Reyes Mate Instituto de
Filosofía - CCHS/CSIC(*)
Los derechos humanos son un
logro histórico por la sencilla razón de que ahí se mide la dignidad del hombre
por el nacimiento y no por la cuna. Lo que pasa es que ese hito histórico
arrastra un grave problema: si resulta que el hombre es el legislador y por
tanto la instancia superior de la ley, ¿cómo obligarle a cumplirla si no
quiere? ¿A qué instancia acudir si ya no reconocemos la autoridad de Dios o de
la naturaleza?
La sospecha de que el hombre
bien pudiera no respetar los derechos (y por tanto no cumplir los deberes) a
los que se debe por nacimiento, por ser hombre, está más que fundada. Hannah
Arendt no necesita recurrir a los periódicos para ilustrar la sospecha. Le
basta recorrer la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de
1789. El artículo primero remite los susodichos derechos al hecho de nacer,
mientras que el segundo, al hecho de ser ciudadano.
No es lo mismo. Si remitimos
los derechos del hombre al hecho de ser hombre, hay que respetarlos siempre; si
los supeditamos al hecho de ser ciudadano, sólo serán respetados cuando la
nación que nos da la ciudadanía así lo quiera. ¿Qué pasará entonces con los
des-naturalizados o des-nacionalizados? Tomemos en cuenta que las variantes de
unos y otros son múltiples: refugiados, sin-papeles, retenidos en zonas
internacionales de aeropuertos...
Arendt anota que desde el
primer momento se vinculó derechos del hombre a ciudadanía, de ahí la querencia
a identificar al hombre, sujeto de derechos, con el pueblo y no con el
individuo. Esto lo sabían la legión de apátridas de entreguerras, por eso reclamaban
papeles. Sabían por experiencia que de poco valía la condición humana si no
tenías papeles. La misma actitud encontramos entre muchos supervivientes de la
II Guerra Mundial. Pobre del que no tuviera más capital que su dignidad humana.
Para los Estados la exigencia del reconocimiento de unos derechos humanos,
basados en la mera dignidad, era, como decía Reagan, “una carta a los Reyes
Magos”.
Ese era el primer problema,
pero había otro: ponerse de acuerdo sobre sus contenidos. En la Declaración de
1789 había una lista, así que podemos decir que esa lista era su contenido. Si
alguien negara algunos de esos derechos, podríamos decir que niegan los
derechos del hombre. Pero de poco valen esos derechos concretos si no existe
algo así como un derecho a los derechos, de suerte que si uno u otro es violado
queda la posibilidad de exigir responsabilidades porque se reconoce, en
cualquier caso, la figura de un sujeto de derechos. Para explicar esto, Arendt1
recurría al ejemplo de lo que pasaba en su tiempo. Ocurría, en efecto, que si
uno perdía su nacionalidad, perdía la pertenencia a la especie humana; si uno
quedaba sin hogar, perdía el derecho a tener hogar; cuando uno perdía la
protección de su gobierno, quedaba incapacitado para poder cobijarse bajo
cualquier otro. Esto explica que el delincuente tuviera un status jurídico muy
superior al del apátrida, por buena gente que fuera. Al delincuente se le
reconocían derechos y deberes, por eso se le sancionaba. El apátrida, por el
contrario, vivía en un Guántanamo avant la lettre.
Como la idea de tener
derecho a derechos procede de la pertenencia a una comunidad, conviene revisar
la idea de unos derechos humanos basados en la naturaleza. Los derechos humanos
no son derechos naturales, no son un derivado de la naturaleza humana porque
esa naturaleza no es de fiar. No podemos confiar en que ella garantice el derecho
a los derechos porque el hombre hace de su naturaleza lo que quiere, para bien
y para mal. ¿Podríamos recurrir entonces a una figura como La Humanidad para
garantizar esos derechos a los que tenemos derecho? Si estamos pensando en algo
así como “un gobierno mundial”, lo que hay que decir es que de momento estamos
lejos pues no conocemos ni reconocemos otra forma de universalidad o
mundialidad que la del entendimiento entre Estados. Volvemos al Estado.
El pensador conservador
Edmond Burke se oponía a toda teoría de los derechos humanos, planteando con
gran realismo que sólo se reconocieran los derechos que emanaran de “dentro de
la nación”. Tenía muy claro lo que luego vería Arendt, a saber, que si no eres
miembro de una nación, no hay derechos que valgan.
Lo importante es ser miembro
de una comunidad, de ahí la pregunta: ¿Qué es lo que nos hace ser miembro de
una nación? La respuesta que da: “Es el resultado del trabajo común, producto
del artificio humano”. La comunidad es la esfera iluminada por la ley de la
igualdad, una igualdad que no es dada sino construida, conquistada. “Nuestra
vida política”, dice Arendt (1987, 437), “descansa en la persuasión de que
podemos producir la igualdad a través de la organización porque el hombre puede
actuar en un mundo común, cambiarlo, construirlo, junto con sus iguales y sólo
con sus iguales”. ¿Qué se deduce de todo esto? Que es mucho más importante el
nacimiento en un territorio determinado que la condición o dignidad humana.
El lugar de Dios en la fundamentación
de la política y de la moral, ha sido ocupado por una instancia terrenal que es
de hecho un triunvirato: Estado-nacimiento-territorio. Es el Estado-Nación.
Esto significa que la comunidad política moderna no se basa en la voluntad de
sus miembros, ni en una disposición a crear el bien común, sino en el
nacimiento en un territorio. Al Estado sólo le interesa el cuerpo, la nuda
vida, no la inteligencia ni la voluntad de los suyos. ¿Por qué es tan
importante “la sangre y la tierra”? “Porque”, dice Arendt, “el poder, el Estado
nacional, no soporta elementos que alteren la cohesión grupal”. Tiene miedo de
las diferencias, producidas por el uso de la libertad, y más aún, de las
diferencias étnicas, que no se pueden alterar ni manipular (Arendt, 1987,436).
Por eso las combate, remitiéndolas a la vida privada o destruyéndolas.
Mientras esa tríada
funciona, no hay problemas, es decir, mientras los habitantes del territorio
son de los allí nacidos, el Estado los representa. Pero ¿qué pasa cuándo se
cuartea esa representación sea porque hay muchos no-nacidos en ese territorio,
sea porque muchos de los allí nacidos no se identifican con esa representación
nacional? Pues que el Estado entra en crisis y para resolver el problema de la
representación crea una figura, un lugar extraño, que es interior y exterior al
Estado: el campo de concentración. Los ahí deportados viven en estado de
excepción, en el sentido de que sus derechos son suspendidos, sin que eso, por
otro lado, signifique que queden liberados. Nada de eso: están a merced de la
voluntad del Estado, sin leyes ni derechos que medien entre el poder y los
individuos.A ese extraño lugar están
destinados los sin-papeles y los des-nacionalizados.
Deberíamos hablar con más
rigor de los derechos humanos, es decir, deberíamos dejar bien claro que sólo
podemos hablar como hablamos de ellos (dando por descontado que“existen” los
derechos humanos), si cerramos los ojos a la realidad de in-humanidad en la que
vive el hombre.
Los derechos humanos, según
al artículo primero de la Declaración de 1789, son derechos que se reconocen al
hombre, a la condición humana, independientemente de su condición social. Si
miramos a nuestro alrededor y vemos lo que ocurre, observamos que lo que
importa del hombre no es su condición social, ni siquiera su condición humana,
sino su condición animal: la sangre y la tierra.
En esta deriva de lo social
a lo animal se encuentra el punto de encuentro y de desencuentro entre Arendt y
Agamben. El pensador italiano acepta, como punto de partida, la idea arendtiana
de que la invocación del ser humano no es ninguna garantía de que se le
reconozcan los derechos humanos. Como desde el principio se ha ligado Derechos
Humanos y ciudadanía, Arendt se pronuncia descaradamente a favor de los papeles,
es decir, a que se le reconozca al ser humano por el Estado de turno los
derechos que ellos reconocen a sus ciudadanos. Lo que señala Agamben es que
tengamos cuidado con la Nación, que viene de nacimiento y se sustenta en la
sangre y en la tierra. En la Nación el nacimiento se convierte en elemento
político determinante. Es la política como biopolítica: para el Estado el
hombre es un cuerpo que proteger, de ahí que lo que fundamente la soberanía sea
el cuidado del cuerpo.
Eso nos lleva afirmar que
los famosos derechos humanos son una abstración, en el preciso sentido de que
sólo podemos hablar de su existencia, si hacemos abstracción dela situación
real en que vive el hombre en la sociedad, es decir, si declaramos teóricamente
irrelevante el hecho de que el hombre en la realidad no sea considerado ni
igual, ni libre etc.
Afirmar que “existen” unos
derechos humanos conlleva un doble expolio: a) dan a un hombre abstracto, que
no existe, los atributos que no tiene el hombre concreto y b) se niega a la
cruda realidad (de hombres sin derechos) capacidad de significación teórica.
Construimos una teoría de derechos sobre el hombre que no tiene en cuenta al
hombre real, sino a un hombre abstracto que se ha inventado la filosofía, pero
que tiene el inconveniente de no existir.
Estas críticas a los
derechos humanos no surgen, evidentemente, del poco aprecio por esa figura,
sino del máximo reconocimiento de su significación. Los Derechos Humanos son la
joya de la corona de la modernidad. Tomárselos en serio significa re-pensar el
lugar en ellos de todos aquellos seres humanos que no tienen más capital que su
dignidad de origen. Nunca ha sido este asunto menor (fue clave en el
desencadenamiento de la II Guerra Mundial), pero ahora es urgente por la
importancia de las migraciones en un mundo globalizado. Tengamos en cuenta que,
en el pasado, la única respuesta a este problema fue el campo de concentración.
“Si queremos impedir que se reabran ahora en Europa”, dice Agamben, “los campos
de exterminio”, hay que repensar la figura del sujeto de los derechos humanos
o, dicho de otra manera, la relación entre nacionalidad y ciudadanía, la
relación entre el primero y el segundo artículo de la Déclaration des droits de
l’homme et du citoyen de 1789. Hemos llegado a un punto en el que bien podemos
aplicar al migrante lo que decía Arendt del refugiado: que son el paradigma de
una nueva conciencia histórica, que representan la vanguardia de la humanidad.
(*) Fuente : ARboR Ciencia, Pensamiento y Cultura CLXXXVI 742 marzo-abril (2010) 241-243 ISSN: 0210-1963 doi: 10.3989/arbor.2010.742n1104
(*) Fuente : ARboR Ciencia, Pensamiento y Cultura CLXXXVI 742 marzo-abril (2010) 241-243 ISSN: 0210-1963 doi: 10.3989/arbor.2010.742n1104
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