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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

29/10/18

DEMOCRACIA INSURGENTE.: Miguel Abensour


Democracia insurgente e Institución
Por  Miguel Abensour (*)
En este artículo se plantea la viabilidad de una forma de democracia que se encuentra apartada de las grandes corrientes de referencia, como son la democracia representativa y sus variantes discursivas, deliberativas o participativas; o el recurso a la crítica de la propia democracia. El texto en cuestión plantea, además de la posibilidad de dicha opción, su realización mediante la repolitización de la sociedad civil, y su institucionalización. Para ello toma elementos tanto de la tradición escrita como de los grandes acontecimientos revolucionarios de la época contemporánea.

La democracia insurgente ¿Nos encontramos subordinados a una alternativa cuyos términos consisten o en un ejercicio temperado de la democracia o en el recurso al antidemocratismo clásico? Entiéndase por ello que nos encontramos situados frente a la siguiente elección: o bien la democracia es conservada y valorada con la condición de que se la practique con moderación, por ejemplo reducida al estatuto de marco político infranqueable, o bien no habrá posibilidad de elegirla, o de salvarla si llega a estar en peligro, puesto que su actividad es vista como ilusoria y entendida como una forma de dominación tanto más perniciosa por esconderse bajo la apariencia de libertad.

 ¿No sería una de las múltiples cualidades del texto de Marx de 1843, que formula la cuestión de «la verdadera democracia», precisamente la de abrir otra vía que permita escapar a esta alternativa y a sus imposiciones? Como si, antes de someter a la democracia a la exigencia de moderación o de rechazarla sin otra forma de proceso, fuera necesario dirigirse hacia un antecedente, a interrogarse seriamente sobre la democracia verdadera, a descubrir las formas que descalifican tanto la solución de la moderación como la del rechazo, y todo esto a través de un pensamiento que no es esencialista, sino resultado de una reflexión sobre el destino de la democracia en la modernidad.

 Investigación ejemplar la de Marx en 1843, ya que posee el mérito de evocar una forma de pensamiento que ha desertado nuestros espíritus, ocupados como estamos en rastrear los déficits de la democracia o en denunciar sus ilusiones. A menos que, bajo la influencia del argumento del fin de lo político, consideremos no con tanta minucia como convicción que esta forma de comunidad política es una «utopía» en el sentido más prosaico del término. Dejemos de lado el agotamiento de la razón y el escepticismo acrítico que lo acompaña y volvamos a la pregunta inicial: ¿qué es la democracia verdadera? El autor de la Crítica del derecho político hegeliano, apoyándose en «los franceses modernos», llega a una respuesta sorprendente, enigmática, según la cual el advenimiento de la democracia verdadera iría acompañado de la desaparición del estado político. Además, si en lugar de hacer de esta tesis esencial una cuestión anodina carente de fortuna, resulta innegable el reconocimiento de una dimensión latente, subterránea, persistente, del cuestionamiento político de Marx, ¿no nos llevaría ésta a percibir, entre el texto de 1843 y el Manifiesto de 1871 sobre la Comuna, un desplazamiento de un pensamiento del proceso a un pensamiento del conflicto? La realización de la democracia no se llevará a efecto tanto en un proceso de consunción del Estado cuanto se constituirá ella misma en una lucha contra el Estado. La alternativa inicial, por tanto, se advierte desacreditada.

 Así concebida, la verdadera democracia se opone a la fórmula de transacción moderada que representa la expresión corriente «estado democrático». Esta expresión, se trate del Estado o de la democracia, ¿no revela una falta de examen crítico? Igualmente, el rechazo de la democracia en nombre de una crítica de la dominación tampoco se sostiene, en la medida en que la democracia, en su objetivo más profundo, trabaja por la desaparición de la relación dominadores/dominados, por la llegada de un estado de no dominación.

 Así orientada hacia la no dominación, la democracia verdadera ¿no se manifestaría mejor en «la reconstrucción del campo político», es decir, si seguimos los análisis de R. Schürmann, en las cesuras entre dos formas políticas bajo las cuales es susceptible de aparecer, de desplegarse, la acción libre de toda empresa principiadora o referencial? Apoyándose en Hannah Arendt y su idea de tesoro perdido de la revolución, R. Schürmann escribe, a propósito de las brechas de la historia moderna concernientes a la tradición comunalista o consejista: «Entonces es suspendido por un tiempo el princeps, el gobierno, y el principium, el sistema que impone y sobre el cual reposa. En tales cesuras, el campo político recobra plenamente su papel de revelador: pone de manifiesto a ojos de todos que el origen de la acción... es la simple manifestación de lo que es manifiesto»1. Forma que es merecedora de compararse con la tesis de Marx según la cual «la democracia es el enigma resuelto de todas las constituciones», a saber, que para interpretar correctamente una objetivación constitucional siempre es conveniente regresar a aquello que la ha producido, al demos y a su libre acción. ¿No es precisamente por mantener y salvaguardar el contacto, el vínculo con el «pueblo real», que la verdadera democracia en el momento mismo en que se instituye comporta la desaparición del Estado político, en cuanto forma organizativa susceptible de ocupar el lugar de la acción del pueblo y, para acabar, oponiéndose a él?

En un sentido, la «democracia salvaje» tal como la entiende Claude Lefort, ilustrada o, mejor, elucidada por el principio de anarquía, podría ser una figura posible, una forma calificadora de la democracia contra el Estado2. En efecto, si la democracia salvaje se define por la disolución de los referentes de la certeza, por la prueba repetida de la indeterminación —cosa que implica una salida de la derivación metafísica, una emancipación respecto a un principio poseedor del valor de fundamento—, parece difícilmente compatible con el Estado cuya existencia requiere certeza y apoyo en un principio primero. Además, ¿de qué manera la efervescencia plural de la democracia salvaje reforzada, alimentada por la indeterminación básica del elemento humano, podría acomodarse a una integración en el sistema totalizador del Estado? ¿Cómo la prueba de indeterminación podría aceptar la empresa del Uno, abdicar delante del Uno? Pero posibilidad no supone necesidad. La lógica de la democracia salvaje no es necesariamente antiestática. ¿No se encuentra «lo salvaje» expuesto a ser reconducido y por tanto reducido a un modo de ser, a un modo de manifestación, a un estilo de época ante todo caracterizado por una crisis de fundamentos, sin que se revivan todas las consecuencias de esta crisis? Por otro lado, ¿no hay un cierto peligro de aproximar la idea de democracia salvaje a la idea de derecho, y a su lucha por la preservación de los derechos adquiridos y la conquista de nuevos derechos? Incluso si resulta legítimo disociar el derecho de la idea de dominación y asociarla con la de resistencia, esta lucha por el derecho busca en última instancia el reconocimiento y la sanción estatal de derechos en litigio, ¿no concluye volens nolens en un reforzamiento del Estado, o aún peor, en una reconstrucción permanente del Estado? Esta es una de las paradojas, y no de las menores, del progresismo contemporáneo que en su invocación renovada del «derecho a...» termina siempre pidiendo la aprobación del Estado y simultáneamente lo reafirma, como si nada pudiera hacerse sin el asentimiento de éste. Por último, ¿se halla en los derechos del hombre, incluso interpretados de manera política, el lugar en el que hay que descubrir el principio vivo de la democracia salvaje? ¿Se trata de un principio dotado del aspecto idóneo para conjurar la estatización? Vistas las preguntas y las dificultades que plantean interesa, más que buscar figuras posibles de la democracia contra el Estado, retornar al método, de explorar, explicar, y hacer explícitas tanto las dimensiones que posee, así como lo que está en juego. Sin duda alguna, esta expresión posee como mérito principal el de reanimar la intuición tan fecunda de Marx en el manuscrito de 1843, de invitar a concretarla; una intuición, sin embargo, abandonada o trivializada por los epígonos bajo el tema saint-simoniano de la desaparición del Estado.

Marx

No se trata para Marx del anuncio de que la administración de las cosas remplazará al gobierno de los hombres, sino de observar con los franceses modernos que el advenimiento de la democracia significa la desaparición del estado político; y si se observa el camino recorrido entre 1843 y 1871, se trata de afirmar que la democracia no puede existir si no se dirige contra el Estado. La tesis marxiana se apoya en la excepción de la democracia que se manifiesta ante todo en el empleo de la reducción. La democracia moderna es democracia contra el Estado porque su especificidad consiste en practicar la reducción. Sin analizar aquí este dispositivo complejo, conviene hacerse con lo que de esencial posee, a saber, que la reducción contiene un bloqueo de la objetivación política de tal manera que esta última no evoluciona a su pesar, en alineación. Dicho de otro modo, en la democracia, gracias a este bloqueo, la acción política permanece tal cual en la medida en que resiste a una transformación organizativa, unificadora, en definitiva, en Estado. Mediante la exposición de la reducción y sus consecuencias, Marx logra mostrar de forma diáfana que la lucha contra el Estado, en tanto que es forma, está inscrita en el núcleo de la lógica democrática. La democracia o es anti-Estado o no es democracia. Alcanzada esta evidencia, se comprende sin dificultad que sus intérpretes habituales, más o menos conscientes del fenómeno, recomienden un uso moderado de la democracia de tal suerte que, con el mecanismo de la reducción echado a perder, la excepción democrática se desvanece para dejar sitio a esta contradicción en término que representa «el Estado democrático» pensado como Estado de derecho o como marco insuperable. Añadamos que el mecanismo de la reducción es paradójico: el bloqueo que produce y que impide la transformación de la objetivación política en forma-Estado es al mismo tiempo aquello que «hace posible la extensión de lo que está en juego, y muestra en la esfera política una experiencia de universalidad, la negación de la dominación, la constitución de un espacio isonómico». Como si del restablecimiento de esta forma, la acción democrática pudiera manifestarse en el espacio público, presentarse bajo diversas formas en la vida del pueblo. Tres momentos, por tanto: reducción, bloqueo, extensión. Este último permite irrigar el conjunto de las otras esferas de la vida del pueblo, según un modo de ser democrático, de tal manera que se pueda afirmar que todo tiende a la democracia. Mucho hay en juego: la ocultación de este impulso contra el Estado, la evasión de la reducción, el bloqueo del bloqueo solo pueden arruinar en su totalidad la institución democrática de lo social, anular su lógica, tanto en su movimiento inicial como en sus efectos. Si es así, ¿por qué no buscar otro nombre? ¿Por qué no proponer a aquellos que siguen preguntándose por la verdadera democracia el nombre de democracia insurgente? Más allá del recuerdo de la revuelta de los colonos americanos en contra de Inglaterra durante la guerra de la Independencia, el término significa claramente que el advenimiento de la democracia es la apertura de un escenario agonístico que tiene por objetivo «natural» y privilegiado el Estado, o incluso que la democracia es el teatro de una «insurrección permanente» contra el Estado, contra la forma de Estado unificadora, integradora, organizadora. Es a partir de la reducción y en su prolongación que se desarrolla esta agonística, tanto más destinada a durar cuanto que, en esta guerra, puede suceder que la reducción fracase y que el Estado, en la lucha, se haga con la victoria hasta el punto de neutralizar la democracia, de englobarla hasta dar origen al «Estado democrático» que de la reducción inicial mantenga únicamente una tendencia a la contestación permanente, pálido reflejo del impulso primero.

 En el pensamiento contemporáneo, en el cual se tiende a identificar erróneamente la democracia con el gobierno representativo o con el Estado de derecho, únicamente Jacques Rancière parece preservar la intuición de Marx en cuanto al ser, en cuanto a la disposición antiestática de la democracia. Emplazando a distinguir entre dos lógicas del estar-juntos humano, el autor de La Mésentente propone llamar police al «conjunto de procesos por los que se opera la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de plazas y funciones y los sistemas de legitimación de esas distribuciones»3. Para oponerse a esta lógica existe otra lógica perturbadora, que se basa en el supuesto fundamental de la igualdad de cualquiera con cualquiera. De este lado está la democracia, una manera de ser de lo político. «Más exacto, democracia es el nombre de una interrupción singular de este orden de distribución de los cuerpos en comunidad que se ha propuesto conceptualizar bajo el nombre ampliado de police. Es el nombre de aquello que viene a interrumpir el buen funcionamiento de este orden mediante un mecanismo singular de subjetivación»4. La única diferencia con Marx sería que el orden la police tal como es concebido por J. Rancière se refiere más al gobierno o gobernabilidad que al Estado; también se vincularía más como maquinaria instrumental, como «artefacto» susceptible de funcionar de una forma incorrecta, que al Estado en cuanto sistema, totalidad unificadora, dotado, por tal motivo, de una dimensión simbólica incontestable. Marx, sensible a la «sublimidad» del Estado, al menos en su elevación/construcción, piensa que puede obstaculizar su arrogancia denunciando el simulacro de universalidad sobre el que se proclama fundado. Y lo hace pensando en no volver a llevarlo a un conjunto empírico de funciones y de puestos, sino para incitar al pueblo real a proceder a una reapropiación de esta universalidad de la que el Estado se proclama portador, con el fin de dar fuerza a la democracia hasta conseguir que acceda a su verdad. Ello no será impedimento para la existencia de una oposición, incluso si los términos que la constituyan se asemejan bastante. Según Rancière, la democracia instituye «una comunidad polémica» que pone en juego a «la oposición propia de dos lógicas, la lógica de la police de distribución de plazas y la lógica política de la forma igualitaria»5. A propósito de la democracia insurgente se imponen dos observaciones. En primer término surge la pregunta: ¿contra qué Estado lucha la democracia? Bien mirado, la democracia insurgente lucha en dos frentes. De forma semejante a como sucedía en el momento de la Revolución Francesa, con las sociedades populares, y los Enragés, está en contra tanto del Antiguo Régimen como del nuevo Estado in statu nascendi, aquel que tiende a llevar al poder a nuevos grandes, ansiosos todos ellos por dominar a su vez al pueblo. Pero, aparte de la revolución, cualquier comunidad política es conocedora de una situación similar; está comprometida en una lucha contra un Estado que tiene una parte de Antiguo Régimen, con sus servidumbres, sus persistencias, y en una lucha contra el nuevo Estado, encaminado a la innovación, haciéndose o reconstruyéndose bajo la bandera de la reforma, de la modernización o de la racionalización. Hay que reconocer que la democracia insurgente se sitúa paradójicamente en un lugar que desafía cualquier tipo de instalación, el lugar mismo de la cesura entre dos formas estáticas, una pasada y otra por venir. Presente en las insurrecciones repetidas del pueblo después de la Revolución de 1830, que están en contra tanto del Antiguo Régimen como del nuevo, la monarquía «liberal», en manos de las « hautes capacités », como si hubiera vuelto a abrir cada vez la cesura de las jornadas de julio. Y esto porque se sitúa en ese entredos en que la democracia más cerca está de dejar el campo libre a la acción del pueblo. Más exactamente, para salvaguardar la acción libre que la democracia insurgente se constituye como lucha en dos frentes. Un contraejemplo puede ayudarnos mejor en esa rara situación. ¿Qué hacía Trotsky en Cours Nouveau (1923) cuando oponía la lógica autoritaria del Estado a la distinta del partido, sino impedir el desarrollo de otra lógica, la de la democracia, en guerra contra el Estado, acaso también en guerra contra el partido, nueva figura del Estado naciente? Lo que vale para lo grande sirve igual para lo micro-sociológico. Una institución fiel a la lógica insurgente navega permanentemente entre dos escollos: por una parte, el desplome sobre el peso de una tradición heredada, y de otra, la organización de una forma que viene, en proceso de construcción.

Saint Just

Aparte de un estado de gracia, la cesura trabaja para mantenerse en la apertura hacia la acción o el actuar del pueblo. La temporalidad de una democracia de estas características no será tanto la de la presencia, de la auto-coincidencia, como de la discordancia; repetida, mantenida también, en la medida en que esta lucha contra la aparición de la forma Estado, sería la de preservar y preservaría la no-identidad del pueblo consigo mismo. Temporalidad agotadora sin duda y tanto más agotadora por requerir una práctica agotadora, persistente, del conflicto, brindando a cada conflicto la posibilidad de mantener, mejor, de reavivar la cesura. Es como si, a través de ese tiempo de la cesura, se tratara de interrumpir el paso clásico, descrito por G. Landauer en La Revolución, de una utopía a una nueva topía, y de hacer su estancia en el no-lugar la utopía, para abrir al actuar del pueblo al más considerable horizonte de oportunidades. Segunda observación, la democracia insurgente no equivale a una variante del proyecto radical-liberal, el ciudadano contra los poderes, sino más bien a una fórmula en plural, los ciudadanos contra el Estado, o mejor todavía, la comunidad de ciudadanos contra el Estado.

En terminología procedente de La Boétie, la democracia insurgente significa la comunidad del todos unos —aquello que La Boétie llama la amistad— contra lo que denominaba todos Uno; y más específicamente, si nos hacemos cargo de la dimensión dinámica de las cosas políticas, la resistencia del todos unos al vuelco en todos Uno, como si la insurgencia tuviera entre otras funciones la de bloquear, detener, el deslizamiento persistentemente amenazante de la comunidad del todos unos hacia la forma unificadora del todos Uno, negadora de la pluralidad, de la condición ontológica de pluralidad. ¿Este ensayo de definición no requiere inmediatamente una revisión crítica de la noción de sociedad civil tal como es profesada por la doxa actual? Digamos que el carácter fundamental de la expresión consiste en situar entre paréntesis lo político. El término pretende designar un conjunto social —conjunto de grupos, vínculos, prácticas— que trabaja para la reproducción de una comunidad histórica dada, en campos diversos, técnicos, científicos, industriales, culturales, ideológicos; y en tanto que tal representaría el verdadero sustentáculo sobre el que reposan los estados actualmente. Allí es donde «eso va a pasar», como si la sociedad civil tuviera el monopolio de la seriedad y de la eficacia. A la sociedad civil le correspondería la asunción de la perennidad de la comunidad histórica más allá de las vicisitudes de lo político. En definitiva, no será suficiente para la sociedad civil ni para aquellos que reclaman de ella el hecho de poner entre paréntesis lo político; se tratará más bien de un cambio de dirección, de oponerse a ella para mejor reemplazarla en caso necesario, si se demuestra una carencia de lo político. El proyecto parece capaz de materializarse, porque la sociedad civil que trabaja para segregar de manera espontánea las «élites» que pueden tomar el puesto de los políticos tanto más sospechosos, cuando pretenden ahora ejercer una profesión que requiere ciertos conocimientos técnicos. La reducción de la política a la gobernanza, es decir, a la aplicación a la comunidad política del modo de gestión empresarial, no hace más que acrecentar la pretendida legitimidad de los «representantes de la sociedad civil». En el caso extremo, la noción de sociedad civil lleva implícita una mezcla confusa de antitotalitarismo venido del Este, de antiestatalismo, de liberalismo mal entendido; es una máquina antipolítica que se alimenta más o menos de la creencia que la política posee necesariamente una parte vinculada con el mal. Tampoco está prohibido preguntarse si la invocación a la sociedad civil, en nuestras sociedades de dominación y de explotación, no representa el papel de un simulacro de libertad. Frente a esta situación, ¿no sería conveniente una repolitización de la sociedad civil?6 Operación compleja que exige una serie de intervenciones críticas.

 En primer lugar, repolitizar la sociedad civil implica, si no volver al uso del término en los siglos xvii y xviii, cuando menos tenerlo en la memoria. En la Inglaterra del siglo xviii, la expresión civil society es sinónimo de political society. John Locke titula Of political civil society el capítulo VII del Ensayo sobre el gobierno civil. Más tarde, Rousseau, en ciertos textos, sobre todo, en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad, designa a la sociedad política con el apelativo de «sociedad civil». Algo parecido escribió Diderot en la Enciclopedia: «Por sociedad civil se entiende el cuerpo político de una misma nación, un mismo Estado, de una misma ciudad o de otro lugar, que forman juntos lazos políticos que les unen los unos con los otros; es el comercio civil del mundo, las conexiones que los hombres poseen conjuntamente, como súbditos de un príncipe, como ciudadanos de una ciudad y como sujetos a las mismas leyes y participantes de los mismos derechos que son comunes a todos quienes componen esa misma sociedad.» En los escritos kantianos se insta vigorosamente a distinguir entre la sociedad civil jurídica/legal y sociedad civil ética sin la que la organización del Estado corre el peligro de ser destruida. Es con Hegel, lector atento de los economistas ingleses, que el concepto de sociedad civil sufre un desplazamiento significativo de lo político a lo económico, incluso conservando un carácter político. La sociedad civil se convierte en sociedad civil-burguesa, consistente en un sistema de necesidades que descansa bajo una estructura antagónica hasta cierto punto cercana a la guerra de todos contra todos. Cierto es que los órganos de mediación tienden a la cancelación de los conflictos, pero esto solo sucede a nivel del Estado, y gracias aese mismo Estado, los conflictos de la sociedad civil-burguesa podrán ser superados de forma que el Estado se manifieste en tanto que totalidad orgánica. El desplazamiento hegeliano produce un doble efecto: por una parte, la sociedad civil, a pesar de su conversión en económica, se encuentra que ahora le corresponde a lo político, en la concepción hegeliana del Estado, imponer su norma y su base al orden económico y no a la inversa; por otra parte, Hegel historiza el concepto de sociedad civil. Con la filosofía hegeliana, «la noción abstracta de sociedad civil llega a su verdad: la sociedad civil es burguesa»7. La sociedad civil no puede ser su propio fin. Desgarrada por sus contradicciones internas, no puede acceder ni a la libertad ni a la unidad. El antagonismo entre riqueza y pobreza es el primer conflicto que la divide. En Los principios de la filosofía del derecho, Hegel escribió: «...se acrecienta la acumulación de las riquezas, por una parte... como, por otra parte, la individualización y limitación del trabajo particular, y de ese modo la dependencia y penuria de la clase ligada a ese trabajo...», o todavía: «Aquí se hace patente que la sociedad civil en medio del exceso de riqueza no es suficientemente rica, es decir, en su propia fortuna no posee suficiente para gobernar el exceso de miseria y el surgimiento de la plebe»8. Procede repolitizar la sociedad civil. Esta decisión no significa volver pura y simplemente a los teóricos políticos de los siglos xvii y xviii, anteriores a Hegel. La operación se muestra más compleja, más difícil.

En oposición a la reducción de la sociedad civil en económica, se impone el necesario reconocimiento de la significación política; pero incluyendo también requerimientos complementarios. De entrada, el retorno a la sinonimia entre la sociedad civil y la sociedad política no significará ir hasta profesar, siguiendo el ejemplo de los teóricos prehegelianos, una sinonimia igual entre sociedad política y Estado. En efecto, ¿no revela la hendidura hegeliana entre sociedad civil y Estado otra posible que hasta ahora ha pasado desapercibida, tan espontáneamente oculta por el estatalismo hegeliano: la que se da entre comunidad política y Estado? Con este propósito, un trabajo crítico podría mostrar todo lo que el concepto hegeliano de sociedad civil, a pesar del movimiento hacia la economía, mantiene de dimensión política que tiende a eliminar, pero que no lo logra en su totalidad. Si el Estado es una forma posible de comunidad política, no es la forma necesaria. Reconocer que ha existido, que existe, que puede haber otras comunidades políticas distintas que el Estado, es decir, que no encuentran su plenitud, su perfección en el Estado. Comunidades políticas a-estáticas, incluso contra el Estado. En efecto, son formas concebibles de la comunidad política que se constituyen contra el Estado, contra el surgimiento de un poder separado. ¿No es ésta una de las lecciones de la nueva antropología política, de la revolución copernicana de Pierre Clastres, en su estudio de las sociedades salvajes, no de sociedades sin Estado, sino contra el Estado?9 ¿No es eso lo que Rousseau tenía en perspectiva cuando emplazó a distinguir entre el «cuerpo del pueblo» y el «cuerpo del Estado», y no es precisamente este cuerpo del pueblo el que se manifiesta en su oposición al Estado, luchando por recobrar su acción política que se desarrolla en la cesura entre dos formas estáticas? ¿No es esta forma de afirmación de lo político que constituye una parte de toda revolución moderna, deseosa de manifestar en el acto la «capacidad política» del pueblo, la capacidad política del todos unos? ¿No es eso lo que está en juego en el antagonismo de las posiciones revolucionarias; una, la jacobina llamando a empararse del Estado; otra, la comunalista o la consejista aspirando a desgajarlo para dejar libre curso a una comunidad política antiestatalista, aquello que Marx entendía, a propósito de la Comuna de París, por el término misterioso de constitución comunal? Esta afirmación de una comunidad política no estatalista conlleva una doble batalla. Si bien está claro que lucha contra la identificación de la política con el Estado a la cual procede el hegelianismo de manera que el Estado englobe toda política posible, no menos rechaza un anarquismo «burdo» como el de Martin Buber en Utopía y socialismo, el cual, por ejemplo, solo se contenta dando la vuelta a Hegel haciendo jugar lo social contra lo político, y llega a la conclusión de que la reactivación del tejido social, el inmediato advenimiento de lo social, debe representar el fin, la desaparición, de lo político, asimilado sin más a la dominación estatalista. Repolitizar la sociedad civil es entonces descubrir la posibilidad de una comunidad política externa al Estado y contra él. Frente a esta posibilidad, se comprende mejor la puesta entre paréntesis de lo político, la despolitización que practica la neutralización presente de la sociedad civil, antecámara de la gobernanza consensualista. Mediante esta neutralización, ¿no se trata de conjurar el «espectro» de una comunidad política no estatalista, mejor antiestatalista? Por otra parte, en este trabajo de repolitización de la sociedad civil no puede haber ninguna vacilación con respecto a una vuelta colindante a Hegel, porque se le debe el haber puesto en evidencia los antagonismos que tiran opuestamente de la sociedad civil, el principal de los cuales es la oposición entre riqueza y pobreza.

Si repolitizar la sociedad civil lleva a revelar la existencia de una comunidad política susceptible de levantarse contra el Estado, está claro que no puede concebirse bajo el modelo del Estado, un todo orgánico, una sociedad política unificada y reconciliada. Más bien es obligado pensarla como dividida, ya sea para reavivar la tradición maquiavélica sensible al antagonismo, en cualquier ciudad humana entre los grandes y el pueblo, ya sea por considerar la comunidad política como una respuesta a la cuestión polémica de la igualdad. Pensándolo bien, esta opción de repolitizar la sociedad civil, es decir, de restaurar su significado político, ¿no reproduce el gesto de Marx en la Crítica del derecho político hegeliano, para que se acepte la hipótesis de lectura queproponemos? El objetivo de Marx en 1843 no sería, como afirmará más tarde en 1859, epistemológico, la determinación del lugar del estatuto de lo político en la totalidad social, constitutiva de una teoría crítica; sino filosófico y político conjuntamente. Sería cuestión de sustituir un modo de pensar democrático por una forma burocrática de hacerlo, y siempre bajo la influencia del logicismo hegeliano. No sería así para Marx, en analogía con los ingleses y Hegel, definir a la sociedad civil como el conjunto de condiciones de la vida material y de buscar la anatomía en la economía política, sino ir en busca de un sujeto originario del cual proceden tanto la familia como la sociedad civil, a saber, el demos total. «Lo que se necesita es comenzar desde el sujeto real y considerar su objetivación», dice Marx. Es en la investigación del sujeto real que aparece la verdadera democracia como forma de objetivación política, de comunidad política que va junto con la desaparición del Estado político, tomado como la forma organizadora. ¿No es precisamente para escapar del desplazamiento hegeliano que Marx contempla la sociedad civil-burguesa, no en su materialidad, ni en su facticidad, sino en su movimiento fuera de sí mismo, en lo que él llama su «éxtasis», como si en este movimiento surgiera, en la forma de la verdadera democracia, la comunidad política de la que la sociedad civil es portadora a condicikon  , a través del acto político, de salir fuera de sí misma? Estas son las líneas principales que permiten trazar los contornos de lo que se entiende por democracia insurgente. Si uno utiliza el vocabulario de Rousseau, la democracia insurgente puede ser definida como la aparición del cuerpo del pueblo contra el cuerpo del Estado; en otras palabras, la manifestación de la relación política como producto del sujeto real, el «demos total». Sin embargo, vale la pena aclarar, alejándose de Marx y del término, prefiriendo el todos unos, que el cuerpo del pueblo no es concebible como un organismo sustancial, que recae sobre sí mismo, sino como un cuerpo dividido, hecho trizas, en marcha hacia la búsqueda interminable de una identidad problemática. De hecho, la comunidad política se constituye bajo la verificación de los conflictos múltiples que, con el objetivo de hacer pasar en todos los ámbitos, gracias a la reducción, la universalidad democrática, bien una experiencia de libertad que se da como rechazo de la dominación, como no dominación.

Pierre Clastres
Tres características pueden reconocerse en la democracia insurgente: — La democracia insurgente no es una variante de la democracia conflictual, sino su exacto opuesto. Mientras que la democracia conflictual practica el conflicto en el interior del Estado, del Estado democrático que en propio nombre se da como una evitación del conflicto primero, inclinando de una vez por todas la conflictualidad hacia el compromiso permanente, la democracia insurgente sitúa el conflicto en otro lugar, en el exterior del Estado, contra él, y bien lejos de practicar el desbloqueo del conflicto mayor —la democracia contra el Estado— no se echa para atrás, si es necesario, frente de la ruptura. La democracia insurgente nace de la intuición de que no hay verdadera democracia sin reactivar la impulsión profunda contra toda forma de arkhè, impulsión anárquica que se dirige entonces prioritariamente contrala manifestación clásica del argé —a la vez principio y mandato— a saber, el Estado. En este sentido, la insurgencia es el manantial vivo de la verdadera democracia; igual que, según Maquiavelo, la lucha permanente entre la plebe y el Senado, los tumultos de la plebe, eran la fuente de la libertad romana. — La insurgencia es el momento de la cesura entre dos formas estatalistas; es reconocer que la democracia que se inspira en ella trabaja por la preservación de ese momento de la cesura, de modo tal que se mantenga viva la acción, en el sentido arendtiano del término, y que se preserve de su transformación en obra.

 La democracia insurgente es lucha continua por la acción contra el hacer. — Lo propio de la democracia insurgente es desplazar sustancialmente lo que esté en juego. En lugar de concebir la emancipación como la victoria de lo social (una sociedad civil reconciliada) sobre lo político, que comportaría al mismo tiempo la desaparición de lo político, esta forma de democracia hace surgir, trabaja para que surja continuamente, una comunidad política contra el Estado. Reemplaza la oposición entre lo social y lo político por la de lo político y lo estatal. Destronando al Estado, dirige la política contra lo estatal y abre el abismo a menudo oculto entre lo político y el Estado. El Estado no es la última palabra de lo político, su realización. Todo lo contrario, no es sino la forma sistemática, destructiva, del todos unos en nombre del Uno. Democracia insurgente e Institución En tiempos en los que el nombre de la democracia se asocia con guerras sangrientas, con cruzada del bien contra el mal, con torturas, es necesario, urgente, definir con la máxima precisión la democracia para separarla de esas empresas obviamente no democráticas, el «cáncer de la democracia», en términos de Pierre Vidal-Naquet. También algunos, desde hace mucho tiempo ya, ansiosos de arrebatar la democracia a su neutralización, de destrivializarla, han escogido calificaciones para disimular su diferencia, su alejamiento de los fenómenos de dominación, tratando de ocultarlos bajo su nombre. Entre muchos de estos calificativos guardaremos el de democracia salvaje de Claude Lefort, o el de democracia radical. De todos modos, la falta de caracterización de la democracia hace que ésta corra el riesgo de perder toda imagen que la haga reconocible, sería arrastrada hacia la zona gris de la trivialización universal. En el lenguaje cotidiano de nuestra sociedad, ¿no es constantemente confundida con el Estado de derecho o con el gobierno representativo? Por mi parte, propongo el término «democracia insurgente». Pero como se sabe, el problema es que el término «insurgente» solo existe en francés en la forma reflexiva. ¿Por qué la elección de esta identificación, con ayuda de un participio presente que bordea el neologismo? Si he preferido democracia insurgente a democracia insurreccional se debe a que, gracias a la forma verbal, puedo hacer notar dos características: — La democracia no es un régimen político, sino que en primer lugar es una acción, una forma de acción política, específicamente aquella en que la irrupción del demos, el pueblo en la escena política —en oposición a lo que Maquiavelo llama los «grandes»—, lucha por el establecimiento de un Estado de no dominación en la ciudad. — La acción política concernida no es la de un instante, sino la acción continua inscrita en el tiempo, siempre a punto para resurgir debido a los obstáculos hallados. Se trata del nacimiento de un proceso complejo, de una institución de lo social, orientado a la no dominación que constantemente se concibe para mejor perseverar en su ser y deshacer los movimientos de oposición que amenazan con aniquilarla y regresar a un estado de dominación. Democracia insurgente en lugar de democracia insurreccional que evoca convenientemente una manera de actuar del pueblo, pero sin tener en cuenta la integración continuada en el tiempo. En este sentido, atendiendo a las jornadas revolucionarias que marcaron el curso de la Revolución Francesa, mediante la observación de su sucesión, su ritmo, podríamos definir la Revolución como una democracia insurgente que ha surgido y continuado desde 1789 hasta 1799, si tomamos en cuenta la Conspiración de los Iguales. Como si, durante esos diez años, en ocasiones varias, el pueblo hubiera tenido que irrumpir en la escena revolucionaria para proclamar su vocación de actuar simultáneamente contra el Estado del Antiguo Régimen y sus restos y contra el nuevo Estado, el «gobierno revolucionario», para reafirmar su compromiso con un modo de ser de lo político, bajo el signo de la no dominación.

El último libro de Sophie Wahnich, La longue patientie du peuple, se muestra en esa dirección. En esta perspectiva, fueron notables las últimas insurrecciones del año III, de Germinal (abril de 1795) y especialmente Prairial (mayo de 1795), en el curso de las cuales el pueblo —lo que quedaba de las secciones de París— invadió la Convención con una doble consigna: Pan y La Constitución de 1793, tal como se encuentra en un panfleto anterior al evento: Sublevación del pueblo para obtener pan, recuperar sus derechos. Mediante la vinculación de la constitución a la demanda de pan, ¿qué hacia el pueblo sino reclamar, inclusive el derecho a la insurrección que le reconocía la Constitución de 1793? ¿Qué hacía sino luchar por recuperar el poder que le pertenecía como soberano, es decir, el poder constituyente? En este combate de los dos primeros días de Prairial percibimos los rasgos de la democracia instituyente: un agudo contraste entre el pueblo y los «grandes» de la época; según el historiador de estas insurrecciones, K.D. Tennesson, fue una ruptura abierta entre las dos partes del Tercer Estado urbano: la burguesía y el pueblo desvalido.

 Levantamientos casi exclusivamente populares, las insurrecciones del año III crean una situación de doble poder, el poder popular de los sans-culottes parisinos por un lado, la autoridad gubernamental del otro, con el proyecto de sustituirse mutuamente. De hecho, los objetivos explícitamente políticos fueron la abolición del gobierno revolucionario, el establecimiento inmediato de la Constitución de 1793, la destitución y el arresto de los vigentes gobernantes. Con más intensidad, comenzamos a ver el principio que hay detrás de la sublevación, la búsqueda de una relación política, una vinculación política fuerte, intensa, no jerarquizada, en oposición al orden, la lucha por preservar la opción de la acción del pueblo y evitar que lo que vincula a los ciudadanos degenere de nuevo en un orden constringente, vertical, jerárquico, ejercido desde arriba. Es suficiente con leer el folleto L’Insurrection du peuple... para ver aparecer de la manera más clara el contraste entre el vínculo y el orden. «Los ciudadanos y las ciudadanas de todas las secciones por igual empezarán desde cualquier punto en un desorden fraternal, y sin esperar el movimiento de las secciones adyacentes, que se irán con ellos, con el fin que el gobierno astuto y traicionero no pueda ya embozalar al pueblo como ha hecho siempre, y conducirlo, como un rebaño, por los jefes que se venden a él y que nos engañan»10.

 El desorden fraternal contra el poder de los jefes, en fin, la no dominación, un vínculo político no insoportable, igualitario contra el orden. Una de las críticas más frecuentes que me ha sido formulada es que la democracia insurgente, en un principio negativa, principalmente anclada en las raíces del acontecimiento insurreccional, haría caso omiso de la institución o al menos le concedería poco espacio. La democracia insurgente se haría invisible en el paso de la negatividad a la institución, «modelo positivo de acción»; existiría un antagonismo necesario entre insurgencia e institución. Es cierto que este comentario toca una dificultad importante. Pero escandalosamente simplista sería la representación de la relación entre la democracia insurgente y la institución bajo el único signo del antagonismo, como si una siempre se mostrara en una emoción instantánea y la otra estuviera, inevitablemente, encarada a un estatalismo marmóreo. Una primera respuesta provisional se hace necesaria: hay una relación posible, concurrente, entre democracia insurgente e instituciones, desde el momento en que el acta constitucional, la norma básica, reconoce al pueblo el derecho de insurrección, como sucede en la Constitución de 1793. Pedir su regreso fue un reclamo a la legitimidad de la insurgencia. Pero precisamente la derrota de la insurrección de Prairial significó que la nueva Constitución del año III que sacralizó el orden propietario, había eliminado el derecho de insurrección, y asestado un daño irreparable a la imaginación política. Décadas de gobiernos fuertes, experiencias totalitarias, prácticas autoritarias vuelven inconcebible la inscripción de un derecho a la insurrección en un acto constitucional, como si el poder constituyente se plegara a un «horizonte insuperable», forma tan querida de los defensores del orden establecido. Sin embargo, si la democracia tiene por objetivo establecer una comunidad política que mantenga a distancia la dominación, que busque el establecimiento de lo social bajo elsigno de la no dominación, ¿cuál es el mecanismo que preserva este principio, si no es el derecho a la insurrección, del que debe hacerse uso siempre que el deseo de dominar de los grandes llegue a pesar más que el deseo de libertad del pueblo? Verdad difícil de entender; pero la dificultad reside más en el Zeitgeist que en la cosa misma. Pero no le basta a la democracia insurgente con estar vinculada al derecho de insurgencia para resolver el problema. Todavía debe remarcarse que esa democracia que tiene por principio la no dominación no se desarrolla en un espacio-tiempo políticamente vacío e indiferenciado. Su relación con la efervescencia no debe llevarnos a engaño; la efervescencia no es lo instantáneo. No pertenece solo al presente. Por lo tanto, para salvaguardar la acción del pueblo, puede dirigirse a las instituciones que, en el momento de su creación, tuvieron como objetivo promover el ejercicio de tal acción. Por lo tanto, en los eventos de Prairal, la insurrección adquirió fuerza con las secciones de París y los diputados montagnards que la apoyaron y la sometieron a votación, en el primer día de Prairial, con la Convención invadida, la permanencia de las secciones abolida por un decreto del 9 de septiembre de 1793. En la misma medida en que la insurgencia puede establecer un tránsito entre insurgencia e institución, puede establecer una circulación entre el presente del acontecimiento y el pasado, mientras se reencuentren instituciones emancipadoras que sean también promesas de libertad. En este caso, el pueblo se rebela en contra del presente que falta a las instituciones liberadoras, al respeto que él requiere. Por lo tanto, los resultados concluyen en una formulación más matizada: la democracia insurgente, lejos de ser por principio hostil a cualquier institución y a toda relación con el pasado, es selectiva. Conducida como cualquier movimiento político a inscribirse en el tiempo, distingue entre las instituciones que favorecen la acción política del pueblo y las que no lo favorecen. El criterio para su decisión es la no dominación. No hay antagonismo sistemático entre la democracia insurgente y las instituciones, siempre y cuando éstas trabajen para conservar ese estado de no dominación y actúen como diques para obstaculizar el deseo de dominar de los grandes, y hagan posible, haciéndolo, las experiencias de libertad del pueblo. Por el contrario, cualquier institución gubernamental o de otro tipo que pueda alentar a una nueva posición de dominio en manos de los nuevos grandes solo puede despertar la hostilidad de la democracia insurgente. Una complejidad similar se percibe, si se encara el problema del lado de la institución. Para hacerlo, tal vez debamos seguir la vía abierta por Saint-Just en Les Institutions républicaines, a saber, la de la oposición entre las instituciones y las leyes, siendo otorgada a las instituciones la preeminencia y la desconfianza reservada a las disposiciones legales, tal como aparece en el manuscrito «Una ley contraria a las instituciones es tiránica... Obedecer la ley, no es una evidencia; porque la ley no es a menudo otra cosa que la voluntad del que la impone. Tenemos el derecho a resistir a las leyes opresivas»11.

 Sin entrar entodo el proceso de Saint-Just, démonos cuenta que la república debe establecerse primero mediante un tejido institucional, una especie de base original, que se diferencia claramente tanto del gobierno, «la máquina de gobierno», como de las leyes siempre susceptibles de ocultar arbitrarios actos de poder. Estas instituciones que están destinadas a vincular a los ciudadanos y las ciudadanas mediante relaciones generosas deben llevar en sí, tanto en su forma como en su contenido, una especie de esencia de la república, del principio republicano y algo como su anticipación en la forma de totalidad dinámica. Es por esta razón que las instituciones se declaran como «el alma de la República».

 Incluso si el pensamiento de Saint-Just no se cumplió plenamente, fue capaz de resaltar una especificidad de la institución, no reducible a las leyes y la maquinaria necesarias para gobernar. Especificidad reconocida incluso por Marx en La lucha de clases en Francia, donde observa que la república de febrero de 1848, república burguesa, se vio obligada bajo la presión del proletariado a dotarse de «instituciones sociales» y en la que distingue, aunque sea para establecer una crítica a la timidez, un movimiento que implica ir más allá de la república burguesa «en la idea, y en la imaginación»12. La institución, más matriz que marco, contiene una dimensión imaginaria, de anticipación, que posee en sí misma la fuerza de iniciar, crear costumbres, o más bien actitudes y comportamientos, que se dirijan hacia la emancipación que ella misma anuncia. En este sentido la institución, «sistema de anticipación» —la llama Gilles Deleuze—, se opone a la ley, en la medida en que lleva en sí una exigencia —la exigencia de una libertad a otras libertades— que la distingue radicalmente de la obligación propia de la ley, con sus sanciones por incumplimiento. Por ello Gilles Deleuze define en estos términos la diferencia entre la institución y la ley: «Ésta es una limitación de las acciones, aquella un modelo positivo de acción»13. Queda una objeción. ¿No habrá incompatibilidad, contradicción, entre la insurgencia que se manifiesta en un presente en efervescencia, experimentando la movilidad extrema, y la institución? Incompatibilidad en varios aspectos: la efervescencia sería tal que la institución apenas se llevaría a cabo; además, ésta no tendería al inmovilismo, pero al menos a una estabilidad que de por sí se resistiera al cambio, a la temporalidad de la democracia. Sobre el primer punto, lo hemos observado, es posible que la insurgencia, con una circulación entre presente y pasado, se apoye en ciertas instituciones que informen un contexto político. O incluso puede que la democracia insurgente, para perseverar en su ser y no ser reducida a fuegos de artificio, llame, despierte, en un cierto sentido a la institución, destinada en este caso a articular el principio de no dominación y un cierto amarre en el tiempo, en la confrontación de dos temporalidades. Sobre el segundo punto debemos tener cuidado con las conclusiones precipitadas. De acuerdo con Merleau-Ponty, la institución dota ala experiencia de una dimensión sostenible14. Pero ese carácter duradero que permanece en el tiempo no equivale tanto a un inmovilismo como a la dimensión sostenible que puede mostrarse en una duración creativa e innovadora a la manera de Bergson. También surge la pregunta sobre si el carácter anticipador de la institución, su relación con el imaginario, con el proyecto, no funciona dentro de la «sostenibilidad», como si la dimensión sostenible, en lugar de ser resistencia, barriera para el cambio, se transformara en trampolín y se manifestara como una base para su estabilidad sobre la aplicación de la invención y la innovación.

En esta concepción anticipadora de la institución, es importante poner de relieve la duración creadora en detrimento de la lenta y uniforme, origen de la desaceleración y el equilibrio. Debemos al jurista Maurice Hauriou, a la luz de la institución, la distinción entre ambas formas de la duración. Él mismo escribió: «La institución es, en todos sus aspectos significativos, la categoría del movimiento»15. En este caso, la institución podría hacerse fácilmente a la temporalidad democrática. De ahí surge una ambigüedad: ¿a qué elemento cabe dar prioridad, al dinamismo o a la permanencia y la estabilidad? En la hipótesis de una democracia contra el Estado, de una democracia insurgente que implica un distanciamiento de la soberanía, de la ley, en nombre de la institución, ésta solo puede elegir el camino de una mayor plasticidad, de una mayor apertura al acontecimiento, una mayor disposición para dar cabida a lo nuevo.

El cruce de estas complejidades, tanto de la insurgencia como de la institución, puede proporcionar una idea, en contraste con las críticas que se le hicieron, de cómo pensar en su conjunto la democracia insurgente, su propia temporalidad, y la institución desde la perspectiva según la cual esta última, entrada a su vez en su temporalidad específica, lejos de resultar ajena a la efervescencia democrática, o de combatirla, puede reaccionar más eficazmente que la democracia, se la puede concebir y practicar contra el Estado, especialmente si se aparece como la manifestación de un derecho no estatal, antiestatal, el derecho social. De hecho, la idea de institución va acompañada a menudo del argumento de que el Estado no es la principal fuente de derecho. Si permanecemos atentos a Saint-Just y sus valiosas distinciones entre ley, institución y máquina de gobierno, no extrañas a los filósofos de la institución, entenderemos que es entre la ley, la máquina de gobierno por una parte, y la democracia insurgente por otro, que hay conflicto, incompatibilidad, pero no entre ella y la institución.

 Aunque debemos tener cuidado de no confundir el Estado y el gobierno, acudamos a William Godwin, autor de Investigación sobre la justicia política (1793), que de manera aguda supo discernir el conflicto irreconciliable entre el gobierno y la movilidad de la humanidad:
El gobierno, desde cualquier punto de vista en que examinemos esta cuestión, es, por desgracia, rico en intenciones lamentables de las que conviene lamentarse. Los verdaderos intereses de la humanidad parecen indicar un cambio constante, una innovación constante. Pero el gobierno es el eterno enemigo del cambio. Esto que ha sido muy bien observado en un sistema específico de gobierno es en gran parte real en todos: se apropian de toda primavera que haya acaecido en la sociedad y frenan su movimiento. Su deriva es la de perpetuar los abusos... Por su propia naturaleza la institución gubernamental (positiva) tiende a impedir el progreso y la plasticidad del espíritu humano16.
1. Schürmann, R. Le principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir. París: Seuil, 1982, p. 107.
2. Ver el texto «Democracia salvaje y principio de anarquía». En: Abensour, M. Por una filosofía política crítica. Ensayos. Barcelona: Anthropos, 2007.
3. Rancière, J. La Mésentente, Politique et philosophie. París: Galilée, 1995, p. 51 (trad. esp. El desacuerdo. Buenos Aires, Nueva Visión, 1996).
4. Ibidem, p. 139. O todavía: «La política no tiene arkhè. Es, en sentido estricto, anárquica. Es lo que indica el propio nombre de democracia. Tal como señaló Platón, la democracia no tiene arkhè, no está determinada» (Rancière, J. Aux bords du politique. París: La Fabrique, 1998, p. 84).
 5. Rancière, J. La Mésentente, op. cit., p. 141.
6. Incluso tratándose de un tipo diferente de problema, es importante referirse al texto de Loraux, N. «Répolitiser la cité». En: La Cité divisée. París: Payot, 1997, p. 41-47 (trad. esp. La ciudad dividida. Buenos Aires, Katz, 2008).
7. Hegel, G.W.F. La société bourgeoise. París: Maspero, 1975, p. 54-56 (presentación y traducción de J.-P. Lefebvre).
8. Hegel, G.W.F. Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho. Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, p. 243 y 245.
9. Clastres, P. La société contre l’État. París: Les Éditions de Minuit, 1974 (chap. 1: «Copernic et les sauvages»).
10. Tonnesson, K.D. La Défaite des sans-coulottes. Clavreuil, Presses Universitaires de Oslo, 1959, p. 251.
11. Saint-Just, Oeuvres complètes. París: Gallimard, 2004, p. 1136 (edición a cargo de Anne Kupiec y Miguel Abnsour).
12. Marx, K. La lutte d classes en France, 1848-1850. París: Gallimard, « Folio-Histoire », 2002.
13. Deleuze, G. Instincs et Institutions. París: Hachette, 1953, p. IX.
14. Merleau-Ponty, M. Résumés de cours. Collège de France 1952-1960. París: Gallimard, 1968, p. 61.
15. Citado por Gurvitch, G. L’idée du droit social. París: Recueil Sirey, 1932, p. 664.

Fuente: Enrahonar. Quaderns de Filosofia 48, 2012

(*):Miguel Abensour ha sido  profesor emérito de la Universidad de París 7, y antiguo presidente del College International de Philosophie. En su obra busca conciliar la idea de democracia con la idea de utopía, pensada a partir de la crítica que Levinas hace de la concepción de Martin Buber. Además, ha desarrollado una gran actividad editorial como director de la colección « Critique de la politique » en la editorial parisina Payot, y tiene el mérito de haber introducido en Francia la obra de los autores de la Escuela de Frankfurt. Es autor de numerosas obras, traducidas a las lenguas más importantes, entre las que destacan Por una filosofía política crítica (Anthropos, 2007); La democracia contra el Estado (Colihue, 1998); De la compacité : architecture et régimes totalitaires. París: Sens & Tonka, 1997; L’Utopie de Thomas More à Walter Benjamin. París: Sens & Tonka, 2000; Hannah Arendt contre la philosophie politique ? París: Sens & Tonka, 2006; L’Homme est un animal utopique / Utopiques II. Arles: Les Editions de La Nuit, 2010; Le Procès des maîtres rêveurs (nouvelle édition augmentée) / Utopiques I. Arles: Les Éditions de La Nuit, 2011.

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