Por Kepa Bilbao
Actualidad del
republicanismo (*)
Generalmente el tema de la
república, al igual que pasa con irritante frecuencia con otros muchos temas,
es concebido y abordado de una forma simplista y reduccionista, limitándolo a
una mera cuestión de la forma que ha de tener el Estado.
Coincidiendo con el cambio de
milenio, el republicanismo como corriente de pensamiento ha entrado a formar
parte de los debates más importantes de la filosofía política y moral,
centrados en las últimas tres décadas en torno a la teoría sobre la justicia de
John Rawls y en las querellas entre liberales y comunitaristas. Reflexiones y
discusiones que han enriquecido y revolucionado los planteamientos y los
términos de los debates académicos sobre la fundamentación y la legitimación de
las instituciones políticas, económicas y sociales.
Con raíces en el pensamiento
griego y romano (Homero, Sófocles, Eurípides, Tucídides, Herodoto, Plutarco,
Cato, Ovidio, Juvenal, Séneca, Cicerón), tuvo su plena expresión en las
repúblicas del renacimiento italiano (Florencia, Venecia...) y, en particular,
en los escritos de Maquiavelo. En el siglo XVII volvería a ser formulado en
Inglaterra por James Harrington, John Milton y otros republicanos.
Posteriormente viajó al Nuevo Mundo en la obra de los neoharringtonianos, y
estudios recientes han mostrado que desempeñó un papel muy importante en la
Revolución norteamericana.
Tras ser desplazado por el
liberalismo, y después de un largo período de letargo, el republicanismo
comenzó a aflorar a finales de los años sesenta del siglo XX, a partir de un
grupo de historiadores fundamentalmente norteamericanos. Quentin Skinner y John
Pocock, dos de sus figuras más destacadas, rastrearon los orígenes teóricos de
la tradición política-institucional angloamericana en fuentes hasta entonces no
consideradas, cuestionando la creencia dominante según la cual ese origen se
encontraba vinculado a un pensamiento liberal e individualista.
Esta revalorización del
republicanismo no quedó encerrada en este grupo de historiadores, sino que
pronto se extendió a estudiosos de otras disciplinas académicas y continentes
que en los últimos años han empezado –algunos ya lo venían haciendo– a
establecer conexiones republicanas, y a veces, a trabajar activamente de
acuerdo con ideas republicanas. En lengua castellana, se pueden encontrar
trabajos de autores como Félix Ovejero, Salvador Giner, Victoria Camps, Àntoni
Doménech, Andrès de Francisco, Daniel Raventós y J. I. Lacasta, entre otros.
Vinculado tanto con el comunitarismo como
con el liberalismo, el republicanismo ha encontrado un eco, aunque minoritario,
creciente entre marxianos, socialistas, comunitaristas y liberales de
izquierdas, un tanto incómodos en sus respectivas tradiciones.
Autores liberales igualitarios
han visto con simpatía este renacimiento del republicanismo y han apelado a un
republicanismo liberal para reforzar sus críticas frente al liberalismo
conservador. De todas formas, ha sido el pensamiento filosófico comunitarista
el que primero, y de forma más entusiasta, se ha adherido a dicha corriente,
sobre todo a partir de preocupaciones comunes como las relacionadas con
determinados valores cívicos, o ideales como el del autogobierno. Pese a tales
parentescos no parece que pueda negarse al republicanismo un estatusteórico
propio, si bien, como ocurre con otros tantos conceptos o corrientes de
pensamiento –liberalismo, socialismo, democracia, nacionalismo…–, no está
exento de cierta vaguedad y de una gran diversidad en su interior que va desde
la variante conservadora y progresista hasta la radical socialista, pasando por
la liberal o comunitarista. En cualquier caso, sin negar su singularidad, hoy
nos encontramos con que el mejor liberalismo y comunitarismo está impregnado
del mejor republicanismo, y viceversa, produciéndose una mixtura difícilmente
clasificable en una u otra corriente de pensamiento.
La democracia republicana
El republicanismo moderno se
inspira, como he dicho anteriormente, en los modelos democráticos de la Grecia
clásica y la Roma republicana, las repúblicas italianas (Venecia y Florencia)
del Renacimiento y en los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de
las revoluciones francesa y norteamericana.
Los demócratas republicanos de nuestro
tiempo más conocidos a nivel internacional (Hannah Arendt, John Dewey, Charles
Taylor, Jürgen Habermas, Carole Pateman...) recuperan la tradición del
pensamiento político republicano de Maquiavelo, Harrington, Rousseau, Jefferson
y Tocqueville.
Frente a la perspectiva
empirista y descriptiva que predomina en el modelo democrático liberal, en la
tradición republicana, la teoría democrática tiene, ante todo, una orientación
crítica y normativa.
Es una condición básica de la democracia republicana la participación
política de los ciudadanos no sólo a través del voto sino también de otras
formas más directas. Da prioridad a los debates plurales y públicos. Se
considera, así mismo, indispensable la virtud cívica de la mayoría de los
ciudadanos y no sólo las virtudes sistémicas. El ciudadano no es considerado
como un mero elector, o votante de los partidos atrapalotodo. Su participación
continua y responsable no sólo es un derecho de todo ciudadano, sino también un
deber fundamental. La libertad política o libertad positiva es la que garantiza
la libertad individual y privada o la libertad negativa. En la perspectiva
republicana la representación política es un sustituto necesario de la participación
directa de los ciudadanos. Se considera clave la cuestión del control y
vigilancia de los representantes por parte de los representados, a través no
sólo de las elecciones sino por medio de otras formas de participación y
expresión políticas (asambleas, referendos, consultas populares...). En Suiza,
por ejemplo, bastan 50.000 firmas para impugnar cualquier nueva ley del
Parlamento confederal.
La Constitución española de
1978 determina que el referéndum consultivo es competencia exclusiva del
Estado, y su convocatoria depende del Presidente del Gobierno y el Congreso de
los Diputados. En consecuencia, durante casi 30 años sólo se ha convocado uno,
el de triste recuerdo de la OTAN, convocado por un partido con mayoría absoluta
entonces, el cual empleó todos sus recursos para condicionar el resultado. Esta
misma Constitución contempla en su artículo 87.3 una iniciativa popular, si
bien hace depender su ejercicio de una ley orgánica que en más de tres décadas
ni se ha elaborado. Pero ese fraude a su propio mandato no queda ahí; incluso
en caso de aprobarse, la Constitución determina: 1) que serán necesarias
500.000 firmas acreditadas (notarialmente), cuando en países como Suiza, con un
tercio de nuestra población, hacen falta diez veces menos y no es necesario el
trámite notarial; 2) que no procederá en materias propias de ley orgánica,
tributarias o de carácter internacional ni en lo relativo a la prerrogativa de
gracia, esto es, que no procederá en gran parte de su campo natural.
En el modelo tipo ideal
democrático republicano (no así, por ejemplo, en el francés, profundamente
asimilacionista), en oposición al liberal, además de reconocerse ciertos
derechos individuales generales comunes al liberalismo (derecho a la vida, a la
integridad de la persona, de tránsito, de religión, de expresión, de
asociación, de orientación sexual, etc.), se reconocen derechos especiales a
diferentes grupos de personas, comunidades étnicas o nacionales, dentro de un
Estado. Para el neorrepublicano Pettit, «en el límite, el ideal de la
no-dominación puede exigir en los casos pertinentes que se permita al grupo la
secesión respecto del Estado, fijando un territorio separado o, cuando menos,
una jurisdicción separada; esa posibilidad no puede en ningún caso desaparecer
del horizonte» (Republicanismo, Paidós, 1999, p. 259).
Por otro lado, frente a la
comunidad de los comunitaristas, la cual tiene una identidad que viene dada por
la historia y la tradición, la ciudad de los republicanos es una entidad
política construida por la decisión compartida de los ciudadanos. Ambos
expresan dos tipos de patriotismo: uno, el comunitarista-nacionalista, ligado a
la visión de un pueblo en tanto que entidad étnica y cultural; y el otro, el
republicano, un patriotismo vinculado al amor a la libertad común y a las
instituciones de la república que lo sustentan, abierto a un abanico de
lealtades nacionales múltiples.
Lo dicho hasta aquí no quiere
decir que es oro todo lo que reluce en los distintos republicanismos realmente
existentes. Hoy, si hiciéramos un balance, podríamos concluir diciendo que ni
la construcción del Estado sobre la primacía de los derechos individuales
(liberalismo), ni la constitución de una voluntad colectiva soberana a partir
de las virtudes políticas de una ciudadanía comprometida con lo público
(republicanismo), ni la emancipación del trabajo como meta del socialismo,
otorgaron un reconocimiento explícito a las múltiples identidades existentes en
la constitución de una comunidad política. La posibilidad de conciliar en un
marco político democrático la pluralidad de identidades, valores y
adscripciones culturales a las que las sociedades complejas están abocadas
sigue abierta. En la actualidad sigue siendo un tema y una de las fuentes de
tensión y conflicto más viva y a la vez más necesitada de soluciones políticas
y moralmente defendibles.
A estas alturas de la historia
es bien sabido, por probado, que todas las perspectivas doctrinales (socialismo,
liberalismo, nacionalismo...) tienen su forma específica de degeneración y
corrupción. El modelo republicano tampoco está exento de tales riesgos. Entre
otros, un gran riesgo, por citar uno que nos toca más de cerca, es,
precisamente, que la identidad cultural de cada comunidad relevante asfixie y
reprima la libertad y la autonomía de las personas en la comunidad. Se trata de
un riesgo, pero con igual o mayor intensidad que la represión de identidades y
autonomías comunitarias o grupales en aras de una identidad nacional. La
tradición liberal ha señalado este riesgo, sobre todo más propio de la variante
del republicanismo más afín a cierto tipo de comunitarismo, sin reparar que
también el liberalismo adolece de este problema a una escala mayor.
Estos riesgos graves de cada una de
estas tradiciones pueden ser compensados en una casi siempre difícil, aunque no
imposible, síntesis equilibrada: los derechos individuales del liberalismo
protegen contra la homogenización en el interior de la comunidad, mientras que
los derechos especiales de la tradición republicana protegerían contra la
homogenización cultural de las comunidades. De esta manera podría promoverse
tanto un pluralismo intracomunitario como un pluralismo intercomunitario.
La libertad republicana
Teniendo en cuenta que el
republicanismo, pasado y presente, no es monolítico ni unívoco, sino plural y
variado, no son pocos los republicanos que tratan de dar con un denominador
común o núcleo compartido. De los distintos conceptos centrales de la tradición
republicana como el de patriotismo, la ciudadanía, el de la virtud o los
valores cívicos, es el ideal de la libertad, definido por oposición al de
tiranía, el que mayor consenso ha alcanzado a la hora de buscar ese denominador
común.
Uno de los defensores más
destacados del republicanismo, el profesor irlandés Philip Pettit, el cual goza
de un gran predicamento entre la actual izquierda europea, en su libro
Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el Gobierno (Paidós, 1999), en
la búsqueda, también, de ese núcleo común, destaca la concepción antitiránica
–contraria a toda dominación– de la tradición republicana, y en particular la
creencia en la libertad como no dominación, como un tema unificador que vincula
a pensadores de períodos muy distintos y con transfondos filosóficos muy
diversos. Pettit trata de conseguir un objetivo tan ambicioso como es el de
presentar de una forma global una alternativa a las teorías liberales y
comunitarias que han dominado la filosofía política en los últimos años.
A partir del célebre ensayo de
Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la libertad de
los modernos, se ha admitido que la libertad de los modernos consiste en el
goce pacífico de la independencia privada y que eso implica la renuncia a la
libertad de los antiguos, o sea, a la participación activa en el poder
colectivo, porque conlleva una subordinación del individuo respecto de la
comunidad.
La libertad moderna de Constant
es la libertad negativa, la libertad como no interferencia que popularizaría I.
Berlin en su Dos conceptos de libertad (1958), y la libertad antigua del
francés –la libertad de pertenecer a una comunidad democráticamente
autogobernada– es la variedad más significativa de la libertad positiva de
Berlin. El ideal moderno sería propiamente liberal; el antiguo, propiamente
populista.
La libertad negativa sería la
capacidad de hacer lo que se desea sin interferencias de otros, especialmente
de la autoridad. Es una noción más individual que social que trata sobre todo
de limitar la autoridad, mientras que, por el contrario, la positiva quiere
adueñarse de ella, ejercerla. La positiva es más social que individual, ya que
se funda en la justa idea de que la posibilidad que tiene cada individuo de
decidir su destino está supeditada en buena medida a causas sociales, ajenas a
su voluntad. De nada le sirve al analfabeto la libertad de prensa, ni al que vive
en la pobreza la libertad de viajar.
Todas las ideologías y
creencias finalistas, monistas, convencidas de que existe una meta última y
única –una nación, una clase– comparten el concepto positivo de libertad. De
éste se han derivado multitud de beneficios para la humanidad. Las nociones de
solidaridad, de responsabilidad social y la idea de justicia se han enriquecido
y expandido. Gracias al concepto positivo de libertad se ha conseguido también
en algunas partes del planeta frenar o abolir la esclavitud, el racismo, la
discriminación, etc., pero, a su vez, en su nombre, se han librado guerras y
exterminado a millones de personas, impuesto sistemas despóticos y eliminado
toda forma de disidencia y crítica. Otro tanto se puede decir de la libertad
negativa, vinculada a los males del laissez-faire, a la sangrienta historia del
individualismo económico y de la competencia capitalista sin restricciones.
Pettit critica la taxonomía
berliniana de libertad positiva y negativa, ya que considera que estas
contraposiciones filosóficas e históricas están mal concebidas y crean
confusión. Y, en particular, porque impiden ver con claridad la validez
filosófica y la realidad histórica de una tercera manera de entender la
libertad y las exigencias de ésta, que es la que se puede desprender de la
tradición republicana que reivindica.
En el marco ofrecido por
Constant y Berlin, el modo habitual de interpretar la tradición republicana es
verla como una tradición que valora la libertad positiva por encima de todo, y
en particular la participación democrática.
Recientemente, Q. Skinner
(1983) (“La idea de libertad negativa”, en La filosofía en la historia, Paidós,
1990) ha rechazado esta tesis y ha tratado de probar que en la tradición cívica
republicana, y en concreto en la obra de Maquiavelo, considerado el principal
arquitecto del pensamiento republicano en el mundo incipientemente moderno, se
puede encontrar una concepción de libertad que, aunque incluye los ideales de
participación política y virtud cívica, es específicamente negativa y, en
consecuencia, moderna. Esta misma idea negativa estaba ya en la concepción
romana originaria de la libertad. Dice Maquiavelo que la avidez de libertad del
pueblo no viene de un deseo de dominar, sino de no ser dominado: «Una pequeña
parte de ellos desea ser libre para mandar; pero todos los demás, que son
incontables, desean la libertad para vivir en seguridad. Pues en todas las
repúblicas, cualquiera que sea su forma de organizarse, no pueden alcanzar las
posiciones de autoridad sino a lo sumo cuarenta o cincuenta ciudadanos».
La formulación de Berlin, según
la cual la libertad debe interpretarse como ausencia de interferencia, sigue
siendo para Skinner la ortodoxia en el pensamiento político anglófono, lo que
le resulta paradójico si tenemos en cuenta el caso norteamericano, ya que
Estados Unidos nació de la teoría rival según la cual la libertad negativa
consiste en la ausencia de dependencia. Cuando en julio de 1776 el Congreso
adoptó la Declaración de Thomas Jefferson, dice Skinner, decidieron llamarla
Declaración de Independencia, esto es, independencia de seguir viviendo
dependiendo del poder arbitrario de la Corona británica.
Pettit, tirando de este hilo,
sostiene la tesis de que la libertad negativa o la libertad como no
interferencia de los republicanos no sólo es una manera distinta de entender la
libertad también negativa del liberalismo, como señala Skinner, sino que se
basa en el supuesto de entender la libertad como no dominación. Para ello da
dos razones. La primera es que en la tradición republicana, a diferencia del
punto de vista moderno, la libertad se presenta siempre en términos de
oposición entre liber y servus, entre ciudadano y esclavo. Si hasta el esclavo
de un amo amable –el esclavo que no padece interferencia– es no libre, entonces
la libertad exige por fuerza ausencia de dominación, no sólo ausencia de
interferencia.
James Harrington, el principal
discípulo de Maquiavelo en la Inglaterra del siglo XVII, resaltará el principio
republicano de independencia económica, esto es, de la necesidad de que, para
ser libre, una persona ha de disponer de recursos materiales: «El hombre que no
puede vivir por sí mismo tiene que ser un siervo; pero quien puede vivir por sí
mismo, puede ser un hombre libre». Para Harrington, la determinación última de
la no libertad es tener que vivir a merced del arbitrio de otro, a la manera
del esclavo; la esencia de la libertad es no tener que soportar esa dependencia
y esa vulnerabilidad.
La segunda razón que da Pettit
es que en la tradición republicana no sólo puede perderse la libertad, sin que
medie interferencia alguna, sino que también puede haber interferencia, sin que
el pueblo pierda libertad. El sujeto de la interferencia no dominadora que
tenían en mente los republicanos era el derecho y el Gobierno que se dan en una
república bien ordenada.
Aun representando el
derecho propiamente constituido –el derecho que atiende sistemáticamente a los
intereses y a las ideas generales del pueblo– una forma de interferencia, no
por ello compromete la libertad del pueblo; es una interferencia no dominante.
Los republicanos no dicen, a la manera moderna, que aunque el derecho coacciona
a los individuos, reduciendo así su libertad, compensa este daño previniendo un
grado mayor de interferencia.
Los republicanos, insiste
Pettit, sostienen que el derecho propiamente constituido es constitutivo de la
libertad. Las leyes de una república crean la libertad de que disfrutan los
ciudadanos, no mitigan esa libertad. En resumen, la libertad como no dominación
es negativa porque concibe la libertad como ausencia de impedimentos para la
realización de nuestros fines elegidos. Es positiva porque también afirma que
esa libertad individual únicamente se puede garantizar a ciudadanos de un
Estado libre, de una comunidad cuyos miembros participan activamente en el
Gobierno.
Epílogo
El republicanismo, con sus
lagunas e insuficiencias, ofrece algunas ideas fértiles a explorar. Una idea
robusta de libertad, distinta a la de los nuevos liberales (neoliberales), y un
programa que convoca a la ciudadanía a tomar parte activa en la res pública en
el marco de una democracia deliberativa, como mejor medio para preservar y
maximizar nuestros derechos y libertades, tanto individuales como específicos,
desde el convencimiento de que la reclusión a la vida privada o al mero
ocuparse cada cual de sus negocios nos deja en manos de mediocres gobernantes y
poderes sin escrúpulos que jibarizan, bloquean o vacían nuestra libertad.
Son muchos los que con una
mentalidad acomodaticia e influidos por la inercia de una ideología
conservadora dominante –no hay que olvidar al republicano Marx– prefieren la
libertad de los modernos (ocuparse de sus propios afanes) y no ven el peligro
de desprotección –apuntado por el republicanismo– ante los malos
administradores de la cosa pública, sintiéndose más o menos satisfechos con el
actual estado de cosas.
En este tiempo de propuestas
que vivimos en Euskadi, las izquierdas, tanto políticas como sociales y
culturales, pueden encontrar, entre otras, en la corriente republicana algunos
componentes teóricos de interés tanto a la hora de repensar un nuevo programa
de cambio social, un nuevo horizonte ideológico, como a la hora de elaborar una
propuesta de democracia de más fuste. Una propuesta de democracia social
republicana que, partiendo del profundo pluralismo (político-ideológico,
lingüístico-cultural, de sentimiento nacional), trate de lograr un compromiso
gradual y progresivo lo más aceptable posible para el conjunto de los sectores
que se mueven bajo un paradigma más comunitarista y nacionalista (en sus distintas
variantes) de los que lo hacen en otro de carácter más asociacionista, o más
sincrético y mestizo, con distintas visiones de lo que es el bien común,
distintas jerarquías de valores y fines, para así tratar de construir un futuro
hábitat algo más cohesionado y políticamente más satisfactorio que el actual.
Pero a la vista del
estancamiento en el que nos encontramos, ante el autismo de las partes, tal vez
habría que empezar por algo tan básico como la aplicación del santo y seña del
republicanismo: audi alteram partem (escucha a la otra parte).
)(*) Fuente: Pensdamiento
critico :
http://www.pensamientocritico.org/kepbil0507.html
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