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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

4/1/13

EL ARBOL REPUBLICANO: La consistencia del republicanismo


Por Javier Peña Echeverria (1)

La “moda” republicana y sus críticos
El éxito actual del republicanismo se manifiesta en el hecho de haberse convertido en una etiqueta a la que se acogen a menudo quienes pretenden presentar una concepción de la política alternativa al liberalismo. Pero a medida que ha ido ganando espacio en el mundo académico y en el discurso político, le han ido lloviendo críticas de diverso alcance e intención, aunque coincidentes en poner en cuestión, bien sea su fuste teórico o su adecuación a la realidad política actual, o ambas cosas. Este artículo pretende contribuir a responder a esas críticas con algunas consideraciones que defienden la sustancia y solidez del republicanismo como filosofía política, aun sin dar por buenas todas sus expresiones y tendencias.

Ciertamente, el republicanismo ha alcanzado en las dos últimas décadas una notable presencia y difusión en el mundo académico. La labor de recuperación y revitalización de la tradición republicana desarrollada por algunos historiadores del pensamiento político del mundo anglófono, como Pocock o Skinner, siguiendo la senda abierta por la historiografía de la Revolución Americana, ha dado sus frutos, y se hace manifiesta en el hecho de que destacados pensadores políticos, como Habermas, Rawls, Walzer, Sandel o Taylor, se hayan calificado a sí mismos como republicanos, o al menos hayan manifestado su simpatía hacia el republicanismo. En particu-lar, hay que destacar el acierto de Philip Pettit en presentar sistemáticamente este republicanismo renovado en su Republicanism (1997), convertido en referencia inexcusable para cualquier exposición de esta doctrina, aunque se hayan expresado importantes reservas y críticas a su interpretación de la tradición y de los conceptos capitales del republicanismo.

El interés por el republicanismo ha llegado también a España. Como además ha habido algún intento, relativamente reciente, de utilizarlo como etiqueta para revestir una propuesta política,  es grande la tentación de considerar que esto del republicanismo es simplemente una moda. Pero que el republi-canismo esté de moda no implica necesariamente que sea sólo eso.  Me refiero al PSOE en el período 2000-2004. Ante las elecciones de 2008, la apelación al republicanismo se ha diluido.

  No está de más recordar que sobre el republicanismo hay en España trabajos bastante anteriores al libro de Pettit, y otros que nada tienen que envidiar en solvencia y solidez teórica a los de los más conocidos neo republicanos. Algunos aparecen mencionados en este artículo, pero la lista podría ser mucho más larga.

Las críticas a las que aludo se refieren tanto al republicanismo histórico como a su renovada versión actual, a menudo utilizando una de ellas contra la otra. Pues se suele achacar al neo–republicanismo que es una construcción artificiosa con materiales de la tradición republicana sacados de contexto (Rivero, 2005), que amalgama tópicos y demandas de las tendencias más o menos progresistas de la actualidad, no siendo por tanto propia o suficientemente republicana, conforme al sentido histórico del término. Pero a la vez se dice que los principios del genuino republicanismo histórico son inaplicables o inaceptables a la altura normativa de nuestro tiempo, que es –se sobreentiende– indisputablemente liberal. Así pues, el republicanismo en su versión actualizada añadiría poco o nada al liberalismo, y como tradición de pensamiento político resultaría caduco y alejado de los valores y demandas de la vida política actual.

Quisiera defender aquí al republicanismo de esas objeciones, mostrando que tiene un perfil específico como concepción política; que no es una construcción artificiosa surgida de seminarios académicos o factorías de “marketing” político, sino que entronca con una antigua tradición teórica y política, y aporta elementos valiosos para la recuperación y el robustecimiento de la vida pública y la ciudadanía en las sociedades democrático-liberales. Esto no obsta para reconocer que presenta históricamente ciertas carencias, que como tradición contiene también elementos obsoletos, y que no basta por sí solo para configurar una alternativa teórico-política completa para el futuro próximo.

La presencia e influencia histórica del republicanismo
Los críticos suelen comenzar advirtiendo que hay una gran disparidad de posiciones entre los autores calificados de republicanos, lo que hace difícil determinar en qué consiste el republicanismo. Pero si es verdad que no existe un conjunto de criterios de demarcación que permitan de-terminar inequívocamente qué o quién es genuinamente republicano, tampoco los hay para distinguir a un liberal o para ca¬racterizar el liberalismo. De modo que se puede decir tanto de liberales como de republicanos que tienen “un canon más o menos difuso y discutido” (Rivero, 2005: 8).

Republicanismos y liberalismos hay varios (Ovejero, 2005: 122–123); y son también diversos los criterios en función de los cuales se atribuye o niega a un pensador la condición de republicano o liberal: a veces uno topa con inclusiones o exclusiones del elenco correspondiente que encuentra sorprendentes, y otras comprueba cómo las etiquetas habitualmente unidas a tal o cual pensador no resisten una lectura atenta de sus escritos.  Es verdad también que a menudo se presenta una imagen caricaturizada de la corriente criticada; el maniqueísmo permite descalificar fácilmente al adversario. Con todo, yo diría que sí podemos reconocer los rasgos típicos de lo liberal y lo republicano en ciertas ideas y principios de justificación específicos, traducidos en propuestas institucionales y estrategias argumentati¬vas diferentes

  Por ejemplo, Villaverde (2008: 15) se queja de que “la tradición republicana que reivindican [los actuales republicanos, JP] es un cajón de sastre donde aparecen hermanados republicanos de distintas sensibilidades con liberales de toda la vida”. Pero, dejando a un lado la pretensión algo pueril de “fichar” a los filósofos para los propios colores, no es fácil despojar a un Adam Smith, por ejemplo, y menos a Kant, de los elementos republicanos de su pensamiento.

En cualquier caso, el republicanismo actual se presenta como la revitalización de una tradición secular y hasta venerable, pero que parecía arrumbada tras los embates sufridos por obra de los cambios sociales e ideológicos acaecidos desde la época de las revoluciones burguesas. Parece pertinente preguntarse por qué ha resurgido precisamente ahora, para mejor entender qué se busca en el republicanismo y qué se espera que pueda ofrecer a estas alturas.

Creo que hay (al menos) tres razones del interés actual por el republicanismo, relacionadas con la búsqueda de alternativas, o al menos correcciones, al diseño democrático-liberal de nuestras sociedades.

l.- La primera es que viene a ser una especie de vía media entre liberalismo y comunitarismo, protagonistas del debate filosófico-político de los ochenta, capaz de recoger algunas críticas acertadas del comunitarismo a los planteamientos liberales (atomismo, pérdida del espíritu público) sin cargar por eso con sus consecuencias indeseables, como la fusión de los ciudadanos en la comunidad patria o la subordinación de la autonomía individual a los valores tradicionales: el republicanismo se adaptaría mejor a la pluralidad y complejidad de las sociedades modernas.
2.- En segundo lugar, el relieve actual del republicanismo se debe también probablemente a que muchos teóricos de la izquierda han comprobado cómo sus pr¬pias categorías y valores enlazan con los de la tradición republicana: énfasis en lo público, emancipación social, participación y fraternidad (Domènech, 2004).

3.- Pero la razón fundamental del interés y la simpatía que despierta el republicanismo es quizá la comprobación de las consecuencias perjudiciales de la despolitización y privatización de la vida pública propiciadas por la ideología neoliberal, que hace que se vuelva a atender a una doctrina que habla de ciudadanos (no sólo de contribuyentes o titulares de derechos), de interés público, virtud cívica y participación, de control y responsabilidad política. Porque todo eso se echa de menos en las democracias liberales actuales, que no pueden hacer frente a sus problemas internos y externos, estabilizarse y prosperar, basándose únicamente sobre sus instituciones y procedimientos.

Por otra parte, es obvio que los teóricos que se han servido de ciertos conceptos y doctrinas clásicos para explicar la crisis de la democracia liberal y aventurar posibles salidas no inventan el republicanismo. Se limitan a utilizar ideas encontradas y operantes en una antigua y dilatada tradición. Tanto, que bien podría decirse que el republicanismo –o, más precisamente, su léxico y sus esquemas conceptuales– es el modo de pensar la política característico de la teoría política occidental hasta el siglo xix. Maquiavelo, Mariana, Harrington, Spinoza, Montesquieu, Smith, Rousseau, Madison o Jeferson se nutrieron, como cualquier hombre culto de su tiempo, de la lectura en sus años mozos de clásicos como Aristóteles, Cice-rón o Plutarco, que expresan los conceptos y valores típicamente republicanos.

Quizá sea justamente su abrumadora presencia en la cultura política occidental lo que ha hecho que el republicanismo se haya convertido en una tradición hasta cierto punto invisible. Afirmaba Bobbio, en diálogo con Viroli, que el republicanismo no había ocupado lugar alguno en su trayectoria de estudioso de la política (2002: 10). Y recordaba que el mismo término “república” solía ser entendido como sinónimo de “Estado”, de manera que quien se remite a la república no tiene por qué aludir a una tradición teórico–política específica. Pero esta identificación y “neutralización” del término no es natu¬ral ni permanente: tiene una historia. Si bien en muchos textos “república” no hace referencia a un régimen político particular, tampoco es, para la mayor parte de los pensadores del pasado, aplicable a cualquier organización del poder político, un término axiológicamente neutro, como “Estado”.

En todas las épocas, los defensores del gobierno republicano, aristocrático o popular, han contrapuesto “república” a monarquía, con plena conciencia de que enfrenta a ambos regímenes algo mucho más importante que el carácter electivo o nato del jefe del Estado. Desde el punto de vista normativo, el rasgo principal de una república no es la ausencia de un príncipe hereditario; ésta es una condición necesaria, pero no suficiente para definirla. Monarquía y república representan concepciones diferentes de la organización del poder y la ciudadanía. El principio rector de la monarquía es la subordinación a alguien que desde una posición superior rige arbitrariamente la sociedad, aun si vela como pastor por ella, mientras que el principio de organización de la república es la igualdad jurídica y política de los ciudadanos bajo la autoridad imparcial de la ley. La república se opone conceptualmente al gobierno monárquico, incluso al moderado, porque éste supone la preeminencia por nacimiento de un individuo o linaje, con la consiguiente subordinación del resto.

Desde luego, tras la generalización en Occidente de la república representativa, cuando la monarquía no puede ya pervivir ni justificarse sino desnaturalizada, en forma de “república coronada”, declararse republicano puede decir poco acerca de la posición teórica o política de alguien. Si además el republicanismo es identificado con modelos de un mundo definitivamente ido (el de la “libertad de los antiguos” de Constant), o con una retórica anticuada que disfraza “el contenido burguesamente limitado” de las luchas políticas de la burguesía (Marx), o incluso con propuestas supuestamente proclives al totalitarismo (las del republicanismo jacobino), es comprensible que hasta fechas recientes pocos pensadores contemporáneos se hayan definido como republicanos.

Pero la omnipresencia del léxico y los conceptos republicanos es manifiesta. Valga un ejemplo: un célebre filósofo escribió, a finales del siglo xvii, que “la libertad de los hombres en un régimen de gobierno es la de poseer una norma pública para vivir de acuerdo con ella; una norma común establecida por el poder legislativo que ha sido erigido dentro de una sociedad; una libertad para seguir los dictados de mi propia voluntad en todas esas cosas que no han sido prescritas por dicha norma; un no estar sujetos a la inconstante, incierta, desconocida y arbitraria voluntad de otro hombre”. Pues bien: ese teórico fue Locke, habitualmente considerado “padre” del liberalismo.  Sus palabras ligan la libertad a la norma públicamente establecida por el poder común, como garantía frente a la interferencia arbitraria de cualquiera; tienen un aroma inconfundiblemente republicano. ¿Quiere decir esto que Locke era republicano? Al menos, habrá que conceder que no le son ajenos los conceptos y argumentos de esta tradición.

La definición republicana de la libertad
La cita de Locke nos lleva al concepto de libertad. La teoría política republicana puede especificarse en torno a esta noción, ya que es justamente el modo de concebir la libertad lo que permite dife¬renciarla del liberalismo, cuyo núcleo es una concepción de la libertad que se apar¬ta de la clásica por su divergencia sobre la relación del individuo con lo político. Y los críticos del republicanismo se fijan igualmente en este concepto, sea para censurar la identificación entre libertad y autogobierno colectivo en el republicanismo clásico, o para mostrar que el concepto neo-republicano de libertad puede ser integrado en el liberal. Aunque no abordemos aquí esta cuestión por extenso, algunas consideraciones resultan imprescindibles.

Los neo-republicanos han definido la libertad en términos de independencia (Skinner) y de no–dominación (Pettit), en oposición a la concepción liberal de la libertad como no interferencia. Pettit afir¬ma que la libertad no se define por la ausencia de interferencia, sino por la ausencia de dominación, es decir, de la capacidad arbitraria de otros de interferir en la propia vida, se produzca o no de hecho tal interferencia. Skinner, por su parte, subraya que los ciudadanos de una república no persiguen gobernar, sino no ser gobernados arbitrariamente por otros. A mi juicio, aunque la presentación de la libertad política en esos términos concuerda con la tradición republicana, como trataré de justificar, está demasiado condicionada por la alternativa conceptual establecida por Berlin (2001), a fin de cuentas deudora de un debate ideológico propio del contexto de la Guerra Fría.


Para Berlin la libertad negativa, la ausencia de interferencia en el espacio acotado por los derechos individuales, es la auténtica libertad, mientras la libertad positiva, la autorrealización o el autogobierno, tiende a identificarse en la práctica con la dictadura de una minoría de gobernantes platónicos, que en nombre de su pretendido conocimiento de la Verdad y el Bien imponen su programa al resto de la sociedad, pretextando que la verdadera libertad reside en la participación en el régimen que realiza la sociedad justa; tal sería la base ideológica del “socialismo real”. En el trasfondo de la posición de Berlin está la convicción de que la libertad es una condición original del individuo que hay que proteger frente a la intervención del poder, y señaladamente del poder político, que merece ser contemplado siempre con desconfianza, igual que la pretensión de modelar la vida colectiva de utopías salvadoras como el fascismo y el comunismo. Aceptadas estas premisas, es explicable que también los neo–republicanos tiendan a definir la libertad en términos negativos frente a la intromisión arbitraria del poder, incluido el político.

Me parece, sin embargo, que la concepción de la libertad propia de la tradición republicana está más próxima a la noción positiva de autogobierno, sin que eso entrañe que la libertad individual se asimile a la colectiva, ni que el republicanismo haya de adoptar una posición perfeccionista. Como recuerda Rivero (2005: 9), el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Covarrubias contrapone la libertad a la servidumbre o cautividad.  Y así la concibe la tradición republicana. Los esclavos, los menores, los dependientes, quienes están a merced de la decisión arbitraria de otro, no son libres. Lo que distingue a un sujeto libre es que “vive como quiere” (Aristóteles dixit),  a diferencia de quien vive “con permiso” de otro (Marx).  Tal condición puede enunciarse negativamente, y hablar entonces de la libertad como condición del que carece de “dominus”, como no–dominación. Pero también de manera positiva: es libre quien tiene la capacidad efectiva y los recursos que le hacen ser “dominus” él mismo, dueño de sí y de su vida; sui iuris, según la fórmula del Derecho Romano. Por eso es acertado definir la libertad, en sentido republicano, como autonomía, autogobierno.

Dicho sea de paso, esta concepción de la libertad como autonomía caracteriza a una tradición ética –de Aristóteles y los estoicos a Spinoza– en la que abundan los republicanos.

  El mismo Rivero observa que ésta era entonces la acepción común del término. Es una muestra más de cómo la concepción republicana ha impregnado el léxico de la política, por más que hoy asociemos “naturalmente” la palabra ‘libertad’ a su interpretación liberal.

  De modo que no hay por qué distinguir tajantemente una versión neoateniense del republicanismo (que identificaría libertad con participación en el autogobierno) de otra neo–romana (libertad como ausencia de dependencia), como ha sugerido Pettit (1998: 82-84).

Es moralmente libre quien, en vez de estar sometido como siervo a sus deseos inmediatos, y por ello a factores ajenos, es capaz de determinar racionalmente su conducta; no basta con que le dejen un espacio de acción sin constricciones externas. Este gobierno de sí no tiene por qué fundarse en la represión ascética de los afectos, ni en la huída del mundo, como sugiere Berlin, sino en la orientación razonable de afectos y eleccio-nes.

Pero nuestro asunto es ahora la posición del individuo en el mundo social, la autonomía pública. Y aquí aparece la diferencia decisiva entre liberales y republicanos. Porque lo que caracteriza al enfoque republicano es la convicción de que la libertad de los individuos no puede ser considerada al margen del contexto social, y en último término político, de sus acciones. La libertad individual es inseparable de la libertad política.

Cuando los republicanos hablan de libertad, se refieren al estatus social de un sujeto, más que a sus acciones considera-das aisladamente. Puede quizá decirse de quienes están en condiciones de dependencia que realizan algunas acciones li-bres, en la medida en que no encuentren de hecho obstáculos para realizar sus deseos. Pero, aun dejando aparte los efectos psicológicos que lleva consigo la conciencia de dependencia, manifiestos incluso allí donde el sujeto disfruta de un margen de no–interferencia, esa capacidad de elección, siempre precaria y circunstancial, tiene lugar sobre un sustrato de dominación y dependencia, como una gracia. Difícilmente pueden ser considerados libres en tal situación (Skinner, 2008: 90).

Libertad, república y autogobierno
Pues la libertad, entendida como la condición de quien posee la capacidad y la garantía de una vida autónoma, no es un objetivo que pueda alcanzar un individuo por sí solo: un sujeto aislado será siempre vulnerable frente al poder del resto. Sólo podrá ser realmente libre creando con otros una red de instituciones y normas que regulen la vida común, en condiciones que impidan la intromisión e imposición arbitraria de quienes por su fuerza o su riqueza están de salida en posiciones de predominio. Es decir, la libertad requiere que el espacio público sea res publica, una república donde los ciudadanos políticamente iguales establezcan conjuntamente el marco normativo que garantice su autonomía y evite la dominación ajena. Sin autogobierno político no hay libertad. No es que los republicanos, ni siquiera los antiguos, desconocieran la libertad individual o la idea de bien privado, que identificaran la libertad personal con la independencia de la comunidad, sino que consideraron que la libertad no puede disociarse de la condición cívica por la que es posible. Tampoco es verdad que desconocieran los derechos individuales. Lo que no cabe en el esquema conceptual republicano es la idea de derechos anteriores e independientes de la sociedad políti¬ca y su jurídico, porque es justamente de la voluntad política de los ciudadanos que participan en el gobierno de su comunidad de donde surgen las normas que crean los derechos y aseguran la libertad, la cual se desarrolla en y por la participación en el autogobierno.

Esta conexión entre libertad y autogobierno explica también la conexión positiva entre ley y libertad en el republicanismo. La libertad se afirma por medio de la ley, no frente a ella. Toda ley supone una interferencia en el ámbito de decisión libre de sus destinatarios, una restricción, aunque esté justificada. Pero es el instrumento mediante el cual es posible impedir la arbitrariedad y las situaciones de privilegio, y dotar a todos los ciudadanos de los derechos y recursos necesarios para vivir autónomamente.

Hay quien, como Larmore (2001), afirma que esta conexión entre libertad y ley pertenece igualmente a la tradición liberal, que precisamente ve en el imperio de la ley la garantía de la libertad. Sólo en el liberalismo utilitarista se concibe la libertad en términos de simple no interferencia; liberales como Locke, Constant o Rawls han defendido el valor de la ley como marco y garantía de la libertad. Pero, una vez más, el punto clave de divergencia se sitúa en la relación de la libertad con lo público.

  Justamente puntualizan Laborde y Maynor (2008: 16) que “la interpretación dominante del republicanismo acepta plenamente el individualismo moral y el pluralismo ético de la sociedad moderna, y no niega la existencia e importancia de los derechos individuales. Sin embargo, los republicanos son escépticos respecto a las exposiciones de derechos que abstraen por co a libertad teóricamente ilimitada del anárquico estado de naturaleza, proporciona un ámbito seguro de no–interferencia protegida; y en esa medida puede apreciarla. Pero sólo en cuanto sea instrumento de salvaguardia del coto privado, y se mantenga dentro del límite mínimo necesario para garantizar la coexistencia social. Para el republicanismo, en cambio, la ley crea la libertad en cuanto remplaza la situación natural de dependencia de los más débiles respecto a los más poderosos por un orden que iguala y protege a todos. Por ejemplo, en la medida en que exige igualdad de trato para las mujeres, condiciones laborales apropiadas para los trabajadores, o garantías de supervivencia y expresión de las minorías. No es una restricción de la libertad, aceptable como medio para obtener otros beneficios, sino su condición de posibilidad.

La defensa del imperio de la ley, expresa ya en la Política de Aristóteles, obedece justamente al propósito de evitar el dominio arbitrario de uno, unos pocos, o incluso una mayoría, y establecer en cambio un ordenamiento imparcial y razona¬ble de la convivencia. Pero el republicanismo tiene muy presente que la ley procede del poder político, y que no es posible separar poder, ley y libertad. Por eso no cabe desentenderse de la cuestión de quién gobierna: de ello dependen el contenido, posición y función de la ley, y por ende el alcance y solidez real de la libertad de los ciudadanos.

Creo que fue Hobbes el primero en percibir con claridad que la concepción republicana de la libertad era incompatible con la afirmación de un poder absoluto, y que era necesario otro concepto de libertad para disociar la sujeción en el ámbito público de la libertad como ausencia de regulación (“silencio de las leyes”) en el privado. Abriendo la senda a Constant y otros críticos del republicanismo, Hobbes afirma que la libertad de que hablan los republicanos, apelando a la autoridad de los clásicos, es meramente colectiva, y que la libertad de los individuos es la misma bajo cualquier régimen político:

“Los atenienses y romanos eran libres, es decir eran Estados libres; no es que cada hombre en particular tuviese la libertad de oponerse a quien lo representaba, sino que su representante tenía la liber¬tad de resistir y de invadir a otros pueblos. En las torretas de la ciudad de Luca está inscrita, todavía hoy, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; y sin embargo, nadie podrá de ello inferir que un in¬dividuo particular tenga allí más libertad, o que esté más exento de cumplir su servicio para con el Estado, que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico, como si es popular, la libertad será la misma”.

Hobbes pretendía así convencer a sus lectores de que la libertad de los súbditos no depende del autogobierno, sino de la ausencia de interferencia del poder político. Pero su aserto encontró una respuesta directa, contundente y reveladora en la pluma del republicano Harrington, quien, cinco años después, escribe:

“...mientras el más destacado bajá es un arrendatario (tenant), tanto de su cabeza como de su status, a voluntad de su señor, el más insignificante luqués que posea tierras es titular de la plena propiedad (freeholder) de ambos, y no está sujeto sino al control de la ley”.
En otras palabras, sí hay diferencias respecto a la libertad individual entre los regímenes políticos. La libertad de los ciudadanos de la república de Lucca estriba en la garantía de los derechos subjeti¬vos que la ley proporciona frente a cual-quier decisión arbitraria relativa a sus personas y propiedades. Los súbditos del sultán turco, en cambio, por encumbrada que sea su posición actual, están siempre a merced del capricho de su señor.

Pues las leyes son creadas por el poder soberano. Si proceden de un autor ajeno y superior a los ciudadanos no hay garantía de que correspondan a su voluntad e intereses; más bien cabe temer que sirvan a los poderosos de instrumento para re-forzar su dominación. Por eso, las normas dadoras de libertad dependen a su vez de que gobiernen todos los ciuda-danos como iguales.
En este punto, se suele hacer notar que la mayoría de los clásicos republicanos fueron adversarios del régimen democrático. Es más, el propio Pettit niega que haya una conexión definitoria entre democracia y libertad (1999: 50) y alerta contra el “populismo” de cuño rousseauniano: lo que busca el republicano no es dominar, sino no ser dominado.

Es verdad que el temor a la democracia, entendida como gobierno despótico e incontrolado de “los muchos”, la mayoría de pobres e incultos, caracterizó históricamente a muchos republicanos, desde Aristóteles. No hay por qué sorprenderse: ese temor no ha desaparecido, y sigue reflejado en los filtros representativos y mecanismos protectores de la democracia liberal. Con todo, hay que recordar que la al-ternativa propuesta por esos republicanos consistió en formas de gobierno mixto que, sobre incorporar el reconocimiento realista de que la estabilidad institucional descansa en la conjugación de fuerzas e intereses de los distintos estratos sociales, incorporaban en lugar destacado el elemento democrático.

Por otra parte, los republicanos se afa¬naron en idear mecanismos para evitar la deriva despótica del poder político, como el sorteo y rotación de los cargos, la brevedad de los mandatos, la sujeción a instrucciones y revocabilidad de los representantes, la rendición de cuentas al finalizar su gestión, etc. (Véase De Francisco, 2007: 157–173).A lo que se añade la insistencia en el valor de la deliberación y de las instituciones correspondientes que contrasta con la concepción liberal de los procesos políticos en términos de equilibrio de fuerzas y negociación. Tales procedimientos y mecanismos no son exclusivamente republicanos; pero lo que distingue al republicanismo es que no persigue con ellos salvaguardar la libertad de los individuos frente al poder, sino evitar que el poder político se convierta en un instrumento de facción, privado. Trata de hacer frente al riesgo de desnaturalización de su condición original de poder de, y no sobre, los ciudadanos.
En conclusión, el republicanismo presenta un concepto específico y genuino de libertad política, aunque tanto en la tradición como en el republicanismo contemporáneo haya acentos diferentes al definirlo –con mayor énfasis en la dimensión positiva del autogobierno o en la negativa de independencia respecto a la dominación–; y hay asimismo una clara distinción entre las concepciones liberal y republicana de la libertad, aunque liberales y republicanos puedan coincidir parcialmente en sus demandas y propuestas políticas.

Republicanismo y emancipación: ¿un elitismo anacrónico?
A menudo los críticos del republicanismo admiten que contiene una doctrina con identidad propia e históricamente influyente, pero rechazan que pueda presentarse como una alternativa al liberalismo adecuada a los principios y valores morales y políticos generalmente reconocidos en las sociedades democráticas actuales. Estiman que de la tradición republicana se desprende una propuesta política elitista y excluyente, incompatible con la universalización de la libertad y la igualdad propia de la ciudadanía moderna. Piensan que, pese a lo que su discurso proclama, no encierra un proyecto de emancipación, sino que más bien encarna la defensa de posiciones minoritarias de privilegio. “En contra de lo que se suele creer, el ideal republicano no se cimentaba sobre la libertad individual ni era una ideología de emancipación como la liberal” –escribe, por ejemplo, Villaverde (2008: 377).

Estos críticos advierten de que detrás de la retórica republicana de la libertad se oculta el hecho de que se trata de la libertad de unos pocos, los ciudadanos: un grupo reducido de propietarios varones originarios de una comunidad delimitada territorialmente; que, en consecuencia, “la tradición republicana se organiza básicamente sobre la desigualdad” (Rivero, 2005: 12). Con ello se afirma también implícitamente que el neo-republicanismo no puede recurrir a la tradición de la que se reclama heredero para proponer una concepción igualitaria e incluyente de la libertad política. Quien quiera defender la libertad universal e igual para todos de¬berá acudir a la teoría liberal de los derechos del hombre.

Desde luego, resulta sorprendente que se apele a la emancipación desde una posición liberal. Pues el término vuelve a remitirnos a la noción republicana de libertad. El Diccionario de la Real Academia define “emancipar”, en su primera acepción, como “Libertar de la patria potestad, de la tutela o de la servidumbre” y, por extensión, “Liberarse de cualquier clase de subordinación o dependencia”. Y fue justamente el republicanismo quien concibió la libertad como emancipación frente a la dependencia del poder privado del “dominus” y frente a la subordinación de los súbditos a un príncipe, mientras el liberalismo ha sostenido que la libertad es compatible con situaciones de subordinación política y dependencia material.

Por otra parte, no sé hasta qué punto pueden cargarse exclusivamente en el “debe” del republicanismo actitudes o posiciones comunes en la teoría y la práctica política de cualquier signo durante siglos. Excluir a las mujeres de la ciudadanía, proclamar la superioridad de los intereses nacionales y legitimar la colonización, o compaginar la retórica de la libertad con la posesión de esclavos, no son posiciones distintivas de los republicanos, sino compartidas, con honrosas excepciones, por políticos y pensadores liberales y republicanos. Jefferson fue propietario de esclavos, pero también Locke; y los filósofos liberales, de Mill a Rawls, han planteado su filosofía política desde la perspectiva de una comunidad clausurada. El nacionalismo liberal de Tamir o Kymlicka no es menos nacionalista que el republicano de Miller. Si acaso, las demandas de mayor inclusión política o el cosmopolitismo han tenido más valedores en las filas republicanas que en las liberales.

Se ha señalado ya que buena parte de la tradición republicana se opuso históricamente a la democracia y mantuvo una posición restrictiva y elitista respecto al acceso a la ciudadanía y al desempeño de funciones de gobierno. Hay que admitir que su interés, más que extender o generalizar la libertad, era salvaguardar sus condiciones de posibilidad para quienes podían disfrutarla. Pero esto no impide extraer del núcleo conceptual del republicanismo conclusiones que muestran su potencial emancipador intrínseco.

Ante todo hay que advertir que los pensadores republicanos han tenido muy presente que no se puede separar la condición social (material) de los individuos de su estatus público (político). Consideraron que la autonomía y la independencia, así como el desarrollo intelectual y moral, sólo están al alcance de quien dispone de recursos materiales que garanticen su posibilidad efectiva. Por eso el republicanismo de orientación aristocrática sostuvo que una república debía descansar en el predominio de un estrato de propietarios medios independientes, lejos tanto de la concentración de riqueza y poder en manos de unos pocos como del acceso indiscriminado a las decisiones políticas de las masas, carentes de independencia material y de ocio para desarrollar su capacidad intelectual. Aristóteles opuso a la democracia resultante de las reformas de Efialtes y Pericles, que posibilitaron el gobierno de los libres pobres mediante la retribución de la participación, otro régimen, la politéia, que, sin descartar absolutamente el poder popular, reserva ciertas magistraturas rectoras a una minoría destacada, cuya superioridad intelectual y material hace a su juicio más probable que se imponga el orden racional de la ley sobre los deseos y aspiraciones irracionales de las masas. Y a menudo los autores republicanos modernos expresan este mismo temor, y tratan de arbitrar medios que eviten la imposición de las masas por la fuerza del número y garanticen que la dirección de la sociedad recaiga en los ciudadanos más capacitados intelectual y moralmente, como los mecanismos indirectos de elección o el bicameralismo.

Por las mismas razones sostuvieron históricamente los republicanos que sólo los propietarios varones deberían ser ciudadanos, al menos de pleno derecho, excluyendo a las mujeres, los siervos, los asalariados, y a menudo incluso a los pequeños propietarios. Tendieron a restringir la ciudadanía activa según criterios de capacidad, porque fueron plenamente conscientes de que el reconocimiento legal de la libertad no es suficiente para poder ser autónomo.

Pero el mismo presupuesto, que la libertad se basa en la capacidad real de independencia y autonomía, opera en la corriente democrática de la tradición republicana, la de Spinoza, Rousseau, Robespierre o Jefferson. Este republicanismo democrático está más preocupado por la amenaza de una oligarquía de ricos y poderosos que por la de una hipotética tiranía de la mayoría, y considera que la igualdad y el autogobierno son necesarios para evitar la dominación y orientar el gobierno al bien común. Por eso desarrolló una interpretación inversa de la vinculación entre ciudadanía, libertad y suficiencia material: entendió que la libertad real exige la universalización de las condiciones materiales de la independencia, y del acceso al autogobierno político. Si la suficiencia material es condición de la capacidad política y la independencia de juicio, es preciso garantizar las condiciones legales y sociales que permitan a todos acceder a la misma, y en consecuencia a la ciudadanía plena, sea en la forma de una república de pequeños propietarios (como proyectaba Jeferson) o bien de manera que el acceso universal a los bienes públicos, garantizado políticamente, haga posible la igualdad cívica real. Ayer, esto suponía exigir el reconocimiento de los derechos políticos de los trabajadores asalariados y de las mujeres; hoy implica demandar la inclusión cívica de los inmigrantes residentes en las sociedades de acogida.

Emancipación política y emancipación social están ligadas: la libertad real requiere igualdad social. Así lo reconocen Rousseau y Jeferson, y el mismo principio inspira a la tradición socialista, en buena medida heredera de la republicana (Domènech, 2004). Sobre cómo se con-creta esta exigencia de igualdad hay posiciones diversas dentro del republicanismo actual; no entraré aquí en este asunto. Pero es manifiesta la afinidad de la pers¬pectiva republicana con nociones como la ciudadanía social, o las propuestas de una renta básica de ciudadanía que garantice el “derecho a la existencia” del que hablaba Robespierre. Al tiempo, cabe llamar la atención sobre la insuficiencia de la isonomía, la igualdad ante la ley que procla¬mó el liberalismo decimonónico. Insuficiencia que resulta patente en las actuales sociedades democráticas, donde convive el reconocimiento de los derechos individuales de libertad con la precariedad en el empleo de los asalariados, y la igualdad legal con la extremadamente desigual influencia política de los ciudadanos, en función de los recursos económicos necesarios para controlar medios de comunicación y financiar costosas campañas políticas.

La virtud cívica y la crítica al perfeccionismo
Los juicios sobre la obsolescencia del republicanismo se apoyan además en la tesis de que la demanda republicana de virtud cívica está asociada a una concepción ética y política perfeccionista, según la cual el pleno desarrollo humano se alcanza so-lamente en y a través del ejercicio de la ciudadanía, conforme a los valores y tradiciones de la república.

Tampoco es exclusiva del republicanismo la demanda de virtud cívica; cada vez son más los autores liberales que advierten de la necesidad de una ciudadanía activa para la buena salud de las sociedades democráticas (Peña, 2005). Pero para el liberalismo es prioritaria la salvaguardia de la libertad individual frente a las exigencias colectivas, y la actividad pública es un instrumento al servicio de los fines privados: por eso tiende a confiar más en el buen diseño y funcionamiento de las instituciones públicas que en el compro-miso cívico, y a rebajar la exigencia de virtud y sus rasgos más políticos. En cambio, el republicanismo promueve la disposición a la participación política, el esfuerzo por informarse y deliberar sobre los asuntos públicos, la actitud vigilante y crítica ante la actuación de los gobernantes y la contribución al mantenimiento de los bienes públicos, porque cree que de ello depende que las instituciones públicas sean efectivamente tales y los ciudadanos realmente libres. Sin virtud cívica no se sostienen la defensa de un medio ambiente limpio, las leyes y políticas sociales que embridan a los poderes económicos, o los mismos derechos de libertad.

Desde sus orígenes, el liberalismo mantuvo reservas frente a la pretensión de crear una sociedad de ciudadanos virtuosos, por temor a que desembocara en una restricción del derecho individual a mantener un ámbito de fines e intereses al margen de la vida pública. Sospechaba que una política que impulsara la virtud cívica podría acarrear una pérdida de libertad, al quedar sujetos los individuos a la exigencia de vivir exclusivamente como ciudadanos, entregados por completo al interés público. Hoy, los liberales temen además que entrañe la imposición de una doctrina que amenace la libertad de los individuos para elegir sus valores, su modo de vida y su relación con lo público, y desprecie la diversidad ideológica y cultural de las plurales sociedades modernas. Semejantes riesgos aconsejarían atem¬perar, cuando menos, exigencias y estímulos respecto a la vida cívica.

Ciertamente, encontramos en la tradición republicana propuestas que ensalzan el valor de la comunidad política y encarecen la devoción de los ciudadanos hacia ella hasta extremos estridentes, que pueden suscitar algún escalofrío

Abundan las referencias a la importancia de que las armas estén en manos de los ciudadanos, y no de mercenarios, porque de ello depende su autogobierno, y se exaltan en consecuencia las virtudes de la milicia. Los autores republicanos pretenden tamién promover el amor a la ciudad recurriendo a rituales patrióticos y a una retórica nutrida de ejemplos de abnegación cívica tomados de griegos o romanos; incluso demandan a veces una religión civil. Tampoco faltan entre ellos apelaciones a la prioridad de la salud de la república respecto a los fines y valores meramente privados. Y en ocasiones el patriotismo republicano ha llegado a confundirse con la exaltación de la comunidad étnica o histórica, haciéndose indistinguible del nacionalismo. Todo eso hay que reconocerlo, entre otras razones porque ha sido incorporado en parte a la pedagogía cívica de los Estados liberales actuales en sus desfiles, himnos y ceremonias cívicas, o en la enseñanza de la historia patria.

Pero la cuestión es en qué medida semejantes actitudes están esencialmente ligadas al republicanismo, son consecuencia obligada de la adopción de sus principios. No veo que haya una relación intrínseca, ni, por tanto, que la ciudadanía repu-blicana haya de traducirse forzosamente en posiciones milita-ristas o nacionalistas. La virtud cívica tiene una forma genérica permanente –el compromiso con el bien público frente a las actitudes particularistas–, pero se concreta diversamente según las circunstancias históricas y sociales. Las actitudes que caracterizaron en el pasado al buen ciudadano republicano, la defensa activa de lo público y el amor a la libertad, pueden desarrollarse hoy en mo¬vimientos cívicos transnacionales, por ejemplo.

Los críticos liberales pueden replicar que en todo caso es indudable la propensión del republicanismo al perfeccionismo, manifiesta en autores como Taylor o Sandel (1996), para los que el compromiso cívico que las sociedades democráticas necesitan está ligado a un conjunto de valores destilado históricamente, frente al que no serviría la neutralidad liberal. Pero aunque comparta ciertos elementos de la crítica al liberalismo, el republicanismo no se identifica con el comunitarismo, y la posición de los autores mencionados no es extensible al republicanismo sin más. Lo propio de la tradición republicana no es concebir la sociedad política como una entidad “densa” y homogénea, dotada de una identidad previa que sólo cabe conservar, sino como una ciudad, una construcción política basada en las leyes e instituciones forjadas por la voluntad de los ciudadanos, formada en la deliberación sobre los asuntos públicos; ellos determinan conjuntamente cómo ha de ser, en un proceso de revisión y reconstrucción permanente. No vuelven la espalda al “ethos” comunitario asentado en la tradición; pero aunque valoren sus ejemplos y enseñanzas, no quedan maniatados por él.Es posible una justificación republicana de la virtud cívica aceptable para el ciudadano de una sociedad democrática, sin asumir la carga de un perfeccionismo incompatible con el pluralismo cultural y moral. Ciertamente, la ciudadanía democrática no está desligada de un horizonte axiológico o normativo. Hay ciudadanía buena o mala, más o menos ajustada a ciertos valores y disposiciones apropiados a la convivencia pública. Pero son virtudes de la “res publica”, de los individuos como ciudadanos en el espacio de las instituciones y prácticas relativas a lo que a todos atañe, compete u obliga. Son virtudes públicas, y no se refieren a la dimensión estrictamente individual de la vida. La demanda de virtud cívica no exige una actitud moral que abarque todas las facetas y ámbitos de la acción humana.

Eso no significa que pueda disociarse el cultivo de estas disposiciones cívicas de una opción implícita por un modo de vivir –como sujetos libres– y de la preferencia consiguiente por ciertos valores; en ese sentido, la virtud cívica no es meramente instrumental. La ciudadanía democrática no es compatible con cualquier concepción de la vida buena y las relaciones sociales –por ejemplo, el reconocimiento de la igualdad entre los ciudadanos o el derecho a mantener convicciones religiosas o políticas diferentes son incompatibles con doctrinas que afirmen la subordinación de la mujer o exijan la unicidad religiosa–, aunque deje margen para distintas concepciones de la excelencia humana y las formas de vida deseables. Pero eso es algo diferente de asociar las normas impuestas a todos en el espacio público a una inter-pretación particular del bien humano. Una política con virtud cívica no tiene por qué ser perfeccionista, al menos en el sentido de estar ligada a un modelo moral y político particular. Ni implica que la vida buena se agote en su dimensión política, o que los fines individuales queden disueltos o postergados respecto a un bien común separado de ellos.

Conclusión: el valor del republicanismo
Podemos, pues, encontrar en la tradición republicana elementos conceptuales valio¬sos para repensar la política en el presente. Hay en ella propuestas concretas caducadas –la milicia ciudadana, por ejemplo–; quedan en sombra valores y principios que hoy nos parecen prioritarios; y el republicanismo no puede encontrar hoy respuestas a todas las acuciantes cuestiones del momento en su propia historia. Pero hay ciertas claves conceptuales libertad como autonomía en oposición a la dependencia y la dominación ajena, participación y autogobierno, ciudadanía activa, deliberación, que pueden servir de guía para encarar problemas permanentes de la vida pública, para oponer resistencia a concepciones de la sociedad que disuelven la ciudadanía y estrechan y desplazan el ámbito de lo político en beneficio de poderes ajenos a la reflexión y la voluntad de unos ciudadanos privatizados, y para la reconstrucción de la política democrática. Por consiguiente, puestos a hablar del carácter emancipador de una teoría o tradición política, yo encuentro bastantes más elementos para robustecer y extender la libertad en el republicanismo que en el liberalismo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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(1).-Javier Peña Echeverria es catedratico de filosofia moral y politica de la Universidad de Valladolid.
Fuente. Claves de la Razon Practica nº 187.

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