Hace años, en mi reportaje sobre el proceso de Eichmann en
Jerusalén, hablé de la “banalidad del mal”,
y con esta expresión no aludía a una teoría o a una doctrina, sino a algo
absolutamente fáctico, el fenómeno de los actos criminales cometidos a gran escala, que no podían ser imputados
a ninguna particularidad de maldad, patología o convicción ideológica del agente,
cuya única particularidad distintiva es quizá una extraordinaria superficialidad.
Sin embargo, a pesar de lo monstruosidad de sus actos, el agente no era un demonio, ni
un monstruo, y la única característica especifica que se podía detectar en su
pasado, así como en su conducta a lo lago del juicio y el examen policial
previo fue algo enteramente negativo: no era estupidez, sino una curiosa y absolutamente
incapacidad para pensar. Funcionaba en su papel
de prominente criminal de guerra del mismo modo que lo había hecho bajo
el régimen nazi: no tenia la mas minima dificultad en aceptar un conjunto enteramente
distinto de reglas. Sabia que lo que antes era su deber ahora era definido como un crimen, y aceptó este nuevo código
de juicio como si fuera mas que una regla del lenguaje distinta, A su ya limitada
provisión de estereotipos había añadido algunas frases nuevas y solamente se
vio totalmente desvalido al ser enfrentado con una situación en la que ninguna de estas era aplicable como,
en el caos mas grotesco, cuando tuvo que hacer un discurso bao el patíbulo y se
vio obligado a recurrir a los clichés usados en las oraciones fúnebres, inaplicables
a su caso porque el superviviente no era
el. No se le había ocurrido pensar en como deberían ser sus ultimas palabras en
caso de sentencia de muerte que siempre había esperado, del mismo modo que sus incoherencias
y flagrantes contradicciones a lo largo del juicio no le habían incomodado. Clichés,
freses, hechas, adhesiones a lo convencional,
códigos estandarizados de conducta y de expresión cumplen la función socialmente reconocida de protegernos
de la realidad, es decir, sobre los requerimientos que sobre nuestra atención pensante
ejercen los acontecimiento y hechos en virtud de su misma existencia. Si siempre
fuéramos sensibles a este requerimiento, pronto estaríamos exhaustos. Eichmann
se distinguía únicamente en que paso por alto todas estas solicitudes.
Esta total ausencia de pensamiento atrajo mi atención. ¿Es
posible hacer el mal, los pecados de omisión y también de comisión cuando falta
no ya solo los “ motivos reprensibles” ( como los denomina la ley) sino cualquier
otro tipo de motivo, el mas mínimo destello de interés o volición? La maldad,
como quiera que la definamos, ese “estar
resuelto a ser villano” ¿ no es una condición necesaria para hacer el mal?. Nuestra
facultad de juzgar, de distinguir ll o bueno de lo malo, lo bello de lo feo, ¿depende
de nuestra facultad de pensar? ¿Hay coincidencia entre la incapacidad para
pensar, en si misma, y el fracaso
desastroso de lo que comúnmente denominamos conciencia? Se imponía la siguiente
pegunta: la actividad de pensar, en si
misma, el habito de examinar y de reflexionar acerca de todo lo que acontece y
llama la atención, independientemente de su contenido especifico y de sus resultados,
¿ puede ser de tal naturaleza que “ condicione” a los hombres contra el mal?. La
misma palabra con-ciencia, en cualquier caso apunta en esa dirección, en la
medida que significa “conocer consigo y
por mi mismo”, un tipo de pensamiento que se actualiza en cada proceso de pensamiento.
Por ultimo ¿ no se refuerza la urgencia de estas cuestiones por el hecho bien
conocido y alarmante te de que solo la buena gente es capaz de terner mala conciencia,
mientras que ésta es un fenómeno muy extraño en los auténticos criminales. Una buena conciencia no existe
sino como ausencia de la mala.
“ El pensar y las reflexiones morales”.- en Social Research 1971 Hanna
Arendt
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