QUENTIN SKINNER: THOMAS HOBBES, EL CONTRARREVOLUCIONARIO
Anaclet Pons (1)
·
Corey Robin, profesor de ciencia política en el Brooklyn
College, autor de Fear: The History of a Political Idea, analiza en The Nation
la nueva entrega que Quentin Skinner le dedica a su obsesión preferida, Thomas
Hobbes: Hobbes and Republican Liberty
(CUP, 2008). Como tambien es en parte la mía, y la de tantos otros, rebasaremos
por esta vez los estrechos marcos cronológicos de la historia contemporánea.
Aunque, como se verá, no tanto.
La revolución envió a Thomas Hobbes al exilio; la reacción
lo trajo de vuelta. En 1640, los
parlamentarios opuestos a Carlos I, como John Pym, estuvieron denunciando “la predicación en favor la
monarquía absoluta, con lo que el rey podría hacer lo que deseara”. Hobbes había terminado de escribir en aquel momento
The Elements of Law, haciendo justamente eso. Después de que un alto consejero
del monarca y un teólogo con ilimitados poderes reales fueran arrestados,
Hobbes decidió que era hora de marcharse. Sin ni siquiera esperar a que le
empaquetaran sus cosas, huyó de
Inglaterra rumbo a Francia.
Once años y una guerra civil después, Hobbes abandonó Francia y regresó a Inglaterra. Esta
vez, estaba huyendo de los realistas. Como antes, Hobbes acababa de terminar un
libro. Su Leviatán, como más tarde explicaría, “lucha en nombre de todos los
reyes y de todos aquellos que bajo cualquier nombre llevan los derechos de los
reyes”. Fue esta aparente indiferencia sobre la identidad del soberano lo que
ahora le estaba creando problemas. Su Leviatán justificada, mejor dicho, exigía
que los hombres se entregaran a cualquier persona o personas que fueran capaces
de protegerlos de un ataque exterior y de los disturbios civiles. Con la
monarquía abolida y las fuerzas de Oliver Cromwell controlando Inglaterra y
encargándose de la seguridad de las personas, el Leviatán parecía recomendar que todos,
incluidos los realistas derrotados, profesaran lealtad a la Comunidad
(Commonwealth). Este argumento ya contaba con versiones previas, ofrecidad por
Anthony Ascham, embajador de la
Commonwealth , asesinado por los realistas exiliados en
España. Así, cuando Hobbes se enteró de que los clérigos estaban tratando de arrestarle en Francia -el Leviathan también era vehementemente
anticatólico, tanto que ofendió a la reina madre- salió de París y regresó a
Londres.
No es casualidad que Hobbes huyera tanto de sus enemigos
como de sus amigos, porque la configuración de su teoría política
destrozaba alianzas que venían de lejos.
En lugar de rechazar el argumento revolucionario, lo absorbía y lo
transformaba. De sus profundas categorías y estilo derivaba una defensa a
ultranza de la forma más retrógrada de gobierno. Sintió los impulsos
centrífugos de la temprana Europa moderna -el sacerdocio universal, los masivos
ejércitos democráticos reunidos bajo la bandera de los antiguos ideales
republicanos, la ciencia y el escepticismo- y trató de convertirlos en una
fuerza centrípeta única: un soberano tan terrible y benigno como para que
cualquier desafío a la autoridad pareciera no sólo inmoral sino también
irracional. Hobbes no se diferencia de
los futuristas italianos cuando pone la disolución al servicio de la
resolución. Fue el primero y, junto con Nietzsche, el más grande filósofo de la
contrarrevolución, un licuador avant la
lettre de la modernidad cultural y la reacción política, que entendía que para derrotar a una
revolución uno debe convertirse primero en revolución.
¿Y cómo ha sido tratado por el partido del orden? No muy
bien. En un ensayo sobre el obispo Bramhall, un realista que debatía con
Hobbes, TS Eliot (un licuador hábil) decía que
Hobbes era “uno de esos escasos y extraordinarios advenedizos a quienes
el movimiento caótico del Renacimiento les concedió una eminencia que apenas merecían”. De los cuatro teóricos
políticos del siglo XX que Perry Anderson definió como “La derecha
intransigente” en su Spectrum - Leo
Strauss, Carl Schmitt, Michael Oakeshott y Friedrich von Hayek – sólo Oakeshott
vio en Hobbes un ligerísimo atisbo de alma gemela. El resto lo veían como
fuente de un liberalismo maligno, de jacobinismo o incluso de bolchevismo.
Los custodios del antiguo régimen a menudo confunden a los
contrarrevolucionarios con la oposición, porque no pueden detectar la alquimia
de su argumento. Todo lo que advierten es lo que hay allí -una forma de pensamiento novedosa que
resuena peligrosamente a algo revolucionario- y lo que echan de menos: la
justificación tradicional de la autoridad. Eso hace que el
contrarrevolucionario no les parezca un camarada, sino alguien sospechoso. Y no
están equivocados del todo. Tanto para
la izquierda como, en rigor, para la derecha -uno de los textos más famosos de
Hayek se titula “Por qué no soy conservador” – el contrarrevolucionario es un
pastiche de incongruencias: alto y bajo, antiguo y nuevo, izquierda y derecha, ironía y fe. El pastiche
es indispensable, porque lo que un contrarrevolucionario está tratando de hacer
es nada menos que la cuadratura del círculo – establecer la prerrogativa
popular y restablecer un régimen que afirma que ha estado ahí desde siempre,
que no hubo una primera vez (el antiguo régimen fue, es y será, no se hizo).
Son tareas que ningún otro movimiento político puede emprender. No es que el contrarrevolucionario
esté personalmente predispuesto a la paradoja, es sólo que se ve obligado a
cabalgar sobre las contradicciones
históricas, por el bien del poder.
Pero ¿por qué retomar a Hobbes para hablar de
conservadurismo, de la derecha y de la contrarrevolución? Después de todo,
ninguno de estos términos parece haber entrado en circulación hasta la Revolución Francesa
o incluso después, y la mayoría de historiadores ya no creen que la Guerra Civil inglesa
fuera una revolución. Las fuerzas que derrocaron a la monarquía podían estar
buscando tanto la República
romana como la antigua constitución. Puede que quisieran una reforma de las
costumbres religiosas o que se limitara el poder real. Pero la revolución no
estaba entre sus propósitos. ¿Cómo podría Hobbes haber sido un
contrarrevolucionario si no había revolución a la que oponerse?
Por un lado, Hobbes pensaba de otra manera. En el
Behemoth, su mejor tratamiento de la cuestión, declaró firmemente que la Guerra Civil inglesa
era una revolución. Y aunque para él eso quería decir algo similar a lo que
significaba para los antiguos -un proceso cíclico de cambio de régimen, más
afín a la órbita de los planetas que a un gran salto hacia delante- Hobbes veía
en el derrocamiento de la monarquía un celoso (y, desde su perspectiva, tóxico)
anhelo de democracia, un firme deseo de redistribuir el poder entre un mayor
número de hombres. Para Hobbes, ésa era la esencia del desafío revolucionario,
y así ha permanecido desde entonces -ya sea en Rusia en 1917, en Flint en 1937
o en Selma en 1965. Que estuviera
inspirado más por visiones del pasado
que del futuro no debe demorarnos, no
más que a Hobbes – o a Benjamin Constant o Karl Marx, en realidad, quienes
vieron lo fácil que era para los franceses hacer la revolución mientras (o incluso por) miraban hacia atrás.
Hobbes se opuso claramente a los “democráticos”, como él
llamaba a las fuerzas parlamentarias y sus seguidores. El argumento de Quentin
Skinner en Hobbes and Republican Liberty es que derrochó una parte considerable
de su energía filosófica en esta oposición y que sus mayores innovaciones se
derivaron de ella. Su objetivo específico era la concepción republicana de
libertad, su noción de que la libertad individual conlleva a los hombres a
gobernarse a sí mismos colectivamente. Desanudando los lazos entre libertad
personal y naturaleza del poder político, Hobbes fue capaz de argumentar que el
hombre puede ser libre en una monarquía absoluta – o como mínimo no menos libre de lo que lo sería en una
república o una democracia. Fue “un momento que hizo época en la historia del
pensamiento político anglosajón”, dice
Skinner, del que resulta una nueva descripción de la libertad de la que
aún somos deudores -por desgracia, para Skinner- hoy en día.
Skinner es un historiador demasiado exigente como para
decir que Hobbes es un contrarrevolucionario, pero su espléndido libro abre una
amplia ventana a la complejidad de esa empresa. Todos los contrarrevolucionarios
se enfrentan a la misma pregunta: ¿cómo defender un antiguo régimen que ha sido
o está siendo destruido? El primer impulso -reafirmar las verdades antiguas del
régimen- suele ser generalmente lo peor, porque a menudo fueron sobre todo esas
verdades las que le crearon los problemas a aquel régimen. O el mundo ha
cambiado tanto que ya no permiten el asentimiento o se han desarrollado de
manera tan flexible que han cambiado, favoreciendo la revolución. De cualquier
manera, el contrarrevolucionario debe buscar en otra parte los materiales con
los que conformar su defensa del antiguo régimen. Eso puede ponerlo en
desacuerdo, como Hobbes advirtió, no sólo con la revolución sino también con el mismo régimen cuya causa
defiende.
Los defensores de la monarquía en la primera mitad del
siglo XVII ofrecían dos tipos de argumentos, ninguno de los cuales Hobbes podía
respaldar. El primero, que Skinner no discute, era el derecho divino de los reyes. Era una innovación reciente -Jacobo I, padre
de Carlos, fue su principal exponente en Gran Bretaña- que declaraba que el rey
era el representante de Dios en la tierra (de hecho, era como Dios en la
tierra); que era responsable sólo ante
Dios; que sólo él estaba autorizado a gobernar y no debía verse restringido por
la ley, las instituciones o el pueblo. Como supuestamente señaló el asesor de
Carlos I, “el dedo meñique del rey debe ser más grueso que los lomos de la
ley”.
Si bien tal absolutismo apelaba a Hobbes, el fundamento de
la teoría era débil. La mayoría de los teóricos del derecho divino suponían
que Hobbes y sus contemporáneos,
especialmente en el continente, creían que
ya no existía: una teleología de los fines humanos que reflejara la
jerarquía natural del universo y produjera definiciones inatacables del bien y
del mal, lo justo e injusto. Tras un siglo de derramamiento de sangre provocado
por el significado de esos términos y el escepticismo sobre la existencia de un
orden natural o nuestra capacidad para conocerlo, las defensas del derecho
divino no parecían creíbles ni fiables. Con sus dudosas premisas, tenían las
mismas probabilidades de provocar un conflicto que de resolverlo.
Posiblemente era más preocupante que la teoría dibujara un
teatro político en el que sólo había dos actores de alguna importancia: Dios y
el rey, uno interpretando al otro.
Aunque Hobbes creía que el soberano no debía compartir el escenario con
nadie, estaba muy a tono con el virus democrático de su tiempo de no darse
cuenta de que la teoría había enviado a un tercer actor -el pueblo- con el
paquete. Todo fue muy bien mientras la gente estuvo tranquila y fue respetuosa,
pero durante la década de 1640 eso no era viable. La gente estaba en el
escenario, exigiendo un papel de liderazgo, y no podía ser ignorada ni cabía darle un papel secundario.
Los cambios en Inglaterra, en definitiva, habían hecho del
derecho divino algo insostenible. El desafío era complicado para Hobbes: cómo
preservar el impulso de la teoría (incondicional sumisión al poder absoluto,
indivisible) mientras abandonaba sus premisas anacrónicas. La teoría del
consentimiento de Hobbes, en el que las
personas pactan unas con otras para crear un Estado soberano con poder absoluto
sobre ellas, y su teoría de la representación, en la que la gente se hace pasar
por el soberano, sin que esté obligado a ellos, lo consiguió.
La teoría del consentimiento no hizo suposiciones acerca
de la definición del bien y del mal o de una jerarquía natural del universo.
Por el contrario, presumía que los
hombres no estaban de acuerdo sobre estas cosas, y que disputaban de forma
violenta, de modo que la única manera de alcanzar sus metas en conflicto y
sobrevivir era ceder todo su poder al
Estado y someterse a él sin protestar ni desafiarlo. Protegiéndolos a unos de
otros, el Estado les garantizaba el espacio y la seguridad para seguir adelante
con sus vidas. Junto con la descripción de Hobbes de la representación, la
teoría del consentimiento tenía una ventaja añadida: aunque le daba todo el
poder al soberano, la gente todavía podía imaginarse a sí misma como si
estuviera en su cuerpo, en cada golpe de su espada. Ellos le crearon; él les
representaba; a todos los efectos, estaban en él. Sólo que no lo estaban ni lo
eran: puede que fueran los autores del
Leviatán - el infame nombre que le dio al soberano, extraído del Libro de
Job-, pero como cualquier autor no
tenían ningún control sobre su creación. Fue una medida muy acertada,
característica de todas las grandes teorías contrarrevolucionarias, en las que
las personas se convierten en actores sin papeles, un público que cree que sale
a escena.
El segundo argumento ofrecido en favor de la monarquía, la
posición realista constitucional, tenía raíces más profundas en el pensamiento
inglés y, por tanto, era más difícil de
contrarrestar. Sostenía que Inglaterra era una sociedad libre, porque el poder
real estaba limitado por el derecho anglosajón (common law) o compartido con el
Parlamento. Esa combinación de imperio de la ley y soberanía compartida, afirmó
Sir Walter Raleigh, era lo que distinguía a los súbditos libres del rey de los
esclavos ignorantes de los déspotas del Este. Fue este argumento y sus
ramificaciones radicales, según Skinner sostiene, lo que aceleró las
reflexiones más profundas y audaces de Hobbes sobre la libertad.
En la base de esta concepción de la libertad política
descansaba una distinción entre actuar en aras de la razón y a instancias de la
pasión. Lo primero es un acto libre y lo segundo no. “Actuar por pasión”,
explica Skinner, “no es actuar como un hombre libre, ni siquiera es algo
característico del hombre; tales
acciones no son expresión de verdadera libertad, sino de mera licencia o
brutalidad animal”. La libertad implica actuar a partir de lo que deseamos, que
no se debe confundir con el apetito o la aversión. Como Bramhall expresó: “Un
acto libre es sólo el que procede de la libre elección de la voluntad
racional”. “Donde no hay consideración
ni uso de la razón, no hay libertad en absoluto”. Ser libre implica actuar según la razón o, en
términos políticos, vivir bajo las leyes
por contraposición al poder arbitrario.
Al igual que con el derecho divino de los reyes,
acontecimientos recientes habían hecho que el argumento constitucional
resultara anacrónico, sobre todo por el
hecho de que ningún monarca inglés de la primera mitad del siglo XVII se lo
hubiera creído. Con la intención de convertir a Inglaterra en un Estado
moderno, Jacobo y Carlos se vieron obligados a defender posiciones sobre la
naturaleza de su poder mucho más absolutistas de lo que permitía el argumento
constitucional.
Más preocupante para el régimen, sin embargo, fue la
facilidad con que ese argumento constitucional podía mutar en republicano y ser
utilizado contra el rey. Y así era, en las débiles peticiones de common lawyers
y parliamentary supplicants, quienes sostenían que con la inobservancia de la
ley común y la desobediencia al Parlamento del rey (Carlos) se amenazaba con convertir Inglaterra en una
tiranía; y en las exigencias utópicas de
los radicales, que insistían en que todo
lo que no fuera una república o una democracia, donde los hombres vivían bajo
las leyes que habían consentido, constituía una tiranía. Toda monarquía, según
éstos, era una forma despotismo.
Hobbes pensaba que este último argumento derivaba de los “libros de política y de
historia, de los antiguos griegos y romanos“, que fueron muy influyentes entre
los educados opositores al rey. Skinner está de acuerdo, y una parte
considerable de su obra (así como varios de sus otros libros y ensayos) se
dedica a rastrear el linaje clásico de lo que él llama el argumento
“neo-romano” o republicano. Esa herencia antigua recobró nueva vida con los Discorsi de Maquiavelo, traducidos al
inglés en 1636, y Skinner sugiere que pudieron haber sido el objetivo final de
Hobbes en su advertencia contra el gobierno popular.
Pero Skinner también señala que la premisa fundamental del
argumento republicano -lo que distingue a un hombre libre de un esclavo es que
el primero está sujeto a su propia voluntad mientras que el segundo está sujeto
a la voluntad de otro- se puede encontrar,
en una reproducción “palabra por palabra” del Digesto de derecho romano,
en la commom law inglesa ya en el siglo XIII. Del mismo modo, la distinción
entre voluntad y apetito, libertad y licencia, estaba “profundamente arraigada” tanto en la tradición escolástica de la Edad Media como en la
cultura humanista del Renacimiento. Por tanto, eso estaba no sólo en las posiciones realistas de
Bramhall y sus secuaces, sino también entre los radicales y regicidas que
derrocaron al rey. Un fascinante subtexto del argumento de Skinner es,
pues, que bajo el abismo que separaba a
realistas y republicanos había un profundo y volátil cimiento, el de la asunción compartida sobre la naturaleza de
la libertad. La genialidad de Hobbes estuvo en reconocer ese supuesto, y en su
ambición para aplastarlo.
Si bien la noción de que la libertad consiste en vivir
bajo las leyes prestaba apoyo a los realistas constitucionales, quienes daban
mucha importancia a la distinción entre
monarcas legales y tiranos despóticos, eso no conducía necesariamente a la
conclusión de que un régimen libre tuviera que ser una república o una
democracia. Para avanzar en ese argumento, los radicales tuvieron que hacer dos
afirmaciones adicionales: en primer lugar, equiparar la arbitrariedad o la
ilegalidad a una voluntad que no es la propia, una voluntad que sea esterna o
ajena; y, segundo, equiparar las
decisiones de un gobierno popular con una voluntad que es la propia. Estar
sujeto a una voluntad que es la mía -las leyes de la república o la democracia-
es ser libre; estar sujeto a una voluntad que no es mía -los edictos de un rey
o de un país extranjero- es ser un esclavo.
No siempre queda claro en el texto de Skinner cómo
hicieron los republicanos estas afirmaciones. Su Liberty Before
Liberalism, publicado en 1998, muestra
mejor estas maniobras. Pero lo que está claro es que fueron ayudados en estos
esfuerzos por una peculiar, aunque popular, comprensión de la esclavitud. Lo
que hacía de alguien un esclavo, a ojos de muchos, no era que estuviera
encadenado o que su propietario
impidiera u obstaculizara sus movimientos. Era que vivía y se movía bajo una red -la de la siempre
cambiante voluntad arbitraria de su dueño-
que podía caer sobre él en
cualquier momento. Incluso si nunca le atrapó -en el sentido de que su dueño nunca le dijo qué hacer o no lo
castigó por no hacerlo, o nunca quiso hacer algo diferente de lo que el dueño
le dijo-, aún así el esclavo estaba esclavizado. El hecho de que “vivera en la
total dependencia” de la voluntad de otro -que estuviera bajo la jurisdicción
del dueño- “era suficiente en sí mismo para garantizar el servilismo” que el
maestro “esperaba y despreciaba”. [Como
dice Skinner:]
La mera presencia de relaciones de dominación y
dependencia … se mantiene para reducirnos del estatus de … “hombres libres” al
de esclavos. No es suficiente, en otras palabras, disfrutar de nuestros derechos cívicos y
libertades como una cuestión de hecho;
si se nos tiene por hombres libres, es necesario disfrutarlos de una
manera particular. Nunca debemos obtenerlos simplemente como una gracia o por
la buena voluntad de alguien; siempre hemos de poseerlos al margen del poder
arbitrario de cualquier persona que nos los pueda sustraer.
En el plano individual, la libertad significa ser uno
dueño de sí mismo; políticamente, se
requiere una república o democracia. Sólo una participación plena en y del
poder público garantiza que disfrutemos de nuestra libertad en la “forma
particular” que la libertad requiere. Este movimiento de lo personal a lo
político -la noción de que la libertad individual supone la pertenencia y la
participación política, que está fatalmente limitada sin pleno derecho a la
ciudadanía política- es posiblemente el
elemento más radical de la teoría del gobierno popular y, para Hobbes, el más
peligroso.
Hobbes se propone destruir ese argumento desde sus
raíces. Rompiendo con las ideas
tradicionales, defiende una explicación materialista de la voluntad. La
voluntad, dice, no es una decisión que resulte de nuestra deliberación razonada
sobre nuestros deseos y aversiones; es simplemente el último apetito o aversión
que sentimos antes de actuar, y eso nos impulsa a actuar. La deliberación es
como la varilla oscilante de un metrónomo -nuestras inclinaciones van a un lado
y a otro, alternando entre el apetito y
la aversión-, pero es menos estable. Siempre que la varilla se detiene -y
produce una acción o, por el contrario, no da lugar a ninguna- allí va nuestra voluntad. Si eso parece
arbitrario y mecanicista es porque lo es: la voluntad no se planta ante
nuestros apetitos y aversiones, juzgando y eligiendo entre ellas, es nuestros
apetitos y aversiones. No hay tal cosa, nada que podamos llamar una voluntad
libre o autónoma, sólo “el último
apetito o aversión, inmediatamente próximo a la acción o a la omisión
correspondiente”.
Imaginemos a un hombre con un apetito desenfrenado por el
vino, corriendo por un edificio en llamas para rescatar una caja de esa
bebida; ahora imaginemos a un hombre con
una feroz aversión hacia los perros,
corriendo por ese mismo edificio para escapar de una manada de canes. Los
opositores a Hobbes verían en estos ejemplos sólo la fuerza de la compulsión irracional;
Hobbes ve la voluntad en acción. Hobbes reconoce que quizá estos actos no sean
los más juiciosos ni los más sabios, pero ni la sabiduría y ni la cordura
desempeñan necesariamente un papel en la
volición. Pueden verse obligados, pero también lo son las acciones del hombre
que viaja en un navío muy escorado y que lanza su equipaje por la borda con el
fin de aligerar la carga y salvarse a sí mismo. Las decisiones difíciles son
acciones adoptadas bajo presión -éstas expresan tanto mi voluntad como las
decisiones que tomo en la tranquilidad de mi estudio. Ampliando la analogía,
Hobbes sostendría que darle la cartera a alguien que te pone una pistola en la
cabeza también es un acto voluntario: he antepuesto mi vida a mi cartera.
Contra sus oponentes, Hobbes sugiere que no hay acción
voluntaria contra mi voluntad, pues todas las acciones voluntarias son una
expresión de la voluntad. Restricciones externas como estar encerrado en una
habitación me pueden impedir actuar al afectar a mi voluntad; formar parte de
una banda me puede obligar a actuar de
un modo que no desearía. Pero no puedo actuar voluntariamente contra mi
voluntad. En el caso del asaltante, Hobbes diría que su arma cambió mi
voluntad: pasé de querer salvaguardar el
dinero en mi cartera a querer proteger mi vida.
Si no puedo actuar voluntariamente contra mi voluntad, no
puedo actuar voluntariamente siguiendo una voluntad que no sea la mía. Si
obedezco a un rey porque temo que me vaya a matar o a encarcelar, eso no
implica la ausencia, la pérdida, la traición o el sometimiento de mi voluntad,
es mi voluntad. Podría haber querido otra cosa -cientos de miles de personas
durante la vida de Hobbes lo hicieron-
pero mi supervivencia o mi libertad eran más importantes para mí que
seguir a quien pudiera haber solicitado mi desobediencia.
La definición de Hobbes de la libertad se desprende de su
comprensión de la voluntad. Libertad, dice, es “la ausencia de impedimentos …
externos al movimiento”, y es un hombre libre “quien en aquellas cosas de que
es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo
que desea“. Me puedeo quedar sin
libertad, insiste Hobbes, sólo por los obstáculos externos a mi movimiento. Las
cadenas y los muros son obstáculos de este tipo; las leyes y obligaciones
también, aunque sean obstáculos más metafóricos
(la discusión de Skinner sobre esto último es especialmente lúcida,
iluminando un argumento que siempre ha disgustado al mundo académico). Si el
obstáculo se encuentra dentro de mí -no tengo la capacidad de hacer algo o
tengo miedo de hacerlo-, carezco de
poder o voluntad, y no hay libertad. Esta falta dice más acerca de lo que
Hobbes, en una carta citada por Skinner, llama “la naturaleza y la calidad
intrínseca del agente” que las condiciones de su entorno político.
En este nuevo relato de Skinner, con su punto de
intriga, de cómo Hobbes llegó a esta
comprensión de la libertad, eso último se revela como la finalidad del esfuerzo
de Hobbes: separarel estatus de nuestra libertad personal del estado de los
asuntos públicos. La libertad depende de la presencia del gobierno, pero no de
la forma que tome el gobierno, que
vivamos bajo una monarquía, una república o una democracia no cambia la
cantidad o calidad de la libertad que disfrutamos. Esta separación tuvo el
efecto dramático de hacer que la libertad pareciera a la vez menos presente y
más presente bajo un rey de lo que los antagonistas republicanos y realistas de
Hobbes habían calculado.
Por un lado, Hobbes insiste en que no hay manera de ser
libre y súbdito al mismo tiempo. La sumisión al gobierno conlleva una pérdida
absoluta de libertad: dondequiera que esté obligado por la ley, no tengo
libertad para moverme. Cuando los republicanos argumentan que los ciudadanos
son libres porque hacen las leyes, Hobbes proclama que están confundiendo la
soberanía con la libertad: lo que el ciudadano tiene es poder político, no
libertad. Está tan obligado (tal vez más
obligado, diría luego Rousseau) a someterse a la ley, tan falto de libertad,
como lo estaría bajo una monarquía. Y cuando los realistas constitucionales
sostienen que los súbditos del rey son libres porque el poder del rey está
limitado por la ley, Hobbes afirma que no hacen más que confundir las cosas.
Por otra parte, como Skinner muestra en una serie de
elegantes pasajes, Hobbes pensaba que si la libertad es el movimiento sin
trabas, es lógico pensar que somos mucho más libres bajo un monarca, incluso un
monarca absoluto, de lo que los realistas y los republicanos creen (o están
dispuestos a admitir). Ante todo porque
incluso cuando actuamos por temor estamos actuando libremente. “Miedo y libertad son coherentes”, dice Hobbes, porque
el miedo expresa nuestras inclinaciones negativas; pueden ser negativas, pero
que eso no niega el hecho de que son nuestras inclinaciones. Así que mientras
no se nos impida poderlas seguir, somos
libres. Incluso cuando estamos aterrorizados por los castigos del rey, somos
libres: “todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a
la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos“.
Más importante, donde la ley es muda, donde ni manda ni prohibe, somos libres. Sólo hay que
contemplar todas las “formas en que un hombre puede moverse a sí mismo”, dice
Hobbes en De Cive, para ver todas las maneras en que puede ser libre bajo una
monarquía. Estas libertades, se explica en el Leviatán, incluyen “la libertad
de comprar y vendey y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger
su propia residencia, su prpio alimento, su propio género de vida, e instruir
sus niños como crea conveniente, etc.”
Sea cual sea el grado de libertad de movimiento que el soberano pueda
garantizar, para perseguir nuestros negocios sin que otros hombres lo puedan
impedir, somos libres. La sumisión a su poder, en otras palabras, aumenta nuestra
libertad. Cuanto más absoluta sea nuestra sumisión, más poderoso es y más libre nos hace. La
subyugación es la emancipación.
Skinner es generalmente cuidadoso a la hora de ver el pasado como un espejo o
preludio del presente. Prefiere hacer hincapié en su cualidad refractaria: el
pasado no es el prólogo, es otro país. Podemos aprender algo sobre nosotros
mismos viajando allí, pero sólo si resistimos la tentación de asimilar su
alteridad.
Sin embargo, también
queda claro en Hobbes and Republican Liberty y en sus otros escritos
que Skinner cree que la visión
hobbesiana de la libertad ha perdurado en los escritos de Constant, de Isaiah
Berlin y de la tradición de lo que ahora se llama liberalismo negativo o mínimo.
A diferencia del robusto liberalismo de John Dewey, que sugiere que cualquier
cosa que no sea la democracia plena en los ámbitos público y privado constituye
una amenaza para la libertad individual, el liberalismo negativo se centra en
una gama más reducida de principios: “que otras personas me impidan hacer lo
que quiero “, como indica Berlin, cuando hay “interferencia deliberada de otros
seres humanos dentro de la zona en la que quiero actuar “. La libertad, para
Berlin, es la ausencia de interferencias, y, en un guiño a Hobbes, escribe que “no
es incompatible con algunos tipos de autocracia, o en todo caso con la ausencia
de autogobierno”.
Skinner, también ha sugerido que la descripción
republicana de la libertad ha permanecido en los movimientos democráticos del
siglo XIX, en la crítica marxista de la esclavitud asalariada, en el feminismo
y en “otros alegatos en nombre de los dependientes y oprimidos”. Cuando el
liberalismo negativo considera que el
Estado debe garantizar “que los ciudadanos no sufran interferencias injustas o
innecesarios en la consecución de las metas propuestas” -sobre todo a manos del
Estado- el radical, escribe Skinner, “mantiene que esto nunca puede ser
suficiente. ” El Estado también debe “liberar a sus ciudadanos de … la
explotación personal y la dependencia.”
Si Berlin y Constant son los herederos de Hobbes, y el
radicalismo moderno es heredero del republicanismo inglés, ¿se deduce que sus
relatos de la libertad son, como el suyo, contrarrevolucionarios? Skinner, no
lo dice, pero dada la hostilidad felina de Berlin a la izquierda y la de
Constant a los militantes de su tiempo, parece una conclusión acertada. Como
mínimo, Skinner sugiere que una de sus ramas, la del liberalismo tibio, que ha
conseguido “predominar dentro de la filosofía política anglosajona” -por no mencionar los medios de
comunicación y el Partido
Democráta-, es una de las fuerzas de hoy
nos impiden disfrutar de una libertad más plena . Y aunque oirlo pueda
escandalizar a los bienpensantes de centro-izquierda, su liberalismo suave debe
mucho más al espíritu de la contrarrevolución hobbesiana de lo que creen.
A pesar de los progresos de Clinton a Obama, el
centro-izquierda está todavía reponiéndose de la reacción derechista contra el
New Deal y la Great
Society. El homenaje que se rinde a la seguridad y la
protección, su preferencia por lo privado en detrimento de los bienes públicos,
su temor y desprecio por la democracia en las calles, todos esos han sido,
desde la segunda mitad del siglo XIX, los impulsos del partido del orden, no el
partido del movimiento, y deben sus orígenes a Hobbes. Hoy en día
proporcionan un liberalismo pasado por
la reacción.
Si leemos las notas al pie de Skinner con más cuidado,
veremos que el espíritu de Hobbes también se refugia en el derecho
contemporáneo. La idea de Hobbes sobre la libertad impregna el discurso
libertario, y el Leviatán proyecta una larga sombra sobre la visión
conservadora de un Estado vigilante nocturno -donde el objetivo principal del
gobierno es proteger a la ciudadanía de un ataque exterior o de un allanamiento
de morada; donde la gente es libre de dedicarse a sus asuntos, siempre y cuando
no interfieran en los movimientos de los demás; donde los contratos se cumplen
y la seguridad está garantizada.
Los libertarios palidecerán con esa asociación: al margen
de la resonancia a las ideas hobbesianas que podamos encontrar en sus escritos,
el Estado hobbesiano es mucho más represivo que cualquiera de los gobiernos que ellos tolerarían. Con la
salvedad de que no es así. Como señala Greg Grandin en Empire’s Workshop,
Milton Friedman se reunió con el dictador chileno Augusto Pinochet en 1975 para
asesorarle en temas económicos; los
Chicago Boys de Friedman trabajaron más estrechamente incluso con la junta de
Pinochet. Sergio de Castro, ministro de Hacienda de Pinochet, observó, en algo
que recuerda a Hobbes y a Berlin, que “la libertad real de una persona sólo
puede garantizarse a través de un régimen autoritario que ejerce el poder
mediante la aplicación de normas iguales para todos”. Hayek admiraba tanto el
Chile de Pinochet que decidió celebrar una reunión de la Mont Pelerin Society
en Viña del Mar, el balneario donde se planeó el golpe contra Allende. En
agosto de 1978 escribió una carta al Times de Londres señalando que no había
“sido capaz de encontrar una sola persona, ni siquiera en el muy difamado
Chile, que no estuviera de acuerdo en que la libertad personal era mucho mayor
con Pinochet de lo que lo había sido con el gobierno de Allende”.
“A pesar de mi profundo desacuerdo con el sistema político
autoritario de Chile”, como diría más tarde Friedman, “no veo que esté mal que un economista preste
asesoramiento técnico al Gobierno chileno”. Pero el matrimonio entre libre
mercado y terror de Estado no puede ser anulado con tanta facilidad. Como Hobbes
entendió, se necesita una enorme represión para crear el tipo de hombres que
pueden ejercer su “libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos
de otro género” sin acabar cabreados. Deben tener libertad para moverse – o
elegir- pero no tanto como para pensar que pueden rediseñar la carretera por la
que se mueven. Suponiendo una demasiado fácil
congruencia entre capitalismo y democracia, el libertario pasa por alto
cuánta coacción se requiere para hacer que los ciudadanos utilicen su libertad
de manera responsable y no pidan al Estado que alivie sus aflicciones.
Tantos como había, tuvo que ser Margaret Thatcher la que
se lo explicara a la derecha libertaria. Como Naomi Klein relata en La doctrina
del shock. El auge del capitalismo del desastre, al ser presionada por Hayek
para adoptar una terapia de choque más
agresiva al estilo Pinochet, Thatcher respondió: “Estoy segura de que estará de
acuerdo en que, en Gran Bretaña con nuestras instituciones democráticas y la
necesidad de un alto grado de consenso,
algunas de las medidas adoptadas en Chile son absolutamente
inaceptables”. Era 1982, y siendo la
democracia británica lo que era, Thatcher tenía que ir con calma. Pero entonces
vino la guerra de las Malvinas y la huelga de los mineros. Una vez que Margaret
Thatcher se dio cuenta de que podía hacer con los mineros y los sindicatos lo
mismo que había hecho con el presidente Galtieri y sus generales en Argentina –
“Tuvimos que luchar contra el enemigo externo en las Malvinas y ahora tenemos que
luchar contra el enemigo interno, que es tanto más difícil cuanto peligroso
para la libertad “- el escenario estaba listo para aceptar a Hayek sin
reservas.
(1).- Anaclet Pons (L’Atzúbia, 1959) es catedrático de
Historia Contemporánea en la
Universitat de València
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