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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

14/3/19

JEAN PAUL MARAT: el amigo del pueblo


La imagen que por lo común se tiene de Marat es completamente ajena y diametralmente opuesta a la realidad. En efecto, se le suele ver como un demagogo, de pocas luces, inculto, ambicioso, sucio, descuidado de su persona, ignorante de la buena sociedad y las buenas maneras, miserable, resentido, amargado, cruel, sediento de sangre, incluso un gran criminal; pero aquella bestia feroz que devoraba a los franceses y que Charlotte Corday, el ángel del asesinato (según sus partidarios y los enemigos de la Revolución), creyó matar, y que luego, con errada o interesada insistencia, se ha continuado pintando, era un hombre plenamente constante y consecuente en sus ideas y su conducta, de sólida formación humanística y científica, de múltiples y muy variadas inquietudes intelectuales, que poseía una carrera liberal y conoció el éxito profesional, y con él el económico y el social, y que sacrificó una posición brillante al estudio y la acción pública, sin obtener ni buscar en ésta recompensa ni bienestar material, de personalidad integérrima y congruente, seguro de sí, sensible y fiel tanto en su vida íntima como en el fragor de las convulsiones revolucionarias, en las que se perfilaron y aquilataron los rasgos más genuinos de su figura y en las que pereció.

Sin embargo, esta figura, por encima de la proyección universal que indudablemente tiene, reviste particular interés para los españoles y, en general, para cuantos componen el amplio mundo hispánico, pues su familia paterna provenía del Levante español.



En una época de su vida se refirió a este país como une nation que j’aime et respecte1 y por el mismo tiempo se consagró al aprendizaje de su lengua y acariciaba el propósito de radicarse en Madrid y entregarse allí a las ocupaciones y la vida del estudio.

 Jean-Paul Marat nació en Boudry, pequeña localidad del principado de Neuchâtel, el cual pertenecía entonces al dominio personal del rey de Prusia Federico II, el 24 de mayo de 1743, del matrimonio de Jean Baptiste Marat y Louise Cabrol. El padre había nacido en Cagliari, en la isla de Cerdeña, en 1705, y era un antiguo sacerdote exclaustrado que llegó a Ginebra el 7 de octubre de 1740 pour pouvoir en toute liberté faire profession de la religión protestante2 , esto es, calvinista, y la madre, en Ginebra, en 1724, de una familia de protestantes franceses, obligados a emigrar por la revocación del Edicto de Nantes en 1685. Que el apellido originario era Mara parece seguro; lo que no se ha aclarado es si la t final fue añadida por el padre en 1753 o por el propio Jean-Paul en 1773 .

 Con el destino incierto de los exclaustrados, el padre hubo de dedicarse a muy diversas ocupaciones, entre las más modestas de visos liberales y las francamente artesanales, y el hogar, con sus siete hijos, se movió en un ambiente de pequeña burguesía que pugnaba por diferenciarse del asalariado. A despecho de estrecheces o penurias, JeanPaul recibió una cuidadosa educación en la casa paterna, en la escuela de Boudry y en el colegio de Neuchâtel; su padre no aspiró a hacer de él sino un sabio, y su madre cultivó en su corazón los más elevados y delicados sentimientos, todo lo cual cayó como siembra o lluvia benéfica sobre un natural despejado, abierto, serio, fogoso, tenaz, filantrópico y laborioso, encendido bien pronto, o devorado, según sus propias palabras, por un decidido amour de la gloire.

 A la edad de dieciséis años deja a su familia y en 1760 aparece en Burdeos, como preceptor de los hijos de Pierre-Paul Nairac, rico armador y futuro diputado realista en los Estados generales, vinculado por su mujer a Suiza y al calvinismo; y en 1762 ya está en París, leyendo y estudiando de todo, ganándose acaso la vida como médico sin serlo, y entrando en relación, siquiera no fuese constante ni profunda, con los que llama nuestros pretendidos filósofos, quienes, a estar a lo que afirma, hicieron diferentes tentativas para atraerle a su partido, pero cuyos principios le inspiraron una aversión que le alejó de sus cenáculos y que había de aumentar con el tiempo, a medida que se iban desarrollando y fortaleciendo sus reflexiones y se iban definiendo sus concepciones4 .


 De súbito marcha a Londres en 1765. En el mismo breve párrafo en que lo explica por su anhelo de formarse en las ciencias y sustraerse a los peligros de la disipación, señala que allí compuso su primera obra, destinada, precisamente, a combatir el materialismo, sosteniendo, en cambio, la influencia recíproca entre el cuerpo y el alma5 . Se trata de su Essay on human soul, que aparece en Londres a finales de 1772, cuyo éxito6 , a pesar de carecer de cualquier indicación acerca de su autor, le anima a rehacerla y publicar, ya con su nombre, A philosophical essay on man, en dos volúmenes, también en Londres, en marzo de 1773 . Se habla de ella en la prensa y antes, conociéndola en el manuscrito, que le había enviado el autor, la elogió Lord Lyttleton, un gran señor cultivado, que moriría a poco y que, con el designio de ayudarle, le puso en relación con el conde Pouskin, ministro de Catalina II de Rusia en Inglaterra, encargado por la soberana de conseguir el concurso de hombres de ciencia que contribuyeran al desarrollo de su imperio. Daniel Hamiche apunta la idea8 de que Marat acudiría a la entrevista por pura cortesía hacia Lord Lyttleton, pero el caso es que, sobreponiéndose a las dificultades o necesidades que le cercaran, rehusó las brillantes propuestas del conde y mostró así con los hechos su diferencia del espíritu y el proceder de los ilustrados, siempre prontos a acogerse a la liberalidad de los príncipes, esto es, a ofrecerles sumisión y justificar el despotismo, y al mismo tiempo guardar silencio sobre sus excesos o crueldades o ensalzar su magnificencia. Sin pertenecer a ellas y muy lejos, pues, de aspirar a introducirse en las capas privilegiadas de la sociedad y pretender insertarse en las coronas de luces que rodeaban a los monarcas más eminentes de la segunda mitad del siglo XVIII, se sentía ciudadano del mundo y apóstol de la libertad, e incluso a veces su mártir; era decidido partidario y difusor de los derechos del hombre, y no menos de los del pueblo, y, naturalmente, no podía someter a nadie su fiera independencia de criterio ni substituir por el lenguaje cortesano y la adulación la franqueza y en ocasiones audacia de su palabra. Aunque para Charles Vellay la existencia de Marat durante los diez años que vivió en Inglaterra permanece en la sombra9 , se sabe que se mantuvo como médico, siempre sin título, en Londres, y veterinario en Newcastle, en contacto, según es de comprender, con humilde y también la muy pobre; viaja por el norte y hace una escapada a Holanda; presencia la corrupción que corroe el parlamentarismo inglés bajo el reinado de Jorge III y participa en las luchas populares por reivindicar la pureza de la democracia; estudia y asimismo escribe y publica con fervor, tanto obras de ciencia sobre temas diversos10 , cuanto de pensamiento político, y se gradúa de doctor en Medicina por la Universidad escocesa de San Andrés el 30 de junio de 1775.

De su estancia en Inglaterra data también su adscripción a la Masonería, en la que fue admitido, en Londres, el 15 de julio de 1774, al tercer grado11 . Tan rápidamente como había dejado París por Londres en 1765, deja Londres por París en abril de 1776, quizá con algún pronto y breve retorno a la capital inglesa, mas en seguida comenzó en la corte francesa una etapa esplendorosa, que en cierto modo, o sea, en un sentido mundano, es la más brillante de su vida. Se establece como médico y el 24 de junio de 1777 es nombrado médico de los guardias de corps del conde de Artois, cargo que desempeña hasta la segunda mitad de 1783 o principios de 178412, le reporta una renta de dos mil libras y le abre la relación con la sociedad más distinguida de la capital.

 En Londres ya había obtenido algunas curaciones notables, y en París se hace sin tardar un gran renombre en la profesión. Con evidente, pero justificado orgullo, él mismo refiere que muchos enfermos de categoría distinguida, a los que otros médicos habían abandonado y él devolvió la salud, se unieron a sus amigos y pusieron su empeño en hacerle fijar su residencia en la capital, y que él cedió a sus instancias; que el ruido de curas deslumbrantes le procuró una prodigiosa multitud de enfermos, y su puerta estaba continuamente asediada13 por los coches de personas que iban a consultarle de todas partes, y que los éxitos multiplicados hicieron que se le llamara le médecin des incurables14 . Tuvo entonces prestigio, buena posición económica, servidumbre, carruaje, comodidades, elegancia; pero ni aun así renunció a la vida del estudio ni a sus meditaciones sociales, ni dejó de escribir en uno y otro orden. Lejos de ello, instala en su propia casa un gabinete de física, toma un secretario que le ayude y emprende una serie de experimentos e investigaciones sobre materias tan diversas como el fuego, la electricidad y la luz, más interesantes, sin duda, por el espíritu de curiosidad, renovación y experimentación que denotan, por algunos atisbos significativos que descubren y por los limitados éxitos y los modestos reconocimientos que alcanzan, que por su acierto en general y la proyección ulterior de sus teorías, produciendo no pocas obras acerca de tales temas y también otras de carácter social.

 La personalidad y el relieve de que indudablemente gozaba en los círculos cultos de esta época quedan bien de manifiesto en el hecho de que nada menos que la figura ya para entonces patriarcal de Voltaire, con la enorme autoridad que le rodeaba en la última etapa de su vida, se ocupara de su estudio de años atrás sobre el hombre, aparecido primero en inglés y para entonces publicado también en francés16, y le dedicara un no insignificante y sumamente acre artículo17, donde se maravilla o afecta maravillarse de que un médico escriba de cuestiones filosóficas y le reprocha sus simpatías por Rousseau, pues crítico tan eminente no se hubiera detenido y aun enconado de no tratarse de un hombre renombrado ni críticas tan acerbas se hubieran gastado en una obra que careciera de importancia; al contrario, y a despecho de sus propósitos, transparentan una admisión no por tácita menos evidente de su entidad y sus méritos. Sus inquietudes intelectuales y la vida del estudio prevalecieron siempre en él sobre cualesquiera otros intereses y pronto le absorbieron por completo. Según sus propias palabras, después de seis años de éxito en el ejercicio de la Medicina renunció a las riquezas que su práctica le proporcionaba y se entregó al placer de difundir conocimientos útiles18. Semejante actitud le depuso de la holgura económica y las relaciones sociales en que se movía, y en adelante vivió en un ambiente mucho más modesto. De entonces son las tentativas en unos para llevarle, y de él por ir, a España, con el objeto de crear en Madrid una Academia de Ciencias, iniciativa y propósito muy propios del siglo precisamente de las Academias. Era, por cierto, un período de esplendor para el país: lo gobernaba el conde de Floridablanca y lo representaba en París el de Aranda, y ambos, cada uno desde su cargo, participaron en el conato.

 Llevaba las gestiones en la capital española, y se mantenía en relación con el primero, el amigo de Marat, Philippe - Rose Roume de Saint-Laurent, con quien aquél sostuvo una nutrida correspondencia sobre el particular entre principios de junio y finales de noviembre de 178319. Según la segunda de tales epístolas, Marat consagraba ya parte de su tiempo al estudio de la lengua española; en algún momento debió de estar o debió de ver muy avanzado el asunto, pues en la del 26 de septiembre pide un desembolso de 20 mil libras al rey de España a fin de pasar a Londres y reclutar obreros en cobre y en vidrio para llevarlos a aquel país; en la siguiente, del 6 de noviembre, se manifestaba seguro de su triunfo, cifraba su felicidad en llevar las ciencias exactas y útiles al punto más alto que pueden alcanzar, declaraba necesitar para lograrlo la protección de un gran rey y expresaba que llegaría al colmo de sus anhelos consagrando sus talentos al bien de una nación que amaba y respetaba20, y en la última cita como hombres de mérito españoles a Zunzunegui, Santa Cruz y Jorge Juan21. Sin embargo, en esta misma carta, que es la más amplia e importante y de la cual su destinatario remitió copia al conde de Floridablanca a finales de enero de 1784, se perciben los serios inconvenientes con que el proyecto había tropezado22, y a ellos se debe sin duda la extraordinaria longitud de la misiva, las alegaciones que contiene del autor pro domo sua y la copiosa serie de documentos que la acompaña23. Y, en definitiva, Roume de Saint- Laurent, detenido en la Conciergerie, escribió a Dantón y a Robespierre el 15 de julio de 1793: Yo había obtenido para Marat el puesto de director de una Academia de Ciencias en Madrid [...]; este puesto le fue robado por las pérfidas maniobras de sus enemigos24; y España hubo de esperar para tener Academia de Ciencias hasta 1847. Este desdichado episodio se entrecruzó con las pésimas relaciones que de años atrás Marat tenía con los pensadores y científicos que gozaban de reconocimiento o prestigio como tales y con las corporaciones doctas de su patria.

 Con raíces antiguas, en la época que durante su juventud pasó en París, la oposición se hizo notoria y adquirió dimensiones insalvables por un incidente que desencadenó en su corazón un resentimiento inextinguible contra los sabios oficiales y las camarillas académicas. En efecto, apenas mediado 1779 anunció al conde de Maillebois sus primeras experiencias sobre la descomposición de la luz 26; la Academia de Ciencias fue invitada a comprobarlas, y de seguido se iniciaron un juego indigno y una persecución minuciosa y encarnizada que Marat refiere con detalle a Roume de Saint-Laurent en la carta que le envió el 20 de noviembre de 1783, saldando al cabo por su parte este otro episodio con el opúsculo Les charlatans modernes ou lettres sur le charlatanisme académique, de comienzos de 1789, no publicado, empero, sino en algunos fragmentos el 17 de agosto de 1790 e íntegramente como folleto en septiembre de 1791 .

Luego de dar por concluidas sus actividades como médico y a pesar de los planes de divulgar conocimientos útiles, hay unos años, cosa de un sexenio, en que vive obscuramente, abrumado por la enfermedad y subsistiendo mediante recursos diversos. Sólo en 1789, en los pródromos de los cambios que se avecinan, vuelve a aparecer y a agitarse Marat, renovado su vigor, y según hace eclosión y va pronunciándose y afianzándose el proceso revolucionario se agranda su figura y se despliega en la multiplicidad de sus posibilidades su capacidad de pensamiento y de acción hasta identificarse en cierto modo su poderosa personalidad y la Revolución en su significado más profundo y su verdadera magnitud. Ahora bien, con buena dosis de inexactitud o de injusticia Marat veía en las mentes más esclarecidas de su medio un decidido materialismo; se refiere a ellas como nuestros filósofos, para quienes es un crimen creer en Dios28, y les atribuye el horrible proyecto de destruir todas las órdenes religiosas, de aniquilar la religión misma29, ofreciendo en su abono personal contra las críticas o asechanzas de que era objeto la garantía de respetables eclesiásticos30. En el fondo, su concepción no difería del deismo que predominaba en su tiempo.

Pero el terreno predilecto para sus inquietudes y meditaciones era el de las cuestiones políticas y sociales. Sin contar treinta años, entre 1770 y 1772, compuso su novela epistolar, integrada por noventa cartas, Les aventures du jeune comte Potowsky, cuyo manuscrito autógrafo se conservó entre sus papeles y permaneció inédito hasta 1848. Situada en el ambiente de guerras civiles que desgarraba a Polonia en el siglo XVIII y en medio de los sinsabores sentimentales que agobian al protagonista, el autor reconoce las pequeñas reformas en que se divertía puerilmente Catalina II, y también sus proyectos fallidos y, en definitiva, sus ilimitados deseos de ser adulada y los halagos de plumas mercenarias que cantan sus alabanzas, y señala cómo la autócrata mantenía la tiranía sobre sus antiguos súbditos, la miseria y el hambre que aprisionaban a la multitud, mientras la abundancia y las delicias pertenecen a unos pocos, y que, estando la mayor parte de la nación, privada del precioso bien de la libertad, todos los demás se anulan. Vovelle destaca que Marat captó y mostró en esta obra la contradicción del despotismo ilustrado: pretender que progresen las luces sin tocar las estructuras sociales fundadas en la explotación de un campesinado miserable ; lo cual equivale a postular o exigir un paso más, o sea, a adoptar una concepción o una actitud revolucionaria, y, por otra parte, la entrevista en Londres de un hombre que abrigaba y tenía escritos tales pensamientos con el conde Pouskin, más allá de las prescripciones y las fórmulas de la cortesía, evidentemente no podía de ningún modo dar fruto y estaba de antemano condenada al fracaso.

A marchas forzadas, trabajando puntualmente veintiún horas diarias durante tres meses, manteniéndose despierto mediante un consumo excesivo de café que pudo costarle la vida y quedando al cabo trece días enteros en un lastimoso estado de extenuación del que no salió más que con el socorro de la música y el reposo, redactó otra obra más terminante en el orden de sus ideas, The chains of slavery, cuya primera edición es de Londres en mayo de 1774. El motivo de semejante premura residía en su fervor por conmover a la opinión pública ante la proximidad del fin de un parlamento desacreditado por su venalidad y la inminencia de las elecciones para reemplazarlo por uno nuevo, sobre el que reposaban todas sus esperanzas. Muy diferentemente de otros franceses, Marat no era un frío espectador y admirador de la sociedad y las instituciones inglesas; vivía y trabajaba allí, en contacto inmediato con las capas sociales más necesitadas, conocía y sufría la corrupción de las instituciones, y se agitaba para contribuir al remedio de aquel deplorable estado de cosas.

Se trataba, pues, de despertar de su letargo a los ingleses, pintándoles las ventajas inestimables de la libertad, los males temibles del despotismo, las escenas espantosas y terribles de la tiranía, o, en una palabra, de traspasar a sus almas el fuego sagrado que devoraba la suya. Para ello recurrió a una argumentación de carácter clásico, basada en ejemplos del mundo antiguo y de la propia Gran Bretaña. Resumiendo su pensamiento, se tiene que, sobre un fondo rousseauniano, las naciones en sus orígenes se forman en un período o edad infantil en que la sociedad es sencilla, de costumbres duras y agrestes, de orgullo y amor a la independencia; tras lo cual, en la época juvenil se organizan para forjar un Estado temible en el exterior y tranquilo en su interior, y por fin arriban a la época de la virilidad y el florecimiento, con el desarrollo del comercio, de las ciencias especulativas, de las bellas artes, del lujo, de las buenas maneras, de cuanto es propio de la paz, la abundancia y el ocio, llegando después la degeneración y dirigiéndose a su caída. Y luego se explaya con minuciosidad acerca de los apoyos o instrumentos del despotismo o la tiranía, o, lo que viene a ser idéntico, las cadenas de la esclavitud, que dan título a la obra. La desigualdad en las riquezas provoca la pobreza, que abate a los hombres y los doblega a la dependencia y condena a la servidumbre. La concentración de las riquezas que de otro modo hubieran circulado por todo el cuerpo social genera el monopolio, que termina con la buena fe en el comercio y culmina en el desorden, el engaño y la lucha sin cuartel en la vida económicaponiendo en precaria situación al pueblo y haciendo a indigentes y opulentos por igual soportes de la opresión política. Los príncipes aprovechan todas las situaciones para innovar y robustecer su poder, poniendo sumo cuidado en impedir que se manifiesten las opiniones, que se comuniquen entre sí los diferentes sectores del Estado y concretamente la libertad de prensa y de expresión en general. Como para mantenerse libres los hombres sus ojos han de estar fijos sin cesar sobre el gobierno, las religiones constituyen un apoyo muy eficaz del despotismo, y ninguna lo favorece más que el cristianismo, pues su concepción de la tierra como mero lugar de peregrinación, su llamada a mirar con preferencia hacia un mundo superior y su prédica de la resignación hacen perder de vista el amor al bienestar y a los bienes temporales, a los que está ligado y sobre los que descansa el amor a la libertad.

 Otro instrumento del despotismo es el ejército profesional, cerrado sobre sí mismo, aislado del pueblo y al servicio del príncipe, distinto y sustraído del poder civil. Y, puesto que para permanecer libre es preciso estar constantemente en guardia contra quienes gobiernan, y esta atención continuada sobre los asuntos públicos está fuera del alcance de la multitud, demasiado ocupada en sus propios problemas, se necesita que existan hombres que vigilen con diligencia la acción del gobierno y la marcha de sus designios y manejos, y que hagan sonar la alarma y despierten de su letargo a la nación, descubriéndole el abismo que se abre bajo sus pasos e indicándole sobre quién debe caer su indignación, cuando se acerque la tempestad, pues la mayor desgracia que puede suscitarse en un país libre es la carencia de discusiones en su seno, de partidos, de efervescencia, y, cuando se enfría la sangre del pueblo, deja de preocuparse de la defensa de sus derechos y no toma parte en la gestión de la cosa pública, su libertad está perdida. Los proyectos del despotismo sólo pueden ser desconcertados por los esfuerzos de la muchedumbre; frente a él se precisa una insurrección general, en la que todos estén de acuerdo contra la tiranía, en la necesidad de un jefe y en quién sea éste, y obren organizada y rápidamente, siendo en casi todas las insurrecciones la plebe la que pone el cascabel al gato. El introductor y anotador del volumen en que se recogen los escritos menores de Marat subraya el cuidado que tomó éste en no renegar jamás de sus obras anteriores a la Revolución, sino, al contrario, relacionarlas, cada vez que se le ofrecía la ocasión, con sus concepciones del momento presente, y hacer alarde de la audacia de sus teorías, por lo demás, todas penetradas de la doble influencia de Montesquieu y de Rousseau Marat mantuvo con gran consecuencia su pensamiento en cuestión de principios, ya que no sobre los hombres.

Resulta imposible discernir en sus escritos variaciones de fondo importantes. Lo que cambia en él son sus amistades y sus odios, más que sus concepciones. La marcha de los acontecimientos y las condiciones en las cuales se desenvuelve la Revolución le permiten juzgar a los hombres bajo una nueva luz, porque se los cuestiona con circunstancias nuevas. De ahí, los cambios súbitos, las opiniones sucesivas y en apariencia contradictorias, los ataques violentos contra los ídolos de la víspera y el encarnizamiento tanto en la hostilidad como antes en la alabanza.

Apenas se divisa en el horizonte francés la posibilidad de importantes sucesos políticos, la personalidad de Marat se galvaniza y emprende una denodada actividad de publicista, que con el tiempo y los acontecimientos irá haciéndose vertiginosa y confundiéndose con su acción en todos los escenarios, sin arredrarse ni decaer nunca ni cesar sino con la muerte. Ante la caótica situación financiera de Francia, Luis XVI convoca, el 8 de agosto de 1788, los Estados generales, que no se habían reunido desde 1614; y la noticia, que Marat recibió de un amigo, le produjo una viva sensación y le hizo reponerse de una grave enfermedad, entrando de inmediato en un proceso de laboriosidad frenético, análogo al que le llevó a componer Las cadenas de la esclavitud, y escribiendo así durante los últimos meses del año su célebre Offrande à la Patrie, ou discours au TiersEtat de France, que apareció anónima en febrero de 1789. Lleva un lema tomado de las Epístolas de Horacio, se encuentra articulada en cinco discursos y posee un tono elevado, solemne, un sí es no es retórico.

 Mas no por esto ni por su moderación omite y vela sus ideas, pues empieza afirmando, con énfasis, que el poder soberano reside en el cuerpo de la nación, del cual emana toda autoridad legítima, y que los príncipes están establecidos para hacer observar las leyes, a las que ellos mismos se hallan sometidos. Como quiera que el rey no había dado muestras todavía de su verdadera catadura moral ni de su actitud política, confía en él y dice que los sufrimientos de la Patria han llegado a los oídos del monarca, que su corazón paternal se ha conmovido y que, indignado por los abusos de que servidores infieles la han hecho objeto, vuela a su socorro. De todos modos, cree que los males de los franceses concluyen y que los franceses serán libres, si tienen el coraje de serlo. Confía también en que los hombres de fortuna, los nuevos nobles, los magistrados, el clero, los hombres de letras y los sabios se unirán en el tercer estado con los obreros, los artesanos, los comerciantes, los agricultores, formando entre todos una legión innumerable e invencible, que incluya en su seno las luces, los talentos, la fuerza y las virtudes, para oponerse a la facción de quienes han probado sus pretensiones tiránicas.

Exhorta a elegir como representantes del tercer estado a hombres de buen sentido, probos, celosos del bien público, experimentados. El quinto discurso es el más interesante, porque en él propone las que denomina leyes fundamentales del reino, entre las que confiere particular relieve a las concernientes a la garantía de la libertad de prensa y a la reforma de la legislación criminal y de los tribunales. En esta materia reitera ideas que tenía expuestas en el Plan de législation criminelle, las expresa de manera más terminante o reproduce casi textualmente alguna frase rotunda. El entusiasmo, el optimismo y el idealismo de la Ofrenda a la Patria decaen pronto en el Supplément de l´Offrande à la Patrie, que aparece en abril del mismo año 1789, también anónimo y con el propio epígrafe de Horacio. Aunque todavía confía en las bellas cualidades de Luis XVI, no fía el remedio de las calamidades públicas ni siquiera en suponer a los príncipes el amor que deben tener y que casi nunca tienen al bien de su pueblo, pues así hubieran nacido con las disposiciones más felices y hubieran recibido la educación más sabia constituiría siempre una imprudencia entregarles la autoridad suprema. La felicidad pública sólo puede cimentarse en la existencia de derechos sagrados, en un estado de leyes inflexibles y en un gobierno de barreras insuperables. Es preciso dar a Francia, en lugar de un gobierno absoluto, una constitución sabia, justa y libre; y luego traza un esquema de separación de poderes inspirado evidentemente, aunque no lo nombra, en Montesquieu. Los intereses de las compañías, de los cuerpos, de los órdenes privilegiados son inconciliables con los intereses del pueblo; es sobre el rebajamiento, la opresión, el envilecimiento y la desgracias de la multitud sobre lo que un pequeño número funda su elevación, su dominación, su gloria y su dicha. Así, pues, si el pueblo no tiene nada que esperar para romper sus hierros más que de su coraje, basta con mostrarles las sinrazones, la injusticia y los ultrajes de sus tiranos, que es lo que él ha hecho. Si la salud del Estado exige que se comience por deliberar acerca de las leyes fundamentales del reino, la unidad de las decisiones exige que los tres órdenes se reúnan para deliberar sobre todos los asuntos de alguna importancia, solo uso conforme a la razón, y seguido con constancia durante varios siglos, en los que las Asambleas de la nación eran verdaderamente nacionales. Si la unidad de las decisiones exige que los tres órdenes deliberen en común, la razón quiere que opinen por cabeza, sin lo cual no habría equilibrio en los sufragios47. Que la Asamblea no se disuelva antes de haber estatuido las leyes fundamentales del reino48. Las Asambleas nacionales deben ser permanentes, y en ellas serán vanos los intentos de hacer prevalecer conveniencias personales e intereses particulares, escuchándose sólo la voz del bien público49. Se sirve de ideas y en una nota reproduce párrafos de Las cadenas de la esclavitud, sin manifestar que sea suya, sino una obra inglesa (...) igualmente notables por su energía y por su profundidad, que una sociedad patriótica, según él, se estaba ocupando de hacer traducir al francés, para poner a la nación en situación de aprovechar las grandes lecciones que contiene50.

En definitiva, la concepción política que diseña y preconiza Marat no pasa de ser la de una monarquía constitucional, si bien con una fuerte inclinación popular.

Con el desencadenarse y precipitarse de los acontecimientos y los cambios revolucionarios, empero, sus ideas, más que radicalizarse, se afianzan y se adecuan y concretan según las resistencias que despiertan y las nuevas circunstancias, y por esta vía lo que al principio era dable conseguir mediante prevenciones y mudanzas moderadas requiere progresivamente medidas más enérgicas y dolorosas y culmina en transformaciones más profundas y grandiosas; y, por otra parte, tales ideas, para ser eficaces, sin abandonar nunca la forma y las dimensiones de los folletos y panfletos de pequeña y aun mínima extensión, mas por ello mismo de mucha difusión y rápida repercusión, tienen que verterse con un ritmo continuado en periódicos que lleguen diariamente al pueblo y convertirse así en llamada y orientación cotidiana para la acción y, de ser preciso, el combate. Con lo cual irrumpió Marat y se consumió en la febricitante simbiosis de la política y el periodismo; hizo la Revolución y le hizo la Revolución, y los cuatro años que le faltaban para morir, años que fueron de fragor y de fervor, de vigilia incesante y de sacrificios crecientes, constituyeron la plenitud y la coronación de su vida.

 En la plétora de la prensa francesa de aquel tiempo publicó varios periódicos, con uno de los cuales, el de mayor importancia y duración51, llegó a identificarse y a se identificado, hasta el punto de que L´Ami du peuple tanto es su título52 como el propio apelativo personal de quien lo dirige y casi íntegramente escribe. En efecto, así como Voltaire es por excelencia el Amigo de la humanidad, noción más abstracta y acaso más generosa, Marat será para la posteridad el Amigo del pueblo, más concreta y aprehensible, de mayor significado político y social y, por consecuencia, de más fuerza y virtud operativa. Esta diferencia entre ambos sobrenombres o apelativos es elocuente acerca de la distinta personalidad de cada uno, de su contraposición y de su recíproca animadversión. Marat se contentó con sentirse siempre formando parte, y a la vez vigía y voz, de los desheredados, de los que trabajan duramente, de los que invariablemente ponen más y obtienen menos, casi nada, en las peleas por la libertad y por el pan. Sus preferencias fueron, pues, habían de ir, entre las figuras sobresalientes del pensamiento en su época, hacia Rousseau, el más grande hombre que habría producido el siglo, si Montesquieu no hubiese existido. La lealtad y consecuencia indefectible a sus principios morales y sus convicciones políticas le obligó con frecuencia a adoptar dolorosas divergencias y pugnas con personajes en los que había cifrado sus esperanzas hasta poco antes e incluso con quienes habían sido estrechamente sus amigos. De lo primero se tiene buen ejemplo en Necker, que aún merece su confianza, sin nombrarle, en el Suplemento de la Ofrenda a la Patria, y al que denuncia con insistencia sólo meses después; y de lo segundo, en Brissot de Warville, con quien había tenido una cordial amistad, y que fue luego para él una verdadera bête noire, a la que atacó con extremado rigor y sin tregua. A lo largo de toda su vida fue hombre de una pieza.


A pesar de que las etapas de convulsiones revolucionarias suelen hacer difícil y hasta imposible para quienes ejercen el poder público o influyen de cerca en él el evitar muchos excesos y la prevención o la represión de no pocos delitos, y tampoco son infrecuentes las ocasiones en que desde el propio poder o en sus proximidades se perpetran excesos y delitos, ni sus mismos, y por cierto abundantes y encarnizados, detractores pueden negar a Marat la decencia e incluso la delicadeza de su conducta, en los más diversos aspectos de su actividad, no ya en la vida pasada, sino, con gestos de espontánea honradez y de ternura sencillamente conmovedores, durante y según avanzaba y se encruelecía la Revolución. Y al fin vino a morir como vivió. Al volver a París tras una de las persecuciones que le hacían huir u ocultarse y que le provocaban pasajeros desalientos, encontró lo que Coquard califica de “un puerto de paz” entre las hermanas Simonne, Etiennette y Catherine Evrard, que habían llegado de su Borgoña nativa en la década del ochenta y trabajaban en la capital como obreras, y también el marido de la última, que era tipógrafo e imprimió muchas veces L’Ami du peuple; y se sitúa en enero de 1792 el comienzo de su unión con la primera de ellas.

Para matarle hubo que engañarla y engañarle. La vieja enfermedad se había recrudecido y se le hacía insoportable; apenas podía aliviar la comezón que le atormentaba sumergido en una bañera llena de agua, de donde sólo sacaba la cabeza que pensaba y la mano con que escribía, y, haciéndole avisar falsa y apremiantemente que traía y le proporcionaría datos relativos a la conspiración en Normandía, penetró la asesina hasta la habitación en que estaba Marat, el confiado Marat, y le apuñaló. Era el 13 de julio de 1793; fueron inútiles los esfuerzos de su hermana Albertine, que acababa de llegar de Suiza, y de Simonne, por restañarle la herida; el revolucionario murió en los brazos de ésta, en los brazos del amor, de su amor. II G

Fuente: De Estudio preliminar (2000) a una nueva edición del Plan de legislación criminal, de Jean Paul Marat (París, 1790). www.manuel-de rivacoba.blogspot.com .  MARAT o el pensamiento revolucionario en Derecho penal Por Manuel de Rivacocha. Para las notas, femision a esta fuente.

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