Y RELEVANCIA POLÍTICA
DE UN DEBATE
Ana Marta González (*)
El término
“republicanismo” tiene en Europa connotaciones históricas diversas que en
América. Durante siglos, el republicanismo se ha reconocido por su oposición al
Imperio y a la monarquía como forma de gobierno. En el actual debate sobre el
republicanismo, sin embargo, son otros los temas que se hallan sobre la mesa, y
el interlocutor explícito o implícito del republicanismo no es el imperio o la
monarquía, sino el liberalismo. Desde su aparición, el liberalismo tiene la
virtualidad de definir posiciones políticas, y de hacerlo en unos términos que
afectan radicalmente a la concepción que el pensamiento republicano tiene de sí
mismo. Se habla, en efecto, de un republicanismo antiguo y de un republicanismo
moderno, donde lo moderno de este último republicanismo, es básicamente una
aportación liberal. Elementos clave en este debate son las concepciones de la
libertad y la ciudadanía. Pero, en lo que sigue, me ha interesado sobre todo
explorar los orígenes y las filiaciones filosóficas de un debate que es, sin
duda alguna, uno de los más vivos del pensamiento político del momento.
1. La controversia
historiográfica
El debate acerca del
republicanismo debe su origen en gran parte a la publicación en 1973, por
Pocock, de la obra titulada The Machiavellian moment, en la que terminaban de
tomar una forma política neta las aportaciones historiográficas sobre el
período colonial hechas a lo largo de los años anteriores por parte de varios
historiadores, entre los que se han de destacar de manera especial a Bernard Bailyn con su obra The ideological origins of the
american revolution, a J. R. Pole, con
su exhaustiva y prolija obra sobre la representación política o a Gordon S.
Wood con su libro The Creation of the American Republic1.
Aunque en gran medida se trata
de una característica común al análisis histórico practicado por todos ellos,
particularmente en la obra de Bailyn llama poderosamente la atención el recurso
al análisis del lenguaje ordinario como medio para hacerse cargo de las ideas
que más influyeron en el período prerrevolucionario americano. Para ello Bailyn
acudió principalmente a documentos tradicionalmente considerados de secundaria,
concretamente panfletos, en lugar de privilegiar la lectura de obras
consagradas de filosofía política. Lo que resulta de ese modo de proceder es
una visión bastante novedosa de la revolución americana, en la que parece no
haber una ruptura significativa entre la era prerrevolucionaria y los
movimientos políticos de las décadas de 1760 y 1770. Aunque el propio Bailyn
matizaba bastante esta conclusión señalando que la referencia a autores
clásicos en aquellos panfletos era más “ilustrativa” que constitutiva de la
mentalidad revolucionaria, no cabe duda de que su libro ha constituido un
fuerte apoyo para la tesis de Pocock según la cual el pensamiento político de
la América prerrevolucionaria es fuertemente deudor de la tradición republicana
continental.
Como es sabido, para
Pocock, los rasgos definitorios de esta tradición, que arrancaría en
Aristóteles, encuentran una reflexión paradigmática en el pensamiento de
Maquiavelo, quien, en medio de un mundo político amenazado, cual era la
República florentina del Renacimiento, habría acertado a destacar como
elementos esenciales de la conciencia republicana los conceptos de balance de
poderes en el gobierno y de virtud cívica, que a su vez encontraría una
expresión característica en su preocupación por la milicia ciudadana y el
peligro de la corrupción por el lujo. A juicio de Pocock, este legado
republicano, desvinculado de las connotaciones “apocalípticas” que lo
acompañaban en el renacimiento italiano, habría influenciado el desarrollo de
la Guerra Civil Inglesa, especialmente a través del pensamiento de James
Harrington, cuya Oceana representaría
una síntesis peculiar de humanismo cívico florentino y conciencia social y
política típicamente inglesa. Pero, a través de Harrington, este legado
republicano habría animado también la conciencia política de las colonias
británicas en América, donde reaparecería bajo una nueva forma el conflicto ya
presente en el Maquiavelo de los Discursos, es decir, la antítesis entre virtud
política republicana y la corrupción asociada a la riqueza y el comercio.
Señalando esta conexión
con la tradición republicana, Pocock refuerza la tesis de Bailyn según la cual
no habría una ruptura radical entre el pensamiento político de la era colonial
y el pensamiento político revolucionario: en gran medida, la revolución habría
sido fruto de aquellas ideas republicanas. Con ello, se invierte en gran parte
la lectura tradicional de la historia de América, que había visto en la
Independencia americana el primer fruto político del pensamiento político
liberal apadrinado por John Locke2; asunto distinto sería el período que media
entre la Declaración Independencia y la Constitución de los Estados Unidos,
pues aunque en los últimos años no han faltado autores que han buscado
prolongar la influencia del republicanismo clásico más allá de la Declaración
de Independencia e incluso más allá de la Constitución de los Estados Unidos,
Pole y Wood todavía estaban dispuestos a reconocer que en el período que media
entre la Declaración de Independencia y la Constitución ya habría comenzado a
hacerse presente aquella tensión entre virtud e interés que define el conflicto
entre el republicanismo clásico y el liberalismo moderno, y que encuentra su
mejor reflejo en las controversias que, antes de la proclamación de la
Constitución americana, rodearon al concepto de “representación política”. Pero
en la medida en que el periodo previo a la Independencia estaba marcado por la
vitalidad del pensamiento republicano, la Independencia americana habría sido
una obra eminentemente republicana. En esta línea, lo que Gordon S. Wood
planteaba en su libro no era la cuestión de si había una tradición republicana
previa a la Declaración de Independencia, sino, más bien, la cuestión de cuándo
se produjo el giro del republicanismo clásico al nuevo (moderno)
republicanismo.
Desde entonces esta
interpretación ha sido cuestionada de distintas maneras. Según Pangle, por
ejemplo, este giro en la interpretación de la historia americana no tiene su
origen en puras controversias de escuela, sino más bien en la variada
experiencia política del siglo XX. De acuerdo con ello, el mismo énfasis de Bailyn
en documentos de importancia política secundaria, puede verse como un signo de
una corriente más general que, en torno a los años sesenta, comenzaba a
privilegiar la historia social y cultural sobre la historia política. Más
reciente, en todo caso, e igualmente crítica con la interpretación afín a
Pocock, es la monumental obra, en tres volúmenes, de Paul A. Rahe, Republics.
Ancient and Modern3. En ella Rahe comienza llamando la atención sobre ciertos
rasgos del republicanismo antiguo que contrastan llamativamente con el moderno:
rasgos definidores del republicanismo antiguo serían, ciertamente, honor,
gloria, virtud, magnanimidad por un lado, pero también infravaloración de la
casa a la polis, sometimiento de las mujeres, aceptación de la esclavitud, propensión
a la guerra, vulnerabilidad a las luchas civiles, necesidad de exhortar a la
virtud y la solidaridad, piedad, sospecha del comercio, y esfuerzos por
marginar la filosofía de la vida pública. En segundo lugar –en el segundo
volumen-, Rahe destaca el surgimiento del republicanismo renacentista, en
polémica con la autoridad eclesiástica, y presto a privilegiar no tanto la idea
del hombre como animal político, como la idea de hombre hacedor de
instrumentos, también políticos. En este contexto, Rahe subraya la tendencia de
los pensadores políticos modernos a dar mayor protagonismo a las instituciones
sobre la virtud, con el fin de evitar las debilidades de las antiguas
repúblicas. Finalmente, en el caso concreto de la república americana,
simplemente prescinde de etiquetarla como liberal o republicana, y la considera
una fórmula de compromiso entre el despotismo ilustrado de un Hobbes y el
republicanismo clásico defendido por Pericles o Demóstenes.
Sin embargo, lo que aquí
nos interesa no es tanto la polémica historiográfica cuanto la trascendencia
política de estas lecturas y relecturas de la historia colonial americana. En
efecto, tal y como ha observado Bruce Ackermann en su libro We the People
(1991), en la lectura que hace Pocock, la apelación a la práctica política de
las comunidades americanas –centrada en conceptos tales como virtud y
constitución mixta- prevalece sobre la insistencia típicamente liberal en la
libertad del individuo, con la que durante mucho tiempo se ha identificado
América a sí misma. Esto explica que la discusión acerca de lo que, entre
tanto, se ha venido a llamar el “New Republicanism”, se haya convertido desde
entonces en un debate acerca de la propia identidad americana, con innegables
repercusiones en la teoría constitucional –de la que el mencionado libro de
Ackerman es un claro ejemplo- y en la misma práctica política. Y es que, a fin
de cuentas, la sucesión de narrativas acerca de lo que sea verdaderamente la
identidad americana no es sino una manera de disputarse el trofeo del
patriotismo en un país que hace de la fidelidad a sus instituciones un motivo
permanente de orgullo. Si en un contexto como éste, seguimos la observación de
Tocqueville cuando afirma que la diferencia sobre puntos que afectan por igual
a todo un país -como por ejemplo, los
principios generales de gobierno- es razón suficiente para hablar de partidos
políticos, no tardaremos en reconocer que esto es, prácticamente al pie de la
letra, lo que encontramos en los actuales partidos americanos, que se distinguen
precisamente por ofrecer concepciones alternativas de lo que es –de lo que ha
de ser- América, cada una de las cuales se presenta ligada a un diverso modo de
referir la propia historia: un modo liberal, y un modo republicano.
Así, la historia que los
americanos habrían contado de sí mismos hasta Bailyn, Wood y Pocock habría sido
una historia, en la mayor parte, liberal. De esa historia se hace eco Joyce
Appleby en su libro Liberalism and Republicanism in the historial imagination
(1992), donde la describe como la historia de grandes personalidades
individuales. Sin embargo, como ella misma refiere, al haber descubierto la
continuidad existente entre las ideas políticas de los habitantes de las
colonias británicas en América y el republicanismo clásico (e. d. pre-lockeano)
presente en la Inglaterra de los años 16504, Bailyn y demás habrían preparado
el terreno para otra historia en la que el protagonismo pasa en mayor medida de
las personalidades individuales a las comunidades, y en la que, en lugar del
énfasis en la libertad individual, se pone el acento en la fragilidad de la
vida civil.
2. Hannah Arendt sobre la
revolución americana
Sin embargo, aunque como
ya viera Hannah Arendt, resulte difícil discutir el carácter republicano de las
colonias británicas en América, es prácticamente imposible decidir el carácter
liberal o republicano de la Revolución americana, sin profundizar en la
naturaleza misma de la revolución. Esto es lo que trató de hacer la propia
Arendt en su libro Sobre la Revolución, publicado por vez primera en 19635. En
esa obra Arendt –ella misma una pensadora republicana- llamaba la atención
sobre la modernidad del fenómeno revolucionario, basándose para ello en el
análisis de la palabra “revolución”, cuya aparición en contextos políticos
resulta inconfundiblemente moderna. Maquiavelo, en efecto, había hablado, tal
vez, de revuelta o de rebelión, pero en su caso, tales palabras no habían
significado “liberación”, en el sentido que reconocemos –nosotros ya con toda
naturalidad- en el término “revolución”:
“Liberación, en el sentido revolucionario,
vino a significar que todos aquellos que, no sólo en el presente, sino a lo
largo de la historia, no sólo como individuos sino como miembros de la inmensa
mayoría de la humanidad, los humildes y los pobres, todos los que habían vivido
siempre en la oscuridad y sometidos a un poder, cualquiera que fuese, debían
rebelarse y convertirse en los soberanos supremos del país” (Arendt, 41). Era,
en suma, la transformación radical de los súbditos en gobernantes.
Ahora bien: siempre atenta
a diferenciar los aspectos psicológicos y los aspectos propiamente políticos,
al mismo tiempo que desgranaba el novedoso sentido político de esta palabra,
Hannah Arendt advertía al lector de la perplejidad característica de la conciencia
revolucionaria. Le advertía, concretamente, de que la conciencia de los hombres
que protagonizaron la revolución estaba lejos de ser “revolucionaria”, pues
ellos mismos no eran partidarios de novedades, sino de restaurar las libertades
perdidas. En este sentido, Arendt reconocía en la conciencia de los actores una
deuda espiritual con Maquiavelo, quien se había distinguido, precisamente, por
su “esfuerzo constante y apasionado por revivir el espíritu de las
instituciones de la antigüedad romana” (Arendt, 38). Con todo, la pensadora
alemana reconocía también una distancia con aquél: y es que, al volver sus ojos
a la antigüedad, los revolucionarios –a diferencia de Maquiavelo- no se
proponían revivir la antigüedad sin más –y antigüedad tiene aquí el sabor de la
“felicidad pública”, la libertad de los antiguos de Constant-: su aspiración
era más radical, más revolucionaria: hacer extensibles a todos por igual la
libertad de los antiguos. Precisamente por ello, argumenta Arendt, no se puede
considerar completa la revolución hasta que la libertad ha sido instaurada, es
decir, hasta que la constitución –que defiende las libertades- ha sido
proclamada (Arendt, 144). Ciertamente, no hay poca diferencia entre la
constitución impuesta por un gobierno a su pueblo y la constitución mediante la
cual un pueblo constituye su propio gobierno. A juicio de Arendt, la
constitución americana es de este último tipo, y es esto lo que hace de la
revolución americana un fenómeno moderno, que se debía tanto a la acción
persistente de la doctrina whig como a la influencia de Montesquieu con sus
tesis del balance de poderes: el poder se contrarresta con otro poder, no con
la impotencia. De este modo reaparecía en la edad moderna la doctrina antigua
de la constitución mixta.
Sin negar la influencia
del pensamiento de Locke –al fin y al
cabo, y como ha recordado Zuckert, el proponente de la doctrina whig más
elaborada del momento- sobre los revolucionarios americanos, Hannah Arendt se
siente inclinada a considerar más probable el fenómeno inverso, a saber: que
Locke mismo habría sido profundamente influido por la experiencia republicana
de las colonias americanas. Con todo, hay elementos señaladamente lockeanos que
no pueden dejarse al margen en cualquier historia de la revolución americana.
En particular, la referencia a los derechos naturales, que con tanta virulencia
iban a ser esgrimidos por Tom Paine pocos años después de la Revolución. Esa
referencia a derechos naturales, no referidos a la tradición, es
inconfundiblemente lockeana, y uno de los motivos –según Bobbio- definidores
del liberalismo. Ahora bien, a partir de aquí lo razonable es reconocer con
Huyler que en la Revolución americana tuvieron parte tanto ideales republicanos
clásicos como ideales liberales modernos. Si, no obstante, tenemos en cuenta
que el propio Locke no dudaba en considerarse a sí mismo republicano, lo más
razonable es asimismo reconocer que, al tratar de la revolución americana, ya
no estamos hablando simplemente del par liberalismo-republicanismo, sino de una
tríada conformada por el liberalismo y dos tipos de republicanismo: el antiguo,
y el moderno.
3. Liberalismos y
republicanismos
Asumiendo que Harrington
es, en efecto, continuador de una tradición que comienza en Aristóteles y pasa
por Maquiavelo, el republicanismo de Locke es, sin duda, de una naturaleza
diversa, pues a diferencia de aquellos autores, que interpretaban el gobierno
republicano en términos de auto-gobierno de la comunidad, a la hora de explicar
la naturaleza del gobierno republicano, Locke no podía dejar de lado –aunque
fuera para contradecirlo- el planteamiento político de Hobbes, en el que la
constitución del Leviathan corría a cargo de individuos aislados, lo cual
exigía plantear de otro modo la cuestión de la legitimidad del gobierno. Así,
para Locke será el consentimiento libre de estos individuos, previamente en
estado de naturaleza, lo que dará lugar al Estado legítimo. Para ello, los
individuos debían ceder su poder al gobierno, a cambio de recibir protección en
su vida, propiedad y libertad. Sin embargo, tanto este lúcido comienzo de la
sociedad política, como un pacto entre individuos, como esta cesión del poder a
cambio de seguridades privadas, lo que estaba por completo ausente en la
tradición republicana anterior, que se distinguía, en cambio, por su ideal de
participación política, y la anulación de la diferencia entre gobernantes y
gobernados (la isonomía a la que se refiere Arendt al comienzo de su libro Sobre la Revolución). Con Locke, por
tanto, aparece un nuevo republicanismo que cabe calificar en toda regla de
liberal, al que será preciso oponer un liberalismo de distinto cuño, que, como
ha observado Bobbio, a estas alturas todavía no había hecho su aparición, y
que, no sin ironía, estará asociado al nombre de un crítico de Locke como David
Hume.
En todo caso, entre los
rasgos definitorios de este republicanismo liberal, lockeano, se cuentan dos
fundamentales, ya suficientemente destacados por muchos autores: por una parte,
el recurso a la representación, en lugar de la participación directa, y por
otra la ya mencionada apelación a unos derechos naturales inalienables, en
lugar de la tradicional apelación republicana a la virtud cívica. Más en
general, Rahe apunta como rasgos que distinguen el republicanismo de Locke del
republicanismo clásico la doctrina lockeana sobre la resistencia y revolución,
por cuanto dicha doctrina presupone, en Locke, algo que los antiguos juzgaban
imposible: que seres humanos ordinarios podían ser ilustrados (Rahe, vol. II,
283). Que estos aspectos pudieron convivir confundidos en la joven república
americana, lo sugiere el hecho de que todavía en el año 1835, Alexis de
Tocqueville se pronunciara a propósito de los derechos en los Estados Unidos en
los siguientes términos:
“Después
de la noción general de la virtud, no sé de ninguna tan bella como la de los
derechos; mejor dicho, estas dos nociones se confunden. La noción de los
derechos no es más que la noción de la virtud introducida e el mundo político.
A través de la noción de los derechos han definido los hombres lo que eran el
libertinaje y tiranía. Iluminados por ella, todos pudieron mostrarse
independientes sin arrogancia, y sometidos sin bajeza. El hombre que obedece a
la violencia se doblega y se rebaja: pero cuando se somete al derecho de mando
que reconoce en su semejante, se eleva en cierto modo por encima del mismo que
le manda. No hay grandes hombres sin virtud, ni grandes pueblos sin respeto a
los derechos; sin respeto a los derechos no ha sociedad, pues ¿es ésta, acaso,
una reunión de seres racionales e inteligentes únicamente unidos por la
fuerza?”6.
Seguramente, en ese texto
Tocqueville es más liberal que republicano. ¿Cabe acaso reducir la virtud
republicana al ejercicio de los derechos, que –como ha señalado Isaiah Berlin-
modernamente tienden a interpretarse en términos principalmente negativos?
Aristóteles estaría lejos de afirmar tal
cosa. Sin embargo, el propio Tocqueville, plenamente moderno en este
punto, parece entender la virtud en términos de independencia y obediencia. Que
hable de virtud, sin embargo, es también significativo. Corrobora en parte la
tesis de Joyce Appleby, quien –no podría ser de otro modo- reconoce en América
la presencia de las dos tradiciones de pensamiento republicano. Sin embargo,
señalar ña diferencia entre ambas y,
sobre todo, señalarla en términos políticos, no siempre es fácil. Pues lo que
marca la diferencia entre ambos planteamientos, a fin de cuentas, no es tanto
una tesis política como antropológica, y aun metafísica que, presente en el
planteamiento de Locke, no encuentra en él sin embargo su último origen. Me
refiero, por supuesto, al ya mencionado individualismo, presupuesto en la
teoría de Hobbes, y que en él, precisamente, se descubre claramente como una
tesis nominalista.
Como es sabido, de acuerdo
con el planteamiento nominalista, sólo los individuos son reales, y nuestros
conceptos no serían más que generalizaciones de propiedades que descubrimos en
los individuos: nunca expresión de propiedades o naturalezas universales
realmente presentes en aquellos
individuos. Ahora bien, sobre esta base es lógico pensar que la sociedad se
presente como un artificio, nunca como algo natural, ya que lo natural no es,
ahora, más que otra palabra para “lo espontáneo” u “original”: en ningún caso
expresión de un principio teleológico, tal y como ocurría en Aristóteles, pues,
dentro del planteamiento gnoseológico nominalista, el concepto de telos o fin
no es sino una palabra vacía, sin clara referencia en la realidad.
Una metafísica
nominalista, por tanto, explica en gran medida el tránsito de una filosofía
política como la aristotélica, en la que la sociedad se consideraba algo
natural (en sentido principalmente teleológico), a una teoría política como la
de Locke, en la que la sociedad es, fundamentalmente, y en línea con Hobbes, un
artificio: es decir, una construcción ideada por individuos autónomos, para
defender unos derechos naturales preexistentes al pacto. Como ha sido
repetidamente señalado, la noción de derechos naturales –como distinta la de derecho natural- es una marca típica
del pensamiento político de Locke.
En la medida en que este
planteamiento de la sociedad contrasta llamativamente con la experiencia de la
espontánea sociabilidad humana, no es extraño que el planteamiento
contractualista de Locke fuera criticado por Hume, que en su época representaba
más bien una postura políticamente conservadora, en la que aspectos tales como
el sentido natural de comunidad, las costumbres y las tradiciones heredadas, se
consideraban de mayor importancia para la constitución del Estado que la
referencia a un hipotético pacto de individuos libres.
Sin embargo, la postura
política de Hume, aun haciéndose eco de la fuerza normativa de la costumbre y
subrayando el valor de las tradiciones comunitarias frente a la insistencia
liberal en el individuo, no puede en ningún caso equipararse a la de
Aristóteles. El de Hume no era, ciertamente, un planteamiento político
contractualista, pero tampoco era aristotélico, pues rechazaba expresamente
cualquier referencia a la teleología, ciñéndose en sus análisis a lo que podía
ser contrastado empíricamente. Lejos del contractualismo de Locke, su visión de
la justicia no remitía a la existencia de unos derechos naturales previos al
pacto, pero tampoco a un derecho natural en términos aristotélicos. Aunque a
través de su maestro Hutcheson había recibido indudables influencias
aristotélicas y en general clásicas, el planteamiento político de Hume, tal y
como ha mostrado Knud Haakonsen en sendas monografías dedicadas al tema, estaba
particularmente influido por las versiones protestantes de la ley natural, que,
a través de varias traducciones de la obra de Pufendorf, se habían extendido
por Escocia7.
Con todo, un rasgo peculiar
del planteamiento ético de Hume era su insistencia en el carácter artificial de
la virtud de la justicia: justo era obedecer la ley natural, pero, para Hume,
la misma ley natural era –curiosamente- una convención basada en
consideraciones de utilidad social. Así que, en último término, Hume explicaba
la justicia en términos de conveniencia o utilidad social. Es decir: en
términos de interés. A diferencia de lo que ocurría con casi todas las demás
virtudes, a las que otorgaba una base natural, la base de la virtud de la
justicia era convencional, y, en último término la utilidad. Hume, en otras
palabras, tendía a interpretar la esfera de lo público en clave de intereses.
Con ello no sólo recogía una idea presente en
Hobbes, sino que adelantaba futuras posiciones utilitaristas.
Sin embargo, más allá de
precedentes o deudas históricas, lo que Hume hacía era introducir una fractura
en el pensamiento sobre la sociedad civil que en torno a la Unification Act de
1707, había florecido en Escocia con ocasión de la pérdida de su Parlamento,
pérdida que había hecho de esa tierra “un país sin Estado”, a country without a
State. En aquel momento histórico –un verdadero momento maquiavélico, en el
sentido de Pocock-, los pensadores escoceses tenían un importante reto ante sí;
un reto, que, en buena parte, reproducía en una nueva forma, el eterno problema
republicano: conciliar las exigencias de la nueva sociedad comercial con la
virtud cívica. A ese reto trataron de responder muchos de ellos interpretando
la vida social como un ámbito de solidaridad, en la que la virtud cívica tenía
la palabra (por mucho que el modo de entender la virtud no fuera precisamente
clásico), si bien en el contexto de una consideración histórica que presentaba
el advenimiento de la sociedad comercial como algo poco menos que inevitable:
es el caso de Adam Ferguson en su Ensayo sobre la historia de la sociedad
civil. Que estas ideas tuvieron su eco en los protagonistas de la Revolución
americana, es algo que Garry Wills trató de poner de relieve en su
controvertido libro Inventing America, en el que mostraba la influencia de
distintos pensadores escoceses en el pensamiento de Jefferson. Lo controvertido
del libro residía, precisamente, en que, destacando la importancia de los
escoceses, la figura de Locke pasaba a un lugar secundario. Esto era
controvertido no sólo porque –como la tesis de Pocock- retaba la interpretación
corriente de la historia americana, sino porque, además, hay constancia de que,
durante la época revolucionaria, los escoceses tenían entonces, entre los
americanos, fama de leales a la corona de Inglaterra.
Partidario de la unión con
Inglaterra, era, desde luego, el propio Hume, que, buen ilustrado, veía en la
unificación de Escocia una oportunidad para el progreso – improvement-. Sin
embargo, Hume representaba sólo una de las posiciones existentes en Escocia. A
pesar de ser él mismo un humanista, mejor conocido en vida por su Historia de
Inglaterra que por su filosofía moral, no es un ejemplo del humanismo cívico de
Pocock, sino todo lo contrario. Como he señalado más arriba, a él se debió,
precisamente, la introducción de una importante fractura en el pensamiento
escocés sobre la sociedad civil, pues para Hume no era la solidaridad o la
benevolencia, sino la justicia, entendida como obediencia estricta a la ley, la
virtud que debía dominar en el ámbito público. Misión de la ley era poner coto
al interés que guiaba a los individuos en el espacio público, pues en este
campo la apelación a la sola benevolencia –que Hume restringía a la vida
privada- resultaba insuficiente. Hume tenía clara conciencia del avance de la
sociedad comercial, y asumía que el motor específico de ésta era el
interés8.
Ahora bien, si el espacio
público era invadido por la economía, con su racionalidad instrumental e
interesada, la ruptura con la tradición del republicanismo clásico y su
apelación a la virtud cívica estaba servida. En estas condiciones, en efecto,
podía tal vez apelarse –como lo había sugerido anteriormente Mandeville, o como
lo haría Smith poco después, en un movimiento típicamente ilustrado- a una mano
invisible, encargada de armonizar los intereses y preservar la armonía social,
pero lo verdaderamente clave era poner límites, mediante leyes inflexibles, al
interés privado. En otras palabras: la ley, más que la virtud o los derechos
naturales, sería una clave para esta nueva sociedad moderna. Bajo esta clave se
podría seguir hablando de virtudes y de derechos naturales, pero aceptando su
lugar secundario en el esquema general. Si algo quedaba del liberalismo de
Locke, no era otra cosa que el individualismo, es decir: no quedaba tanto Locke
como Hobbes. Frente al republicanismo, clásico o liberal, en el que el
protagonismo corría a cargo de los individuos-ciudadanos, se alzaba,
nuevamente, el Leviatán.
Desde este punto de vista,
Hume puede ser visto, tal y como apunta Seligman en su libro The idea of civil
society (1992), como el precursor del pensamiento liberal tardío, que
encontrará un aliado en el utilitarismo de Bentham. Pero es éste un liberalismo
que no se ha de confundir con el liberalismo contractualista de Locke, con el
que entrará en pugna reiteradamente. Ciertamente, en común con el de Locke,
este liberalismo tardío tiene al menos una cosa: el recurso a la representación
política; pero, a diferencia de aquél, no interpreta la justicia en función de
derechos naturales inalienables, sino simple y llanamente en función de la ley,
una ley, cuya única razón de bondad es el servir a la preservación del interés
de todos los individuos.
4. El criterio de Arendt:
la “felicidad pública”
Este segundo liberalismo,
fuertemente individualista y crecientemente afín al utilitarismo, no se introdujo de modo inmediato en América.
Lejos de esto, la postura inglesa –que era la postura del interés comercial-
era calificada en las colonias de corrupta, empleando un lenguaje netamente
republicano que, ciertamente, es significativo de la mentalidad que animó la
revolución. Desde luego, tal y como ha observado Hannah Arendt, los hombres de
la revolución no se dejaron guiar simplemente por el interés para llevarla a
cabo. De hecho, uno de los aspectos más notables en sus manifestaciones
públicas –uno sobre el que Arendt llama la atención insistentemente- es la
apelación de Jefferson a la “felicidad pública”, que contrasta con la apelación
de los revolucionarios franceses a la “libertad pública”. A propósito de esta
sutil diferencia, escribe Arendt:
“Lo
que importa es que los americanos sabían que la libertad pública consiste en
una participación en los asuntos públicos y que cualquier actividad impuesta
por estos asuntos constituía en modo
alguno una carga, sino que confería a quienes la desempeñaban en público un
sentimiento de felicidad inaccesible por cualquier otro medio. Sabían muy bien
–y John Adams fue lo bastante osado ara formular este conocimiento repetidas
veces- que el pueblo iba a las asambleas municipales –como lo harían más tarde
sus representantes a las famosas Convenciones- no sólo por cumplir con un deber
ni, menos aún, para servir a sus propios intereses, sino, sobre todo, debido a
que gustaban de las discusiones, la deliberaciones y las resoluciones. Lo que
les sedujo fue ‘el mundo y el interés público de la libertad’ (Harrington) y lo
que les movió fue ‘la pasión por la distinción’ que, según Adams, era la ‘más
esencial y notable’ de todas las facultades humanas”
(Arendt, 119).
Esta “felicidad pública”
no era otra cosa que “el derecho que
tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder
público –a ser ‘partícipe en el gobierno de los asuntos’, según la notable
frase de Jefferson-, como un derecho distinto de los que normalmente se
reconocían a los súbditos a ser protegidos por el gobierno en la búsqueda de la
felicidad privada” (Arendt, 127).
Era la imposibilidad de
la felicidad pública, pero no el
impedimento de la felicidad privada, lo que desde siempre había caracterizado a
los regímenes tiránicos. “La tiranía,
según terminaron por entenderla las revoluciones, era una forma de gobierno en
la que el gobernante, incluso aunque gobernase de acuerdo a las leyes del
reino, había monopolizado para sí mismo el derecho a la acción, había relegado
a los ciudadanos de la esfera pública a la intimidad de sus hogares, y había
exigido que se ocupasen de sus asuntos privados. En otras palabras, la tiranía
despojaba de la felicidad pública, aunque no necesariamente del bienestar
privado, en tanto que una república garantizaba a todo ciudadano el derecho a
convertirse en ‘partícipe en el gobierno de los asuntos’, el derecho a
mostrarse públicamente en la acción” (Arendt, 130).
Ciertamente, como la
propia Arendt ha advertido, la Declaración de Independencia de los Estados
Unidos, no está exenta de una cierta ambigüedad respecto al sentido en que ha
de interpretarse la felicidad. En esa ocasión Jefferson no habló de “felicidad
pública”, sino simplemente de felicidad, empañando la notable distinción entre
“derechos privados y felicidad pública”, en la que se anuncia la frontera entre
liberalismo sin más y republicanismo –sea éste antiguo o moderno.
En efecto: haciendo uso de
la conocida caracterización de Isaiah Berlin, recientemente recordada por
Pettit, el rasgo que mejor define al liberalismo es su insistencia en la
libertad individual, entendida como no-interferencia. Por el contrario, el
republicanismo contiene siempre una referencia a la oportunidad de acción, incluso
aunque no defina positivamente su contenido. Acaso nadie mejor que Hannah
Arendt, ha explicado el sentido republicano de libertad, cómo no, haciendo
referencia a la vida de la polis, esto es, la vida propiamente política:
“Lo
que distinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convivencia
humana que los griegos conocían muy bien era la libertad. Pero esto no
significa que lo político o la política se entendiera como un medio para
posibilitar la libertad humana, una vida libre. Ser libre y vivir en una polis
eran en cierto sentido uno y lo mismo. Pero sólo en cierto sentido; pues para
poder vivir en una polis, el hombre ya debía ser libre en otro aspecto: como
esclavo, no podía estar sometido a la coacción de ningún otro ni, como laborante,
a la necesidad de ganar el pan diario. Para ser libre, el hombre debía ser
liberado o liberarse él mismo y este estar libre de las obligaciones necesarias
para vivir era el sentido propio del griego schole o del romano otium, el ocio,
como decimos hoy. Esta liberación, a diferencia de la libertad, era un fin que
podía y debía conseguirse a través de determinados medios (…). Esta liberación
se conseguía por medio de la coacción y la violencia, y se basaba en la
dominación absoluta que cada amo ejercía en su casa. Pero esta dominación no
era ella misma política, aun cuando representaba una condición indispensable
para todo lo político (…). En la polis, el sentido de lo político, pero no su
fin, era que los hombres trataran entre ellos en libertad, más allá de la
violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran y
obedecieran sólo en momentos necesarios –en la guerra-, y, si no, que regularan
todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí. Lo político en este
sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida
negativamente como no ser dominado y no dominar, y positivamente como un
espacio que sólo se puede establecer por muchos, en que cada cual se mueva
entre iguales. Sin tales otros , que son mis iguales, no hay libertad”9.
En el texto anterior se
mencionan dos sentidos de libertad: uno negativo y uno positivo. De ellos, el
liberalismo retendría principalmente el negativo. Así, mientras que el clásico
republicano reconoce como libre al que, liberado de atender a las necesidades
de la vida, puede dirigir su atención hacia la vida buena, el moderno liberal
pone su ideal de libertad en la independencia de que goza el burgués que se
ocupa en sus asuntos, liberado, en este caso, del cuidado del bien común. El liberal más consecuente sería, en este
sentido, H. D. Thoreau, quien no sin profundidad, un cuatro de julio, mientras
sus compatriotas celebraban en la calle el día de la Independencia, optaba por
permanecer en su casa, celebrando de este modo su propia independencia. No por
casualidad autor de un tratado titulado, Civil Disobedience, Thoreau representa
las consecuencias más radicales del pensamiento liberal. En él queda claro que
si el liberalismo es una forma de gobierno, lo es muy a su pesar. El gobierno
es siempre un mal necesario para asegurar el máximo de independencia a los
individuos. En estos términos parecidos se había pronunciado Thomas Paine en su
popular escrito Common Sense: “La sociedad es una bendición en todo estado,
pero el gobierno, en el mejor estado, es un mal necesario; en el peor estado es
un mal intolerable”10.
No hace falta insistir en
que muy otra era la perspectiva republicana: para el republicanismo –clásico o
moderno-, que a estos efectos arranca no ya en Cicerón sino en Aristóteles (quien,
sin embargo, frente a Platón pasaría más bien por liberal que por republicano),
la participación de los ciudadanos en el gobierno no era un mal necesario, sino
el modo preciso que los ciudadanos tenían de participan en la dirección de sus
vidas. Pues de eso trata finalmente la política: del gobierno de las personas,
y no (como significativamente escribiría Saint-Simon), de la administración de
las cosas.
5. ¿Un destino
liberal?
Ahora bien: si
consideramos que la política moderna se ha transformado notablemente en una
actividad de este último tipo –administración de las cosas-, posiblemente el
contraste entre la libertad antigua y la moderna se mitigue un poco: después de
todo, la “cosa pública” de la que el burgués moderno quiere liberarse ya tiene poco
que ver con la cosa pública de la que el griego o el romano se ocupaban
gustosos. Es conocido el texto de Constant:
“Nosotros
no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual se componía de la
participación activa y constante del poder colectivo. Nuestra libertad debe
componerse del goce pacífico y de la independencia privada. La parte que en la
antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional no era, como entre
nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de cada uno tenía una influencia
real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un placer vivo y repetido: por
consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer muchos sacrificios por la conservación de sus
derechos políticos, y de la parte que tenían en la administración del Estado;
pues, conociendo cada uno con orgullo cuánto valía su sufragio, encontraba en
este mismo conocimiento de su importancia personal un amplísimo resarcimiento.
Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros: perdido en la multitud el
individuo, casi no advierte la influencia que ejerce; jamás se conoce el
influjo que tiene su voluntad sobre el todo, y nada hay que acredite a sus
propios ojos su cooperación. El ejercicio de los derechos políticos no nos
ofrece, pues, sino una parte de los goces que los antiguos encontraban: y al
mismo tiempo los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la
época, la comunicación de los pueblos entre sí han multiplicado y variado al
infinito los medios de la felicidad particular. De aquí se sigue que nosotros
debemos ser más adictos que los antiguos a nuestra independencia individual;
porque las naciones, cuando sacrificaban ésta a los derechos políticos, daban
menos por obtener más, mientras que nosotros, haciendo el mismo sacrificio, nos
desprenderíamos de más por lograr menos”11.
El texto de Constant
transmite la impresión de un cierto determinismo histórico, común a los autores
de ese período, común también a Tocqueville. Como si de un río imparable se
tratara, la historia se impone definiendo el escenario de la libertad humana.
El mundo antiguo ha terminado, y los hombres se ven enfrentados a un nuevo
estado de cosas. La transformación del espacio público –básicamente su
transformación en un gran mercado- lleva consigo su irrelevancia como escenario
privilegiado de la libertad. Nada, excepto su tamaño, distingue el espacio
público del espacio familiar aristotélico. En consecuencia, el moderno se ha
acostumbrado a buscar la libertad en otra parte: no en lo público, sino en lo
privado. En este sentido, tal y como ha destacado Inciarte12, liberalismo
sería, ante todo, liberación de lo político, lo que en principio parece
favorecer tanto el desarrollo de la economía como de la cultura, pero que en
determinadas continuaciones ha supuesto la rendición de la cultura frente al
dinero. Ciertamente, que esto sea suficiente en términos humanos es algo más
que dudoso: de ahí precisamente las reticencias humanistas frente al
liberalismo. Pues si por una parte parece claro que las condiciones específicas
de la vida moderna –no sólo el tamaño de los Estados, sino principalmente el
pluralismo de valores imperante- arrojan serias dudas sobre la posibilidad
práctica de realizar el ideal 76-77. 12 delrepublicanismo clásico, tampoco está
claro que un liberalismo técnico y procedimental pueda ofrecer una respuesta
satisfactoria a los problemas de convivencia que afectan a las sociedades
democráticas occidentales. Encomendar la diferencia o la diversidad al ámbito
de la vida privada no es una situación duradera: pues de modo natural las
convicciones que abrigamos en el ámbito privado tienden a abrirse paso en el
espacio público. Desde esta perspectiva, aunque haya razones para confiar en
unas instituciones políticas que –en el caso de los Estados Unidos, al menos-
han demostrado su eficacia a lo largo de dos siglos, no está tan claro que
tales instituciones, por sí solas, puedan soportar tanta diversidad de
individuos y culturas como se pretende actualmente.
De ello supo darse cuenta
Tocqueville. Como es sabido, en su estudio de la democracia americana
Tocqueville no ahorra elogios para con las instituciones de aquel país. Con
todo, llegado un momento no deja de observar con toda sensatez que “en la constitución de cualquier pueblo, sea
cual sea su naturaleza, hay un punto en que el legislador está obligado a
recurrir al buen sentido y a la virtud de sus ciudadanos. Este punto queda más
cercano y visible en las repúblicas, y más alejado y oculto en las monarquías;
pero siempre se encuentra en alguna parte. No hay país donde la ley pueda
preverlo todo y donde las instituciones se basten para sustituir a la razón y a
las costumbres” (Tocqueville, 113).
En contra del título de un
conocido libro de Michael Kammen, la constitución –aún la Constitución de los
USA- no es una máquina que funcione por sí misma: se necesita de una práctica
vital. En un sentido parecido –no obstante, sin referencia alguna a la virtud-
se pronunciaba Hannah Arendt. A su juicio, lo que a lo largo de su corta
historia ha mantenido unidos a los ciudadanos de los Estados Unidos, ha sido un
tipo particular de experiencia: la experiencia de que la acción, “aunque puede ser iniciada en el aislamiento
y decidida por individuos concretos por diferentes motivos, sólo puede ser
realizada por algún tipo de esfuerzo colectivo en el que los motivos de los
individuos aislados... no cuentan, de tal forma que el principio del Estado
nacional (un pasado y un origen comunes) no tiene aquí importancia. El esfuerzo
colectivo nivela eficazmente todas las diferencias de origen y calidad”
(Arendt, 179).
La participación política
era, también para Tocqueville, el elemento de la democracia americana que podía
prevenir mejor las tendencias socialmente disgregadoras anejas al liberalismo.
En una línea parecida, el mérito principal de la lectura inaugurada por Pocock
consiste en rescatar el sentido humanista de la política, sepultado durante
años bajo el lenguaje presuntamente técnico y científico (y por eso mismo
profundamente ideológico) de un cierto tipo de liberalismo. Desde un punto de
vista político, en efecto, el mérito principal de Pocock no estribaría tanto en
haber revolucionado la historiografía americana como en haber contribuido
poderosamente a enriquecer el vocabulario político contemporáneo, introduciendo
un suplemento de humanismo en un discurso político excesivamente técnico y, por
eso mismo, peligrosamente elitista. En efecto: haciendo esto, el propio Pocock
ha puesto ante nuestros ojos que un sistema político liberal no es
necesariamente incompatible con un vocabulario humanista o, dicho de otra
forma: que el liberalismo no tiene por qué agotarse en discursos
tecnocráticos.
En efecto: si en la
actualidad el discurso liberal es, en su mayor parte, un discurso político
formal y tecnocrático, esto ha de verse como una fractura del difícil
equilibrio entre ética y técnica que los sistemas políticos liberales están
llamados a lograr si quieren esquivar el riesgo de convertirse en aristocracias
electivas encubiertas. Advertir la posibilidad de un deslizamiento semejante motivó
la temprana crítica de Rousseau al liberalismo, y ha inspirado desde entonces
la crítica procedente del marxismo. Sin embargo, la experiencia histórica y la
reflexión política nos han dado suficientes indicios de que la tendencia hacia
la tecnocracia implícita en el liberalismo no se conjura tampoco invocando
categorías colectivistas, pues al fin y al cabo, tanto el pensamiento
colectivista como el liberal beben de la misma fuente metafísica, que no es
otra que el nominalismo. En particular, las raíces nominalistas del liberalismo
se reconocen en su tendencia a una consideración puramente externa de la acción
humana, en la que va implícita su asimilación a la producción técnica y de la
que deriva a su vez una consideración mecanicista de la convivencia. Ahora
bien, la asimilación de la política a un cierto tipo de producción técnica
conduce a olvidar que es la misma actividad política y no la mera consecución
de ciertos resultados, no importa por qué medios, lo que constituye a la
política en una actividad específicamente humana, por la que el hombre mismo se
perfecciona y ennoblece.
En este contexto, y más
allá de las controversias historiográficas que ha generado, el discurso de
Pocock nos trae a la memoria ideas y perspectivas olvidadas, que ofrecen al
pensamiento liberal un interlocutor político mucho más interesante que el viejo
comunismo. La discusión en torno al republicanismo, en efecto, presenta la
ventaja de situar en unas coordenadas más directamente políticas buena parte de
las críticas que, en unos términos más sociológicos y antropológicos, el
pensamiento comunitarista ha venido dirigiendo al pensamiento liberal a lo
largo de los últimos años. En ello podemos ver un indicio más de lo que Pierre
Manent ha designado como “el retorno de la Filosofía política”.
Todo lo anterior explica
que el debate entre liberales y republicanos –más o menos liberales, más o
menos republicanos- tenga un interés algo más que coyuntural, y, sobre todo,
que no sea simplemente un debate americano (en cuyo caso poco interés tendría
para nosotros). En la actualidad se puede decir que ya hemos experimentado
suficientemente que el puro liberalismo –es decir, un liberalismo no atemperado
por la vitalidad moral de la sociedad civil- comporta un grave riesgo de la fragmentación
social. Ciertamente, si el riesgo de la fragmentación social es el precio que
hemos de pagar por la libertad, tal vez sea un precio bien pagado. Lo que es
causa de preocupación, sin embargo, es que en nuestro mundo la fragmentación
social no es ya únicamente un riesgo sino, la mayor parte de las veces, una
dolorosa realidad, como ha puesto de manifiesto el conocido libro de Robert
Bellah titulado Habits of the Herat (1986).
Llegados a este punto, sin
embargo, la teoría política guarda un discreto silencio. Pues lo que al fin
hemos de reconocer es que ningún sistema político puede garantizar el buen uso
de la libertad. Aquí, la fragilidad de los sistemas políticos no es sino un
recordatorio de la necesidad de la ética. Las máquinas no funcionan solas.
Sobre todo no funcionan bien solas.
1 Baylin, B., The ideological origins of the
American Revolution, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge,
Mass., 1973 (1ª ed. 1962); Pole, J. R., Political Representation in England and
the Origins of the American Republic, MacMillan, London-Melbourne-Toronto-New
York, 1966; Wood, G. S., The Creation of the American Republic, The University
of North Carolina Press, 1969. A estos se les podría añadir Quentin Skinner.
Cf. The foundations of modern political thought, vol I: The Renaissance; vol.
II: The age of Reformation, Cambridge University Press, Cambridge, 1978. Cf.
Liberty before liberalism, Cambridge University Press, Cambridge, 1998. 2 Esta lectura persiste todavía en la obra
de Thomas Pangle, The Spirit of Modern
Republicanism. The moral vision of the American Founders and the Philosophy of
Locke, The University of Chicago Press, 1987. Cf. también Zuckert, M. P.,
Natural Rights and the New Republicanism, Princeton University Press,
Princeton, 1994; Y Huyler, J., Locke in America. The Moral Philosophy of the
Founding Era, University Press of Kansas, 1995.
3 Rahe, P. A., Republics: Ancient and Modern, The University of North Carolina
Press, 1994. 4 Cf. Peltonen, M.,
Classical Humanism and Republicanism in English political thought, 1570-1640,
Cambridge University Press, 1995. 5 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza,
Madrid, 1988. 6 Tocqueville, A., La
democracia en América, Alianza, Madrid, 1998, p. 224. 7 Haakonsen, K., Grotius,
Pufendorf, and Modern Natural Law, Ashgate, Dartmouth, 1999. Haakonsen, K.,
Natural Law and Moral Philosophy. From Grotius to the Scottish Enlightenment,
Cambridge University Press, 1996. 8.-Cf. Hunt, Istuan & Ignatieff, (eds.),
Wealth and Virtue: the shaping of political economy in the Scottish
Enlightenment, 1983. 9 Arendt, H., ¿Qué
es la política?, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 69-70. 10 Paine, T., “Common
Sense”, en Foot & Kramnick (eds.), The Thomas Paine Reader, Penguin, 1987,
p. 66. 11 Constant, B., De la libertad
de los antiguos comparada con la de los modernos, Tecnos, Madrid, 1988, pp.12
Cf. Inciarte, F., Liberalismo y republicanismo. Ensayos de filosofía política,
Eunsa, Pamplona, 2001.
Fuente: [Publicado en Revista de Occidente, nº 247,
Diciembre 2001, pp. 121-145]
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