Retrato
conceptual y actualidad del republicanismo
Por JavierGallardo(*)
Introducción
¿Qué puede aportar el
republicanismo a la teoría y la práctica de la democracia? O mejor dicho, ¿qué
tan democráticas son las nuevas lecturas académicas del pensamiento
republicano? El objeto de este artículo es dar una respuesta sumaria a estas
preguntas, poniendo especial énfasis en la actualidad de las ideas republicanas
en el contexto de las democracias pluralistas contemporáneas. Dicho objetivo
implica, por un lado, distinguir lo que diferencia al republicanismo de otras
familias de ideas políticas, y por otro, realizar algún aterrizaje político de
las ideas republicanas en el mundo actual. Lo primero supone evitar algunos
cortes o solapamientos conceptuales que dificulten una clara comprensión del
republicanismo, y lo segundo exige un pacífico rescate de lo aún vigente o
fecundo en el viejo ideario de las repúblicas. En consecuencia, para dar cuenta
de ambos aspectos, en la primera sección de este artículo presentamos una breve
caracterización del pensamiento republicano, y en el segundo tramo abordamos,
en términos expeditivos, la cuestión de su eventual influencia en una agenda de
profundización o de renovación de las democracias contemporáneas. Cabe
precisar, in limine, que nuestra discusión conceptual del republicanismo y la
consideración de su eventual vigencia en los contextos democráticos
contemporáneos, no supone ingresar en el plano de la validez de sus fundamentos
filosóficos o de sus prescripciones normativas. No es nuestra intención motivar
una aceptabilidad racional de las bondades del republicanismo, a la luz de un
contraste sistemático con otras perspectivas rivales. Antes bien, nuestro
propósito es trazar un inventario descriptivo de algunos rasgos centrales del
republicanismo, con vistas a extraer, de su especial compromiso con la vida política
y ciudadana, algunos lineamientos actuales del pensamiento republicano,
internos, por así decirlo, a sus premisas conceptuales y a sus orientaciones
prácticas fundamentales. Ciertamente, el republicanismo contiene un sustrato
normativo, intrínseco a cualquier caracterización conceptual del mismo, del
cual se desprenden un conjunto de prescripciones políticas, algunas de ellas
constitutivas de una genuina política republicana y otras de carácter más
contingente o circunstancial. De hecho, en base a nuestra breve descripción del
ideario republicano, a lo largo del texto nos permitimos formular algunas
conjeturas sobre su adaptación al contexto pluralista de los sistemas políticos
modernos y sobre sus posibles evoluciones futuras. No obstante, dejamos de lado
la justificación de su deseabilidad o de su eventual superioridad frente a
otras teorías políticas contemporáneas, cuestión que nos llevaría a transitar
por un terreno de contrastes y juicios normativos que escapan al propósito de
este trabajo.
1. Breve bosquejo de la
tradición republicana
Dada la variedad de notas
distintivas que se han venido incorporando al viejo ideario republicano, en
función, no pocas veces, de preocupaciones políticas inmediatas o de variados
apremios ideológicos, algunas de sus reconstrucciones conceptuales y narrativas
parecen situarse en el mundo enigmático de las ficciones teóricas. Algo que no
debería sorprendernos, ya que el pasaje por el republicanismo se ha
constituido, en los últimos tiempos, en una suerte de imperativo teórico para
pensadores e investigadores de las más diversas geografías políticas y
académicas, algunos de ellos disconformes con las actuales realidades
democráticas, otros desencantados con las corrientes centrales del pensamiento
político contemporáneo y otros preocupados, en fin, ante el hegemonismo liberal
en los principales centros de reflexión política.1 En todo caso, cualquier
caracterización del republicanismo debe partir del hecho de su pluralidad
constitutiva, pues, al igual que el liberalismo, no constituye una doctrina
política unificada, sino, más bien, una familia de principios e ideas
generales, de la que han ido surgiendo, en distintas épocas y circunstancias,
diversas recreaciones históricas y variadas trayectorias institucionales. Basta
dar una rápida ojeada a la tradición de las repúblicas para comprobar las
diferencias existentes entre el republicanismo antiguo, clásico y moderno
(Audier, 2004), entre una idea de república identificada con la armonía y la
concordia cívica, a la manera de Cicerón o Harrington, y otra centrada en la fecundidad política de
un conflicto sometido a la ley común, al modo de Maquiavelo. Incluso, si nos situamos en el horizonte político de la modernidad, saltan a la vista las diferencias entre los modelos del republicanismo norteamericano y el francés (Arendt, 1965). Y tomados en conjunto, los relatos tradicionales del republicanismo invocan desde sensibilidades conservadoras o aristocráticas, hasta liberales y democráticas, pasando por un ancestral clivaje, transversal al conjunto del pensamiento político, entre un republicanismo educacional o perfeccionista y otro más político o institucionalista, por no mencionar otras diferencias no menos relevantes, como las existentes entre un constitucionalismo republicano “monista”, sujeto al principio de soberanía popular, y otro pluralista o de división del poder. Con todo, dejando de lado la variedad de perfiles conceptuales e históricos de la añeja tradición republicana, de ella es posible extraer un núcleo de ideas y lenguajes comunes, originariamente dirigido contra los regímenes monárquicos y a la vez consustanciado con una politeia robusta, con una libertas dependiente del imperio de la ley, con la virtù cívica y l’esprit publique. Precisamente, la recuperación del compromiso de la tradición republicana con la cosa común o de todos, con la esfera pública y el activismo ciudadano, ha motivado un “giro republicano” en la teoría política y una singular renovación de la filosofía política, en el marco de la crisis del marxismo y de un arborescente debate en torno al liberalismo de inspiración rawlsiana. Y bien, a la hora de establecer un denominador común entre las diversas perspectivas republicanas, cabe mencionar, en primer lugar, su fuerte vocación pro-política, esto es, su insistente reivindicación –superior, sin duda, a la de sus demás congéneres− de la vida común y la integridad de la política para intervenir en los más diversos dominios sociales, con independencia de un fundamento filosófico último, epistémico o moral. Dejando de lado, en efecto, el polémico ideal aristotélico de una vida buena basada en la existencia política de un ser verdaderamente humano, el republicanismo no acude a un fundamento último de un bien o saber supremos, sino a la idea de un bien común a las partes diferenciadas de la sociedad. Se trata de un bien político, informado por una libertad exenta de servidumbres o dependencias arbitrarias, cuyo ejercicio exige un espacio cívico abierto a todos, en el que puedan determinarse públicamente los cursos de acción común.
un conflicto sometido a la ley común, al modo de Maquiavelo. Incluso, si nos situamos en el horizonte político de la modernidad, saltan a la vista las diferencias entre los modelos del republicanismo norteamericano y el francés (Arendt, 1965). Y tomados en conjunto, los relatos tradicionales del republicanismo invocan desde sensibilidades conservadoras o aristocráticas, hasta liberales y democráticas, pasando por un ancestral clivaje, transversal al conjunto del pensamiento político, entre un republicanismo educacional o perfeccionista y otro más político o institucionalista, por no mencionar otras diferencias no menos relevantes, como las existentes entre un constitucionalismo republicano “monista”, sujeto al principio de soberanía popular, y otro pluralista o de división del poder. Con todo, dejando de lado la variedad de perfiles conceptuales e históricos de la añeja tradición republicana, de ella es posible extraer un núcleo de ideas y lenguajes comunes, originariamente dirigido contra los regímenes monárquicos y a la vez consustanciado con una politeia robusta, con una libertas dependiente del imperio de la ley, con la virtù cívica y l’esprit publique. Precisamente, la recuperación del compromiso de la tradición republicana con la cosa común o de todos, con la esfera pública y el activismo ciudadano, ha motivado un “giro republicano” en la teoría política y una singular renovación de la filosofía política, en el marco de la crisis del marxismo y de un arborescente debate en torno al liberalismo de inspiración rawlsiana. Y bien, a la hora de establecer un denominador común entre las diversas perspectivas republicanas, cabe mencionar, en primer lugar, su fuerte vocación pro-política, esto es, su insistente reivindicación –superior, sin duda, a la de sus demás congéneres− de la vida común y la integridad de la política para intervenir en los más diversos dominios sociales, con independencia de un fundamento filosófico último, epistémico o moral. Dejando de lado, en efecto, el polémico ideal aristotélico de una vida buena basada en la existencia política de un ser verdaderamente humano, el republicanismo no acude a un fundamento último de un bien o saber supremos, sino a la idea de un bien común a las partes diferenciadas de la sociedad. Se trata de un bien político, informado por una libertad exenta de servidumbres o dependencias arbitrarias, cuyo ejercicio exige un espacio cívico abierto a todos, en el que puedan determinarse públicamente los cursos de acción común.
De ahí que el republicanismo
identifique el bien común con el régimen de la ley y con una distribución justa
o equilibrada de los recursos de autoridad política, reivindicando el
involucramiento ciudadano con los asuntos gubernativos, de modo que estos
últimos no se vean expuestos a la corrupción de un manejo entre pocos o en
manos privadas. Y de ahí también que el republicanismo insista en la
importancia de ciertas cualidades o virtudes ciudadanas, deliberativas y de
juicio, junto a las condiciones sociales de equidad o de justicia garantes de
la integridad procedimental y sustantiva de las actuaciones políticas. En suma,
sin la intervención ciudadana en los asuntos gubernativos en el marco de una
legalidad común, sin un ethos cívico o una disposición actitudinal de los
individuos hacia el bien público, y sin las condiciones socio-económicas que
aseguren una auténtica y paritaria intervención de los ciudadanos en la
dirección de los asuntos comunes, las repúblicas no serían tales o caerían en
un grave déficit de legitimidad. Sobre esta base, el republicanismo reivindica
la autoridad de la política para intervenir en los más diversos ámbitos de la
vida social. De hecho, la tradición de las repúblicas contiene una amplia gama
de esfuerzos políticos e institucionales tendientes a fortalecer la autoridad
común de los ciudadanos, con vistas a preservar las sociedades humanas de la
cruda fuerza y la arbitrariedad. Gran parte, incluso, de los principales
referentes republicanos vinieron a anteponer las prácticas de decidir en
conjunto, entre muchos o entre todos, a las tutelas tradicionales o
jerárquicas, a los saberes expertos, a las racionalidades burocráticas o a los
intercambios “naturales” o espontáneos de la economía y la sociedad civil. Es
natural, entonces, que el ciudadano ocupe un lugar central en el imaginario
político republicano, a quien se le reconoce, junto a su capacidad de
iniciativa para actuar entre y con otros, sus facultades para darse la ley a sí
mismo y decidir las normas rectoras de la sociedad. Incluso, a la hora de
conjugar una íntegra relación entre la libertad individual y el autogobierno
colectivo, el pensamiento republicano pondrá especial énfasis en la autonomía
de los ciudadanos para decidir en conjunto e interferirse mutuamente, sobre la
base de genuinas prácticas deliberativas, esto es, conforme a una formación
pública, discursiva o argumental, de las voluntades políticas. Ante la
pregunta, más propia del mundo moderno que del antiguo, de inspiración
contractualista, también podría decirse, sobre cómo cuidarnos de los abusos del
poder gubernativo, de la corrupción de los gobernantes o del uso de recursos
estatales en beneficio propio y no del interés público, la respuesta
republicana iría por el lado del imperio de la ley y de un contacto fluido de
los individuos con la cosa pública, resaltando la importancia de los incentivos
públicos a sus disposiciones cívicas para intervenir en los asuntos comunes. En
consecuencia, a la hora de combatir la tiranía del poder político o de las
mayorías, desde el punto de vista republicano, no sería necesario construir
barreras tradicionales, religiosas o jerárquicas, ni apelar tampoco a un muro
infranqueable de derechos independientes del proceso político, colocados al
margen de la deliberación común, superiores o intangibles a las decisiones
colectivas. Dicho de otra manera, la obligación política, en sentido
republicano, contiene un fundamento asociativo y participativo más que
delegativo o jurídico-contractual, aunque este último no deje de tener su lugar
en la tradición rousseauniana de las repúblicas, pero como acto fundante de la
sociedad, constitutivo de la vida civil o de las libertades fundamentales. En
definitiva, a las repúblicas no las uniría ni un vínculo de origen, étnico o
cultural, ni un contrato, hipotético o real, entre individuos independientes o
pre-existentes a la sociedad, sino la ley o el pacto ciudadano, junto a los
relatos de una legítima autoridad vinculante y a las promesas, siempre
renovables, de un futuro común. Llegados a este punto, es posible avanzar tres
conclusiones básicas. La primera es que el poder político y la ley no
significan, para la tradición republicana, instrumentos opresivos o invasores
de la libertad individual, sino instancias de ejercicio de la libertad y la
autoridad comunes, constitutivas de las libertades fundamentales de los
individuos y de sus prácticas de autogobierno.
La segunda conclusión es que la
política republicana no se justifica por su valor instrumental o por sus
resultados externos al proceso de decisión en conjunto, sean estos medidos en
base a criterios bienestaristas o en razón de algún otro patrón de corrección
epistémica o moral. Antes bien, la política republicana constituye un bien
intrínsecamente valioso, no sólo porque, dirán algunos, la actividad ciudadana
está estrechamente ligada a los intereses fundamentales de los individuos, sino
porque, dirán otros, contiene un valor realizativo o identitario, inherente al
pleno disfrute de una felicidad común. Y la tercera conclusión es que, tal como
lo evidencian algunos de los principales referentes de la tradición
republicana, como Aristóteles, Maquiavelo o Rousseau, el problema de la
política no consiste en su amenaza a las libertades privadas, sino en cómo
expandir una saludable politización de la vida social, en cómo asegurar una
genuina interferencia de la ley y de los poderes públicos en situaciones de
dominio o de dependencias arbitrarias, latentes o manifiestas, en los más
diversos ámbitos de relacionamiento social. En otros términos, las leyes
republicanas no constituyen ni una amenaza para los individuos, ni una
disrupción arbitraria en la legalidad ética de las tradiciones, sino la
condición de posibilidad de las libertades individuales, del disfrute de los
acervos tradicionales y las acumulaciones históricas, de la práctica de
autodeterminación de los ciudadanos y de su seguridad frente a la coacción o la
influencia arbitraria. Ahora bien, dejando de lado la lectura maquiaveliana del
ramal romano de la tradición, sensible al valor público del conflicto y a la
fecundidad política del disenso, el republicanismo contiene, especialmente en
su versión moderna o ilustrada, desde Harrington a la variante girondina de
Condorcet, pasando por Rousseau y Kant, una mirada uniformizante de la
ciudadanía, esto es, una tendencia a asimilar la subjetividad del ciudadano a
la de un sujeto cívico comprometido con los asuntos públicos o colectivos,
económicamente independiente, desligado de los mundos concretos o particulares
de la vida doméstica o civil. Sea invocando la idea de una identidad política
distante o escindida de los compromisos y valores fundamentales de los
individuos, sea instaurando un corte radical entre lo público y lo privado, de
suyo desdeñoso de las actividades y los emprendimientos extra- políticos de los
individuos, sea acudiendo, en fin, a una fórmula educacionista o perfeccionista
de los ciudadanos, el caso es que el republicanismo contiene un concepto
homogéneo y abstracto de la ciudadanía, llamado a instituir una frontera
discriminante o excluyente entre la virtud ciudadana y una “otredad” devaluada
en su condición cívico-moral. Gran parte del republicanismo moderno
reivindicará, de este modo, una ciudadanía en ruptura o a distancia con los
valores tradicionales o las prácticas de la sociedad civil, en nombre de una
idea unificadora de la comunidad política o de una razón emancipatoria,
sectaria o uniformizante, de la que no estará exento, por cierto, el
liberalismo, la otra gran perspectiva ciudadana, junto a la democrática, de la
modernidad. Así, más allá de las abstracciones políticas del iluminismo y del
linaje ilustrado de la “política de la razón”, en el republicanismo habita una
amplia gama de herederos del combate rousseauniano contra las “sociedades parciales”,
dirigido a neutralizar los particularismos o a abolir las corporaciones, en
nombre de la voluntad común de los ciudadanos o del interés general (Audier,
2004). Sin embargo, la sensibilidad
politizadora del republicanismo, su confianza en la autoridad de la política
para resolver los asuntos fundamentales de la sociedad y su afinidad con el
activismo legislativo, lo predisponen a intervenir en múltiples situaciones de
dominación social, ante variadas amenazas o violaciones a la libertad e
igualdad de los ciudadanos, habilitándolo a asumir una perspectiva pluralista
de la vida gubernativa y ciudadana, alentándolo a favorecer una íntegra
relación entre lo público y lo privado. Habida cuenta de su vocacional
potencial expansión de la res pública,
de la cosa común o de todos a múltiples esferas de la vida social, el
republicanismo podría activar su lado aperturista o pluralista, sensible a la
diversidad social, dando acogida política, en un plano isonómico o de igual
habla pública, a diversos intereses y valores públicos, a diferentes reclamos
de justicia y reconocimiento mutuo. Si esto es así, el republicanismo estaría
en condiciones de abandonar sus perfiles más uniformizantes o neutralizantes de
la diversidad política, renovando sus credenciales democráticas y pluralistas,
multiplicando sus aportes cívico-morales a la democracia del número o de
negociación. Sea como fuere, la idea republicana de la centralidad de la
política remite a otros cuatro aspectos que diferencian al republicanismo de
las restantes familias de ideas políticas. El primero es su fuerte adhesión al
principio del autogobierno colectivo, entendido como el control público y
ciudadano, normativo y experimental, del destino común de los miembros de la
comunidad política. El autogobierno republicano sin duda puede llegar bastante
más lejos de lo que admitiría un principio de trato imparcial a las creencias o
preferencias de los individuos, pues sus prioridades ciudadanas apuntan al
cotejo público de las mismas y a la reglamentación de aquellas que afecten las
condiciones de vida individual y colectiva, trascendiendo cualquier conformidad
complaciente con los resultados contingentes de los diversos regímenes de
coordinación social. Dicho de otra manera, el ideal de autogobierno supone
privilegiar, por encima de la independencia electiva de los individuos y de los
resultados agregados o aleatorios de sus preferencias socialmente dadas, la
autonomía de los ciudadanos para deliberar, para endogeneizar, por así decirlo,
las preferencias externas al proceso político, e interferir los intercambios
sociales que afecten la justicia, la vida común y el significado inclusivo de
los bienes y prácticas de mayor aprecio social. Por consiguiente, si las
repúblicas constituyen una fuente de individuación moral, esto se debe, en
última instancia, a la autoridad de los ciudadanos y de sus agentes para
consagrar, mediante la Constitución y Ley, sus independencias e
interdependencias legítimas. El segundo aspecto distintivo del republicanismo
remite a su reivindicación del pleno ejercicio de las libertades de
participación, de asociación y comunicación política. En contraposición a las
libertades negativas liberales, basadas en la no interferencia coercitiva en el
dominio de las elecciones autónomas de los individuos, el republicanismo
privilegia las libertades positivas, de acción común y de autodeterminación
colectiva, reconociendo las facultades de interferencia mutua entre los
ciudadanos en múltiples planos de la vida social y de la autonomía individual.
De hecho, la tradición de las repúblicas, fiel a sus principios normativos,
llevó la ley y las actuaciones ciudadanas bastante más lejos de lo que
aconsejaría un liberalismo contractualista o neutral ante la pluralidad de
valores y preferencias de los individuos. En tercer lugar, el republicanismo
pone especial énfasis en los requisitos legitimadores o autoritativos de la
deliberación pública, entendida como una instancia de reflexión crítica, de
cotejo y revisión común de las preferencias y opiniones ciudadanas. Recordemos
que toda deliberación colectiva implica
el intercambio de argumentos orientados a la resolución de conflictos o
diferencias de opinión, que las partes puedan contrastar, aceptar o rechazar,
conforme a una reflexión común, en un marco de respeto recíproco y de razones
mutuamente referidas. Los intercambios deliberativos, a diferencia de las
motivaciones estratégicas del habla disputativa o negociadora, requieren una
disposición de las partes a revisar las posiciones propias, a prescindir de
razones autoafirmativas o maximizadoras del interés propio, debiendo defender
razones comprensivas o atentas a todas las circunstancias relevantes del caso.
De ahí que la deliberación política opere, en las versiones antiguas y modernas
del republicanismo, como la fuente de legitimidad del ejercicio del poder
común, acaso más importante aún que el conteo igualitario de las preferencias
individuales o que el predominio del mayor agregado de opiniones. Adviértase
que el modelo republicano de deliberación no implica un ideal deliberativo
etéreo o desencarnado, librado a problemáticas generalizaciones sobre las
estructuras comunicativas o de racionalidad moral de los individuos. Esto es
así, porque, en primer lugar, la deliberación republicana no exige erogaciones
justificativas demasiado onerosas, tendientes a alcanzar acuerdos o
unanimidades racionalmente motivadas, sino que apunta, más bien, a formar
mayorías que cuenten con suficientes bases públicas de legitimación electiva. Y
en segundo lugar, porque el debate republicano tampoco demanda recortes
excesivos al ejercicio de la “razón pública”, de los temas y razones que puedan
incluirse en la deliberación política, al menos si nos atenemos a la
sensibilidad del aristotelismo hacia la composición plural del “demos” y a su
defensa de la retórica como medio legítimo de persuasión política. Lo que el
deliberacionismo republicano reclama, en todo caso, es que las asambleas
políticas y los foros cívicos sigan reglas comunes de un debate justificativo y
argumental, cuyos temas abarquen los más variados asuntos públicos,
contemplando no sólo el lenguaje de los derechos y de una justicia no
discriminatoria, sino también las valoraciones discordantes sobre la naturaleza
y los significados de los bienes y prácticas de aprecio común. Por último, el
cultivo de las virtudes cívicas conforma otro de los rasgos más salientes de la
tradición de las repúblicas, la cual se caracteriza por la importancia que le
asigna a la calidad moral de las motivaciones humanas, con independencia del valor
práctico de los principios o reglas universales de conducta y del papel
controlador o sancionador de las instituciones públicas. Así, a la hora de
contrarrestar o neutralizar las inclinaciones egocéntricas de los individuos,
el pensamiento republicano pone especial énfasis en el carácter de las
personas, en su disposición a considerar la perspectiva de los otros y a
cooperar en base a su íntegra identidad moral. Incluso, la ética de la virtud
republicana −desde Aristóteles a Hannah Arendt− destaca el valor de la
independencia y la capacidad de juicio de los individuos ante las
circunstancias cambiantes de la vida política y social. Y si bien algunas
versiones republicanas tienden a hacer la economía de la virtud, confiando en
la obtención de resultados valiosos mediante arreglos institucionales
compatibles con las motivaciones autorreferidas de los individuos, como en el
caso del republicanismo madisoniano, en líneas generales, los republicanos
insisten en la imposibilidad de desarrollar la vida gubernativa y ciudadana sin
contar con cierta clase de gente o, como diría, Maquiavelo, sin aunar las
buenas leyes y las buenas costumbres. En suma, para el republicanismo, la
integridad de la vida política no puede confiarse a principios morales
universales, ni depender tampoco de la inteligencia de las instituciones
controladoras o sancionadoras, pues requiere de la disposición moral o de los
ciudadanos o de sus agentes para hacer frente a las injusticias y desmanes de
la vida corriente. De ahí que la tradición de las repúblicas le asigne tanta
importancia a la educación y a los hábitos ciudadanos, adjudicándole singular
relevancia a las conductas de servicio público y de ejemplaridad cívica, por
encima del interés propio o de una moralidad abstracta, como fuentes motivadoras
del ejercicio de las funciones públicas y de la cooperación social.
2. Republicanismo y
democracia
Cabe precisar, en primer
lugar, que el ideal de república no siempre se llevó bien con la democracia,
entendida como la maximización de la participación igualitaria de los
ciudadanos y el predominio de una regla mayoritaria. En rigor, la igual
autoridad política de todos los miembros adultos de la sociedad y la primacía
de las opiniones mayoritarias medidas en votos, fue negada “más de tres veces”
desde las más diversas tiendas filosóficas y políticas. Dejando de lado algunos
casos ejemplares, habrá que esperar hasta el último tercio del siglo XX para
que la democracia sea tratada, ante sucesivos fracasos de un pensamiento
fundacional de ordenamientos transparentes y armoniosos, de inspiración
historicista, cientificista o moral, como un bien valioso en sí mismo o como
una regla de juego prudencial, cuyo respeto sería menos oneroso que cualquier
intento por suprimirla. En segundo lugar, en términos clásicos y modernos,
democracia significa un régimen de gobierno basado en el poder del demos o en
una soberana voluntad popular. Sin embargo, bajo el paradigma dominante en la
Ciencia Política contemporánea, la democracia ha pasado a ser vista como un régimen
de competencia política, regido por un igual trato a las preferencias
individuales, sean estas exógenas o endógenas al proceso político, y por el
predominio de los agregados mayoritarios de preferencias, medidas en votos.
Puestas las cosas así, la bondad y la deseabilidad de la democracia dependen de
sus libertades adversativas y del juego contingente de alternancias entre
gobernantes y opositores, más que del ejercicio de un autogobierno
deliberativo, del escrutinio público y abierto de las mejores alternativas
sometidas a la decisión colectiva. Por cierto que los principios y la práctica
de la democracia competitiva o agregativa no sólo han despertado críticas u
objeciones entre las corrientes participacionistas o tendientes a complementar
la democracia política con una democracia social, pues los cuestionamientos han
surgido también de la escuela de la elección social. Encabezado por Kenneth
Arrow, dicho enfoque vino a llamar la atención, a mediados del siglo XX, acerca
de la imposibilidad de alcanzar, en contextos de pluralidad de alternativas y
en condiciones de transitividad de las preferencias individuales, un registro
consistente y racional de las preferencias agregadas de los ciudadanos,
objetando también la posibilidad de que dichos agregados reflejen alguna
función de bienestar social. Este emplazamiento a la racionalidad de las
mayorías democráticas, acaso excesivamente teórico o contrafáctico, vino a
alentar diversas reacciones, algunas de ellas francamente enemistadas con el
“populismo” de las democracias mayoritarias. Así, del lado liberal, se puso
énfasis, simplificando un poco las cosas, en los resguardos constitucionales de
la democracia o en los derechos fundamentales de los individuos, sea para
inscribirlos en un contrato constitucional, sea para librarlos a un garantismo
judicial, priorizándose, en todo caso, las libertades básicas de los individuos
frente a las decisiones mayoritarias o a la maximización del bienestar general.
En cambio, el reciente revival republicano, pese a sustentarse en encuadres
constitucionalistas de la democracia, vino a jerarquizar la deliberación
pública y la política de la virtud como pilares fundamentales del pleno
ejercicio de las libertades democráticas y de la autoridad común de los
ciudadanos.2 Recordemos que entre los institutos clásicos del republicanismo,
tendientes a combatir la enajenación política de la ciudadanía, contrarios a la
política entre pocos, a la profesionalización de los roles políticos y de la
gestión estatal, figuran el voto obligatorio, las elecciones frecuentes, la
rotación en los cargos públicos, las asambleas deliberantes, los plebiscitos,
los jurados populares, las milicias ciudadanas o la guardia nacional. Incluso,
en la exégesis arendtiana de la tradición republicana, la división de poderes y
la revisión judicial de las leyes forman parte de un repertorio institucional
republicano tendiente a fortalecer, más que a refrenar, el poder de la política
y la democracia, activando prácticas discursivas o deliberativas cuya bondad
residiría en los vínculos cívicos y en los relatos favorecedores de juicios
ciudadanos, más que en la protección de derechos o en la satisfacción de
demandas bienestaristas. Y de acuerdo a un republicanismo de impronta “monista”
o rousseauniana, atento a los controles internos, más que externos, de la
formación legítima de las voluntades políticas mayoritarias, las agencias
estatales de control o de regulación de ciertas prácticas económicas o sociales
no deberían independizarse del juego democrático de las opiniones públicas o de
los cambios de opinión del demos.
2 En este texto no nos
detendremos en la consideración de otros dos tópicos típicamente republicanos.
Uno de ellos relacionado con la influencia de los poderes económicos o
corporativos en las prácticas democráticas, en las campañas electorales y en la
democracia representativa; y el otro vinculado a la asimetría de influencia
política derivada de las diferentes competencias cognitivas de los ciudadanos,
del rol decisivo de los expertos en decisiones políticas fundamentales. Ambos
problemas acaso podrían inscribirse en la ancestral categoría republicana de
“corrupción de la política”.
En cualquier caso, el
fortalecimiento del lado deliberativo de la democracia constituye un aspecto
central de una agenda republicana para las actuales democracias, siempre y
cuando se trate de una deliberación política abierta a todas las voces y a las
más diversas temáticas públicas, tendiente a exigir argumentos comprensivos o
generalizables, orientada a suministrar firmes bases públicas de legitimación a
los disensos públicos y a las decisiones mayoritarias, sin costosas escisiones
entre las identidades cívicas y sociales de los ciudadanos, sin cortes
radicales entre la razón pública y privada de los individuos. La deliberación
política sería, en suma, la instancia crítica de la república ante los deseos y
demandas de la democracia competitiva, agregativa o confiada a la ley del
número. Para cumplir estos preceptos, los arreglos institucionales de una
república democrática deberían optimizar los intercambios discursivos o
argumentales, incentivando en los interlocutores políticos la disposición a
explicarse, a escucharse y a seguir reglas comunes de razonamiento público (de
información, conocimiento e inferencias legítimas), promoviendo un “careo
adecuado” de todas las voces públicas, incentivando la racionalidad argumental
más que disputativa (la primera tendiente a esclarecer, a justificar o resolver
diferencias de opinión, la segunda, centrada en razones auto-afirmativas o
pendiente de los resultados estratégicos de la discusión). Por consiguiente, el
fortalecimiento y la difusión de las deliberaciones públicas en sedes
parlamentarias, partidarias y mediáticas, junto a la consolidación de las
actuaciones −vinculantes o no− de las audiencias públicas, de las experiencias
de jurados ciudadanos y de los debates informales en la sociedad civil deberían
formar parte de una empresa republicana de enriquecimiento deliberativo de la
democracia. Otra de las preocupaciones centrales del republicanismo, inscripta
en la lógica de sus compromisos normativos, remite a la cuestión de la
educación cívica. Ya los republicanos del siglo XVIII y XIX, como Rousseau,
Jefferson y Condorcet, insistieron en la importancia de acompañar el establecimiento
del sufragio universal con una educación orientada a forjar ciudadanos activos,
capaces de ejercer plenamente sus derechos políticos y juzgar los asuntos
públicos sin prejuicios ni egoísmos particularistas. De hecho, la instrucción
pública será vista como un pilar de la construcción de las repúblicas
decimonónicas, invocando, en parte, un principio de laicidad, de separación de
la iglesia del Estado, y en parte también, la necesidad de cimentar, mediante
una educación pública común, una unión ciudadana, superior a otros vínculos
sociales o tradicionales (Audier, 2004). Lo cierto es que el republicanismo no
puede desentenderse del impulso a una educación destinada a transmitirles a los
ciudadanos los fundamentos del ordenamiento institucional y los conocimientos
necesarios para ejercer sus competencias cívicas o sus derechos democráticos.
Que las instituciones democráticas, como tales, contribuyan o no a la formación
política de los ciudadanos, es un problema empírico que requiere específicas
verificaciones fácticas. Y que el buen diseño de las instituciones políticas
alcance para obtener conductas virtuosas de los ciudadanos, con independencia
de sus motivaciones internas, constituye un razonamiento liberal, no exento,
por cierto, de controversias en el propio seno del liberalismo. De ahí que el
republicanismo insista en la necesidad de forjar hábitos y conocimientos que
fortalezcan el compromiso ciudadano con las cosas políticas y su capacidad de
juicio público. De hecho, no son pocos los teóricos republicanos coincidentes
con sus pares democráticos en el diagnóstico del alto costo motivacional, de
información y conocimiento, que representa la política para el ciudadano común.
Algo difícil de revertir mediante la militancia de los partidos o de otros colectivos
políticos. Partiendo de esta constatación, desde diversas corrientes
republicanas se han venido impulsando, en nombre de la integridad de la
política y del bien común, variados instrumentos educativos, tendientes a
suministrar a los ciudadanos conocimientos necesarios para abordar las
cuestiones políticas y desarrollar sus capacidades como usuarios activos de las
instituciones políticas, dotándolos de disposiciones que les permitan ejercer
sus derechos y cumplir con sus obligaciones cívicas. Desde luego, tales
conocimientos y capacidades vendrían inevitablemente acompañados de una
transmisión –crítica y reflexiva− de valores demo-políticos (igualdad,
libertad, civilidad), junto a otros estímulos a las motivaciones apropiadas
para desempeñarse, con autonomía y responsabilidad, en la vida ciudadana.
Difícilmente tales enseñanzas puedan desligarse del fomento de actitudes y
disposiciones de una conducta cívica robusta, requerida para el desempeño
activo de libertades adversativas y deliberativas, a salvo de corrupciones
“privatistas” o “decisionistas”. Algo que iría bastante más allá de la búsqueda
de un procedimiento neutral ante las valoraciones y preferencias inscriptas en
el territorio de las libertades “negativas” de los individuos, y más lejos
también de una mera conformidad legalista de los ciudadanos con las reglas de
juego vigentes. El tercer reto político del actual revival republicano se
relaciona con la actualidad, teórica o filosófica, de la justicia. Aunque el
republicanismo clásico parece más interesado en la justicia política que en la
justicia social, siendo más ambiguas sus proposiciones de igualación
socio-económica de los ciudadanos que sus definiciones respecto a la igualdad y
libertad políticas, la agenda republicana para las actuales democracias no
podría prescindir del lenguaje de la justicia. Contrariamente a las doctrinas
liberales del laissez faire, sujetas a la justicia del mérito o a un principio
de responsabilidad individual ante las opciones propias, la idea republicana
invoca la solidaridad o fraternidad como complemento a la libertad individual y
a la igualdad ciudadana, al tiempo que advierte sobre la corrupción política
causada por la excesiva riqueza o el lujo de unos, y la indigencia o pobreza de
otros. Puestas las cosas así, los deberes de la república no serían tanto
“negativos” u orientados a preservar la libertad de los individuos ante las
injerencias compulsivas o arbitrarias de los cuerpos ciudadanos, cuanto
“positivos”, vale decir, tendientes a promover la intervención correctiva de
los poderes públicos en beneficio de la igualación de recursos u oportunidades
para que los ciudadanos desarrollen sus vidas, sin vulnerabilidades, opresiones
o dependencias arbitrarias. En todo caso, se trataría de asegurar las
condiciones materiales e intersubjetivas de una igual consideración y respeto a
todos los ciudadanos, como miembros plenos de la comunidad política o como
usuarios de recursos acumulados por el conjunto del colectivo social. Si el
mérito y la eficiencia de la iniciativa privada deben tener un lugar en una
república sensible a una pluralidad de motivaciones humanas y a mercados
guiados por decisiones descentralizadas, la reparación de desigualdades y la
solidaridad también deben ocupar un lugar destacado en la acción de las
instituciones republicanas, con vistas a neutralizar las interdependencias
arbitrarias o asimétricas, de modo de fortalecer las capacidades necesarias
para convertir las oportunidades y recursos sociales en efectivos desempeños
realizativos de los individuos, atendiendo las necesidades de los más
vulnerables o dependientes, reglamentando, en fin, los más opacos dominios
arbitrarios de la vida privada. Ahora bien, dejando de lado la tradición de las
repúblicas agrarias, el republicanismo no se basa en la identificación
pre-política o privilegiada de sujetos sociales portadores de progresos
civilizatorios, de suyo acreedores a los deberes morales de justicia. Bien
pueden ser los individuos, indiferenciados o abstractos, la unidad de medida de
la distribución de cargas y beneficios sociales, o bien pueden ser determinados
grupos o categorías sociales los beneficiarios de legítimas acciones
afirmativas. Pero en cualquier caso, la agenda republicana para las actuales
democracias vendría a proyectar el lenguaje abstracto del bien común y la
fraternidad en un universo de justicia, en el que cabrían múltiples
correcciones republicanas a las desigualdades o asimetrías arbitrarias entre
los ciudadanos. Incluso, el ideal ciudadano de independencia económica, inscripto
en la añeja tradición de las repúblicas de propietarios, conllevaría, hoy por
hoy, a una distribución equitativa de los recursos productivos y monetarios,
tendientes a asegurar iguales oportunidades de emprendimiento económico y de
bienestar básico. Algo que iría bastante más allá de las batallas impositivas,
socialdemócratas o del liberalismo igualitario, en territorios redistributivos.
Conclusión
La reactivación del
republicanismo refleja preocupaciones valorativas y políticas, de ayer y de
hoy, distintas a las de otras familias de ideas políticas. Se trata de temas y
problemas relacionados con el rescate de la vida política de manos privadas o
despóticas, de reductos corporativos o de poder, de donde emanan diversas
aspiraciones consustanciadas con la integridad de la política, centradas en el
fortalecimiento del interés común de las partes políticas, en el activismo
deliberativo, en las virtudes ciudadanas y la justicia social. Por otra parte,
la actual recuperación de la tradición republicana se relaciona con un lugar
vacante dejado por dos de las principales teorías de la democracia: la teoría
agregativa, centrada en la sumatoria de preferencias individuales y en los
saldos positivos de bienestar general, y la idea de un pueblo dotado de una
voluntad unívoca o transparente, fusionado en torno a un bien superior, u
orientado a combatir un status quo dominado por minorías recalcitrantes. Entre
estas teorías parciales de la democracia, hay lugar para una versión
demo-pluralista de la república, fundada en la idea de diversos espacios de
libertad común, abiertos a la acción de ciudadanos y sus agentes capaces de
incidir en los cursos de la vida gubernativa y realizar sus fines, sin costosas
escisiones entre sus identidades públicas y privadas. Un pacto renovado entre el republicanismo y
la democracia, en sociedades plurales, complejas y diferenciadas, cuando no
fragmentadas o socialmente disgregadas, no parece concebible en términos de una
ciudadanía uniforme o abstracta, escindida de sus intereses o de sus valores
fundamentales, desconocida en sus diversas identidades, en sus necesidades,
vulnerabilidades o desventajas específicas. De ahí que el compromiso
democrático de los ciudadanos con la cosa pública o de todos exija una
república abierta a la sociedad, sensible a una ciudadanía inclusiva y plural,
compatible, en suma, con la democracia y el pluralismo. En tal caso, la
integridad de la política, caro ideal republicano, vendría a nutrirse de un
pluralismo robusto y equitativo, abonado por deliberaciones públicas abiertas a
todos los temas y razonamientos públicos, donde se reflejen debidamente, junto
a las más genuinas divisorias políticas, las disposiciones cívicas y el
espíritu público de los ciudadanos.
1 La lista de trabajos
comprometidos con la reactivación teórica del republicanismo es muy vasta.
Entre ellos, puede consultarse: J. G. A. Pocock (1975), C. Nicolet (1982), F.
Michelman (1986), C. Sunstein (1988), Q. Skinner (1990), A. Oldfield
(1990), J.F. Spitz (1995), K. Haakonsen
(1995), R. Dagger (1997), Ch. Taylor (1997), R. Tercheck (1997), Ph. Pettit
(1999), B. Brugger (1999), Viroli (1999) y Audier (2004). En español puede
acudirse a H. Béjar (2000), F. Ovejero Lucas (2001), S. Giner (2002), J.
Rubio-Carracedo (2002), A. De Francisco (2007), y Martí J.L.-Pettit Ph. (2010).
A lo cual debe sumarse la edición de Res Publica Nº 9-10, del 2002, y la
compilación de textos a cargo de F. Ovejero-J. L. Martí-R. Gargarella (2004).
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Democracias Republicanas: para una crítica del elitismo republicano. Claves de
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Inc. VIROLI Mauricio (1999): Repubblicanessimo. Roma, Ed. Laterza.
(*)(*)avier
GALLARDO.-Prof. Agregado.-Doctor.-Universidad de Uruguay (IUPERJ)
Fuente:: Araucaria:
Revista Iberoamericana de filosofía, política y humanidades, ISSN-e 2340-2199,
ISSN 1575-6823, Nº 28, 2012 , págs. 3-18
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