Por Javier Peña Echeverria (1)
La “moda” republicana y sus críticos
El éxito actual del republicanismo se
manifiesta en el hecho de haberse convertido en una etiqueta a la que se acogen
a menudo quienes pretenden presentar una concepción de la política alternativa
al liberalismo. Pero a medida que ha ido ganando espacio en el mundo académico
y en el discurso político, le han ido lloviendo críticas de diverso alcance e
intención, aunque coincidentes en poner en cuestión, bien sea su fuste teórico
o su adecuación a la realidad política actual, o ambas cosas. Este artículo
pretende contribuir a responder a esas críticas con algunas consideraciones que
defienden la sustancia y solidez del republicanismo como filosofía política,
aun sin dar por buenas todas sus expresiones y tendencias.
Ciertamente, el republicanismo ha
alcanzado en las dos últimas décadas una notable presencia y difusión en el
mundo académico. La labor de recuperación y revitalización de la tradición
republicana desarrollada por algunos historiadores del pensamiento político del
mundo anglófono, como Pocock o Skinner, siguiendo la senda abierta por la
historiografía de la
Revolución Americana , ha dado sus frutos, y se hace
manifiesta en el hecho de que destacados pensadores políticos, como Habermas,
Rawls, Walzer, Sandel o Taylor, se hayan calificado a sí mismos como
republicanos, o al menos hayan manifestado su simpatía hacia el republicanismo.
En particu-lar, hay que destacar el acierto de Philip Pettit en presentar
sistemáticamente este republicanismo renovado en su Republicanism (1997),
convertido en referencia inexcusable para cualquier exposición de esta
doctrina, aunque se hayan expresado importantes reservas y críticas a su
interpretación de la tradición y de los conceptos capitales del republicanismo.
El interés por el republicanismo ha
llegado también a España. Como además ha habido algún intento, relativamente
reciente, de utilizarlo como etiqueta para revestir una propuesta
política, es grande la tentación de considerar
que esto del republicanismo es simplemente una moda. Pero que el
republi-canismo esté de moda no implica necesariamente que sea sólo eso. Me refiero al PSOE en el período 2000-2004. Ante las elecciones de 2008,
la apelación al republicanismo se ha diluido.
No
está de más recordar que sobre el republicanismo hay en España trabajos
bastante anteriores al libro de Pettit, y otros que nada tienen que envidiar en
solvencia y solidez teórica a los de los más conocidos neo republicanos.
Algunos aparecen mencionados en este artículo, pero la lista podría ser mucho
más larga.
Las críticas a las que aludo se refieren
tanto al republicanismo histórico como a su renovada versión actual, a menudo
utilizando una de ellas contra la otra. Pues se suele achacar al neo–republicanismo
que es una construcción artificiosa con materiales de la tradición republicana
sacados de contexto (Rivero, 2005), que amalgama tópicos y demandas de las
tendencias más o menos progresistas de la actualidad, no siendo por tanto
propia o suficientemente republicana, conforme al sentido histórico del
término. Pero a la vez se dice que los principios del genuino republicanismo
histórico son inaplicables o inaceptables a la altura normativa de nuestro
tiempo, que es –se sobreentiende– indisputablemente liberal. Así pues, el
republicanismo en su versión actualizada añadiría poco o nada al liberalismo, y
como tradición de pensamiento político resultaría caduco y alejado de los
valores y demandas de la vida política actual.
Quisiera defender aquí al republicanismo
de esas objeciones, mostrando que tiene un perfil específico como concepción
política; que no es una construcción artificiosa surgida de seminarios
académicos o factorías de “marketing” político, sino que entronca con una
antigua tradición teórica y política, y aporta elementos valiosos para la
recuperación y el robustecimiento de la vida pública y la ciudadanía en las
sociedades democrático-liberales. Esto no obsta para reconocer que presenta
históricamente ciertas carencias, que como tradición contiene también elementos
obsoletos, y que no basta por sí solo para configurar una alternativa
teórico-política completa para el futuro próximo.
La presencia e influencia histórica del
republicanismo
Los críticos suelen comenzar advirtiendo
que hay una gran disparidad de posiciones entre los autores calificados de
republicanos, lo que hace difícil determinar en qué consiste el republicanismo.
Pero si es verdad que no existe un conjunto de criterios de demarcación que
permitan de-terminar inequívocamente qué o quién es genuinamente republicano,
tampoco los hay para distinguir a un liberal o para ca¬racterizar el
liberalismo. De modo que se puede decir tanto de liberales como de republicanos
que tienen “un canon más o menos difuso y discutido” (Rivero, 2005: 8).
Republicanismos y liberalismos hay varios
(Ovejero, 2005: 122–123); y son también diversos los criterios en función de
los cuales se atribuye o niega a un pensador la condición de republicano o liberal:
a veces uno topa con inclusiones o exclusiones del elenco correspondiente que
encuentra sorprendentes, y otras comprueba cómo las etiquetas habitualmente
unidas a tal o cual pensador no resisten una lectura atenta de sus
escritos. Es verdad también que a menudo
se presenta una imagen caricaturizada de la corriente criticada; el maniqueísmo
permite descalificar fácilmente al adversario. Con todo, yo diría que sí
podemos reconocer los rasgos típicos de lo liberal y lo republicano en ciertas
ideas y principios de justificación específicos, traducidos en propuestas
institucionales y estrategias argumentati¬vas diferentes
Por ejemplo, Villaverde (2008: 15) se queja de que “la tradición
republicana que reivindican [los actuales republicanos, JP] es un cajón de
sastre donde aparecen hermanados republicanos de distintas sensibilidades con
liberales de toda la vida”. Pero, dejando a un lado la pretensión algo pueril
de “fichar” a los filósofos para los propios colores, no es fácil despojar a un
Adam Smith, por ejemplo, y menos a Kant, de los elementos republicanos de su
pensamiento.
En cualquier caso, el republicanismo
actual se presenta como la revitalización de una tradición secular y hasta
venerable, pero que parecía arrumbada tras los embates sufridos por obra de los
cambios sociales e ideológicos acaecidos desde la época de las revoluciones
burguesas. Parece pertinente preguntarse por qué ha resurgido precisamente
ahora, para mejor entender qué se busca en el republicanismo y qué se espera
que pueda ofrecer a estas alturas.
Creo que hay (al menos) tres razones del
interés actual por el republicanismo, relacionadas con la búsqueda de
alternativas, o al menos correcciones, al diseño democrático-liberal de
nuestras sociedades.
l.- La primera es que viene a ser una
especie de vía media entre liberalismo y comunitarismo, protagonistas del
debate filosófico-político de los ochenta, capaz de recoger algunas críticas
acertadas del comunitarismo a los planteamientos liberales (atomismo, pérdida
del espíritu público) sin cargar por eso con sus consecuencias indeseables, como
la fusión de los ciudadanos en la comunidad patria o la subordinación de la
autonomía individual a los valores tradicionales: el republicanismo se
adaptaría mejor a la pluralidad y complejidad de las sociedades modernas.
2.- En segundo lugar, el relieve actual
del republicanismo se debe también probablemente a que muchos teóricos de la
izquierda han comprobado cómo sus pr¬pias categorías y valores enlazan con los
de la tradición republicana: énfasis en lo público, emancipación social,
participación y fraternidad (Domènech, 2004).
3.- Pero la razón fundamental del interés
y la simpatía que despierta el republicanismo es quizá la comprobación de las
consecuencias perjudiciales de la despolitización y privatización de la vida
pública propiciadas por la ideología neoliberal, que hace que se vuelva a
atender a una doctrina que habla de ciudadanos (no sólo de contribuyentes o
titulares de derechos), de interés público, virtud cívica y participación, de
control y responsabilidad política. Porque todo eso se echa de menos en las
democracias liberales actuales, que no pueden hacer frente a sus problemas
internos y externos, estabilizarse y prosperar, basándose únicamente sobre sus
instituciones y procedimientos.
Por otra parte, es obvio que los teóricos
que se han servido de ciertos conceptos y doctrinas clásicos para explicar la
crisis de la democracia liberal y aventurar posibles salidas no inventan el
republicanismo. Se limitan a utilizar ideas encontradas y operantes en una
antigua y dilatada tradición. Tanto, que bien podría decirse que el
republicanismo –o, más precisamente, su léxico y sus esquemas conceptuales– es
el modo de pensar la política característico de la teoría política occidental
hasta el siglo xix. Maquiavelo, Mariana, Harrington, Spinoza, Montesquieu,
Smith, Rousseau, Madison o Jeferson se nutrieron, como cualquier hombre culto
de su tiempo, de la lectura en sus años mozos de clásicos como Aristóteles,
Cice-rón o Plutarco, que expresan los conceptos y valores típicamente
republicanos.
Quizá sea justamente su abrumadora
presencia en la cultura política occidental lo que ha hecho que el
republicanismo se haya convertido en una tradición hasta cierto punto
invisible. Afirmaba Bobbio, en diálogo con Viroli, que el republicanismo no había
ocupado lugar alguno en su trayectoria de estudioso de la política (2002: 10).
Y recordaba que el mismo término “república” solía ser entendido como sinónimo de “Estado”, de manera que quien se remite a la
república no tiene por qué aludir a una tradición teórico–política específica.
Pero esta identificación y “neutralización” del término no es natu¬ral ni
permanente: tiene una historia. Si bien en muchos textos “república” no hace
referencia a un régimen político particular, tampoco es, para la mayor parte de
los pensadores del pasado, aplicable a cualquier organización del poder
político, un término axiológicamente neutro, como “Estado”.
En todas las épocas, los defensores del
gobierno republicano, aristocrático o popular, han contrapuesto “república” a
monarquía, con plena conciencia de que enfrenta a ambos regímenes algo mucho
más importante que el carácter electivo o nato del jefe del Estado. Desde el
punto de vista normativo, el rasgo principal de una república no es la ausencia
de un príncipe hereditario; ésta es una condición necesaria, pero no suficiente
para definirla. Monarquía y república representan concepciones diferentes de la
organización del poder y la ciudadanía. El principio rector de la monarquía es
la subordinación a alguien que desde una posición superior rige arbitrariamente
la sociedad, aun si vela como pastor por ella, mientras que el principio de
organización de la república es la igualdad jurídica y política de los ciudadanos
bajo la autoridad imparcial de la ley. La república se opone conceptualmente al
gobierno monárquico, incluso al moderado, porque éste supone la preeminencia
por nacimiento de un individuo o linaje, con la consiguiente subordinación del
resto.
Desde luego, tras la generalización en
Occidente de la república representativa, cuando la monarquía no puede ya pervivir
ni justificarse sino desnaturalizada, en forma de “república coronada”,
declararse republicano puede decir poco acerca de la posición teórica o
política de alguien. Si además el republicanismo es identificado con modelos de
un mundo definitivamente ido (el de la “libertad de los antiguos” de Constant),
o con una retórica anticuada que disfraza “el contenido burguesamente limitado”
de las luchas políticas de la burguesía (Marx), o incluso con propuestas
supuestamente proclives al totalitarismo (las del republicanismo jacobino), es
comprensible que hasta fechas recientes pocos pensadores contemporáneos se
hayan definido como republicanos.
Pero la omnipresencia del léxico y los
conceptos republicanos es manifiesta. Valga un ejemplo: un célebre filósofo
escribió, a finales del siglo xvii, que “la libertad de los hombres en un
régimen de gobierno es la de poseer una norma pública para vivir de acuerdo con
ella; una norma común establecida por el poder legislativo que ha sido erigido
dentro de una sociedad; una libertad para seguir los dictados de mi propia
voluntad en todas esas cosas que no han sido prescritas por dicha norma; un no
estar sujetos a la inconstante, incierta, desconocida y arbitraria voluntad de
otro hombre”. Pues bien: ese teórico fue Locke, habitualmente considerado
“padre” del liberalismo. Sus palabras ligan
la libertad a la norma públicamente establecida por el poder común, como garantía
frente a la interferencia arbitraria de cualquiera; tienen un aroma inconfundiblemente
republicano. ¿Quiere decir esto que Locke era republicano? Al menos, habrá que
conceder que no le son ajenos los conceptos y argumentos de esta tradición.
La definición republicana de la libertad
La cita de Locke nos lleva al concepto de
libertad. La teoría política republicana puede especificarse en torno a esta
noción, ya que es justamente el modo de concebir la libertad lo que permite
dife¬renciarla del liberalismo, cuyo núcleo es una concepción de la libertad
que se apar¬ta de la clásica por su divergencia sobre la relación del individuo
con lo político. Y los críticos del republicanismo se fijan igualmente en este
concepto, sea para censurar la identificación entre libertad y autogobierno
colectivo en el republicanismo clásico, o para mostrar que el concepto
neo-republicano de libertad puede ser integrado en el liberal. Aunque no abordemos
aquí esta cuestión por extenso, algunas consideraciones resultan imprescindibles.
Los neo-republicanos han definido la
libertad en términos de independencia (Skinner) y de no–dominación (Pettit), en
oposición a la concepción liberal de la libertad como no interferencia. Pettit
afir¬ma que la libertad no se define por la ausencia de interferencia, sino por
la ausencia de dominación, es decir, de la capacidad arbitraria de otros de
interferir en la propia vida, se produzca o no de hecho tal interferencia.
Skinner, por su parte, subraya que los ciudadanos de una república no persiguen
gobernar, sino no ser gobernados arbitrariamente por otros. A mi juicio, aunque
la presentación de la libertad política en esos términos concuerda con la
tradición republicana, como trataré de justificar, está demasiado condicionada
por la alternativa conceptual establecida por Berlin (2001), a fin de cuentas
deudora de un debate ideológico propio del contexto de la Guerra Fría.
Para Berlin la libertad negativa, la ausencia
de interferencia en el espacio acotado por los derechos individuales, es la
auténtica libertad, mientras la libertad positiva, la autorrealización o el
autogobierno, tiende a identificarse en la práctica con la dictadura de una
minoría de gobernantes platónicos, que en nombre de su pretendido conocimiento
de la Verdad y el Bien imponen su programa al resto de la sociedad, pretextando
que la verdadera libertad reside en la participación en el régimen que realiza
la sociedad justa; tal sería la base ideológica del “socialismo real”. En el
trasfondo de la posición de Berlin está la convicción de que la libertad es una
condición original del individuo que hay que proteger frente a la intervención
del poder, y señaladamente del poder político, que merece ser contemplado
siempre con desconfianza, igual que la pretensión de modelar la vida colectiva
de utopías salvadoras como el fascismo y el comunismo. Aceptadas estas
premisas, es explicable que también los neo–republicanos tiendan a definir la
libertad en términos negativos frente a la intromisión arbitraria del poder,
incluido el político.
Me parece, sin embargo, que la concepción
de la libertad propia de la tradición republicana está más próxima a la noción
positiva de autogobierno, sin que eso entrañe que la libertad individual se
asimile a la colectiva, ni que el republicanismo haya de adoptar una posición
perfeccionista. Como recuerda Rivero (2005: 9), el Tesoro de la lengua
castellana o española (1611) de Covarrubias contrapone la libertad a la
servidumbre o cautividad. Y así la
concibe la tradición republicana. Los esclavos, los menores, los dependientes,
quienes están a merced de la decisión arbitraria de otro, no son libres. Lo que
distingue a un sujeto libre es que “vive como quiere” (Aristóteles dixit), a diferencia de quien vive “con permiso” de
otro (Marx). Tal condición puede enunciarse
negativamente, y hablar entonces de la libertad como condición del que carece
de “dominus”, como no–dominación. Pero también de manera positiva: es libre
quien tiene la capacidad efectiva y los recursos que le hacen ser “dominus” él
mismo, dueño de sí y de su vida; sui iuris, según la fórmula del Derecho
Romano. Por eso es acertado definir la libertad, en sentido republicano, como
autonomía, autogobierno.
Dicho sea de paso, esta concepción de la
libertad como autonomía caracteriza a una tradición ética –de Aristóteles y los
estoicos a Spinoza– en la que abundan los republicanos.
El mismo Rivero observa que ésta era entonces la acepción común del
término. Es una muestra más de cómo la concepción republicana ha impregnado el
léxico de la política, por más que hoy asociemos “naturalmente” la palabra
‘libertad’ a su interpretación liberal.
De modo que no hay por qué distinguir tajantemente una versión
neoateniense del republicanismo (que identificaría libertad con participación
en el autogobierno) de otra neo–romana (libertad como ausencia de dependencia),
como ha sugerido Pettit (1998: 82-84).
Es moralmente libre quien, en vez de
estar sometido como siervo a sus deseos inmediatos, y por ello a factores
ajenos, es capaz de determinar racionalmente su conducta; no basta con que le dejen
un espacio de acción sin constricciones externas. Este gobierno de sí no tiene
por qué fundarse en la represión ascética de los afectos, ni en la huída del
mundo, como sugiere Berlin, sino en la orientación razonable de afectos y
eleccio-nes.
Pero nuestro asunto es ahora la posición
del individuo en el mundo social, la autonomía pública. Y aquí aparece la diferencia
decisiva entre liberales y republicanos. Porque lo que caracteriza al enfoque
republicano es la convicción de que la libertad de los individuos no puede ser
considerada al margen del contexto social, y en último término político, de sus
acciones. La libertad individual es inseparable de la libertad política.
Cuando los republicanos hablan de libertad,
se refieren al estatus social de un sujeto, más que a sus acciones
considera-das aisladamente. Puede quizá decirse de quienes están en condiciones
de dependencia que realizan algunas acciones li-bres, en la medida en que no
encuentren de hecho obstáculos para realizar sus deseos. Pero, aun dejando
aparte los efectos psicológicos que lleva consigo la conciencia de dependencia,
manifiestos incluso allí donde el sujeto disfruta de un margen de
no–interferencia, esa capacidad de elección, siempre precaria y circunstancial,
tiene lugar sobre un sustrato de dominación y dependencia, como una gracia.
Difícilmente pueden ser considerados libres en tal situación (Skinner, 2008:
90).
Libertad, república y autogobierno
Pues la libertad, entendida como la condición
de quien posee la capacidad y la garantía de una vida autónoma, no es un
objetivo que pueda alcanzar un individuo por sí solo: un sujeto aislado será
siempre vulnerable frente al poder del resto. Sólo podrá ser realmente libre
creando con otros una red de instituciones y normas que regulen la vida común,
en condiciones que impidan la intromisión e imposición arbitraria de quienes
por su fuerza o su riqueza están de salida en posiciones de predominio. Es
decir, la libertad requiere que el espacio público sea res publica, una
república donde los ciudadanos políticamente iguales establezcan conjuntamente
el marco normativo que garantice su autonomía y evite la dominación ajena. Sin
autogobierno político no hay libertad. No es que los republicanos, ni siquiera
los antiguos, desconocieran la libertad individual o la idea de bien privado,
que identificaran la libertad personal con la independencia de la comunidad,
sino que consideraron que la libertad no puede disociarse de la condición
cívica por la que es posible. Tampoco es verdad que desconocieran los derechos
individuales. Lo que no cabe en el esquema conceptual republicano es la idea de
derechos anteriores e independientes de la sociedad políti¬ca y su jurídico,
porque es justamente de la voluntad política de los ciudadanos que participan
en el gobierno de su comunidad de donde surgen las normas que crean los
derechos y aseguran la libertad, la cual se desarrolla en y por la
participación en el autogobierno.
Esta conexión entre libertad y
autogobierno explica también la conexión positiva entre ley y libertad en el
republicanismo. La libertad se afirma por medio de la ley, no frente a ella.
Toda ley supone una interferencia en el ámbito de decisión libre de sus
destinatarios, una restricción, aunque esté justificada. Pero es el instrumento
mediante el cual es posible impedir la arbitrariedad y las situaciones de
privilegio, y dotar a todos los ciudadanos de los derechos y recursos
necesarios para vivir autónomamente.
Hay quien, como Larmore (2001), afirma
que esta conexión entre libertad y ley pertenece igualmente a la tradición
liberal, que precisamente ve en el imperio de la ley la garantía de la
libertad. Sólo en el liberalismo utilitarista se concibe la libertad en
términos de simple no interferencia; liberales como Locke, Constant o Rawls han
defendido el valor de la ley como marco y garantía de la libertad. Pero, una
vez más, el punto clave de divergencia se sitúa en la relación de la libertad
con lo público.
Justamente puntualizan Laborde y Maynor (2008: 16) que “la
interpretación dominante del republicanismo acepta plenamente el individualismo
moral y el pluralismo ético de la sociedad moderna, y no niega la existencia e
importancia de los derechos individuales. Sin embargo, los republicanos son
escépticos respecto a las exposiciones de derechos que abstraen por co a
libertad teóricamente ilimitada del anárquico estado de naturaleza, proporciona
un ámbito seguro de no–interferencia protegida; y en esa medida puede
apreciarla. Pero sólo en cuanto sea instrumento de salvaguardia del coto
privado, y se mantenga dentro del límite mínimo necesario para garantizar la
coexistencia social. Para el republicanismo, en cambio, la ley crea la libertad
en cuanto remplaza la situación natural de dependencia de los más débiles
respecto a los más poderosos por un orden que iguala y protege a todos. Por
ejemplo, en la medida en que exige igualdad de trato para las mujeres,
condiciones laborales apropiadas para los trabajadores, o garantías de
supervivencia y expresión de las minorías. No es una restricción de la libertad,
aceptable como medio para obtener otros beneficios, sino su condición de
posibilidad.
La defensa del imperio de la ley, expresa
ya en la Política de Aristóteles, obedece justamente al propósito de evitar el
dominio arbitrario de uno, unos pocos, o incluso una mayoría, y establecer en
cambio un ordenamiento imparcial y razona¬ble de la convivencia. Pero el
republicanismo tiene muy presente que la ley procede del poder político, y que
no es posible separar poder, ley y libertad. Por eso no cabe desentenderse de
la cuestión de quién gobierna: de ello dependen el contenido, posición y
función de la ley, y por ende el alcance y solidez real de la libertad de los
ciudadanos.
Creo que fue Hobbes el primero en
percibir con claridad que la concepción republicana de la libertad era
incompatible con la afirmación de un poder absoluto, y que era necesario otro
concepto de libertad para disociar la sujeción en el ámbito público de la
libertad como ausencia de regulación (“silencio de las leyes”) en el privado.
Abriendo la senda a Constant y otros críticos del republicanismo, Hobbes afirma
que la libertad de que hablan los republicanos, apelando a la autoridad de los
clásicos, es meramente colectiva, y que la libertad de los individuos es la
misma bajo cualquier régimen político:
“Los atenienses y romanos eran libres, es
decir eran Estados libres; no es que cada hombre en particular tuviese la
libertad de oponerse a quien lo representaba, sino que su representante tenía
la liber¬tad de resistir y de invadir a otros pueblos. En las torretas de la
ciudad de Luca está inscrita, todavía hoy, en grandes caracteres, la palabra
LIBERTAS; y sin embargo, nadie podrá de ello inferir que un in¬dividuo
particular tenga allí más libertad, o que esté más exento de cumplir su servicio
para con el Estado, que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico,
como si es popular, la libertad será la misma”.
Hobbes pretendía así convencer a sus
lectores de que la libertad de los súbditos no depende del autogobierno, sino
de la ausencia de interferencia del poder político. Pero su aserto encontró una
respuesta directa, contundente y reveladora en la pluma del republicano
Harrington, quien, cinco años después, escribe:
“...mientras el más destacado bajá es un
arrendatario (tenant), tanto de su cabeza como de su status, a voluntad de su
señor, el más insignificante luqués que posea tierras es titular de la plena
propiedad (freeholder) de ambos, y no está sujeto sino al control de la ley”.
En otras palabras, sí hay diferencias
respecto a la libertad individual entre los regímenes políticos. La libertad de
los ciudadanos de la república de Lucca estriba en la garantía de los derechos
subjeti¬vos que la ley proporciona frente a cual-quier decisión arbitraria
relativa a sus personas y propiedades. Los súbditos del sultán turco, en
cambio, por encumbrada que sea su posición actual, están siempre a merced del
capricho de su señor.
Pues las leyes son creadas por el poder
soberano. Si proceden de un autor ajeno y superior a los ciudadanos no hay garantía
de que correspondan a su voluntad e intereses; más bien cabe temer que sirvan a
los poderosos de instrumento para re-forzar su dominación. Por eso, las normas
dadoras de libertad dependen a su vez de que gobiernen todos los ciuda-danos
como iguales.
En este punto, se suele hacer notar que
la mayoría de los clásicos republicanos fueron adversarios del régimen
democrático. Es más, el propio Pettit niega que haya una conexión definitoria
entre democracia y libertad (1999: 50) y alerta contra el “populismo” de cuño
rousseauniano: lo que busca el republicano no es dominar, sino no ser dominado.
Es verdad que el temor a la democracia,
entendida como gobierno despótico e incontrolado de “los muchos”, la mayoría de
pobres e incultos, caracterizó históricamente a muchos republicanos, desde
Aristóteles. No hay por qué sorprenderse: ese temor no ha desaparecido, y sigue
reflejado en los filtros representativos y mecanismos protectores de la
democracia liberal. Con todo, hay que recordar que la al-ternativa propuesta
por esos republicanos consistió en formas de gobierno mixto que, sobre
incorporar el reconocimiento realista de que la estabilidad institucional
descansa en la conjugación de fuerzas e intereses de los distintos estratos
sociales, incorporaban en lugar destacado el elemento democrático.
Por otra parte, los republicanos se
afa¬naron en idear mecanismos para evitar la deriva despótica del poder
político, como el sorteo y rotación de los cargos, la brevedad de los mandatos,
la sujeción a instrucciones y revocabilidad de los representantes, la rendición
de cuentas al finalizar su gestión, etc. (Véase De Francisco, 2007: 157–173).A lo que se añade la insistencia en el
valor de la deliberación y de las instituciones correspondientes que contrasta
con la concepción liberal de los procesos políticos en términos de equilibrio
de fuerzas y negociación. Tales procedimientos y mecanismos no son
exclusivamente republicanos; pero lo que distingue al republicanismo es que no
persigue con ellos salvaguardar la libertad de los individuos frente al poder,
sino evitar que el poder político se convierta en un instrumento de facción,
privado. Trata de hacer frente al riesgo de desnaturalización de su condición
original de poder de, y no sobre, los ciudadanos.
En conclusión, el republicanismo presenta
un concepto específico y genuino de libertad política, aunque tanto en la
tradición como en el republicanismo contemporáneo haya acentos diferentes al
definirlo –con mayor énfasis en la dimensión positiva del autogobierno o en la
negativa de independencia respecto a la dominación–; y hay asimismo una clara
distinción entre las concepciones liberal y republicana de la libertad, aunque
liberales y republicanos puedan coincidir parcialmente en sus demandas y propuestas
políticas.
Republicanismo y emancipación: ¿un
elitismo anacrónico?
A menudo los críticos del republicanismo
admiten que contiene una doctrina con identidad propia e históricamente
influyente, pero rechazan que pueda presentarse como una alternativa al
liberalismo adecuada a los principios y valores morales y políticos
generalmente reconocidos en las sociedades democráticas actuales. Estiman que
de la tradición republicana se desprende una propuesta política elitista y
excluyente, incompatible con la universalización de la libertad y la igualdad
propia de la ciudadanía moderna. Piensan que, pese a lo que su discurso
proclama, no encierra un proyecto de emancipación, sino que más bien encarna la
defensa de posiciones minoritarias de privilegio. “En contra de lo que se suele
creer, el ideal republicano no se cimentaba sobre la libertad individual ni era
una ideología de emancipación como la liberal” –escribe, por ejemplo,
Villaverde (2008: 377).
Estos críticos advierten de que detrás de
la retórica republicana de la libertad se oculta el hecho de que se trata de la
libertad de unos pocos, los ciudadanos: un grupo reducido de propietarios
varones originarios de una comunidad delimitada territorialmente; que, en
consecuencia, “la tradición republicana se organiza básicamente sobre la
desigualdad” (Rivero, 2005: 12). Con ello se afirma también implícitamente que
el neo-republicanismo no puede recurrir a la tradición de la que se reclama
heredero para proponer una concepción igualitaria e incluyente de la libertad
política. Quien quiera defender la libertad universal e igual para todos
de¬berá acudir a la teoría liberal de los derechos del hombre.
Desde luego, resulta sorprendente que se
apele a la emancipación desde una posición liberal. Pues el término vuelve a remitirnos
a la noción republicana de libertad. El Diccionario de la Real Academia define “emancipar”,
en su primera acepción, como “Libertar de la patria potestad, de la tutela o de
la servidumbre” y, por extensión, “Liberarse de cualquier clase de subordinación
o dependencia”. Y fue justamente el republicanismo quien concibió la libertad
como emancipación frente a la dependencia del poder privado del “dominus” y
frente a la subordinación de los súbditos a un príncipe, mientras el
liberalismo ha sostenido que la libertad es compatible con situaciones de
subordinación política y dependencia material.
Por otra parte, no sé hasta qué punto
pueden cargarse exclusivamente en el “debe” del republicanismo actitudes o
posiciones comunes en la teoría y la práctica política de cualquier signo
durante siglos. Excluir a las mujeres de la ciudadanía, proclamar la
superioridad de los intereses nacionales y legitimar la colonización, o
compaginar la retórica de la libertad con la posesión de esclavos, no son
posiciones distintivas de los republicanos, sino compartidas, con honrosas
excepciones, por políticos y pensadores liberales y republicanos. Jefferson fue
propietario de esclavos, pero también Locke; y los filósofos liberales, de Mill
a Rawls, han planteado su filosofía política desde la perspectiva de una
comunidad clausurada. El nacionalismo liberal de Tamir o Kymlicka no es menos
nacionalista que el republicano de Miller. Si acaso, las demandas de mayor
inclusión política o el cosmopolitismo han tenido más valedores en las filas
republicanas que en las liberales.
Se ha señalado ya que buena parte de la
tradición republicana se opuso históricamente a la democracia y mantuvo una
posición restrictiva y elitista respecto al acceso a la ciudadanía y al
desempeño de funciones de gobierno. Hay que admitir que su interés, más que
extender o generalizar la libertad, era salvaguardar sus condiciones de
posibilidad para quienes podían disfrutarla. Pero esto no impide extraer del
núcleo conceptual del republicanismo conclusiones que muestran su potencial
emancipador intrínseco.
Ante todo hay que advertir que los
pensadores republicanos han tenido muy presente que no se puede separar la
condición social (material) de los individuos de su estatus público (político).
Consideraron que la autonomía y la independencia, así como el desarrollo
intelectual y moral, sólo están al alcance de quien dispone de recursos
materiales que garanticen su posibilidad efectiva. Por eso el republicanismo de
orientación aristocrática sostuvo que una república debía descansar en el
predominio de un estrato de propietarios medios independientes, lejos tanto de
la concentración de riqueza y poder en manos de unos pocos como del acceso
indiscriminado a las decisiones políticas de las masas, carentes de
independencia material y de ocio para desarrollar su capacidad intelectual.
Aristóteles opuso a la democracia resultante de las reformas de Efialtes y
Pericles, que posibilitaron el gobierno de los libres pobres mediante la
retribución de la participación, otro régimen, la politéia, que, sin descartar
absolutamente el poder popular, reserva ciertas magistraturas rectoras a una
minoría destacada, cuya superioridad intelectual y material hace a su juicio
más probable que se imponga el orden racional de la ley sobre los deseos y
aspiraciones irracionales de las masas. Y a menudo los autores republicanos
modernos expresan este mismo temor, y tratan de arbitrar medios que eviten la
imposición de las masas por la fuerza del número y garanticen que la dirección
de la sociedad recaiga en los ciudadanos más capacitados intelectual y moralmente,
como los mecanismos indirectos de elección o el bicameralismo.
Por las mismas razones sostuvieron
históricamente los republicanos que sólo los propietarios varones deberían ser
ciudadanos, al menos de pleno derecho, excluyendo a las mujeres, los siervos,
los asalariados, y a menudo incluso a los pequeños propietarios. Tendieron a
restringir la ciudadanía activa según criterios de capacidad, porque fueron
plenamente conscientes de que el reconocimiento legal de la libertad no es
suficiente para poder ser autónomo.
Pero el mismo presupuesto, que la
libertad se basa en la capacidad real de independencia y autonomía, opera en la
corriente democrática de la tradición republicana, la de Spinoza, Rousseau,
Robespierre o Jefferson. Este republicanismo democrático está más preocupado
por la amenaza de una oligarquía de ricos y poderosos que por la de una
hipotética tiranía de la mayoría, y considera que la igualdad y el autogobierno
son necesarios para evitar la dominación y orientar el gobierno al bien común.
Por eso desarrolló una interpretación inversa de la vinculación entre
ciudadanía, libertad y suficiencia material: entendió que la libertad real
exige la universalización de las condiciones materiales de la independencia, y
del acceso al autogobierno político. Si la suficiencia material es condición de
la capacidad política y la independencia de juicio, es preciso garantizar las condiciones
legales y sociales que permitan a todos acceder a la misma, y en consecuencia a
la ciudadanía plena, sea en la forma de una república de pequeños propietarios
(como proyectaba Jeferson) o bien de manera que el acceso universal a los
bienes públicos, garantizado políticamente, haga posible la igualdad cívica
real. Ayer, esto suponía exigir el reconocimiento de los derechos políticos de
los trabajadores asalariados y de las mujeres; hoy implica demandar la
inclusión cívica de los inmigrantes residentes en las sociedades de acogida.
Emancipación política y emancipación
social están ligadas: la libertad real requiere igualdad social. Así lo
reconocen Rousseau y Jeferson, y el mismo principio inspira a la tradición
socialista, en buena medida heredera de la republicana (Domènech, 2004). Sobre
cómo se con-creta esta exigencia de igualdad hay posiciones diversas dentro del
republicanismo actual; no entraré aquí en este asunto. Pero es manifiesta la
afinidad de la pers¬pectiva republicana con nociones como la ciudadanía social,
o las propuestas de una renta básica de ciudadanía que garantice el “derecho a
la existencia” del que hablaba Robespierre. Al tiempo, cabe llamar la atención
sobre la insuficiencia de la isonomía, la igualdad ante la ley que procla¬mó el
liberalismo decimonónico. Insuficiencia que resulta patente en las actuales
sociedades democráticas, donde convive el reconocimiento de los derechos
individuales de libertad con la precariedad en el empleo de los asalariados, y
la igualdad legal con la extremadamente desigual influencia política de los
ciudadanos, en función de los recursos económicos necesarios para controlar
medios de comunicación y financiar costosas campañas políticas.
La virtud cívica y la crítica al
perfeccionismo
Los juicios sobre la obsolescencia del
republicanismo se apoyan además en la tesis de que la demanda republicana de
virtud cívica está asociada a una concepción ética y política perfeccionista,
según la cual el pleno desarrollo humano se alcanza so-lamente en y a través del
ejercicio de la ciudadanía, conforme a los valores y tradiciones de la
república.
Tampoco es exclusiva del republicanismo
la demanda de virtud cívica; cada vez son más los autores liberales que advierten
de la necesidad de una ciudadanía activa para la buena salud de las sociedades
democráticas (Peña, 2005). Pero para el liberalismo es prioritaria la
salvaguardia de la libertad individual frente a las exigencias colectivas, y la
actividad pública es un instrumento al servicio de los fines privados: por eso
tiende a confiar más en el buen diseño y funcionamiento de las instituciones
públicas que en el compro-miso cívico, y a rebajar la exigencia de virtud y sus
rasgos más políticos. En cambio, el republicanismo promueve la disposición a la
participación política, el esfuerzo por informarse y deliberar sobre los
asuntos públicos, la actitud vigilante y crítica ante la actuación de los
gobernantes y la contribución al mantenimiento de los bienes públicos, porque
cree que de ello depende que las instituciones públicas sean efectivamente
tales y los ciudadanos realmente libres. Sin virtud cívica no se sostienen la
defensa de un medio ambiente limpio, las leyes y políticas sociales que
embridan a los poderes económicos, o los mismos derechos de libertad.
Desde sus orígenes, el liberalismo
mantuvo reservas frente a la pretensión de crear una sociedad de ciudadanos
virtuosos, por temor a que desembocara en una restricción del derecho
individual a mantener un ámbito de fines e intereses al margen de la vida
pública. Sospechaba que una política que impulsara la virtud cívica podría
acarrear una pérdida de libertad, al quedar sujetos los individuos a la
exigencia de vivir exclusivamente como ciudadanos, entregados por completo al
interés público. Hoy, los liberales temen además que entrañe la imposición de
una doctrina que amenace la libertad de los individuos para elegir sus valores,
su modo de vida y su relación con lo público, y desprecie la diversidad
ideológica y cultural de las plurales sociedades modernas. Semejantes riesgos
aconsejarían atem¬perar, cuando menos, exigencias y estímulos respecto a la
vida cívica.
Ciertamente, encontramos en la tradición
republicana propuestas que ensalzan el valor de la comunidad política y
encarecen la devoción de los ciudadanos hacia ella hasta extremos estridentes,
que pueden suscitar algún escalofrío
Abundan las referencias a la importancia
de que las armas estén en manos de los ciudadanos, y no de mercenarios, porque
de ello depende su autogobierno, y se exaltan en consecuencia las virtudes de
la milicia. Los autores republicanos pretenden tamién promover el amor a la
ciudad recurriendo a rituales patrióticos y a una retórica nutrida de ejemplos
de abnegación cívica tomados de griegos o romanos; incluso demandan a veces una
religión civil. Tampoco faltan entre ellos apelaciones a la prioridad de la
salud de la república respecto a los fines y valores meramente privados. Y en
ocasiones el patriotismo republicano ha llegado a confundirse con la exaltación
de la comunidad étnica o histórica, haciéndose indistinguible del nacionalismo.
Todo eso hay que reconocerlo, entre otras razones porque ha sido incorporado en
parte a la pedagogía cívica de los Estados liberales actuales en sus desfiles,
himnos y ceremonias cívicas, o en la enseñanza de la historia patria.
Pero la cuestión es en qué medida
semejantes actitudes están esencialmente ligadas al republicanismo, son
consecuencia obligada de la adopción de sus principios. No veo que haya una
relación intrínseca, ni, por tanto, que la ciudadanía repu-blicana haya de
traducirse forzosamente en posiciones milita-ristas o nacionalistas. La virtud
cívica tiene una forma genérica permanente –el compromiso con el bien público
frente a las actitudes particularistas–, pero se concreta diversamente según
las circunstancias históricas y sociales. Las actitudes que caracterizaron en
el pasado al buen ciudadano republicano, la defensa activa de lo público y el
amor a la libertad, pueden desarrollarse hoy en mo¬vimientos cívicos
transnacionales, por ejemplo.
Los críticos liberales pueden replicar
que en todo caso es indudable la propensión del republicanismo al
perfeccionismo, manifiesta en autores como Taylor o Sandel (1996), para los que
el compromiso cívico que las sociedades democráticas necesitan está ligado a un
conjunto de valores destilado históricamente, frente al que no serviría la
neutralidad liberal. Pero aunque comparta ciertos elementos de la crítica al
liberalismo, el republicanismo no se identifica con el comunitarismo, y la
posición de los autores mencionados no es extensible al republicanismo sin más.
Lo propio de la tradición republicana no es concebir la sociedad política como
una entidad “densa” y homogénea, dotada de una identidad previa que sólo cabe
conservar, sino como una ciudad, una construcción política basada en las leyes
e instituciones forjadas por la voluntad de los ciudadanos, formada en la
deliberación sobre los asuntos públicos; ellos determinan conjuntamente cómo ha
de ser, en un proceso de revisión y reconstrucción permanente. No vuelven la
espalda al “ethos” comunitario asentado en la tradición; pero aunque valoren
sus ejemplos y enseñanzas, no quedan maniatados por él.Es posible una justificación republicana
de la virtud cívica aceptable para el ciudadano de una sociedad democrática,
sin asumir la carga de un perfeccionismo incompatible con el pluralismo
cultural y moral. Ciertamente, la ciudadanía democrática no está desligada de
un horizonte axiológico o normativo. Hay ciudadanía buena o mala, más o menos
ajustada a ciertos valores y disposiciones apropiados a la convivencia pública.
Pero son virtudes de la “res publica”, de los individuos como ciudadanos en el
espacio de las instituciones y prácticas relativas a lo que a todos atañe,
compete u obliga. Son virtudes públicas, y no se refieren a la dimensión
estrictamente individual de la vida. La demanda de virtud cívica no exige una
actitud moral que abarque todas las facetas y ámbitos de la acción humana.
Eso no significa que pueda disociarse el
cultivo de estas disposiciones cívicas de una opción implícita por un modo de
vivir –como sujetos libres– y de la preferencia consiguiente por ciertos
valores; en ese sentido, la virtud cívica no es meramente instrumental. La
ciudadanía democrática no es compatible con cualquier concepción de la vida
buena y las relaciones sociales –por ejemplo, el reconocimiento de la igualdad
entre los ciudadanos o el derecho a mantener convicciones religiosas o
políticas diferentes son incompatibles con doctrinas que afirmen la
subordinación de la mujer o exijan la unicidad religiosa–, aunque deje margen
para distintas concepciones de la excelencia humana y las formas de vida
deseables. Pero eso es algo diferente de asociar las normas impuestas a todos
en el espacio público a una inter-pretación particular del bien humano. Una
política con virtud cívica no tiene por qué ser perfeccionista, al menos en el
sentido de estar ligada a un modelo moral y político particular. Ni implica que
la vida buena se agote en su dimensión política, o que los fines individuales
queden disueltos o postergados respecto a un bien común separado de ellos.
Conclusión: el valor del republicanismo
Podemos, pues, encontrar en la tradición
republicana elementos conceptuales valio¬sos para repensar la política en el
presente. Hay en ella propuestas concretas caducadas –la milicia ciudadana, por
ejemplo–; quedan en sombra valores y principios que hoy nos parecen
prioritarios; y el republicanismo no puede encontrar hoy respuestas a todas las
acuciantes cuestiones del momento en su propia historia. Pero hay ciertas
claves conceptuales libertad como autonomía en oposición a la dependencia y la
dominación ajena, participación y autogobierno, ciudadanía activa,
deliberación, que pueden servir de guía para encarar problemas permanentes de
la vida pública, para oponer resistencia a concepciones de la sociedad que
disuelven la ciudadanía y estrechan y desplazan el ámbito de lo político en
beneficio de poderes ajenos a la reflexión y la voluntad de unos ciudadanos
privatizados, y para la reconstrucción de la política democrática. Por consiguiente,
puestos a hablar del carácter emancipador de una teoría o tradición política,
yo encuentro bastantes más elementos para robustecer y extender la libertad en
el republicanismo que en el liberalismo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Berlin, I., Sobre la libertad.
Edición de A. Rivero. Alianza, Madrid, 2004./Bobbio, N. y M. Viroli, Diálogo en
torno a la república. Traducción de R. Rius Gatell. Tusquets, Barcelona, 2002./Dagger,
R. Civic Virtues. Oxford UP, Nueva York, 1997./Domènech, A. El eclipse de la
fraternidad. Una re-visión republicana de la tradición socialista. Crítica,
Barcelona, 2004./Francisco, A. de, Ciudadanía y democracia. Un enfoque
republicano. Los Libros de la Catarata, Ma¬drid, 2007./Harrington, J. Oceana. Cambridge UP, Cam¬bridge, [1656] 1992./Hobbes, T.
Leviatán. Traducción de C. Mellizo. Alianza, Madrid, [1651] 1989./Laborde, C. and J. Maynor, eds. Republicanism and
Political Theory. Blackwell, Oxford, 2008./Larmore, C. “A Critique of Philip
Pettit’s Repub¬licanism”. Nous, vol. 35, Supplement 1, 2001. págs.
229–243./Locke, J. Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Traducción de C.
Mellizo. Alianza, Madrid, [1690] 1990./Ovejero, F. “Republicanismo: el lugar de
la vir¬tud”. Isegoría, nº 33 (diciembre 2005), págs. 99– 125./Peña, J.
“Ciudadanía republicana y virtud cívica” en M. J. Bertoméu, A. Domènech y A. de
Francis¬co, eds. Republicanismo y democracia. Miño y Dávi¬la, Buenos Aires,
2005./Pettit, P. “Reworking Sandel’s Republicanism”. The Journal of Philosophy, vol. 95, nº 2, 1998. págs. 73–96./––
Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Traducción de A.
Domènech. Paidós, Barcelona, 1999./Rivero, A. “Republicanismo y
neoepublicanis¬mo”. Isego ría, nº 33 (diciembre 2005), pp. 5–18./Sandel, M.
Democracy’s Disco ntent: America in Search of a Public Philosophy. Harvard UP,
Cam¬bridge (Massachussets), 1996./Skinner, Q., “La libertad de las repúblicas:
¿un tercer concepto de libertad?”. Isegoría, nº 33 (diciembre 2005), págs. 19-49./–– “Freedom as the Absence of Arbitrary Power”
en Laborde y Maynor, 2008, págs. 83–101./Sunstein, C., “Más allá
del resurgimiento republi¬cano” en Ovejero, F., J. L. Martí y R. Gargare¬lla
(comp.): Nuevas ideas republicanas. Paidós, Barcelona, 2004./Taylor, C.,
“Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo” en Argumentos filosóficos.
Traducción de F. Birulés. Paidós, Barcelona, 1997, págs. 239-268/Villaverde, M.
J. La ilusión republicana. Tecnos, Madrid, 2008.
(1).-Javier Peña Echeverria es catedratico de filosofia moral y politica de la Universidad de Valladolid.
Fuente. Claves de la Razon Practica nº 187.
No hay comentarios:
Publicar un comentario