La imagen que por lo común
se tiene de Marat es completamente ajena y diametralmente opuesta a la
realidad. En efecto, se le suele ver como un demagogo, de pocas luces, inculto,
ambicioso, sucio, descuidado de su persona, ignorante de la buena sociedad y
las buenas maneras, miserable, resentido, amargado, cruel, sediento de sangre,
incluso un gran criminal; pero aquella bestia feroz que devoraba a los
franceses y que Charlotte Corday, el ángel del asesinato (según sus partidarios
y los enemigos de la Revolución), creyó matar, y que luego, con errada o
interesada insistencia, se ha continuado pintando, era un hombre plenamente
constante y consecuente en sus ideas y su conducta, de sólida formación
humanística y científica, de múltiples y muy variadas inquietudes
intelectuales, que poseía una carrera liberal y conoció el éxito profesional, y
con él el económico y el social, y que sacrificó una posición brillante al
estudio y la acción pública, sin obtener ni buscar en ésta recompensa ni
bienestar material, de personalidad integérrima y congruente, seguro de sí,
sensible y fiel tanto en su vida íntima como en el fragor de las convulsiones
revolucionarias, en las que se perfilaron y aquilataron los rasgos más genuinos
de su figura y en las que pereció.
Sin embargo, esta figura,
por encima de la proyección universal que indudablemente tiene, reviste
particular interés para los españoles y, en general, para cuantos componen el
amplio mundo hispánico, pues su familia paterna provenía del Levante español.
En una época de su vida se
refirió a este país como une nation que j’aime et respecte1 y por el mismo
tiempo se consagró al aprendizaje de su lengua y acariciaba el propósito de
radicarse en Madrid y entregarse allí a las ocupaciones y la vida del estudio.
Jean-Paul Marat nació en Boudry, pequeña
localidad del principado de Neuchâtel, el cual pertenecía entonces al dominio
personal del rey de Prusia Federico II, el 24 de mayo de 1743, del matrimonio
de Jean Baptiste Marat y Louise Cabrol. El padre había nacido en Cagliari, en
la isla de Cerdeña, en 1705, y era un antiguo sacerdote exclaustrado que llegó
a Ginebra el 7 de octubre de 1740 pour pouvoir en toute liberté faire
profession de la religión protestante2 , esto es, calvinista, y la madre, en
Ginebra, en 1724, de una familia de protestantes franceses, obligados a emigrar
por la revocación del Edicto de Nantes en 1685. Que el apellido originario era
Mara parece seguro; lo que no se ha aclarado es si la t final fue añadida por
el padre en 1753 o por el propio Jean-Paul en 1773 .
Con el destino incierto de los exclaustrados,
el padre hubo de dedicarse a muy diversas ocupaciones, entre las más modestas
de visos liberales y las francamente artesanales, y el hogar, con sus siete
hijos, se movió en un ambiente de pequeña burguesía que pugnaba por
diferenciarse del asalariado. A despecho de estrecheces o penurias, JeanPaul
recibió una cuidadosa educación en la casa paterna, en la escuela de Boudry y
en el colegio de Neuchâtel; su padre no aspiró a hacer de él sino un sabio, y
su madre cultivó en su corazón los más elevados y delicados sentimientos, todo
lo cual cayó como siembra o lluvia benéfica sobre un natural despejado,
abierto, serio, fogoso, tenaz, filantrópico y laborioso, encendido bien pronto,
o devorado, según sus propias palabras, por un decidido amour de la gloire.
A la edad de dieciséis años deja a su familia
y en 1760 aparece en Burdeos, como preceptor de los hijos de Pierre-Paul
Nairac, rico armador y futuro diputado realista en los Estados generales,
vinculado por su mujer a Suiza y al calvinismo; y en 1762 ya está en París,
leyendo y estudiando de todo, ganándose acaso la vida como médico sin serlo, y
entrando en relación, siquiera no fuese constante ni profunda, con los que
llama nuestros pretendidos filósofos, quienes, a estar a lo que afirma,
hicieron diferentes tentativas para atraerle a su partido, pero cuyos
principios le inspiraron una aversión que le alejó de sus cenáculos y que había
de aumentar con el tiempo, a medida que se iban desarrollando y fortaleciendo
sus reflexiones y se iban definiendo sus concepciones4 .
De súbito marcha a Londres en 1765. En el
mismo breve párrafo en que lo explica por su anhelo de formarse en las ciencias
y sustraerse a los peligros de la disipación, señala que allí compuso su
primera obra, destinada, precisamente, a combatir el materialismo, sosteniendo,
en cambio, la influencia recíproca entre el cuerpo y el alma5 . Se trata de su
Essay on human soul, que aparece en Londres a finales de 1772, cuyo éxito6 , a
pesar de carecer de cualquier indicación acerca de su autor, le anima a
rehacerla y publicar, ya con su nombre, A philosophical essay on man, en dos
volúmenes, también en Londres, en marzo de 1773 . Se habla de ella en la prensa
y antes, conociéndola en el manuscrito, que le había enviado el autor, la
elogió Lord Lyttleton, un gran señor cultivado, que moriría a poco y que, con
el designio de ayudarle, le puso en relación con el conde Pouskin, ministro de
Catalina II de Rusia en Inglaterra, encargado por la soberana de conseguir el
concurso de hombres de ciencia que contribuyeran al desarrollo de su imperio.
Daniel Hamiche apunta la idea8 de que Marat acudiría a la entrevista por pura
cortesía hacia Lord Lyttleton, pero el caso es que, sobreponiéndose a las
dificultades o necesidades que le cercaran, rehusó las brillantes propuestas
del conde y mostró así con los hechos su diferencia del espíritu y el proceder
de los ilustrados, siempre prontos a acogerse a la liberalidad de los
príncipes, esto es, a ofrecerles sumisión y justificar el despotismo, y al
mismo tiempo guardar silencio sobre sus excesos o crueldades o ensalzar su
magnificencia. Sin pertenecer a ellas y muy lejos, pues, de aspirar a
introducirse en las capas privilegiadas de la sociedad y pretender insertarse
en las coronas de luces que rodeaban a los monarcas más eminentes de la segunda
mitad del siglo XVIII, se sentía ciudadano del mundo y apóstol de la libertad,
e incluso a veces su mártir; era decidido partidario y difusor de los derechos
del hombre, y no menos de los del pueblo, y, naturalmente, no podía someter a
nadie su fiera independencia de criterio ni substituir por el lenguaje
cortesano y la adulación la franqueza y en ocasiones audacia de su palabra.
Aunque para Charles Vellay la existencia de Marat durante los diez años que
vivió en Inglaterra permanece en la sombra9 , se sabe que se mantuvo como
médico, siempre sin título, en Londres, y veterinario en Newcastle, en
contacto, según es de comprender, con humilde y también la muy pobre; viaja por
el norte y hace una escapada a Holanda; presencia la corrupción que corroe el
parlamentarismo inglés bajo el reinado de Jorge III y participa en las luchas
populares por reivindicar la pureza de la democracia; estudia y asimismo
escribe y publica con fervor, tanto obras de ciencia sobre temas diversos10 ,
cuanto de pensamiento político, y se gradúa de doctor en Medicina por la
Universidad escocesa de San Andrés el 30 de junio de 1775.
De su estancia en Inglaterra
data también su adscripción a la Masonería, en la que fue admitido, en Londres,
el 15 de julio de 1774, al tercer grado11 . Tan rápidamente como había dejado
París por Londres en 1765, deja Londres por París en abril de 1776, quizá con
algún pronto y breve retorno a la capital inglesa, mas en seguida comenzó en la
corte francesa una etapa esplendorosa, que en cierto modo, o sea, en un sentido
mundano, es la más brillante de su vida. Se establece como médico y el 24 de
junio de 1777 es nombrado médico de los guardias de corps del conde de Artois,
cargo que desempeña hasta la segunda mitad de 1783 o principios de 178412, le
reporta una renta de dos mil libras y le abre la relación con la sociedad más
distinguida de la capital.
En Londres ya había obtenido algunas
curaciones notables, y en París se hace sin tardar un gran renombre en la
profesión. Con evidente, pero justificado orgullo, él mismo refiere que muchos
enfermos de categoría distinguida, a los que otros médicos habían abandonado y
él devolvió la salud, se unieron a sus amigos y pusieron su empeño en hacerle
fijar su residencia en la capital, y que él cedió a sus instancias; que el
ruido de curas deslumbrantes le procuró una prodigiosa multitud de enfermos, y
su puerta estaba continuamente asediada13 por los coches de personas que iban a
consultarle de todas partes, y que los éxitos multiplicados hicieron que se le
llamara le médecin des incurables14 . Tuvo entonces prestigio, buena posición
económica, servidumbre, carruaje, comodidades, elegancia; pero ni aun así
renunció a la vida del estudio ni a sus meditaciones sociales, ni dejó de
escribir en uno y otro orden. Lejos de ello, instala en su propia casa un
gabinete de física, toma un secretario que le ayude y emprende una serie de
experimentos e investigaciones sobre materias tan diversas como el fuego, la
electricidad y la luz, más interesantes, sin duda, por el espíritu de
curiosidad, renovación y experimentación que denotan, por algunos atisbos
significativos que descubren y por los limitados éxitos y los modestos
reconocimientos que alcanzan, que por su acierto en general y la proyección
ulterior de sus teorías, produciendo no pocas obras acerca de tales temas y
también otras de carácter social.
La personalidad y el relieve de que
indudablemente gozaba en los círculos cultos de esta época quedan bien de
manifiesto en el hecho de que nada menos que la figura ya para entonces
patriarcal de Voltaire, con la enorme autoridad que le rodeaba en la última
etapa de su vida, se ocupara de su estudio de años atrás sobre el hombre, aparecido
primero en inglés y para entonces publicado también en francés16, y le dedicara
un no insignificante y sumamente acre artículo17, donde se maravilla o afecta
maravillarse de que un médico escriba de cuestiones filosóficas y le reprocha
sus simpatías por Rousseau, pues crítico tan eminente no se hubiera detenido y
aun enconado de no tratarse de un hombre renombrado ni críticas tan acerbas se
hubieran gastado en una obra que careciera de importancia; al contrario, y a
despecho de sus propósitos, transparentan una admisión no por tácita menos
evidente de su entidad y sus méritos. Sus inquietudes intelectuales y la vida
del estudio prevalecieron siempre en él sobre cualesquiera otros intereses y
pronto le absorbieron por completo. Según sus propias palabras, después de seis
años de éxito en el ejercicio de la Medicina renunció a las riquezas que su
práctica le proporcionaba y se entregó al placer de difundir conocimientos
útiles18. Semejante actitud le depuso de la holgura económica y las relaciones
sociales en que se movía, y en adelante vivió en un ambiente mucho más modesto.
De entonces son las tentativas en unos para llevarle, y de él por ir, a España,
con el objeto de crear en Madrid una Academia de Ciencias, iniciativa y
propósito muy propios del siglo precisamente de las Academias. Era, por cierto,
un período de esplendor para el país: lo gobernaba el conde de Floridablanca y
lo representaba en París el de Aranda, y ambos, cada uno desde su cargo,
participaron en el conato.
Llevaba las gestiones en la capital española,
y se mantenía en relación con el primero, el amigo de Marat, Philippe - Rose Roume
de Saint-Laurent, con quien aquél sostuvo una nutrida correspondencia sobre el
particular entre principios de junio y finales de noviembre de 178319. Según la
segunda de tales epístolas, Marat consagraba ya parte de su tiempo al estudio
de la lengua española; en algún momento debió de estar o debió de ver muy
avanzado el asunto, pues en la del 26 de septiembre pide un desembolso de 20
mil libras al rey de España a fin de pasar a Londres y reclutar obreros en
cobre y en vidrio para llevarlos a aquel país; en la siguiente, del 6 de
noviembre, se manifestaba seguro de su triunfo, cifraba su felicidad en llevar
las ciencias exactas y útiles al punto más alto que pueden alcanzar, declaraba
necesitar para lograrlo la protección de un gran rey y expresaba que llegaría
al colmo de sus anhelos consagrando sus talentos al bien de una nación que
amaba y respetaba20, y en la última cita como hombres de mérito españoles a
Zunzunegui, Santa Cruz y Jorge Juan21. Sin embargo, en esta misma carta, que es
la más amplia e importante y de la cual su destinatario remitió copia al conde
de Floridablanca a finales de enero de 1784, se perciben los serios
inconvenientes con que el proyecto había tropezado22, y a ellos se debe sin
duda la extraordinaria longitud de la misiva, las alegaciones que contiene del
autor pro domo sua y la copiosa serie de documentos que la acompaña23. Y, en
definitiva, Roume de Saint- Laurent, detenido en la Conciergerie, escribió a
Dantón y a Robespierre el 15 de julio de 1793: Yo había obtenido para Marat el
puesto de director de una Academia de Ciencias en Madrid [...]; este puesto le
fue robado por las pérfidas maniobras de sus enemigos24; y España hubo de
esperar para tener Academia de Ciencias hasta 1847. Este desdichado episodio se
entrecruzó con las pésimas relaciones que de años atrás Marat tenía con los
pensadores y científicos que gozaban de reconocimiento o prestigio como tales y
con las corporaciones doctas de su patria.
Con raíces antiguas, en la época que durante
su juventud pasó en París, la oposición se hizo notoria y adquirió dimensiones
insalvables por un incidente que desencadenó en su corazón un resentimiento
inextinguible contra los sabios oficiales y las camarillas académicas. En
efecto, apenas mediado 1779 anunció al conde de Maillebois sus primeras
experiencias sobre la descomposición de la luz 26; la Academia de Ciencias fue
invitada a comprobarlas, y de seguido se iniciaron un juego indigno y una
persecución minuciosa y encarnizada que Marat refiere con detalle a Roume de
Saint-Laurent en la carta que le envió el 20 de noviembre de 1783, saldando al
cabo por su parte este otro episodio con el opúsculo Les charlatans modernes ou
lettres sur le charlatanisme académique, de comienzos de 1789, no publicado,
empero, sino en algunos fragmentos el 17 de agosto de 1790 e íntegramente como
folleto en septiembre de 1791 .
Luego de dar por concluidas
sus actividades como médico y a pesar de los planes de divulgar conocimientos
útiles, hay unos años, cosa de un sexenio, en que vive obscuramente, abrumado
por la enfermedad y subsistiendo mediante recursos diversos. Sólo en 1789, en
los pródromos de los cambios que se avecinan, vuelve a aparecer y a agitarse
Marat, renovado su vigor, y según hace eclosión y va pronunciándose y
afianzándose el proceso revolucionario se agranda su figura y se despliega en
la multiplicidad de sus posibilidades su capacidad de pensamiento y de acción
hasta identificarse en cierto modo su poderosa personalidad y la Revolución en
su significado más profundo y su verdadera magnitud. Ahora bien, con buena
dosis de inexactitud o de injusticia Marat veía en las mentes más esclarecidas
de su medio un decidido materialismo; se refiere a ellas como nuestros
filósofos, para quienes es un crimen creer en Dios28, y les atribuye el
horrible proyecto de destruir todas las órdenes religiosas, de aniquilar la
religión misma29, ofreciendo en su abono personal contra las críticas o
asechanzas de que era objeto la garantía de respetables eclesiásticos30. En el
fondo, su concepción no difería del deismo que predominaba en su tiempo.
Pero el terreno predilecto
para sus inquietudes y meditaciones era el de las cuestiones políticas y
sociales. Sin contar treinta años, entre 1770 y 1772, compuso su novela
epistolar, integrada por noventa cartas, Les aventures du jeune comte Potowsky,
cuyo manuscrito autógrafo se conservó entre sus papeles y permaneció inédito
hasta 1848. Situada en el ambiente de guerras civiles que desgarraba a Polonia
en el siglo XVIII y en medio de los sinsabores sentimentales que agobian al
protagonista, el autor reconoce las pequeñas reformas en que se divertía puerilmente
Catalina II, y también sus proyectos fallidos y, en definitiva, sus ilimitados
deseos de ser adulada y los halagos de plumas mercenarias que cantan sus
alabanzas, y señala cómo la autócrata mantenía la tiranía sobre sus antiguos
súbditos, la miseria y el hambre que aprisionaban a la multitud, mientras la
abundancia y las delicias pertenecen a unos pocos, y que, estando la mayor
parte de la nación, privada del precioso bien de la libertad, todos los demás
se anulan. Vovelle destaca que Marat captó y mostró en esta obra la
contradicción del despotismo ilustrado: pretender que progresen las luces sin
tocar las estructuras sociales fundadas en la explotación de un campesinado
miserable ; lo cual equivale a postular o exigir un paso más, o sea, a adoptar
una concepción o una actitud revolucionaria, y, por otra parte, la entrevista
en Londres de un hombre que abrigaba y tenía escritos tales pensamientos con el
conde Pouskin, más allá de las prescripciones y las fórmulas de la cortesía,
evidentemente no podía de ningún modo dar fruto y estaba de antemano condenada
al fracaso.
A marchas forzadas,
trabajando puntualmente veintiún horas diarias durante tres meses,
manteniéndose despierto mediante un consumo excesivo de café que pudo costarle
la vida y quedando al cabo trece días enteros en un lastimoso estado de
extenuación del que no salió más que con el socorro de la música y el reposo,
redactó otra obra más terminante en el orden de sus ideas, The chains of
slavery, cuya primera edición es de Londres en mayo de 1774. El motivo de
semejante premura residía en su fervor por conmover a la opinión pública ante
la proximidad del fin de un parlamento desacreditado por su venalidad y la
inminencia de las elecciones para reemplazarlo por uno nuevo, sobre el que reposaban
todas sus esperanzas. Muy diferentemente de otros franceses, Marat no era un
frío espectador y admirador de la sociedad y las instituciones inglesas; vivía
y trabajaba allí, en contacto inmediato con las capas sociales más necesitadas,
conocía y sufría la corrupción de las instituciones, y se agitaba para
contribuir al remedio de aquel deplorable estado de cosas.
Se trataba, pues, de
despertar de su letargo a los ingleses, pintándoles las ventajas inestimables
de la libertad, los males temibles del despotismo, las escenas espantosas y
terribles de la tiranía, o, en una palabra, de traspasar a sus almas el fuego
sagrado que devoraba la suya. Para ello recurrió a una argumentación de
carácter clásico, basada en ejemplos del mundo antiguo y de la propia Gran
Bretaña. Resumiendo su pensamiento, se tiene que, sobre un fondo rousseauniano,
las naciones en sus orígenes se forman en un período o edad infantil en que la
sociedad es sencilla, de costumbres duras y agrestes, de orgullo y amor a la
independencia; tras lo cual, en la época juvenil se organizan para forjar un
Estado temible en el exterior y tranquilo en su interior, y por fin arriban a
la época de la virilidad y el florecimiento, con el desarrollo del comercio, de
las ciencias especulativas, de las bellas artes, del lujo, de las buenas
maneras, de cuanto es propio de la paz, la abundancia y el ocio, llegando
después la degeneración y dirigiéndose a su caída. Y luego se explaya con
minuciosidad acerca de los apoyos o instrumentos del despotismo o la tiranía,
o, lo que viene a ser idéntico, las cadenas de la esclavitud, que dan título a
la obra. La desigualdad en las riquezas provoca la pobreza, que abate a los
hombres y los doblega a la dependencia y condena a la servidumbre. La
concentración de las riquezas que de otro modo hubieran circulado por todo el
cuerpo social genera el monopolio, que termina con la buena fe en el comercio y
culmina en el desorden, el engaño y la lucha sin cuartel en la vida económicaponiendo
en precaria situación al pueblo y haciendo a indigentes y opulentos por igual
soportes de la opresión política. Los príncipes aprovechan todas las
situaciones para innovar y robustecer su poder, poniendo sumo cuidado en
impedir que se manifiesten las opiniones, que se comuniquen entre sí los
diferentes sectores del Estado y concretamente la libertad de prensa y de
expresión en general. Como para mantenerse libres los hombres sus ojos han de
estar fijos sin cesar sobre el gobierno, las religiones constituyen un apoyo
muy eficaz del despotismo, y ninguna lo favorece más que el cristianismo, pues
su concepción de la tierra como mero lugar de peregrinación, su llamada a mirar
con preferencia hacia un mundo superior y su prédica de la resignación hacen
perder de vista el amor al bienestar y a los bienes temporales, a los que está
ligado y sobre los que descansa el amor a la libertad.
Otro instrumento del despotismo es el ejército
profesional, cerrado sobre sí mismo, aislado del pueblo y al servicio del
príncipe, distinto y sustraído del poder civil. Y, puesto que para permanecer
libre es preciso estar constantemente en guardia contra quienes gobiernan, y
esta atención continuada sobre los asuntos públicos está fuera del alcance de
la multitud, demasiado ocupada en sus propios problemas, se necesita que
existan hombres que vigilen con diligencia la acción del gobierno y la marcha
de sus designios y manejos, y que hagan sonar la alarma y despierten de su
letargo a la nación, descubriéndole el abismo que se abre bajo sus pasos e
indicándole sobre quién debe caer su indignación, cuando se acerque la
tempestad, pues la mayor desgracia que puede suscitarse en un país libre es la
carencia de discusiones en su seno, de partidos, de efervescencia, y, cuando se
enfría la sangre del pueblo, deja de preocuparse de la defensa de sus derechos
y no toma parte en la gestión de la cosa pública, su libertad está perdida. Los
proyectos del despotismo sólo pueden ser desconcertados por los esfuerzos de la
muchedumbre; frente a él se precisa una insurrección general, en la que todos
estén de acuerdo contra la tiranía, en la necesidad de un jefe y en quién sea
éste, y obren organizada y rápidamente, siendo en casi todas las insurrecciones
la plebe la que pone el cascabel al gato. El introductor y anotador del volumen
en que se recogen los escritos menores de Marat subraya el cuidado que tomó
éste en no renegar jamás de sus obras anteriores a la Revolución, sino, al
contrario, relacionarlas, cada vez que se le ofrecía la ocasión, con sus
concepciones del momento presente, y hacer alarde de la audacia de sus teorías,
por lo demás, todas penetradas de la doble influencia de Montesquieu y de
Rousseau Marat mantuvo con gran consecuencia su pensamiento en cuestión de
principios, ya que no sobre los hombres.
Resulta imposible discernir
en sus escritos variaciones de fondo importantes. Lo que cambia en él son sus
amistades y sus odios, más que sus concepciones. La marcha de los
acontecimientos y las condiciones en las cuales se desenvuelve la Revolución le
permiten juzgar a los hombres bajo una nueva luz, porque se los cuestiona con
circunstancias nuevas. De ahí, los cambios súbitos, las opiniones sucesivas y
en apariencia contradictorias, los ataques violentos contra los ídolos de la
víspera y el encarnizamiento tanto en la hostilidad como antes en la alabanza.
Apenas se divisa en el
horizonte francés la posibilidad de importantes sucesos políticos, la
personalidad de Marat se galvaniza y emprende una denodada actividad de
publicista, que con el tiempo y los acontecimientos irá haciéndose vertiginosa
y confundiéndose con su acción en todos los escenarios, sin arredrarse ni decaer
nunca ni cesar sino con la muerte. Ante la caótica situación financiera de
Francia, Luis XVI convoca, el 8 de agosto de 1788, los Estados generales, que
no se habían reunido desde 1614; y la noticia, que Marat recibió de un amigo,
le produjo una viva sensación y le hizo reponerse de una grave enfermedad,
entrando de inmediato en un proceso de laboriosidad frenético, análogo al que
le llevó a componer Las cadenas de la esclavitud, y escribiendo así durante los
últimos meses del año su célebre Offrande à la Patrie, ou discours au TiersEtat
de France, que apareció anónima en febrero de 1789. Lleva un lema tomado de las
Epístolas de Horacio, se encuentra articulada en cinco discursos y posee un
tono elevado, solemne, un sí es no es retórico.
Mas no por esto ni por su moderación omite y
vela sus ideas, pues empieza afirmando, con énfasis, que el poder soberano
reside en el cuerpo de la nación, del cual emana toda autoridad legítima, y que
los príncipes están establecidos para hacer observar las leyes, a las que ellos
mismos se hallan sometidos. Como quiera que el rey no había dado muestras
todavía de su verdadera catadura moral ni de su actitud política, confía en él
y dice que los sufrimientos de la Patria han llegado a los oídos del monarca,
que su corazón paternal se ha conmovido y que, indignado por los abusos de que
servidores infieles la han hecho objeto, vuela a su socorro. De todos modos,
cree que los males de los franceses concluyen y que los franceses serán libres,
si tienen el coraje de serlo. Confía también en que los hombres de fortuna, los
nuevos nobles, los magistrados, el clero, los hombres de letras y los sabios se
unirán en el tercer estado con los obreros, los artesanos, los comerciantes,
los agricultores, formando entre todos una legión innumerable e invencible, que
incluya en su seno las luces, los talentos, la fuerza y las virtudes, para
oponerse a la facción de quienes han probado sus pretensiones tiránicas.
Exhorta a elegir como
representantes del tercer estado a hombres de buen sentido, probos, celosos del
bien público, experimentados. El quinto discurso es el más interesante, porque
en él propone las que denomina leyes fundamentales del reino, entre las que
confiere particular relieve a las concernientes a la garantía de la libertad de
prensa y a la reforma de la legislación criminal y de los tribunales. En esta
materia reitera ideas que tenía expuestas en el Plan de législation criminelle,
las expresa de manera más terminante o reproduce casi textualmente alguna frase
rotunda. El entusiasmo, el optimismo y el idealismo de la Ofrenda a la Patria
decaen pronto en el Supplément de l´Offrande à la Patrie, que aparece en abril
del mismo año 1789, también anónimo y con el propio epígrafe de Horacio. Aunque
todavía confía en las bellas cualidades de Luis XVI, no fía el remedio de las
calamidades públicas ni siquiera en suponer a los príncipes el amor que deben
tener y que casi nunca tienen al bien de su pueblo, pues así hubieran nacido
con las disposiciones más felices y hubieran recibido la educación más sabia
constituiría siempre una imprudencia entregarles la autoridad suprema. La felicidad
pública sólo puede cimentarse en la existencia de derechos sagrados, en un
estado de leyes inflexibles y en un gobierno de barreras insuperables. Es
preciso dar a Francia, en lugar de un gobierno absoluto, una constitución
sabia, justa y libre; y luego traza un esquema de separación de poderes
inspirado evidentemente, aunque no lo nombra, en Montesquieu. Los intereses de
las compañías, de los cuerpos, de los órdenes privilegiados son inconciliables
con los intereses del pueblo; es sobre el rebajamiento, la opresión, el
envilecimiento y la desgracias de la multitud sobre lo que un pequeño número
funda su elevación, su dominación, su gloria y su dicha. Así, pues, si el
pueblo no tiene nada que esperar para romper sus hierros más que de su coraje,
basta con mostrarles las sinrazones, la injusticia y los ultrajes de sus
tiranos, que es lo que él ha hecho. Si la salud del Estado exige que se
comience por deliberar acerca de las leyes fundamentales del reino, la unidad
de las decisiones exige que los tres órdenes se reúnan para deliberar sobre
todos los asuntos de alguna importancia, solo uso conforme a la razón, y
seguido con constancia durante varios siglos, en los que las Asambleas de la
nación eran verdaderamente nacionales. Si la unidad de las decisiones exige que
los tres órdenes deliberen en común, la razón quiere que opinen por cabeza, sin
lo cual no habría equilibrio en los sufragios47. Que la Asamblea no se disuelva
antes de haber estatuido las leyes fundamentales del reino48. Las Asambleas
nacionales deben ser permanentes, y en ellas serán vanos los intentos de hacer
prevalecer conveniencias personales e intereses particulares, escuchándose sólo
la voz del bien público49. Se sirve de ideas y en una nota reproduce párrafos
de Las cadenas de la esclavitud, sin manifestar que sea suya, sino una obra
inglesa (...) igualmente notables por su energía y por su profundidad, que una
sociedad patriótica, según él, se estaba ocupando de hacer traducir al francés,
para poner a la nación en situación de aprovechar las grandes lecciones que
contiene50.
En definitiva, la concepción
política que diseña y preconiza Marat no pasa de ser la de una monarquía
constitucional, si bien con una fuerte inclinación popular.
Con el desencadenarse y
precipitarse de los acontecimientos y los cambios revolucionarios, empero, sus
ideas, más que radicalizarse, se afianzan y se adecuan y concretan según las
resistencias que despiertan y las nuevas circunstancias, y por esta vía lo que
al principio era dable conseguir mediante prevenciones y mudanzas moderadas
requiere progresivamente medidas más enérgicas y dolorosas y culmina en transformaciones
más profundas y grandiosas; y, por otra parte, tales ideas, para ser eficaces,
sin abandonar nunca la forma y las dimensiones de los folletos y panfletos de
pequeña y aun mínima extensión, mas por ello mismo de mucha difusión y rápida
repercusión, tienen que verterse con un ritmo continuado en periódicos que
lleguen diariamente al pueblo y convertirse así en llamada y orientación
cotidiana para la acción y, de ser preciso, el combate. Con lo cual irrumpió
Marat y se consumió en la febricitante simbiosis de la política y el
periodismo; hizo la Revolución y le hizo la Revolución, y los cuatro años que
le faltaban para morir, años que fueron de fragor y de fervor, de vigilia
incesante y de sacrificios crecientes, constituyeron la plenitud y la coronación
de su vida.
En la plétora de la prensa francesa de aquel
tiempo publicó varios periódicos, con uno de los cuales, el de mayor
importancia y duración51, llegó a identificarse y a se identificado, hasta el
punto de que L´Ami du peuple tanto es su título52 como el propio apelativo
personal de quien lo dirige y casi íntegramente escribe. En efecto, así como
Voltaire es por excelencia el Amigo de la humanidad, noción más abstracta y
acaso más generosa, Marat será para la posteridad el Amigo del pueblo, más
concreta y aprehensible, de mayor significado político y social y, por
consecuencia, de más fuerza y virtud operativa. Esta diferencia entre ambos
sobrenombres o apelativos es elocuente acerca de la distinta personalidad de
cada uno, de su contraposición y de su recíproca animadversión. Marat se
contentó con sentirse siempre formando parte, y a la vez vigía y voz, de los
desheredados, de los que trabajan duramente, de los que invariablemente ponen
más y obtienen menos, casi nada, en las peleas por la libertad y por el pan.
Sus preferencias fueron, pues, habían de ir, entre las figuras sobresalientes
del pensamiento en su época, hacia Rousseau, el más grande hombre que habría
producido el siglo, si Montesquieu no hubiese existido. La lealtad y consecuencia
indefectible a sus principios morales y sus convicciones políticas le obligó
con frecuencia a adoptar dolorosas divergencias y pugnas con personajes en los
que había cifrado sus esperanzas hasta poco antes e incluso con quienes habían
sido estrechamente sus amigos. De lo primero se tiene buen ejemplo en Necker,
que aún merece su confianza, sin nombrarle, en el Suplemento de la Ofrenda a la
Patria, y al que denuncia con insistencia sólo meses después; y de lo segundo,
en Brissot de Warville, con quien había tenido una cordial amistad, y que fue
luego para él una verdadera bête noire, a la que atacó con extremado rigor y
sin tregua. A lo largo de toda su vida fue hombre de una pieza.
A pesar de que las etapas de
convulsiones revolucionarias suelen hacer difícil y hasta imposible para
quienes ejercen el poder público o influyen de cerca en él el evitar muchos
excesos y la prevención o la represión de no pocos delitos, y tampoco son
infrecuentes las ocasiones en que desde el propio poder o en sus proximidades
se perpetran excesos y delitos, ni sus mismos, y por cierto abundantes y
encarnizados, detractores pueden negar a Marat la decencia e incluso la
delicadeza de su conducta, en los más diversos aspectos de su actividad, no ya
en la vida pasada, sino, con gestos de espontánea honradez y de ternura
sencillamente conmovedores, durante y según avanzaba y se encruelecía la
Revolución. Y al fin vino a morir como vivió. Al volver a París tras una de las
persecuciones que le hacían huir u ocultarse y que le provocaban pasajeros
desalientos, encontró lo que Coquard califica de “un puerto de paz” entre las
hermanas Simonne, Etiennette y Catherine Evrard, que habían llegado de su
Borgoña nativa en la década del ochenta y trabajaban en la capital como
obreras, y también el marido de la última, que era tipógrafo e imprimió muchas
veces L’Ami du peuple; y se sitúa en enero de 1792 el comienzo de su unión con
la primera de ellas.
Para matarle hubo que
engañarla y engañarle. La vieja enfermedad se había recrudecido y se le hacía
insoportable; apenas podía aliviar la comezón que le atormentaba sumergido en
una bañera llena de agua, de donde sólo sacaba la cabeza que pensaba y la mano
con que escribía, y, haciéndole avisar falsa y apremiantemente que traía y le
proporcionaría datos relativos a la conspiración en Normandía, penetró la
asesina hasta la habitación en que estaba Marat, el confiado Marat, y le
apuñaló. Era el 13 de julio de 1793; fueron inútiles los esfuerzos de su
hermana Albertine, que acababa de llegar de Suiza, y de Simonne, por restañarle
la herida; el revolucionario murió en los brazos de ésta, en los brazos del
amor, de su amor. II G
Fuente: De Estudio
preliminar (2000) a una nueva edición del Plan de legislación criminal, de Jean
Paul Marat (París, 1790). www.manuel-de rivacoba.blogspot.com . MARAT o el pensamiento revolucionario en
Derecho penal Por Manuel de Rivacocha. Para las notas, femision a esta fuente.
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