MAS ALLA DE LOS
DERECHOS DEL HOMBRE
1. En 1943 Harmah
Arendt publicaba en una pequeña revista judía en lengua inglesa, The Menorah
Journal, un artículo titulado, "Wee refugees", ("Nosotros los
refugiados"). Al final de este escrito breve pero significativo, después
de haber pergeñado polémicamente el retrato del Sr. Cohn, el judío asimilado
que, después de haber sido alemán al 150%, vienés al 150%, francés al 150%, no
puede dejar de advertir finalmente con amargura que "on ne parvient pas
deux foix", la autora modifica por completo su visión de la condición de
refugiado y sin patria, en que ella misma estaba viviendo, y pasa a proponerla
como paradigma de una nueva conciencia histórica. El refugiado que ha perdido todo
derecho y renuncia, no obstante, a querer asimilarse a cualquier precio a una
nueva identidad nacional, para contemplar lúcidamente su situación, recibe a
cambio de una hostilidad cierta, un beneficio inestimable: la historia ya no es
para él un libro cerrado y la política deja de ser el privilegio de los
Gentiles. "Sabe que a la proscripción del pueblo judío en Europa ha
seguido inmediatamente la de la mayor parte de los pueblos europeos. Los
refugiados perseguidos de país en país representan la vanguardia de sus
pueblos".
Es conveniente
reflexionar sobre el sentido de este análisis que hoy, exactamente a cincuenta
años de distancia, no ha perdido nada de su actualidad. No sólo el problema se
presenta en Europa y fuera de ella con la misma urgencia, sino que, en la ya
imparable decadencia del Estado‑nación y en la corrosión general de
las categorías jurídico‑políticas tradicionales, el
refugiado es quizá la única figura pensable del pueblo en nuestro tiempo y, al
menos mientras no llegue a término el proceso de disolución del Estado‑nación y de su soberanía, la única categoría en la que hoy nos es dado
entrever las formas y los límites de la comunidad política porvenir. Es posible
incluso que, si pretendemos estar a la altura de las tareas absolutamente
nuevas que están ante nosotros, tengamos que decidirnos a abandonar sin
reservas los conceptos fundamentales con los que hasta ahora hemos representado
los sujetos de lo político (el hombre y el ciudadano con sus derechos, pero
también el pueblo soberano, el trabajador, etc.,) y a reconstruir nuestra
filosofía política a partir únicamente de esa figura.
2. La primera
aparición de los refugiados como fenómeno de masa tuvo lugar a finales de la Primera Guerra
Mundial, cuando la caída de los imperios ruso, austro-húngaro y otomano, y el
nuevo orden creado por los tratados de paz alteraron con gran profundidad las
bases demográficas y territoriales de la Europa centro‑oriental. En poco
tiempo se desplazaron de sus países 1.500.000 rusos blancos, 700.000 armenios,
500.000 búlgaros, 1.000.000 de griegos y centenares de millares de alemanes,
húngaros y rumanos. A estas masas en movimiento hay que añadir la situación
explosiva determinada por el hecho de que cerca del 30% de las poblaciones de
los nuevos organismos estatales creados por los tratados de paz sobre el modelo
del Estado‑nación (por ejemplo, en Yugoslavia
y en Checoslovaquia) constituían minorías que tuvieron que ser tuteladas por
medio de una serie de tratados internacionales (los llamados Minority
Treaties), que fueron en muchos aspectos letra muerta. Algunos años después,
las leyes raciales en Alemania y la guerra civil en España diseminaron por
Europa un nuevo e importante contingente de refugiados.
Estamos habituados a
distinguir entre apátridas y refugiados, pero la distinción no era sencilla
entonces ni lo es ahora, como puede parecer a primera vista. Desde el principio
muchos refugiados que no eran técnicamente apátridas, prefirieron llegar a
serlo antes que regresar a su país (es el caso de los judíos polacos y rumanos
que se encontraban en Francia o en Alemania al final de la guerra y, en la
actualidad, el de los perseguidos políticos y el de aquellos para los que el
retorno a la patria significa la imposibilidad de sobrevivir). Por otra parte,
los refugiados rusos, armenios y húngaros fueron desnacionalizados con
prontitud por los nuevos gobiernos soviético, turco, etc. Es importante señalar
que a partir de la
Primera Guerra Mundial, muchos Estados europeos empezaron a
introducir leyes que permitían la desnaturalización y la desnacionalización de
sus propios ciudadanos: Francia abrió el camino en 1915 con respecto a los
ciudadanos naturalizados de origen "enemigo"; en 1922 el ejemplo fue
seguido por Bélgica, que revocó la naturalización de los ciudadanos que habían
cometido actos "antinacionales" durante la guerra; en 1926 el régimen
fascista promulgó una ley análoga con respecto a los ciudadanos que se habían
mostrado "indignos de la ciudadanía italiana"; en 1933 le llegó el
turno a Austria, y así sucesivamente hasta que en 1935 las Leyes de Núremberg dividieron
a los ciudadanos alemanes en ciudadanos de pleno derecho y ciudadanos sin
derechos políticos. Estas leyes —y el apatridismo de masa derivado de ellas—
marcan una transformación decisiva en la vida del Estado‑nación moderno y su emancipación definitiva de las nociones ingenuas
de pueblo y de ciudadano.
No es éste el lugar
para rehacer la historia de los diversos comités internacionales a través de
los cuales los Estados, la
Sociedad de Naciones y posteriormente la ONU trataron de hacer frente
al problema de los refugiados, desde el Bureau Nansen para los refugiados rusos
y armenios (1921), el Alto Comisariado para los prófugos de Alemania (1936), el
Comité intergubernamental para los prófugos (1938) y la International Refugee
Organisation de la ONU
(1946), hasta el actual Alto Comisariado para los refugiados (1951), cuya
actividad no tiene, según el estatuto, carácter político sino sólo
"humanitario y social". Lo esencial es que cuando los refugiados no
representan ya casos individuales sino un fenómeno de masas (como sucedió entre
las dos guerras y nuevamente ahora), tanto las mencionadas organizaciones como
los Estados individuales, a pesar de las solemnes invocaciones a los derechos
individuales del hombre, se han mostrado absolutamente incapaces no sólo de resolver
el problema, sino incluso de afrontarlo de manera adecuada. Toda la cuestión
quedó transferida de esta forma a manos de la policía y de las organizaciones
humanitarias.
3. Las razones de
esta impotencia no residen sólo en el egoísmo y en la ceguera de los aparatos
burocráticos, sino en la ambigüedad de las propias nociones fundamentales que
regulan la inscripción del nativo (es decir de la vida) en el ordenamiento
jurídico del Estado‑nación. H. Arendt titula el
capítulo quinto del libro sobre el Imperialismo, que está dedicado al problema
de los refugiados, El ocaso del Estado‑nación y el fin de
los derechos del hombre. Es necesario esforzarse en tomar en serio esta
formulación, que liga indisolublemente la suerte de los derechos del hombre y
la del Estado nacional moderno, de manera que el ocaso de este último implica
necesariamente que aquellos se conviertan en obsoletos. La paradoja está aquí
en que precisamente la figura —el refugiado— que habría debido encarnar por
excelencia los derechos del hombre, marca por el contrario la crisis radical de
este concepto. "La concepción de los derechos del hombre" —escribe H.
Arendt— "basada en dar por supuesta la existencia de un ser humano como
tal, cae en ruinas cuando los que la profesaban se encontraron por vez primera
frente a unos hombres que habían perdido verdaderamente toda cualidad y
relación específicas, salvo el hecho de ser humanos."
En el sistema del
Estado‑nación, los denominados derechos
sagrados e inalienables del hombre se muestran desprovistos de cualquier tutela
desde el momento mismo en que ya no es posible configurarlos como derechos de
los ciudadanos de un Estado. Esto es algo que, si bien se mira, está implícito,
en la ambigüedad del propio título de la Declaración de 1789: DécIaration des droits de
lhomme et du citoyen donde no está claro si los dos términos designan dos
realidades distintas o forman una endíadis, en la que el primer término está,
en realidad, contenido siempre en el segundo.
El orden político del
Estado‑nación no reserva para algo como el
puro hombre en sí ningún espacio autónomo, como se pone de manifiesto cuando
menos por el hecho de que el estatuto de refugiado ha sido considerado siempre,
incluso en el mejor de los casos, como una condición provisional, que debe
conducir a la naturalización o a la repatriación. Un estatuto estable del
hombre en sí es inconcebible en el derecho del Estado‑nación.
Ha llegado el momento
de dejar de considerar las Declaraciones de derechos desde 1789 hasta hoy como
proclamaciones de valores meta jurídicos eternos orientados a vincular al
legislador a su respeto, y de reconocerlas de acuerdo con lo que constituye su
función real en el Estado moderno. Los derechos del hombre representan sobre
todo, en efecto, la figura originaria de la inscripción de la nuda vida natural
en el orden jurídico‑político del Estado‑nación. Esa nuda vida (la criatura humana) que en el Ancíen Régime
pertenecía a Dios y en el mundo clásico se distinguía claramente (como zoé) de
la vida política (bios), pasa ahora a ocupar el primer plano en el cuidado del
Estado y deviene, por así decirlo, su fundamento terreno. Estado‑nación significa: Estado que hace del hecho de nacer, del nacimiento
(es decir de la vida humana) el fundamento de la propia soberanía. Éste es el
sentido (no demasiado oculto) de los tres primeros artículos de la Declaración del 89:
sólo porque ha inscrito (arts. 1 y 2) el elemento del nacimiento en el corazón
de toda asociación política, puede ésta vincular firmemente (art. 3) el
principio de soberanía a la nación (de conformidad con el término, natio
significa en su origen simplemente "nacimiento").
Las Declaraciones de
derechos han de ser, pues, consideradas como el lugar en que se hace realidad
el paso de la soberanía regia de origen divino a la soberanía nacional.
Aseguran la inserción de la vida en el nuevo orden estatal que habrá de suceder
al derrumbe del Ancien Régime. El que por mediación suya el súbdito se
transforme en ciudadano, significa que el nacimiento —es decir, la nuda vida
natural— se convierte aquí por primera vez (a través de una transformación
cuyas consecuencias biopolíticas sólo podemos empezar a valorar ahora) en el
portador inmediato de la soberanía. El principio del nacimiento y el principio
de soberanía, separados en el Ancien Régime, se unen ahora de forma irrevocable
para constituir el fundamento del nuevo Estado‑nación. La ficción
implícita en este punto es que el nacimiento se hace inmediatamente nación, de
un modo que impide que pueda existir separación alguna entre los dos momentos.
Así pues los derechos se atribuyen al hombre sólo en la medida en que éste es
el presupuesto, que se disipa inmediatamente, (y que, por lo tanto, no debe
nunca surgir a la luz como tal) del ciudadano.
5. Si el refugiado
representa, en el orden jurídico del Estado nación, un elemento tan inquietante
es, sobre todo, porque al romper la identidad entre hombre y ciudadano, entre
nacimiento y nacionalidad, pone en crisis la ficción originaria de la
soberanía. Naturalmente habían existido siempre excepciones singulares a este
principio: la novedad de nuestro tiempo, que amenaza al Estado‑nación en sus fundamentos mismos, es que cada vez son más las
porciones de la humanidad que ya no son representables dentro de él. Por esta
razón, es decir, en cuanto quebranta la vieja trinidad Estado‑nación‑territorio, el refugiado —esta
figura aparentemente marginal— merece ser considerado como la figura central de
nuestra historia política. Conviene no olvidar que los primeros campos fueron
construidos en Europa como espacios de control para los refugiados, y que la
sucesión campos de internamiento‑campos de concentración‑campos de exterminio representa una filiación perfectamente real. Una
de las pocas reglas a las que los nazis se atuvieron constantemente en el curso
de la "solución final" era que los judíos y los gitanos sólo podían
ser enviados a los campos de exterminio después de haber sido completamente
desnacionalizados (incluso en relación con esa ciudadanía de segunda clase que
les correspondía tras las leyes de Núremberg). Cuando sus derechos ya no son
derechos del ciudadano, el hombre se hace verdaderamente sagrado, en el sentido
que tiene este término en el derecho romano arcaico: consagrado a la muerte.
6. Es preciso separar
resueltamente el concepto de refugiado del de derechos del hombre y dejar de
considerar el derecho de asilo (por lo demás en vía de radical contracción en
la legislación de los Estados europeos) como la categoría fundamental en que
inscribir el fenómeno (una ojeada a las recientes Tesis sobre el derecho de
asilo de A. Heller, muestra que tal cosa sólo puede conducir hoy a confusiones
inoportunas). Hay que considerar al refugiado de acuerdo con lo que es, es
decir, nada menos que un concepto‑límite que pone en
crisis radical el principio del Estado‑nación y que a la vez
permite despejar este terreno para dar paso a una renovación categorial que ya
no admite demoras.
Mientras tanto, en el
plano de los hechos, el fenómeno de la llamada emigración ilegal en los países
de la Comunidad
Europea ha asumido (y va a asumir cada vez más en los
próximos años, con los 20 millones previstos de inmigrantes procedentes de los
países de Europa oriental) caracteres y proporciones que justifican plenamente
tal inversión de la perspectiva. Lo que los Estados industrializados tienen
ahora frente a ellos es una masa residente estable de no‑ciudadanos, que no pueden ni quieren ser naturalizados ni repatriados.
Estos no ciudadanos tienen con frecuencia una nacionalidad de origen, pero, al
preferir no disfrutar de la protección de su Estado, se encuentran como los
refugiados en la condición de "apátridas de hecho". T. Harrimar ha
propuesto utilizar para estos residentes no ciudadanos el término denizens, que
tiene la virtud de mostrar que citizen es un concepto ya inadecuado para
describir la realidad político‑social de los Estados modernos. Por
otra parte, los ciudadanos de los Estados industriales avanzados (tanto en
Estados Unidos como en Europa) manifiestan, por medio de su creciente deserción
con respecto a las instancias codificadas de la participación política, una
propensión evidente a transformarse en denizens, en residentes estables no‑ciudadanos; de modo que ciudadanos y denizens están entrando, por lo
menos en ciertos sectores sociales, en una zona de indiferenciación potencial.
Paralelamente, de
conformidad con el bien conocido principio según el cual una asimilación
sustancial exaspera el odio y la intolerancia cuando existen acusadas
diferencias formales, crecen las reacciones xenófobas y las movilizaciones
defensivas.
7. Si se quiere
impedir que se reabran en Europa los campos de exterminio (lo que ya está
empezando a suceder), es necesario que los Estados‑naciones encuentren el coraje de poner en tela de juicio el propio
principio de inscripción del nacimiento y la trinidad Estado‑nación‑territorio en que se funda. No es
fácil, por el momento, establecer las modalidades en que todo eso podría
llevarse a efecto concretamente. Aquí nos contentarnos con sugerir una
dirección posible. Es sabido que una de las opciones que se han tenido en
cuenta para la solución del problema de Jerusalén es que la ciudad pase a ser,
al mismo tiempo y sin reparto territorial, capital de dos organismos estatales
diferentes. La paradójica condición de extraterritorialidad recíproca (o, mejor
dicho, de aterritorialidad) que lo anterior implicaría podría generalizarse y
ser elevada a modelo de nuevas relaciones internacionales. En lugar de dos
Estados nacionales separados por fronteras inciertas y amenazadoras, sería
posible imaginar dos comunidades políticas instaladas en una misma región y en
situación de mutuo éxodo, articuladas entre ellas por una serie de
extraterritorialidades recíprocas, en que el concepto‑guía no sería ya el ius del ciudadano, sino el refugium del individuo.
En sentido análogo
podremos considerar a Europa no como una imposible "Europa de las
naciones", cuya catástrofe a corto plazo ya entrevemos, sino como un
espacio aterritorial o extraterritorial, en el que todos los residentes de los
Estados europeos (ciudadanos y no ciudadanos) estarían en situación de éxodo o
de refugio y en el que el estatuto del europeo significaría el estar‑en‑éxodo (por supuesto también en la
inmovilidad) del ciudadano. El espacio europeo establecería así una separación
irreductible entre el nacimiento y la nación, y el viejo concepto de pueblo
(que, como sabemos, es siempre minoría) podría volver a encontrar un sentido
político, contraponiéndose decididamente al de nación (por el que hasta ahora
ha sido indebidamente usurpado).
Este espacio no
coincidiría con ningún territorio nacional homogéneo ni con su suma
topográfica, sino que actuaría sobre todos ellos, horadándolos y articulándolos
topológicamente como en una botella de Leyden o una cinta de Moebius, donde
interior y exterior se hacen indeterminados. En este nuevo espacio, las
ciudades europeas, al entrar en unas relaciones de extraterritorialidad
recíproca, volverían a encontrar su antigua Vocación de ciudades del mundo.
En una suerte de
tierra de nadie entre Líbano e Israel, se encuentran hoy 425.000 palestinos
expulsados del Estado de Israel. Estos hombres constituyen ciertamente, por
seguir con la sugerencia de H. Arendt, "la vanguardia de su pueblo".
Pero no sólo o no necesariamente en el sentido de que formen el núcleo
originario de un Futuro Estado‑nacional, que resolvería el
problema palestino de una manera probablemente tan insuficiente como aquella en
que Israel ha resuelto la cuestión judía. Más bien la tierra de nadie en que se
han refugiado está retroactuando sobre el territorio del Estado de Israel al
que está horadando y alterando de un modo tal que la imagen de ese nevado
territorio montañoso le es ahora más propia que cualquier otra región de Heretz
Israel. La supervivencia política de los hombres sólo es pensable hoy en una
tierra donde los espacios de los Estados hayan sido perforados y
topológicamente deformados de aquella manera y en que el ciudadano haya sabido
reconocer al refugiado que él mismo es.
Fuente: “Medios sin
fin”.-Giorgio Agambem.-Pretextos
.-Valencia 2001.-
Fuente: “Medios sin
fin”.-Giorgio Agambem.-Pretextos
.-Valencia 2001.-
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