Republicanismo político y
ciudadanía social
Esteban Anchustegui
Igartua (*)
Introducción
El término ciudadano
“apunta a la definición de la identidad de los individuos en el espacio
público” (Thiebaut 1998, 24). En este sentido, la noción de ciudadanía está
asociada a la pertenencia plena a una comunidad política, característica que no
necesariamente es compartida por todos los componentes de una comunidad. Así,
Marshall afirma que “la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los
miembros de pleno derecho de una comunidad” (1992, 37). En este sentido, la
ciudadanía resulta ser un estatus formal que, siendo político, tiene
condicionantes o requisitos extrapolíticos (nacimiento, residencia u otros). Así,
el ciudadano se define por oposición al extranjero, al que es ajeno a la
ciudad, y también frente al meteco: aquel que, aun residiendo en la ciudad, no
es considerado un miembro pleno de la misma
.
Modelos de integración
política y ciudadanía
Con todo, ser ciudadano
significa algo más que la mera coincidencia en deberes y derechos con los demás
miembros de una sociedad política. Implica ordinariamente la conciencia de
estar integrado en (“pertenecer a”, en la acepción más común del término) una
comunidad, dotada de una cierta identidad propia, que abarca y engloba a sus
integrantes singulares. Hablaremos, por tanto, de las distintas maneras en las
que el ciudadano se vincula a su comunidad.
1. Para ir definiendo
posiciones, puede entenderse por liberal aquella comunidad política al servicio
de la identidad individual. Se enfatiza el individuo y su capacidad para
trascender la identidad colectiva; el individuo tiene prioridad ontológica y es
el punto de partida a partir del cual, y en función del cual, ha de explicarse
cualquier entidad colectiva. Por tanto, la defensa de los derechos
individuales, es decir, el reconocimiento y la garantía pública de sus derechos
en cuanto sujeto privado es su piedra angular.
Desde esta concepción la
ciudadanía se entiende como un estatus, antes que como una práctica política.
El ciudadano liberal percibe las reglas sociales o las leyes como
constricciones a su voluntad. Así, la maximización de la libertad exige la
minimización del Estado. Su libertad es libertad negativa en el sentido más
clásico (según la distinción de I. Berlin), como libertad frente al Estado. Sus
preferencias, por tanto, son prepolíticas; y sus gustos y sus querencias son
tanto el punto de partida como el punto final: únicamente quedarían por
establecer las reglas para coordinar los intereses contrapuestos (como la regla
de la mayoría, por ejemplo).
En este sentido, el
individuo liberal se regiría por la máxima del homo oeconomicus, esto es, como
aquel ciudadano que se comporta como un ciudadano-consumidor de los bienes en
concurrencia. Asimismo, la única justificación que podrá encontrar para el
Estado del Bienestar tendrá que ver con la mejor satisfacción de las demandas
del ciudadano-consumidor. Por consiguiente, para el ciudadano liberal, la
actividad cívica será un mal necesario. Las obligaciones cívicas que se le
demandan al ciudadano se limitan al respeto de los derechos ajenos y a la
obediencia a las leyes emanadas de una autoridad estatal, dependiente en su
legitimidad de la preservación de esos mismos derechos. Sus actividades como
ciudadano se ajustan al patrón de la racionalidad económica: exige el
cumplimiento de los contratos o ejerce su capacidad de elección. Y frente a
este ciudadano-consumidor estará el político-oferente, el profesional de la
política, constituyendo ambos lo que se da en llamar el “mercado político”: el
votante expresa sus demandas y el político compite por satisfacerlas.
La comunidad liberal, por
tanto, es aquella que defiende la primacía de lo justo sobre lo bueno, en el
sentido de que los principios de la justicia en términos de derechos y deberes
mutuos prevalecen sobre las distintas concepciones del bien que los ciudadanos
puedan mantener. Ello implica la neutralidad ética del Estado, así como una
neta distinción entre los ámbitos de lo público y de lo privado. Es decir, la
primacía ontológica del individuo y la pluralidad axiológica sitúa en el centro
de la vida social, no una forma de vida común, sino las condiciones que
permitan a cada uno desarrollar su propia vida, sin interferencia de los demás.
No hay otro “bien común” que la garantía de esas condiciones.
La ética liberal es, por
tanto, la debida las leyes, en cuanto garantes de los derechos y las libertades
individuales. Es una ética condicionada y situada dentro del marco de elección
y deliberación individual. Se mantiene así una relación instrumental con la
comunidad política, pues ésta no es sino el medio para servir a los individuos
y dotarles de libertad y seguridad, con el fin de que cada uno encuentre su
propia satisfacción o felicidad. En definitiva, el liberalismo plantea
expectativas débiles respecto al comportamiento de los ciudadanos, concebidos
como individuos autointeresados que tratan de minimizar en la medida de lo
posible la actividad política, entendida ésta como una desviación de la
búsqueda de su propio bien. Se trata de una concepción que responde al modelo
del individuo celoso, ante todo de su autonomía y enfrentado por ella tanto a
los poderes públicos del Estado como a los de su comunidad, que amenazan
siempre su libre albedrío. Los derechos individuales, por tanto, constituyen el
núcleo constitutivo de la democracia liberal moderna. Por eso ponen el énfasis
en la igualdad de derechos, haciendo distinción neta entre el ámbito público y
el privado, y la neutralidad del espacio público.
2. Al contrario de la
concepción liberal, el modelo comunitarista puede entenderse como una comunidad
política al servicio de la identidad comunal. Aquí el sujeto político principal
no es el individuo, sino la comunidad, una comunidad considerada natural o como
comunidad de pertenencia. Se enfatiza el grupo cultural o étnico, y la
solidaridad entre quienes comparten una historia o tradición. En el caso más
típico, el nacionalismo, se considera la nacionalidad como prerrequisito de la
solidaridad, así como condición para la identidad y para la legitimación del
Estado.
Los comunitaristas
critican firmemente los aspectos negativos de la con cepción liberal dominante
en las sociedades modernas: atomismo, desintegra ción social, pérdida del
espíritu público y de los valores comunitarios, desorientación consiguiente al
desarraigo respecto a las tradiciones que proporcionan la matriz social de las
identidades de los individuos. Para los comunitaristas, en las modernas sociedades
occidentales, concebidas como agregados de individuos con planes de vida
propios y en la que cualquier invocación a algo como el “bien de la comunidad”
es vista con recelo, se habrían deshecho las redes de solidaridad y compromiso
social que la cohesionaban. Ello ha llevado a “la fragmentación, esto es, un
pueblo cada vez menos capaz de formar un propósito común y llevarlo a cabo. La
fragmentación aparece cuando las personas llegan a verse a sí mismas cada vez
más atomísticamente y cada vez menos ligadas a sus conciudadanos en proyectos
comunes y lealtades” (Taylor 1998, 138).
Como afirman los comunitaristas, el yo siempre es un yo situado en una sociedad particular, en una situación histórica concreta. Ese “yo histórico” engendra deberes hacia las familias, los grupos y las naciones que participan de la definición de nuestro yo. Estos deberes pueden ser comprendidos como una expresión de autoestima o de aceptación de uno mismo. Para aceptarme o amarme a mí mismo, debo respetar y querer los aspectos de mí mismo que están ligados a los otros. Así, mi simple biografía crea obligaciones hacia otras personas, obligaciones que yo condenso bajo la noción general de lealtad. La sociedad vendría a ser como una sucesión de círculos concéntricos, con el Estado como círculo máximo; así, como círculos concéntricos, las distintas comunidades, desde la familia a la nación, mantienen una continuidad cualitativa con diferencias derivadas únicamente de la frecuencia de encuentros o relaciones, no de los valores. A lo largo de las distintas escalas, el cemento que mantiene la unidad es la participación en la misma idea de bien.
Ello implica, entre otras
cosas, que el ciudadano comunitarista está unido a los demás miembros de su
comunidad (conciudadanos) mediante unos vínculos de solidaridad que entrañan
una fuerte cohesión social, una conciencia de grupo que no puede establecerse
únicamente mediante vínculos legales, y que, sin embargo, es necesaria para que
exista la ciudad. Los comunitaristas han insistido abundantemente sobre este
punto, subrayando hasta qué punto los vínculos de afecto y lealtad hacia la
propia comunidad proveen de identidad y motivación política a los individuos
(Beiner, 1977).
En este sentido, para los
comunitaristas la socialización moral de los individuos tiene lugar en el seno
de una comunidad particular. Así, la adquisición de la competencia lingüística
se plasma en el aprendizaje de una lengua concreta, y no del lenguaje como tal.
Del mismo modo el desarrollo personal de los juicios morales y políticos
nacería en el seno de una moralidad concreta, y no a partir de una eticidad
abstracta. Si para los liberales la universalidad y generalidad que caracteriza
a las reglas morales se alcanza elevándose por encima de la particularidad
social en la que se originan, para los comunitaristas estas reglas morales se
alcanzan a partir de los bienes específicos y relativos en virtud de los cuales
se justifican.
El deber nacional es,
pues, el debido a la comunidad. La deber primordial es a la nación o a los
conciudadanos en cuanto pertenecientes a esa nación, a esa identidad nacional.
Es el compromiso a una concepción común de la vida buena, a una comunidad moral
y política específica, que sólo puede ser asumida por quienes pertenezcan a
ella. Se propugna, por tanto, el patriotismo nacional, definido como “un tipo
de lealtad a la propia nación, lo que sólo aquellos que poseen esa particular
nacionalidad pueden alegar” (MacIntyre, 1995, 210), al que se considera como
una virtud, puesto que es la condición de posibilidad para el desarrollo de la
conciencia moral de los individuos.
Recapitulando, los
comunitaristas dan primacía a la forma de vida comunitaria. Sostienen que una
sociedad basada meramente en la garantía de los derechos individuales
fundamentales carece de fuerza motivadora e integradora capaz de proporcionar cohesión y solidaridad
en grado suficiente para el mantenimiento de la sociedad. Frente a la visión
contractualista de la sociedad como una cooperación instrumental entre los
individuos para sus fines privados, el comunitarismo sostiene que es necesaria
una concepción común de lo bueno que proporcione un horizonte colectivo de
valor y comprensión. Incluso la existencia y pervivencia de los derechos
fundamentales requiere un contexto comunitario, como condición previa y
presupuesto. A su juicio, el liberalismo no es capaz de explicar adecuadamente
a partir de sus presupuestos cómo puede mantenerse unida una sociedad. Por el
contrario, la carencia de orientación al bien común supone un potencial
destructivo que se aprecia en la anomia reinante en las sociedades liberales.
3. Al hablar de
republicanismo es necesaria hacer una aclaración terminológica previa. Si bien
en origen la doctrina republicana nació como oposición a la forma de gobierno
monárquica, y también aristocrática (o a sus respectivas degradaciones, como el
despotismo o la oligarquía) el uso contemporáneo que se hace del término modelo
republicano tiene poco que ver con el que corresponde a su historia pasada.
Así, el republicanismo moderno, por tanto, en consonancia con su inspiración en
los modelos democráticos de la Grecia clásica y Roma republicana, las
repúblicas italianas (Florencia y Venecia) del Renacimiento y los aspectos más
radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y
norteamericana, arrancó –y persiste– como una labor de historiadores (J. G. A.
Pocock, H. Baron, Q. Skinner, C. Nicolet, etc.) interesados en los modelos de
democracia clásicos: democracias directas, loterías como formas de elección,
ciudadanías activas, poderes revocables y rotatorios..., y ha cuajado en
aquellos pensadores políticos que ahondan en la crisis de legitimidad de las
democracias representativas.
En este sentido, el modelo
de comunidad política republicana puede en tenderse como una expresión de la
identidad cívica. Es decir, como aquella concepción de la vida política que
preconiza un orden democrático dependiente de la vigencia de la responsabilidad
pública de la ciudadanía. Por ello, su institución fundamental es precisamente
la de la ciudadanía, en su doble sentido : como conjunto de miembros libres de
la sociedad política y como la condición que cada uno de ellos ostenta en tanto
que componente soberano del cuerpo político.
Aunque comparte algunos de
sus supuestos con el liberalismo y otros con el comunitarismo, no se confunde
con ninguno de los dos. Comparte con el comunitarismo el hecho de que el
ciudadano republicano también se sabe ligado, a la hora de configurar sus
preferencias y su identidad, con su sociedad, y en que otorga importancia a la
responsabilidad y a las obligaciones comunes. Comparte asimismo con el
comunitarismo la crítica a la concepción individualista del liberalismo y su
concepción puramente procedimental de la comunidad política. Sin embargo,
afirma que el republicanismo no necesita compartir una noción cultural de una
comunidad prepolítica, ni una idea sustantiva del bien común.
Tanto el comunitarismo
como el republicanismo se vinculan con la historia y las tradiciones propias de
la comunidad, pero la pregunta es: ¿cómo valorar estas tradiciones?, ¿hasta qué
punto respetarlas? Y si para los comunitaristas el ideal del bien está ligado a
interrogantes del tipo ¿de dónde vengo? o ¿cuál es la comunidad a la que
pertenezco?, el republicanismo, en cambio, no está en absoluto comprometido con
ese tipo de mirada al pasado (se mirará al pasado en busca de ejemplos
valiosos, en todo caso, si los hay), porque la cuestión clave, abierta al
futuro, seguirá siendo: ¿qué tipo de comunidad queremos construir? o ¿qué es lo
que anhelamos llegar a ser colectivamente? La respuesta republicana, por tanto,
se encontrará libre de ataduras del pasado.
En este sentido, si para
los comunitaristas la identidad de las personas se define desde su pertenencia
a una determinada comunidad (a partir de su inserción en una “narración” que
trasciende su propia vida), para el republicanismo esta definición de identidad
se establece mediante un diálogo con la comunidad viviente, con las
generaciones actuales, puesto que ésta debe tener autonomía para decidir cuál
es el modo en que quiere vivir.
Por otro lado, el
republicanismo comparte con el modelo liberal la importancia que ambos conceden
a los derechos y a la libertad negativa. El republicanismo hace suya la
afirmación moderna de la autonomía y el pluralismo. Considera que la libertad
está ligada a la garantía del orden normativo equitativo creado y mantenido por
las instituciones públicas, en tanto éstas se nutren de la participación y el
cumplimiento del deber cívico por parte de los ciudadanos. Así, mientras los
liberales asocian siempre la libertad a la no interferencia, los republicanos
lo ligan con la ciudadanía entendiéndola como “no-dominación”. Es decir,
entienden la libertad como la garantía de no interferencia arbitraria por los
demás en el ámbito legítimo de acción que se le reconoce a cada uno (sería un
concepto más cualitativo que cuantitativo).
Asimismo, el
republicanismo concibe la ciudadanía principalmente como práctica política,
como forma de participación activa en la cosa pública. No se asienta sobre la
primacía ontológica del individuo, ni sobre la defensa de sus derechos
particulares, sino sobre un modo de vida compartido. De hecho, desde el
republicanismo no cabe hablar de “derechos naturales” (la naturaleza sólo
produce fuerza y rivalidad; sólo mediante la ley se pasa del desequilibrio y el
enfrentamiento de hecho a la igualdad en
derechos que nos pongan a salvo de la arbitrariedad), sino que habría de
hablarse de derechos ciudadanos, es decir, derivados de acuerdos y normas,
resultados de un proceso político, y no su presupuesto. La igualdad y los
derechos están, por tanto, basados en el autogobierno, que requiere de la
participación activa de la comunidad política.
La virtud cívica, pues,
sería la debida al marco universal de la constitución democrática, es decir, a
la ley, como lo que permite y consolida la diferencia, el respeto a lo
particular y la convivencia tolerante y pacífica en la diversidad. Y lo mejor
para defender esa libertad como no dominación y para que esté asegurada para
todos los ciudadanos por igual es crear un sistema jurídico e institucional que
proteja la acción de los ciudadanos, confiriéndoles derechos mediante leyes y
sanciones. De este modo, para el republicano, la libertad va unida a la ley y
al sistema político que ella produce. Se trataría de una relación no
instrumental con la comunidad política; porque ésta se considera como un bien
en sí misma. Por tanto, más que en derechos, la ciudadanía republicana se
basaría en deberes , que serían la base de los derechos: puesto que la libertad
depende de la acción común, los ciudadanos tienen el deber de comprometerse con
lo público, como también el de respetar la esfera de acción libre que corresponde
legítimamente a sus conciudadanos.
Este modelo republicano de
democracia persigue la promoción de la ciudadanía civil y política plenas. Ello
será posible mediante programas públicos de educación cívico-democrática, de
manera que la ciudadanía pueda ser ejer cida en modo mínimamente competente y
responsable. La consecuencia más inmediata es que la política democrática
dejará de ser un asunto exclusivo –y excluyente– de unos pocos (la clase
política) para pasar a ser un asunto de una amplia mayoría consciente de sus
derechos y de sus responsabilidades, y dispuesta a exigir a los gobernantes el
fiel cumplimiento de sus tareas (gobierno representativo).
En la medida en que la
ciudadanía no tiene acceso efectivo a las condiciones materiales, esto implica
la imposibilidad de obtener la efectividad de los derechos. El contenido de los
derechos a las condiciones materiales básicas que sean apropiados a un contexto
particular, desde la perspectiva procedimental de Habermas, se determina no por
la reflexión filosófica, sino por los discursos y prácticas reales ciudadanas.
Todos los ciudadanos deben ser tratados como iguales y nos les corresponde a
ellos decidir por sí mismos cuáles son los criterios de igualdad del trato que
deben recibir. Las compensaciones y prestaciones del «Estado social»
establecen, por tanto, “la igualdad de oportunidades para poder hacer un uso de
las facultades de acción jurídicamente garantizadas que quepa considerar igual”
(Habermas, 1998, 499). En última instancia, se trata de garantizar las
condiciones materiales de inclusión máxima para que el desarrollo de la
libertad sea efectivo para todos los miembros de una comunidad políticamente
autónoma. Los derechos sociales, por tanto, deben ser reconocidos como derechos
esenciales, porque aseguran los requisitos mínimos de una vida digna y son
presupuesto del ejercicio de los derechos fundamentales civiles y políticos.
¿Es posible un
republicanismo político sin la garantía real de los derechos sociales?
Si el estatus del
ciudadano es el de alguien que es sujeto de derechos, el significado de la
ciudadanía se concreta en cada caso atendiendo a la amplitud y características
de la relación de derechos considerados inherentes a la condición de ciudadano.
E incluso parece a menudo identificarse la ciudadanía con los derechos. Así lo
interpreta Marshall, quien equipara el desarrollo de la ciudadanía con la
instalación progresiva de los derechos, e interpreta la historia del Occidente
moderno desde este punto de vista, no de las instituciones, sino del individuo
y sus derechos. Es la garantía del disfrute de esos derechos lo que realmente
hace que alguien pueda considerarse miembro pleno de la sociedad.
En este sentido, Marshall
distingue tres tipos de derechos, que históricamente se han establecido de
forma sucesiva: los civiles, como “los derechos necesarios para la libertad
individual” (libertad personal, de pensamiento y expresión, propiedad, etc.),
los políticos (“derecho a participar en el ejercicio del poder político como
miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus
miembros”) y los sociales, que abracarían “todo el espectro, desde el derecho a
la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la
herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares
predominantes en la sociedad” (1992, 22-23). Por tanto, para Marshall, la
ciudadanía social “abarcaría tanto el derecho a un modicum de bienestar
económico y seguridad, como a tomar parte en el conjunto de la herencia social
y vivir la vida de un ser civilizado, de acuerdo con los estándares
prevalecientes en la sociedad” (S. Gordon, 2003, 9).
Y además, estaría la
participación, elemento central en la concepción original de la ciudadanía. Ya
en Aristóteles, el ciudadano se define, por la participación en la
administración de justicia y en el gobierno (III, 1275 a, 22-23). Lo cual se
corresponde con la experiencia ateniense, en la que la ciudadanía es un estatus
primordialmente político, antes que como expresión de una identidad
etnocultural o una posición individual, y es concebida como una actividad de
participación constante en los asuntos públicos. Esa misma concepción del
significado de la ciudadanía recorre la tradición republicana. En ella la
ciudadanía no es un instrumento al servicio de fines privados, sino que
representa un modo de vivir y de autorrealización inseparable de la
participación en el espacio público. Sin embargo, en las actuales formas de
democracia representativa, el modelo participativo de ciudadanía no es la
característica más destacada, donde prima una ciudadanía más pasiva.
En principio parece
evidente que la reivindicación republicana de la participación activa en la
cosa pública y la defensa de un modo de vida política y democrática compartida
sólo sería posible si al mero estatus formal del ciudadano como titular de
ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones
materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus, aspecto éste
al que se hace referencia cuando se reivindican los derechos sociales.
La reclamación, por tanto,
de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la
consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una
serie de condiciones previas, que no son sólo económicas –los déficit de
información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de
los derechos ciudadanos– pero están casi siempre ligadas a la renta percibida,
sin cuya cobertura no se puede ejercitar una vida digna, más aún cuando se
refiere a situaciones donde las circunstancias de necesidad y de padecimiento
humano agravan aún más una coyuntura económica de por sí precaria.
Pero volviendo a la
distinción de Marshall, al referirnos al tercer grupo de derechos, los derechos
sociales, podríamos afirmar la existencia de una “ciudadanía social”, señalando
una noción de ciudadanía en la que al estatus formal del ciudadano como titular
de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen
condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus.
En otras palabras, estaríamos hablando de una dimensión social de la ciudadanía
que es complemento o incluso presupuesto de la dimensión política.
Así, la reivindicación de
una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la
consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una
serie de condiciones previas, que no son sólo económicas –los déficit de
información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de
los derechos ciudadanos– pero que casi siempre ligadas a la renta percibida, y
que de hecho implican la exclusión o inclusión de la ciudadanía. Así, la la
libertad legal para hacer u omitir algo sin libertad real carece de cualquier
valor, por lo que. Mediante la fórmula del equilibrio estándar de Alexy “cuanto
mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los
principios, tanto mayor debe ser la importancia de satisfacción del otro”
(2002: 102), nos llevaría a preguntarnos: ¿qué recursos hay que poner a
disposición de cada persona para que pueda asumir plenamente la condición de
ciudadano?
La cuestión no es nueva,
porque hay un debate secular sobre la relación entre el ideal (la noción
normativa) de ciudadanía y la creación, adquisición y posesión de riquezas
(Oliver & Heater, 1944), que manifiesta la clara y continuada percepción de
un vínculo entre ciudadanía y condiciones materiales, aunque las más de las
veces se adujera esta conexión para restringir el acceso a la ciudadanía, y no
para crear las condiciones materiales que lo posibilitasen. Por consiguiente,
el estatus de ciudadano está ligado, tanto en la tradición clásica como en la
moderna, a dos requisitos: la posesión de ciertos bienes o patrimonio, y una
cierta igualdad entre quienes participan en la vida pública (Brillante, 1994).
Y el reconocimiento de los derechos sociales en los Estados del Bienestar
aparece a primera vista (al menos hasta la crisis de la fórmula) como un
reencuentro, esta vez positivo, de ciudadanía y economía. No obstante, es
materia de controversia el alcance real de esta versión de la “ciudadanía
social”, como veremos más adelante.
La naturaleza de los
derechos sociales
Para algunos se trata de
derechos de igualdad, mientras que para otros se trata de derechos de libertad
con componente igualitario. En el primer criterio se sostiene que son derechos
de igualdad porque pretenden garantizarse ciertas condiciones mínimas a la
población mediante el cumplimiento del ordenamiento (Cossío Díaz 1989, 46). En
el segundo criterio no existe tal distingo, y quienes defienden esta posición
consideran que todos los derechos son derechos de libertad, incluidos los
derecho son derechos de libertad,
incluidos los derechos que aportan un componente igualitario, como los
económicos, sociales y culturales, precisamente porque ese componente potencia
y refuerza la libertad para todos.
Esta cuestión es altamente
controvertida, porque el componente radical de la libertad sin su aplicación
moral puede producir graves quiebras y desigualdades en la sociedad. Así, como
dice R. Alexy, “el conjunto de leyes de una sociedad, positivamente formuladas,
no es todo el derecho de las personas, sino la concreción de la limitación de
algunos derechos que los socios ponen en común; limitación que mutuamente
respetarán para un mejor ejercicio de los propios derechos, en particular del
uso moral de la libertad, la cual es el origen de todos los derechos de las
personas” (2004, 21). Y añade Lévy-Bruhl: “mientras el derecho subjetivo es una
facultad, una libertad, el derecho objetivo es esencialmente una obligación.
¿Cómo una misma palabra puede connotar dos conceptos tan diferentes, podríamos
decir hasta contradictorios? ...Es que el derecho subjetivo aun cuando se
presenta como una conquista del individuo (y, como tal, aparentemente alejado
de la idea de obligación), no deja de ser un conjunto de normas dotadas de
sanciones cuyo objeto es asegurar el funcionamiento de las libertades que
establecen” (1976, 5). Es por ello que la organización del ejercicio de la
justicia requirió la organización de personas e instituciones que dieron origen
al ejercicio del gobierno (legislativo, judicial, ejecutivo) y de la
convivencia social.
Con todo, a pesar de la
existencia de un entramado institucional, con harta frecuencia se advierte que
el ejercicio de los derechos –en tanto individuo y en tanto socio– está regido
por la fuerza y parecen no someterse a límite moral alguno. En consecuencia, el
respeto por el otro y sus derechos, por la diversidad o por el débil brilla por
su ausencia, a la vez que las relaciones sociales parecen pertenecer al reino
del despotismo, y supeditadas al individualismo, al egoísmo o al darwinismo
social.
Precisamente para evitar
ese estado, tomando el símil hobbesiano, de “guerra de todos contra todos”
anterior a la organización social, Contreras Peláez sostiene que “allí donde no
hay una intervención correctora de los poderes públicos, la libertad se
convierte en coartada para la explotación de los débiles y la igualdad formal
deviene cobertura ideológica de la desigualdad material. Los derechos sociales
han sido introducidos precisamente para enmendar este despropósito; la política
social del Estado debe ser, por tanto, un agente compensador-nivelador que
contrarreste (en parte) la dinámica de desigualdad generada por la economía de
mercado” (1994, 26). Se aboga, por tanto, por realizar un esfuerzo para que
todos los miembros de la sociedad cuenten con una situación material que les
permita gozar y ejercitar su igualdad jurídica; y corresponde al Estado cumplir
ese objetivo social.
El debate sobre los
«derechos sociales» en el «Estado del Bienestar»
El debate sobre el Estado
del Bienestar revela, sin embargo, la dificultad de conciliar una noción de
ciudadanía llevada a sus últimas consecuencias con la lógica del capitalismo. Y
en el centro del debate siempre han estado los derechos sociales, objeto de
críticas desde la derecha y la izquierda, sobre todo a raíz de la crisis del
Estado del Bienestar. Así, los críticos del Estado de Bienestar han coincidido,
por razones opuestas, en poner en tela de juicio los llamados derechos
sociales, y siempre por sus consecuencias negativas (derechos estos que, por
otra parte, no gozan de reconocimiento y protección comparables a los civiles y
políticos, incluso en las Constituciones de los Estados del Bienestar ). Y
también se objeta a menudo que su objeto es impreciso (¿cómo interpretar, por
ejemplo, el derecho al trabajo?: a un puesto de trabajo o a una prestación por
desempleo).
Desde la “Nueva Derecha”
(neoconservadores, neoliberales) se critican las consecuencias negativas para
la ciudadanía de las políticas del “Estado del Bienestar”, cuyos “derechos
sociales”:
a)Son extraordinariamente
costosos, ya que requieren recursos fiscales que se detraen de otras posibles
inversiones., es decir
b)Como consecuencia de lo
anterior, se entiende que estos subsidios se ofrecen a costa de que el Estado
socave los derechos de propiedad a través de los impuestos y, en último
instancia, de la libertad de los ciudadanos para disponer de sus bienes,
afectando así a sus derechos fundamentales. Los derechos sociales, por tanto,
podrían llegar a anular los derechos civiles .
c)Conducen a la
dependencia y la pasividad (“cultura de la dependencia”) en vez de estimular la
iniciativa y la responsabilidad de los individuos.
d)Son conflictivos: la
escasez de recursos suscita conflictos entre pretensiones concurrentes (lo que
conduce a un cálculo utilitario de derechos, contradictorio con la idea de que
los derechos no pueden ser sacrificados por razones de utilidad).
Frente a esta “cultura de
la dependencia”, la alternativa sería promover la responsabilidad y la
competitividad de los individuos y la iniciativa espontánea de la sociedad
civil, en cuyas manos han de dejarse la mayor parte de las tareas que había
tomado para sí el sobrecargado Estado del Bienestar (incluidas sanidad,
educación, etc.). Con esta práctica, el ciudadano responsable actuaría en y
desde la sociedad civil, y no sería alguien pasivo que depende del subsidio
estatal.
Pero también desde
posiciones más cercanas a la socialdemocracia (como lo han sido recientemente
la “Tercera Vía” de Tony Blair en el Partido Laborista británico o el “Nuevo
Centro” defendido por Gerhard Schröder en el SPD alemán) se han señalado las
consecuencias negativas para la ciudadanía de la política del Estado de
Bienestar. Así, desde estos referentes históricos en la defensa del Estado del
Bienestar se ha advertido que las prestaciones sociales promovidas por este
modelo de Estado pueden ser peligrosamente concordantes con un paternalismo no
democrático (de hecho, en los países del “socialismo real” hubo derechos
sociales sin derechos civiles y políticos), y susceptibles de fomentar una
degradación “clientelar” de la ciudadanía (voto de “clientes”, condicionado a
los servicios ofrecidos). En este sentido, el Estado del Bienestar habría
favorecido más bien la heteronomía y la pasividad de los ciudadanos. E incluso
puede afectar a su autonomía privada en cuanto impone una “normalización” y un
control tutelar preocupantes.
Asimismo, el ensayo de
Barbalet Citizenship Citizenship: Rights, Struggle and Class Inequality
(1988) incluye uno de los análisis
críticos más sugestivos e influyentes de la visión marshalliana de los derechos
sociales. Barbalet señala que los derechos de ciudadanía no son homogéneos,
sino que hay tensiones entre ellos (particularmente entre los derechos civiles,
cuyo ejercicio incrementa el poder político y económico de quien los posee, y
los derechos sociales, simples derechos de consumo que no atribuyen poder
alguno a sus titulares). Por tanto, los llamados “derechos sociales” del Estado
de Bienestar no alteran las relaciones de poder en la esfera productiva porque,
como ya hemos dicho, afectan a los mecanismos de la distribución de recursos y
no a los de su producción. De hecho, son beneficios suministrados por el
Estado, a diferencia de los civiles y políticos, que valen contra el Estado.
Cabría entonces
preguntarse si tiene sentido incluirlos entre los derechos de ciudadanía. De
hecho, Barbalet los considera más bien conditional opportunities,
instrumentales respecto al ejercicio efectivo de los derechos civiles y
políticos. Y los argumentos para su exclusión de la categoría de los derechos
de ciudadanía son:
1)No son en sí mismos
derechos de participación en la comunidad política, sino condiciones que
posibilitan esta participación.
2)Mientras los derechos
civiles y políticos son necesariamente universales y formales (uniformes para
todos los ciudadanos), los derechos sociales son prestaciones concretas, que
han de ser particularistas y selectivas.
3)Los derechos sociales
tienen un cierto carácter aleatorio, esto es, están condicionados por la
existencia de una economía de mercado bien desarrollada, sólidas infraestructuras
administrativas y profesionales y un eficiente aparato fiscal.
Por tanto, la definición
de los contenidos y la cantidad de las prestaciones sociales depende de la
disponibilidad de recursos económicos y financieros garantizados por el mercado,
de decisiones discrecionales de la administración pública, del equilibrio de
posiciones de fuerza y reivindicaciones.
Por último, también la
efectividad de los derechos civiles y políticos depende de prerrequisitos
económicos y administrativos. Salvo los casos en que los derechos requieren un
mero comportamiento de omisión de los poderes públicos, siempre hay que contar
con medios económicos y administrativos (p. ej. para garantizar el derecho al
voto o a la tutela judicial efectiva, a
la libertad personal, etc.) Y también es posible tutelar ciertos derechos
sociales fundamentales por otras vías alternativas a las burocráticas.
Conclusiones
La cuestión es, sobre
todo, qué consecuencias se sacan de la afirmación de Barbalet acerca de la
incompatibilidad de las lógicas de los derechos sociales y del mercado. Otra
cuestión es si debiera de pasarse de una concepción pasiva de los derechos
sociales como beneficios recibidos pasivamente desde la Administración a una
concepción activa, y donde los recursos y las facultades de control de la
actividad económica e incluso de autoorganización de los afectados debieran de
situarse en el primer plano, conociendo éstos los problemas que se generan
otorgando estas prestaciones así como la naturaleza de las políticas sociales.
Es más que evidente que
desde la derecha se reclama la recuperación de la autonomía privada,
liberándola de los obstáculos que la afectan (intervención burocrática, cargas
fiscales) y centrando la ciudadanía en la capacidad de luchar sin trabas por los
propios intereses; lo que en la práctica significa el desmantelamiento,
siquiera parcial, del Estado de Bienestar. Y si la derecha apuesta por el
renacimiento de la sociedad civil y el desplazamiento del Estado en el conjunto
del sistema social, la izquierda debe reclamar la democratización del Estado de
Bienestar, abriéndolo a la participación de los ciudadanos, aunque sin poner en
cuestión sus conquistas fundamentales (hoy ya en situación precaria). Porque,
en definitiva, deben ser los ciudadanos, en tanto que tales, quienes han de
concretar las condiciones y normas mediante las cuales la ciudadanía, como
estatus de libertad e igualdad, pueda hacerse efectiva.
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(*)Esteban Anchustegui
Igartua (San Sebastián, España, 1957) es profesor titular de Filosofía Moral y
Política en la Universidad del País Vasco, (UPV/EHU) y profesor honorario por
la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, Perú (2010), donde ha
realizado labores como docente, conferenciante y coordinador del grupo de
investigación “Identidad y Ciudadanía” (2009-2010). Asimismo, ha impartido
cursos en numerosas universidades latinoamericanas, como, por ejemplo, en la
Universidad Católica del Táchira en San Cristóbal, Venezuela (2009-2010), en la
Universidad Nacional Micaela Bastidas de Apurímac en Abancay, Perú (2008-2009),
en la Universidade Potiguar/Laureate International University en Natal, Brasil
(2007-2008) o en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en
Morelia, México (2007-2008).
Fuente: Araucaria.-
Revista IUberoamerica de Filosofia
Politica y Humanidades. Primer semestre 2012.,-Año 14 nº 27.-
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