«Liberalismo» es un término nacido en 1812, en las Cortes españolas de Cádiz, y
consagrado en la Francia
de la monarquía orleanista (traída por la «revolución» de julio de 1830). Su
significado en la Europa
decimonónica era inequívoco: los partidos liberales eran monárquicos moderados,
y apostaban por una monarquía meramente constitucional, no
absolutista (es
decir, con un Rey embridado por una ley fundamental), con sufragio censitario
(en la monarquía orleanista solo votaban los varones muy ricos: 2% de la
población masculina con mayor patrimonio declarado) y sin forma parlamentaria
de gobierno: existía un Parlamento, pero este no tenía capacidad para derribar
gobiernos; la formación del gabinete ejecutivo era potestad exclusiva del rey
constitucional, y su elección y su continuidad en el ejercicio del poder no
dependían de la mayoría o minoría parlamentaria, sino de la voluntad real. El
«liberalismo» nació en Europa occidental (incluida Gran Bretaña) como reacción
a la Primera
República democrática francesa: era, pues, antirrepublicano,
antidemocrático y antiparlamentario.
Por eso es un anacronismo
—aparte de materialmente falso— decir que John Locke o Immanuel Kant o Adam
Smith eran «liberales». Lo que hizo luego el liberalismo decimonónico, cuyo
concepto de «libertad» es básicamente el de Hobbes, fue anexarse como propia,
desfigurándola, la tradición política histórica de la libertad republicana. Y
luego, gracias en buena parte al regalo de los «marxistas» del siglo xx,
fabricar académicamente, como «democrático», su propio pasado.
Usted afirma que el
tema de la democracia en Marx queda reenfocado —extendido, profundizado,
rindiendo nuevas consecuencias—, si se analiza a este como un republicano.
Pero, vayamos por partes, ¿qué hace a Marx un pensador republicano?
Primero, es necesario
leerlo directamente, como un clásico, es decir, con la debida acribia
filológica y con la necesaria atención a la historia contextualizada de los
conceptos. Así, se evidencia que la formación básica de Marx (como jurista
romanista, discípulo de Savigny, como helenista y luego como economista
político, estudioso de Adam Smith y David Ricardo,
entre muchos otros, y
finalmente, en su compromiso político inicial, como admirador de la democracia
revolucionaria de la
Primera República francesa
de 1793), tiene una
clara ascendencia republicana, localizada en cuatro puntos fundamentales: 1) su
concepción antihobbesiana de la ley y del derecho; 2) la de la libertad como un
derecho constitutivo inalienable; 3) la fideicomisaria de la autoridad y del
poder políticos, en tanto le impone un contenido de comisión que se encarga a
alguien en caso y tiempo determinados y controlado siempre por el
fideicomitente; y 4) la fiduciaria de la naturaleza de la propiedad de los
medios de existencia y de producción.
Empecemos por el
principio y avancemos paso a paso. En primer lugar, usted está diciendo que el
Derecho y la ley son la única y misma cosa, que el Derecho no se opone a la ley
y que la ley es el fundamento de la libertad.
Esto fue obvio
prácticamente hasta el siglo xviii. Para la tradición republicana, la libertad
política es una creación del derecho y de la ley. La
mayoría de los
escritores políticos importantes pensaba así por la enorme y duradera
influencia del derecho romano republicano. Pero en el xvii una
excepción muy
importante fue Thomas Hobbes, que sostuvo exactamente lo contrario. Este
afirmaba, particularmente en Leviathan y en De Cive, que derecho y ley son
cosas opuestas: «Law is a fetter; Right is freedom, and they differ like
contraries».
La ley positiva
objetiva sería un «grillete» (fetter) que ata o restringe la libertad de las
personas; en cambio, el derecho, o los derechos, serían materia «subjetiva»:
capacidades, poderes de los individuos para hacer osas y emprender cursos de
acción, capacidades o poderes subjetivos más o menos autoatribuidos que
engendrarían obligaciones en otros. Hobbes, como filósofo político, no fue muy importante en su época. Su conversión en gran filósofo de la política fue, hasta cierto punto, una fabricación anacrónica del siglo xix (al estilo de la que se hizo con Juan Jacobo Rousseau: Gabriel B. de Mably, por ejemplo, fue en buena medida más importante para sus coetáneos, incluido Robespierre).
engendrarían obligaciones en otros. Hobbes, como filósofo político, no fue muy importante en su época. Su conversión en gran filósofo de la política fue, hasta cierto punto, una fabricación anacrónica del siglo xix (al estilo de la que se hizo con Juan Jacobo Rousseau: Gabriel B. de Mably, por ejemplo, fue en buena medida más importante para sus coetáneos, incluido Robespierre).
La idea hobbesiana de
la ley como grillete fue rescatada, a modo de reacción a la Primera República
francesa y a los Derechos Humanos y Ciudadanos de la Revolución , por Jeremy
Bentham a fines del siglo xviii y comienzos del xix: «Los derechos son un
sinsentido, y los derechos humanos, un sinsentido elevado a la enésima
potencia». Y luego, refabricada a gran escala a lo largo del xix, hasta
convertirla en la posición dominante en la filosofía académica del derecho,
prácticamente hasta hoy. John Austin —el gran jurista británico inmediatamente
posterior a Bentham— canonizó con la debida pompa académica esta tesis, que
terminó formulada de manera más o menos precisa en el utilitarismo y el
positivismo jurídicos del siglo xx.
El positivismo
jurídico tiene como idea básica que las leyes son órdenes, incontestadas e
incontestables, dictadas por el soberano, normas positivas que actúan como grilletes
o restricciones de la libertad. Esa concepción, parte de la reacción
conservadora a la
Revolución francesa, es completamente opuesta a lo que
podríamos describir como el sentido común iusfilosófico hasta finales del siglo
xviii, y resulta incompatible con la herencia filosófica y jurídica del derecho
romano y de la Ilustración
dieciochesca.
De su éxito en la
práctica puede dar testimonio el que, contra lo afirmado por los ignorantes
manuales de historia de las ideas al uso, los derechos humanos prácticamente
desaparecieran del derecho constitucional en todo el mundo durante ciento
cincuenta años: desde el golpe de Estado termidoriano contra Robespierre en
1794 hasta la Declaración
de Naciones Unidas de 1948. Contra lo que suele creerse acríticamente, los
derechos humanos no regresaron en serio al lenguaje del derecho constitucional,
sino
después de la
catástrofe de la Segunda
guerra mundial, con la victoria militar y política contra el nazifascismo y la
mencionada Declaración.
La visión iusfilosófica
del joven Marx sobre este tema era de todo punto antihobbesiana, y podemos
conjeturar que le viene de su formación iusromanista. Marx es, también, en
cierto sentido, el último filósofo ilustrado. Esta es otra de las causas de que
hoy resulte más difícil de comprender, pues la hostilidad a la Ilustración —el
liberalismo político decimonónico europeo fue, entre otras cosas, una reacción
a la radicalidad de los valores éticos, políticos, estéticos y epistemológicos
ilustrados— ha contribuido a desfigurar retrospectivamente su pensamiento.
¿Qué significa, en
segundo lugar, que la libertad sea «inalienable»?
Esta tesis es
capital: si la libertad es una creación de la ley, soy libre porque la ley me
ha constituido como libre. Soy libre porque tengo derechos «constitutivos»,
porque hay leyes que me constituyen como tal. Este tipo de derechos
constitutivos se distingue de los «instrumentales», porque no puedo alienarlos,
no puedo venderlos o regalarlos. Si tengo derecho de propiedad privada sobre
cualquier bien —un derecho instrumental—, puedo venderlo o regalarlo más o
menos como me acomode, pero no puedo hacer lo mismo con mi ciudadanía española
ni mi derecho de sufragio. No puedo vender o regalar mi derecho a la vida. Los
contratos de esclavitud voluntaria son írritos y nulos de pleno derecho: no
puedo firmar un contrato vendiéndome como
esclavo a nadie.
La importancia de
este enunciado no puede ser mayor: si el derecho público con que hoy contamos
no fuese de molde republicano, con origen en el derecho romano (en el que,
obvio es decirlo, eran nulos de pleno derecho los contratos voluntarios de
esclavitud), estarían permitidos los contratos voluntarios de compra-venta de
esclavos y los contratos «libres» de asesinato.
Esta concepción
romanista clásica de la inalienabilidad de la libertad fue objeto de un gran
debate iusfilosófico en el mundo moderno. En cierto sentido, la reafirmación
moderna del carácter inalienable de la libertad civil o política fue
desarrollado por la Escuela
de Salamanca en la primera mitad del siglo xvi, y sentó uno de los pilares de
la filosofía política republicana del mundo moderno y contemporáneo,
precisamente en respuesta crítica —y autocrítica— a la «conquista y destrucción
de las Indias» por los encomenderos españoles (y portugueses). El gran dominico
Francisco de Vitoria y sus discípulos, también dominicos, Domingo de Soto y
Bartolomé de las Casas, y
luego, el gran polígrafo jesuita, Juan de Mariana, defendieron todos la
inalienabilidad de la libertad. Ese debate tuvo consecuencias fundamentales,
Esta tesis es
capital: si la libertad es una creación de la ley, soy libre porque la ley me
ha constituido como libre. Soy libre porque tengo derechos «constitutivos»,
porque hay leyes que me constituyen como tal. y se dio en un
contexto de oposición decidida de la esclavización y avasallamiento económico y
político de las poblaciones americanas originarias. El principal
contendiente de los defensores salmantinos de esas poblaciones fue, como es
harto sabido, el erudito (y traductor de Aristóteles) Juan Ginés de Sepúlveda,
el primer intelectual orgánico, por así decirlo, del partido de los
encomenderos colonizadores del Nuevo Mundo. Sepúlveda argumentaba todavía de
forma tradicional, neoaristotélica (los indios serían «esclavos por naturaleza», y por lo
mismo, incapaces de libertad), sin atreverse a revisar la noción clásica de
libertad inalienable. Pero, tras la derrota política —no filosófica— de lo que
tal vez podríamos llamar el partido español, anticolonizador y antiesclavista,
de la libertad republicana, comenzó a imponerse otra visión, anticlásica, de la
libertad, más eficaz ideológicamente a la larga que el ideario de Sepúlveda.
El gran filósofo
tardoescolástico Francisco Suárez fue el primero en disputar el carácter
inalienable de la libertad. Y en eso, que es una reformulación crucial del
concepto de libertad republicana clásica, fue seguido por Hugo Grocio, von
Pufendorf y por Hobbes. En cambio, Locke y Kant siguieron atenidos al concepto
republicano clásico de la inalienabilidad de la libertad,reafirmada por los
salmantinos.La innovación suareziana no solo permitiría justificar
filosóficamente la conquista y la servidumbre coloniales, sino también, en
Europa, el trabajo asalariado (considerado por Aristóteles, Cicerón y toda la
tradición republicana clásica, la democrática y la antidemocrática,como
«esclavitud a tiempo parcial»).
El fiscal James Cook,
que instruyó la causa que llevó al patíbulo a Carlos I de Inglaterra, no se
privó de invocar expressis verbis en su requisitoria la autoridad filosófica de
Juan de Mariana. Así pues, resulta claro que el núcleo político-filosófico
del programa de las revoluciones populares republicanas modernas europeas de
los siglos xvii y xviii —Holanda, Inglaterra, Francia— se fraguó en muy buena
medida en la España
del xvi, señaladamente con la reacción de los iusfilósofos salmantinos,
críticos radicales de la «conquista y destrucción de las
Indias».Cicerón recuerda en los Oficios que mientras el contrato de obra
(locatio conductio opera) se considera en el derecho civil republicano romano
como un contrato entre «hombres libres», el de servicios (locatio conductio
operarum), característico del trabajo asalariado, no es una relación entre
hombres (republicanamente libres), pues se funda en el hecho de que quien vende
su fuerza de trabajo a otro no puede vivir, existir socialmente, sin pedir
permiso a otro, aliena en parte su libertad. Cuando Adam Smith y luego Marx
hablan del trabajo asalariado como de la «esclavitud moderna», siguen esa tradición
republicana clásica. Conforme al derecho civil republicano romano, quien firma
un contrato de servicios, no puede ser sui iuris, ciudadano libre, de derecho
propio, sino, como los esclavos (y las mujeres no huérfanas o no viudas),
alguien no libre, no propiamente ciudadano, sino sujeto a «derecho ajeno»,
alieni iuris (de aquí la idea kantiana, hegeliana y marxiana de la «alienación»
de las clases subalternas, privadas de propiedad y medios de existencia
propios). La impugnación del
trabajo asalariado —convertido por el capitalismo moderno en la relación social
de producción preponderante— por parte de Marx trae, pues, su origen normativo
o iusfilosófico en su defensa republicana de la inalienabilidad de la libertad
(y en su afirmación republicano-democrática de la universalización social y
política de la libertad inalienable).
¿Qué hay de nuevo
en la concepción fiduciaria del poder
en el republicanismo
moderno, Marx incluido?
Locke fue quien
elaboró el contenido moderno de la fiduciarización del poder, una estructura
conceptual recibida del derecho civil privado romano. La idea es que la
autoridad política ha de entenderse como un fideicomiso: los magistrados
políticos no son sino fideicomisarios, fieles servidores —minister significa
sirviente— del fideicomitente, que es el conjunto de los ciudadanos libres. La
palabra de que se sirve Locke en el Segundo Tratado del gobierno civil es
trustee, la traducción al inglés de «fideicomisario». Aunque la autoridad
política sea real —en eso sigue, como es obvio, a nuestro regicida Juan de
Mariana—, esa autoridad no es sino fideicomisaria: los ciudadanos, en cuanto
fideicomitentes, encargan a un fideicomisario la tarea de la gobernación, y por
lo mismo, pueden deponerlo sin más al sentirse subjetivamente traicionados en
su confianza.
Hay que observar que
una relación fideicomisaria es muy distinta de una jurídica contractual. Los
contratos entre libres son siempre idealmente incontestables, en la medida en
que la distribución de la información entre las partes es simétrica. En cambio,
una relación civil fideicomisaria está basada en una distribución asimétrica.
El fideicomitente (o «principal») tiene interés en que se haga algo, pero no
tiene por lo general ni información ni tiempo suficientes para actuar por sí
mismo. Piénsese en la relación entre un paciente (fideicomitente o «principal»)
y el médico que le trata (el fideicomisario o «agente»): este último sí tiene
la información, pero no necesariamente pretende actuar en el sentido que el
fideicomitente. Cualquier contrato civil que se firmara entre ambos sería
tendencialmente contestable (porque
al principal —y al posible juez que tuviera que entender del caso— les
resultaría difícil el acceso a la información para saber si el agente, en caso
de que las cosas vayan mal, ha actuado con eficiencia y honradez. Por eso en
las relaciones fiduciarias la tradición jurídica republicana ha tendido a dar
al fideicomitente la posibilidad —que no existe en los contratos civiles— de
romper de manera unilateral su relación con el fideicomisario, sin más que
manifestar su pérdida de confianza en él.
En esa tradición está
el celebérrimo dictum (lockeano) de Robespierre: el pueblo es bueno, y el
magistrado corruptible, y por lo mismo, el pueblo uede deponer al magistrado en
cualquier momento, sin más que manifestar su pérdida de confianza en él. O de
su idée fixe (que viene de Juan de Mariana, como la propia Marianne, símbolo
hasta hoy de la República
francesa), según la cual, la autoridad política debe temer siempre al pueblo:
una población incapaz de amedrentar al poder político es una población esclava,
una colección más o menos amorfa de individuos sujetos al imperium, una masa de
súbditos, no un pueblo republicanamente constituido. Esto no es una tesis
antropológica más o menos «moderna» sobre la «bondad» humana (en este caso, del
«pueblo»), como sostienen tantos filósofos despistados; sino la traslación a la
concepción del poder y la autoridad política de una viejísima tradición
iuscivil, de todo punto realista y amplia y tradicionalmente aceptada en la
regulación normativa de las relaciones fiduciarias —asimétricas con respecto a
la información— entre
agentes privados
(republicanamente) libres.
Vamos, entonces, al
cuarto y último punto en la caracterización básica
de la tradición republicana moderna: la
concepción fiduciaria de la propiedad.
Esta cuestión está
relacionada con la anterior, con la de la concepción fiduciaria del poder y la
autoridad política, tanto en lo conceptual, como en lo histórico. En la Política de Aristóteles
se especifica que hay cuatro tipos básicos de propiedad: 1) común con
apropiación común; 2) común con apropiación privada; 3) privada con apropiación
común; y, por último, 4) privada con apropiación privada. La cuarta es lo que
se ha llamado, a partir del xix, propiedad «liberal» clásica. En cambio, las
tres primeras, en la Europa
occidental bajomedieval tendieron a verse así: todas las tierras y recursos
naturales eran en realidad propiedad del Príncipe, del Rey o del Emperador de
turno, y era el Soberano el que concedía, como una especie de fideicomiso, la
apropiación —privada o común— de esos recursos.
La propiedad privada
de tipo feudal no era un dominium plenum, sino un dominium utile —incluida la
jurisdicción señorial— concedido a modo de fideicomiso por el soberano, en
calidad de fideicomitente que velaba por el bien común o la utilidad social de
la apropiación privada del bien en cuestión. Por otro lado, la llamada
propiedad comunal de tierras, bosques, ríos, lagos, etc., significaba la
entrega —también en fideicomiso— de un recurso de titularidad pública para su
apropiación en común a una comunidad. En buena medida, las tierras comunales
fueron la fuente principal de libertad popular en la Europa occidental medieval
e incipientemente moderna, y en España —tanto en Castilla como en el Reino de
Aragón y Cataluña—,la base de la gran tradición española de democracia municipal o comunera,
con sus «concejos abiertos» a todo el mundo —incluidas las mujeres— y sus
«juntas de buen gobierno».
El desarrollo de las
monarquías de origen germánico en Europa occidental está basado en buena medida
en una alianza entre la democracia municipal, fundada en la propiedad en común,
y los monarcas, contra los repetidos y porfiados intentos de los señores
feudales de apropiarse privadamente de los comunes y, al propio tiempo,
liberarse o desvincular su propiedad de la relación
fideicomisaria. Con muy distintos
acentos en Inglaterra, en Francia, en los territorios germánicos y en España,
el afianzamiento de las monarquías absolutas en Europa occidental en
los siglos xvi y xvii significa la progresiva ruptura de esa alianza entre la
democracia popular comunera y las monarquías, y la puesta del absolutismo
monárquico consolidado al servicio del cercamiento de tierras y la
privatización, con tendencia excluyente y exclusiva, de los medios de
existencia. De la gigantesca oleada de luchas de clases en que se vertebró este
proceso durante siglos nació en la Inglaterra meridional del siglo xvi el núcleo de
la dinámica económica, social y política que ahora llamamos «capitalismo». Y no
como triunfo, según sostiene el «marxismo» vulgar del siglo xx, sino como
derrota de las clases populares: el «capitalismo» moderno no es una evolución
natural y «superior» del «feudalismo» europeo-occidental; es más bien el
resultado de la victoria política de las viejas clases rectoras terratenientes,
de las burocracias absolutistas, de la alta finanza, del alto clero y del
tercer estado (burgués) frente a las luchas seculares de los campesinos, y en
general, de quienes vivían por sus manos, del cuarto estado, del démos, del
menu peuple robespierreano. La victoria política —que cierra provisionalmente
siglos de rebeliones, insurrecciones y revoluciones populares— de lo que Robespierre
llamó atinadamente la «economía política tiránica» sobre lo que no menos
atinadamente llamó «economía política popular». Lejos de ser una «revolución
burguesa», la francesa fue, a la vez, la última gran jacquerie medieval y —con la Primera República
democrática de 1793— el primer combate anticapitalista y anticolonialista
serio, del cual fue heredero directo el movimiento obrero socialista de los
siglos xix y xx, entendido históricamente como la continuación, tras la primera
revolución industrial, del programa republicano-democrático de la «economía
política popular» encarnado en la divisa de la «fraternidad».
El soberano
republicano-democrático —el pueblo— se convierte así en el propietario último
de los recursos y las riquezas de la nación, y todas las formas de propiedad
existentes son fideicomisos de la República. Eso excluye, como es obvio, a la
propiedad «liberal» clásica, exclusiva y excluyente, y quedan como
posibilidades abiertas a una República democrática, universalizadora de la
libertad republicana: 1) la propiedad común comúnmente apropiada (por ejemplo,
las tierras ejidales); 2) la propiedad privada comúnmente apropiada (las
cooperativas de trabajadores); y 3) la propieda privada individualmente
apropiada fundada en el trabajo personal (el programa jeffersoniano originario
de la República
norteamericana de pequeños campesinos —«granjeros»—, por ejemplo), con
exclusión de la propiedad privada individualmente apropiada fundada en la explotación del
trabajo ajeno (de esclavos o de asalariados, «esclavos a tiempo parcial»).
Se puede ver
desplegada como acción constitucional esa idea republicano-democrática (y
socialista) de la fiduciarización de la propiedad, por ejemplo, en el famoso
artículo 27 de la
Constitución mexicana de 1917. En él se declaraba que la
propiedad (también la privada) cumple una «función social», y —de fundamental
importancia— que su determinación y cumplimiento quedaba en manos del
Legislador (es decir, del Parlamento). Ese artículo fue literalmente plagiado
por Hugo Preuss en la redacción de la República de Weimar
(1919), por el demócrata Hans Kelsen y el socialista Karl Renner en la
redacción de la
Constitución de la Primera República
austríaca (1919) y por Luis Jiménez de Asúa en la de la Constitución de la Segunda República
española (1931). En buena parte, también por los redactores de la soviética
(1918). Es muy interesante observar que ninguna de esas
Constituciones democráticas que regulaban el régimen de propiedad inspiradas en
el artículo 27 mexicano ha sobrevivido. Recuérdese que el fascismo acabó con la Constitución española
y el estalinismo con la
Constitución soviética de 1918 y con su regulación fiduciaria
de la propiedad.
Las Constituciones de
las democracias restauradas tras la
Segunda guerra mundial en Europa (como la alemana, la
austríaca y, en 1978, la monárquico-parlamentaria española) blindaron hasta
cierto punto determinados derechos sociales (ahora amenazados por la ofensiva
neoliberal de los últimos lustros), pero al precio de blindar también, en contrapartida,
un esquema no republicano-fiduciario, no propiamente democrático, de la
propiedad, un esquema —«economía social de mercado»— políticamente intocable
incluso en el caso de disponer de mayorías parlamentarias abrumadoras.
Por último, en lo
tocante a la propia República de México, el neoliberalismo de Eduardo Salinas
se encargó a fines de los años 80 de «reformar» la Constitución
revolucionaria y abolió —entre otros, pero muy señaladamente— el celebérrimo
artículo 27.
Ya ha descrito los
cuatro puntos que considera claves como núcleos de la tradición republicana,
sin los cuales no puede entenderse el significado del marxismo originario.
Resumamos: la tradición liberal sería una tradición reciente, decimonónica,
surgida como reacción a la
Revolución francesa. Tiende a una visión de la ley, de
ascendencia hobbesiano-utilitarista, como algo opuesto a los derechos. Tiene,
además, una concepción de la «libertad» poco amiga de su inalienabilidad, así
como una noción no fideicomisaria de la autoridad política. Y, en cuarto lugar,
tiende a ver los derechos de propiedad como derechos de propiedad y apropiación
exclusiva y excluyente, no como dimanantes de un fideicomiso.
Los idearios de los partidos liberales histórica y
realmente existentes en la
Europa del xix, en efecto, se articulaban programáticamente
en torno a esos cuatro puntos. En varios países de América Latina,
«liberalismo» tiene unas connotaciones más progresistas o aun revolucionarias:
eso es así, todavía hoy, en Colombia o en Ecuador, por ejemplo. Pero observe
que no hay partidos nominalmente «liberales», salvo, de forma
institucionalmente relevante, en Colombia, en ninguna República histórica, solo
en las monarquías meramente constitucionales: no en Argentina, ni en México, ni
en Francia. Los partidos liberales casi desaparecieron como fuerza política de
peso en toda Europa con la llegada de las repúblicas democráticas (o de la
plena parlamentarización de las monarquías, como en el caso británico o el
sueco) tras la Gran
guerra, en 1918: en Alemania, en Austria, en la España de la Segunda República …
Nunca hubo un partido «liberal» en la República estadounidense («liberal» significa hoy
allí —y desde los años 30 del siglo xx— cualquier cosa que suene a izquierda,
pero no ha habido un partido liberal). Canadá, en cambio, súbdito de la Corona británica, tiene
uno.
Marx dijo a
comienzos de la década de los 50 del siglo xix (en El 18 de Brumario de Luis
Bonaparte) algo premonitorio: la forma republicana de gobierno en Europa era
revolucionaria y subversiva, inasimilable por el sistema, debido al anquilosamiento de la división
de la sociedad europea en clases, mientras que, en los Estados Unidos, con unas
barreras de clase más difuminadas, con mayor movilidad social, con menor
presencia de fuerzas sociales y culturales, con tradiciones históricamente
asentadas y trasmitidas intergeneracionalmente de economía política popular y
resistencia a la economía política tiránica, la forma republicana de Estado —no
la república integralmente democrática— era asimilable por el capitalismo
norteamericano.
Marx tenía una visión histórica de lo que nosotros
llamamos «capitalismo» (un sustantivo, por cierto, que nunca empleó). La
aceptación de este sustantivo ha contribuido en algo a perder de vista el
carácter histórico, como fuerza o conjunto de fuerzas dinámicas históricas, de
lo que Marx llamó «modo de producir capitalista». El paroxismo de esa visión
ahistórica del «capitalismo» lo representó el marxismo académico
estructuralista francés de los años 60 y 70, luego tan influyente en todo el
mundo, empezando por Inglaterra (a través de la segunda época de la New Left Review) y
terminando por América Latina. Pensadores como Louis Althusser y sus amigos
presentaron el «capitalismo» como una especie de sistema estructuro-funcionalmente
integrado, con su base económica, sus funcionales sobreestructuras estatales,
jurídicas e ideológicas, sus «aparatos ideológicos de Estado» y toda esta
cháchara vaciada de empiria, teóricamente escolástica e históricamente
falsaria.Marx dedicó buena parte de su juventud y toda su madurez
al estudio analítico-empírico de un conjunto de fuerzas dinámicas históricas, a
las que llamó «modo de producir capitalista», y al impacto causal de estas en
el conjunto de la vida económica, social, política y espiritual. Primero se
centró en Inglaterra, el lugar de nacimiento de su dinamismo, y luego pasó a la
expansión de esas fuerzas dinámicas a escala mundial. Libre de todo
eurocentrismo, Marx murió investigando con la misma curiosidad, la misma amplitud
de intereses científicos y el mismo vigor intelectual de siempre; sabiéndose
ignorante, y muy autocrítico de la obra hecha, como todos los grandes sabios,
pero sabiendo a ciencia cierta, entre otras cosas, que no hay un «capitalismo»
canónico, sino muchas formas en que ese complejo de fuerzas dinámicas que es el
«modo de producir capitalista» puede tener impacto causal y remodelar política,
económica, ecológica y espiritualmente a distintas formas históricas de la vida
social en distintas culturas, continentes, pueblos y encrucijadas temporales y
geopolíticas.
En el Manifiesto Comunista de 1848, Marx y Engels no solo
realizaron una crítica devastadora y profética del «capitalismo», de su poder
destructor y autodestructor, de su injusticia, de su miseria política, de su
mezquindad
moral; sino también grandes alabanzas a la capacidad
tecnológicamente innovadora del modo de producir capitalista y de la burguesía
industrial moderna, de su impulso mundializador de la vida económica, de su
poder disolvente de estructuras sociales y políticas decadentes o anquilosadas:
«todo lo sólido se desvanece en el aire».
No hay sino recordar la carta a Vera Zasulich de 1881
sobre la posibilidad de que la vieja comuna rural rusa pudiera ahorrarse los
horrores y los dolores de la privatización y desposesión capitalistas
europeo-occidentales y atreverse a una transición directa hacia una vida
económica tecnológicamente avanzada de impronta socialista, para darse cuenta
de que el viejo Marx había corregido treinta y pico de años después, su
optimismo trágico-progresista, heredado de Hegel —«la historia avanza por sus
peores lados».
Han pasado cerca de ciento treinta años desde la muerte de
Marx. El de hoy es un mundo en el que las fuerzas dinámicas del capitalismo han
seguidoactuando, en muchas cosas, del modo presagiado por Marx;
en otras, de manera impensable para este. Pero ese mundo nuestro no es solo uno
social y política y espiritualmente hecho en régimen de exclusividad por la
burguesía industrial y modelado en exclusiva por las fuerzas históricas
dinámicas que Marx llamó «modo de producir capitalista». Es un mundo modelado y
construido también, a la contra, por nosotros, por el movimiento obrero, por
las clases populares, por los pueblos colonizados, por los humillados y
condenados de la Tierra.
Nosotros, y no los burgueses o el «capitalismo», hemos
construido el molde republicano de nuestro derecho público actual; hemos
logrado instituir jurídicamente en ámbitos cruciales de la vida social el
carácter inalienable de la libertad humana. Incluso en zonas de máxima y vital
importancia para los burgueses y para el «capitalismo», hemos desarrollado el
moderno derecho laboral democrático, y gracias a nosotros existe la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), cuyo lema fundacional —«el
trabajo no es una mercancía»— es también cosa nuestra.
Nosotros, y no la burguesía o el «capitalismo» hemos
traído el sufragio universal (el masculino y el femenino); hemos traído las
repúblicas, los regímenes plenamente parlamentarios, los sindicatos obreros y
los modernos partidos políticos de masas (tan distintos de los viejos partidos
de honoratiores conservadores o liberales del xix); hemos conseguido derrotar
al nazifascismo y traer de vuelta, ciento cincuenta años después de su eclipse
termidoriano, los inalienables —por constitutivos de la libertad— derechos
humanos, civiles, sociales y políticos.
Nosotros, y no los burgueses, hemos luchado por la
descolonización y la autodeterminación de los pueblos
sometidos del mundo; hemos construido cooperativas obreras (ochocientos millones de personas trabajan hoy en distintos tipos de ellas); hemos desarrollado y ensanchado el sector público y la regulación pública de la economía.
sometidos del mundo; hemos construido cooperativas obreras (ochocientos millones de personas trabajan hoy en distintos tipos de ellas); hemos desarrollado y ensanchado el sector público y la regulación pública de la economía.
Muchos de nosotros, y no los burgueses o los «capitalistas»,
hemos resistido y combatido hasta la muerte al fascismo y a las terribles
tiranías políticas del siglo xx (incluido el estalinismo); hemos renovado
elarte, la música, la cultura y la ciencia del siglo xx.
Asimismo hoy combatimos contra el neoliberalismo, esa
contrarrevolución en marcha dispuesta a borrar de la historia, precisamente, la
parte tan importante y decisiva del mundo presente que, con ensayos audaces y
errores a veces colosales —y hasta con crímenes vergonzosos para los que no
cabe siquiera la indulgencia solicitada por Brecht en su hermoso poema A los
por nacer—, hemos sabido construir con tanto sacrificio, tanto empeño,
inteligencia, terquedad y tan heroica voluntad de lucha.
Pretenden ahora dejar la vía políticamente expedita a una
tardoburguesía brutal y vulgar y a la recrecida furia expropiatoria de unas
fuerzas dinámicas tardocapitalistas superlativamente destructoras. Dejar el
paso franco a los «descreadores de la
Tierra », como les llamó el último Manuel Sacristán, para
volver a enseñorearse del mundo a cubierto de un imperio
sostenido por ilotas. ¡No pasarán!
(1)Julio
Cesar Guanche: Licenciado en Derecho y
profesor adjunto de la
Universidad de La Habana. Es autor de La imaginación contra la
norma: ocho enfoques sobre la
República de 1902 (2004). Obtuvo, en 2004, el premio nacional
de ensayo Calendario con el libro La condición cubana: tres ensayos sobre la República. En los
años 2005 y 2006 recibió mención en el Premio Internacional de Ensayo de la
revista Temas. En 2006 publicó, en coautoría con Hilario Roseta Silva, El
hombre en la cornisa. Es autor también de En el borde de todo. El hoy y el
mañana de la revolución en Cuba (Ocean Sur, 2007). Sus textos han aparecido en
Cuba, México, España, Brasil, Argentina y los Estados Unidos. Es asesor del
presidente del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
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