La imagen que por lo común
se tiene de Marat es completamente ajena y diametralmente opuesta a la
realidad. En efecto, se le suele ver como un demagogo, de pocas luces, inculto,
ambicioso, sucio, descuidado de su persona, ignorante de la buena sociedad y
las buenas maneras, miserable, resentido, amargado, cruel, sediento de sangre,
incluso un gran criminal; pero aquella bestia feroz que devoraba a los
franceses y que Charlotte Corday, el ángel del asesinato (según sus partidarios
y los enemigos de la Revolución), creyó matar, y que luego, con errada o
interesada insistencia, se ha continuado pintando, era un hombre plenamente
constante y consecuente en sus ideas y su conducta, de sólida formación
humanística y científica, de múltiples y muy variadas inquietudes
intelectuales, que poseía una carrera liberal y conoció el éxito profesional, y
con él el económico y el social, y que sacrificó una posición brillante al
estudio y la acción pública, sin obtener ni buscar en ésta recompensa ni
bienestar material, de personalidad integérrima y congruente, seguro de sí,
sensible y fiel tanto en su vida íntima como en el fragor de las convulsiones
revolucionarias, en las que se perfilaron y aquilataron los rasgos más genuinos
de su figura y en las que pereció.
Sin embargo, esta figura,
por encima de la proyección universal que indudablemente tiene, reviste
particular interés para los españoles y, en general, para cuantos componen el
amplio mundo hispánico, pues su familia paterna provenía del Levante español.
En una época de su vida se
refirió a este país como une nation que j’aime et respecte1 y por el mismo
tiempo se consagró al aprendizaje de su lengua y acariciaba el propósito de
radicarse en Madrid y entregarse allí a las ocupaciones y la vida del estudio.
Jean-Paul Marat nació en Boudry, pequeña
localidad del principado de Neuchâtel, el cual pertenecía entonces al dominio
personal del rey de Prusia Federico II, el 24 de mayo de 1743, del matrimonio
de Jean Baptiste Marat y Louise Cabrol. El padre había nacido en Cagliari, en
la isla de Cerdeña, en 1705, y era un antiguo sacerdote exclaustrado que llegó
a Ginebra el 7 de octubre de 1740 pour pouvoir en toute liberté faire
profession de la religión protestante2 , esto es, calvinista, y la madre, en
Ginebra, en 1724, de una familia de protestantes franceses, obligados a emigrar
por la revocación del Edicto de Nantes en 1685. Que el apellido originario era
Mara parece seguro; lo que no se ha aclarado es si la t final fue añadida por
el padre en 1753 o por el propio Jean-Paul en 1773 .
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A la edad de dieciséis años deja a su familia
y en 1760 aparece en Burdeos, como preceptor de los hijos de Pierre-Paul
Nairac, rico armador y futuro diputado realista en los Estados generales,
vinculado por su mujer a Suiza y al calvinismo; y en 1762 ya está en París,
leyendo y estudiando de todo, ganándose acaso la vida como médico sin serlo, y
entrando en relación, siquiera no fuese constante ni profunda, con los que
llama nuestros pretendidos filósofos, quienes, a estar a lo que afirma,
hicieron diferentes tentativas para atraerle a su partido, pero cuyos
principios le inspiraron una aversión que le alejó de sus cenáculos y que había
de aumentar con el tiempo, a medida que se iban desarrollando y fortaleciendo
sus reflexiones y se iban definiendo sus concepciones4 .
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De su estancia en Inglaterra
data también su adscripción a la Masonería, en la que fue admitido, en Londres,
el 15 de julio de 1774, al tercer grado11 . Tan rápidamente como había dejado
París por Londres en 1765, deja Londres por París en abril de 1776, quizá con
algún pronto y breve retorno a la capital inglesa, mas en seguida comenzó en la
corte francesa una etapa esplendorosa, que en cierto modo, o sea, en un sentido
mundano, es la más brillante de su vida. Se establece como médico y el 24 de
junio de 1777 es nombrado médico de los guardias de corps del conde de Artois,
cargo que desempeña hasta la segunda mitad de 1783 o principios de 178412, le
reporta una renta de dos mil libras y le abre la relación con la sociedad más
distinguida de la capital.
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La personalidad y el relieve de que
indudablemente gozaba en los círculos cultos de esta época quedan bien de
manifiesto en el hecho de que nada menos que la figura ya para entonces
patriarcal de Voltaire, con la enorme autoridad que le rodeaba en la última
etapa de su vida, se ocupara de su estudio de años atrás sobre el hombre, aparecido
primero en inglés y para entonces publicado también en francés16, y le dedicara
un no insignificante y sumamente acre artículo17, donde se maravilla o afecta
maravillarse de que un médico escriba de cuestiones filosóficas y le reprocha
sus simpatías por Rousseau, pues crítico tan eminente no se hubiera detenido y
aun enconado de no tratarse de un hombre renombrado ni críticas tan acerbas se
hubieran gastado en una obra que careciera de importancia; al contrario, y a
despecho de sus propósitos, transparentan una admisión no por tácita menos
evidente de su entidad y sus méritos. Sus inquietudes intelectuales y la vida
del estudio prevalecieron siempre en él sobre cualesquiera otros intereses y
pronto le absorbieron por completo. Según sus propias palabras, después de seis
años de éxito en el ejercicio de la Medicina renunció a las riquezas que su
práctica le proporcionaba y se entregó al placer de difundir conocimientos
útiles18. Semejante actitud le depuso de la holgura económica y las relaciones
sociales en que se movía, y en adelante vivió en un ambiente mucho más modesto.
De entonces son las tentativas en unos para llevarle, y de él por ir, a España,
con el objeto de crear en Madrid una Academia de Ciencias, iniciativa y
propósito muy propios del siglo precisamente de las Academias. Era, por cierto,
un período de esplendor para el país: lo gobernaba el conde de Floridablanca y
lo representaba en París el de Aranda, y ambos, cada uno desde su cargo,
participaron en el conato.
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Con raíces antiguas, en la época que durante
su juventud pasó en París, la oposición se hizo notoria y adquirió dimensiones
insalvables por un incidente que desencadenó en su corazón un resentimiento
inextinguible contra los sabios oficiales y las camarillas académicas. En
efecto, apenas mediado 1779 anunció al conde de Maillebois sus primeras
experiencias sobre la descomposición de la luz 26; la Academia de Ciencias fue
invitada a comprobarlas, y de seguido se iniciaron un juego indigno y una
persecución minuciosa y encarnizada que Marat refiere con detalle a Roume de
Saint-Laurent en la carta que le envió el 20 de noviembre de 1783, saldando al
cabo por su parte este otro episodio con el opúsculo Les charlatans modernes ou
lettres sur le charlatanisme académique, de comienzos de 1789, no publicado,
empero, sino en algunos fragmentos el 17 de agosto de 1790 e íntegramente como
folleto en septiembre de 1791 .
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Pero el terreno predilecto
para sus inquietudes y meditaciones era el de las cuestiones políticas y
sociales. Sin contar treinta años, entre 1770 y 1772, compuso su novela
epistolar, integrada por noventa cartas, Les aventures du jeune comte Potowsky,
cuyo manuscrito autógrafo se conservó entre sus papeles y permaneció inédito
hasta 1848. Situada en el ambiente de guerras civiles que desgarraba a Polonia
en el siglo XVIII y en medio de los sinsabores sentimentales que agobian al
protagonista, el autor reconoce las pequeñas reformas en que se divertía puerilmente
Catalina II, y también sus proyectos fallidos y, en definitiva, sus ilimitados
deseos de ser adulada y los halagos de plumas mercenarias que cantan sus
alabanzas, y señala cómo la autócrata mantenía la tiranía sobre sus antiguos
súbditos, la miseria y el hambre que aprisionaban a la multitud, mientras la
abundancia y las delicias pertenecen a unos pocos, y que, estando la mayor
parte de la nación, privada del precioso bien de la libertad, todos los demás
se anulan. Vovelle destaca que Marat captó y mostró en esta obra la
contradicción del despotismo ilustrado: pretender que progresen las luces sin
tocar las estructuras sociales fundadas en la explotación de un campesinado
miserable ; lo cual equivale a postular o exigir un paso más, o sea, a adoptar
una concepción o una actitud revolucionaria, y, por otra parte, la entrevista
en Londres de un hombre que abrigaba y tenía escritos tales pensamientos con el
conde Pouskin, más allá de las prescripciones y las fórmulas de la cortesía,
evidentemente no podía de ningún modo dar fruto y estaba de antemano condenada
al fracaso.
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Se trataba, pues, de
despertar de su letargo a los ingleses, pintándoles las ventajas inestimables
de la libertad, los males temibles del despotismo, las escenas espantosas y
terribles de la tiranía, o, en una palabra, de traspasar a sus almas el fuego
sagrado que devoraba la suya. Para ello recurrió a una argumentación de
carácter clásico, basada en ejemplos del mundo antiguo y de la propia Gran
Bretaña. Resumiendo su pensamiento, se tiene que, sobre un fondo rousseauniano,
las naciones en sus orígenes se forman en un período o edad infantil en que la
sociedad es sencilla, de costumbres duras y agrestes, de orgullo y amor a la
independencia; tras lo cual, en la época juvenil se organizan para forjar un
Estado temible en el exterior y tranquilo en su interior, y por fin arriban a
la época de la virilidad y el florecimiento, con el desarrollo del comercio, de
las ciencias especulativas, de las bellas artes, del lujo, de las buenas
maneras, de cuanto es propio de la paz, la abundancia y el ocio, llegando
después la degeneración y dirigiéndose a su caída. Y luego se explaya con
minuciosidad acerca de los apoyos o instrumentos del despotismo o la tiranía,
o, lo que viene a ser idéntico, las cadenas de la esclavitud, que dan título a
la obra. La desigualdad en las riquezas provoca la pobreza, que abate a los
hombres y los doblega a la dependencia y condena a la servidumbre. La
concentración de las riquezas que de otro modo hubieran circulado por todo el
cuerpo social genera el monopolio, que termina con la buena fe en el comercio y
culmina en el desorden, el engaño y la lucha sin cuartel en la vida económicaponiendo
en precaria situación al pueblo y haciendo a indigentes y opulentos por igual
soportes de la opresión política. Los príncipes aprovechan todas las
situaciones para innovar y robustecer su poder, poniendo sumo cuidado en
impedir que se manifiesten las opiniones, que se comuniquen entre sí los
diferentes sectores del Estado y concretamente la libertad de prensa y de
expresión en general. Como para mantenerse libres los hombres sus ojos han de
estar fijos sin cesar sobre el gobierno, las religiones constituyen un apoyo
muy eficaz del despotismo, y ninguna lo favorece más que el cristianismo, pues
su concepción de la tierra como mero lugar de peregrinación, su llamada a mirar
con preferencia hacia un mundo superior y su prédica de la resignación hacen
perder de vista el amor al bienestar y a los bienes temporales, a los que está
ligado y sobre los que descansa el amor a la libertad.
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Apenas se divisa en el
horizonte francés la posibilidad de importantes sucesos políticos, la
personalidad de Marat se galvaniza y emprende una denodada actividad de
publicista, que con el tiempo y los acontecimientos irá haciéndose vertiginosa
y confundiéndose con su acción en todos los escenarios, sin arredrarse ni decaer
nunca ni cesar sino con la muerte. Ante la caótica situación financiera de
Francia, Luis XVI convoca, el 8 de agosto de 1788, los Estados generales, que
no se habían reunido desde 1614; y la noticia, que Marat recibió de un amigo,
le produjo una viva sensación y le hizo reponerse de una grave enfermedad,
entrando de inmediato en un proceso de laboriosidad frenético, análogo al que
le llevó a componer Las cadenas de la esclavitud, y escribiendo así durante los
últimos meses del año su célebre Offrande à la Patrie, ou discours au TiersEtat
de France, que apareció anónima en febrero de 1789. Lleva un lema tomado de las
Epístolas de Horacio, se encuentra articulada en cinco discursos y posee un
tono elevado, solemne, un sí es no es retórico.
Mas no por esto ni por su moderación omite y
vela sus ideas, pues empieza afirmando, con énfasis, que el poder soberano
reside en el cuerpo de la nación, del cual emana toda autoridad legítima, y que
los príncipes están establecidos para hacer observar las leyes, a las que ellos
mismos se hallan sometidos. Como quiera que el rey no había dado muestras
todavía de su verdadera catadura moral ni de su actitud política, confía en él
y dice que los sufrimientos de la Patria han llegado a los oídos del monarca,
que su corazón paternal se ha conmovido y que, indignado por los abusos de que
servidores infieles la han hecho objeto, vuela a su socorro. De todos modos,
cree que los males de los franceses concluyen y que los franceses serán libres,
si tienen el coraje de serlo. Confía también en que los hombres de fortuna, los
nuevos nobles, los magistrados, el clero, los hombres de letras y los sabios se
unirán en el tercer estado con los obreros, los artesanos, los comerciantes,
los agricultores, formando entre todos una legión innumerable e invencible, que
incluya en su seno las luces, los talentos, la fuerza y las virtudes, para
oponerse a la facción de quienes han probado sus pretensiones tiránicas.
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Con el desencadenarse y
precipitarse de los acontecimientos y los cambios revolucionarios, empero, sus
ideas, más que radicalizarse, se afianzan y se adecuan y concretan según las
resistencias que despiertan y las nuevas circunstancias, y por esta vía lo que
al principio era dable conseguir mediante prevenciones y mudanzas moderadas
requiere progresivamente medidas más enérgicas y dolorosas y culmina en transformaciones
más profundas y grandiosas; y, por otra parte, tales ideas, para ser eficaces,
sin abandonar nunca la forma y las dimensiones de los folletos y panfletos de
pequeña y aun mínima extensión, mas por ello mismo de mucha difusión y rápida
repercusión, tienen que verterse con un ritmo continuado en periódicos que
lleguen diariamente al pueblo y convertirse así en llamada y orientación
cotidiana para la acción y, de ser preciso, el combate. Con lo cual irrumpió
Marat y se consumió en la febricitante simbiosis de la política y el
periodismo; hizo la Revolución y le hizo la Revolución, y los cuatro años que
le faltaban para morir, años que fueron de fragor y de fervor, de vigilia
incesante y de sacrificios crecientes, constituyeron la plenitud y la coronación
de su vida.
En la plétora de la prensa francesa de aquel
tiempo publicó varios periódicos, con uno de los cuales, el de mayor
importancia y duración51, llegó a identificarse y a se identificado, hasta el
punto de que L´Ami du peuple tanto es su título52 como el propio apelativo
personal de quien lo dirige y casi íntegramente escribe. En efecto, así como
Voltaire es por excelencia el Amigo de la humanidad, noción más abstracta y
acaso más generosa, Marat será para la posteridad el Amigo del pueblo, más
concreta y aprehensible, de mayor significado político y social y, por
consecuencia, de más fuerza y virtud operativa. Esta diferencia entre ambos
sobrenombres o apelativos es elocuente acerca de la distinta personalidad de
cada uno, de su contraposición y de su recíproca animadversión. Marat se
contentó con sentirse siempre formando parte, y a la vez vigía y voz, de los
desheredados, de los que trabajan duramente, de los que invariablemente ponen
más y obtienen menos, casi nada, en las peleas por la libertad y por el pan.
Sus preferencias fueron, pues, habían de ir, entre las figuras sobresalientes
del pensamiento en su época, hacia Rousseau, el más grande hombre que habría
producido el siglo, si Montesquieu no hubiese existido. La lealtad y consecuencia
indefectible a sus principios morales y sus convicciones políticas le obligó
con frecuencia a adoptar dolorosas divergencias y pugnas con personajes en los
que había cifrado sus esperanzas hasta poco antes e incluso con quienes habían
sido estrechamente sus amigos. De lo primero se tiene buen ejemplo en Necker,
que aún merece su confianza, sin nombrarle, en el Suplemento de la Ofrenda a la
Patria, y al que denuncia con insistencia sólo meses después; y de lo segundo,
en Brissot de Warville, con quien había tenido una cordial amistad, y que fue
luego para él una verdadera bête noire, a la que atacó con extremado rigor y
sin tregua. A lo largo de toda su vida fue hombre de una pieza.
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Para matarle hubo que
engañarla y engañarle. La vieja enfermedad se había recrudecido y se le hacía
insoportable; apenas podía aliviar la comezón que le atormentaba sumergido en
una bañera llena de agua, de donde sólo sacaba la cabeza que pensaba y la mano
con que escribía, y, haciéndole avisar falsa y apremiantemente que traía y le
proporcionaría datos relativos a la conspiración en Normandía, penetró la
asesina hasta la habitación en que estaba Marat, el confiado Marat, y le
apuñaló. Era el 13 de julio de 1793; fueron inútiles los esfuerzos de su
hermana Albertine, que acababa de llegar de Suiza, y de Simonne, por restañarle
la herida; el revolucionario murió en los brazos de ésta, en los brazos del
amor, de su amor. II G
Fuente: De Estudio
preliminar (2000) a una nueva edición del Plan de legislación criminal, de Jean
Paul Marat (París, 1790). www.manuel-de rivacoba.blogspot.com . MARAT o el pensamiento revolucionario en
Derecho penal Por Manuel de Rivacocha. Para las notas, femision a esta fuente.
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