Por José Manuel Pérez Rivera
El pasado día 26 de
septiembre, ( 2012) un periodista de “El Faro de Ceuta” preguntó al Sr. Francisco
Márquez, diputado nacional del PP por Ceuta, sobre los hechos que tuvieron
lugar en los alrededores del Congreso de los Diputados, en lo que ha venido a
denominarse “25S-Ocupa el Congreso”. Al hilo de esta pregunta el Sr. Márquez
comentó que, en su opinión, “la democracia es el sistema político del que nos
hemos dotado los españoles al entender que es el mejor que existe para la
representación de la soberanía popular, pero cuando a la democracia se le
añaden algunos calificativos como orgánica, popular o asamblea, desde luego, es
cuando menos tiene de pura capacidad de decisión del pueblo".
Nos sorprendió este
comentario despectivo sobre la propia esencia de la democracia, es decir, su
carácter asambleario. Aunque si somos sinceros no fue tanto sorpresa como
indignación lo que sentimos cuando leímos estas declaraciones. Estamos
acostumbrados a las perlas del Sr. Márquez, como la que recogieron este verano
los medios de comunicación locales y nacionales, en la que saliendo al paso del
escándalo sobre el cobro de dietas por alojamiento que perciben más de sesenta
congresistas (entre los que se incluye, claro está, el Sr. Márquez), -a pesar
de contar con casa propia en Madrid-, declaró que era una polémica “interesada”
promovida “por grupos antisistema que saben muy poco del funcionamiento de las
cortes”. Puede que los ciudadanos no sepan, en su mayoría, cual es el
funcionamiento de las cortes, pero lo que sí le podemos asegurar es que son
cada día más los españoles que tienen claro que el sistema político vigente en
nuestro país dista mucho de ser democrático.
En este artículo vamos a
hacer un ejercicio que, según la editorial de “El País” (27/09/2012), “nadie
sensato” haría: “descalificar la democracia representativa”. Y lo vamos a hacer
con argumentos para que quienes se molesten en leerlo puedan extraer sus
propias conclusiones. Comencemos reflexionando sobre el significado de
democracia. Todo el mundo habla de ella, pero pocos la conocen. Este término,
tal y como comenta Takis Fotopoulos en su obra “Crisis multidimensional y
democracia inclusiva” (disponible desde este verano en internet gracias al
esfuerzo del Grupo de Acción de Democracia Inclusiva (GADI) de Catalunya), ha
sido tergiversado principalmente por parte de académicos y políticos liberales,
“confundiendo el sistema oligárquico actualmente dominante de la democracia
representativa con la democracia”. En la misma línea, el no menos lúcido y
brillante intelectual Cornelius Castoriadis, comentó en una conferencia
pronunciada en 1993, titulada “la cuestión de la democracia. Posibilidades de
una sociedad autónoma”, que “si miramos, no la letra de las constituciones,
sino el funcionamiento real de las sociedades políticas, comprobamos
inmediatamente que son regímenes de oligarquías liberales. A ningún filósofo
político del pasado digno de ese nombre se le habría ocurrido jamás llamar a
estos sistemas “democracia”. Inmediatamente hubiera encontrado que había allí una
oligarquía que está obligada a aceptar algunos límites a sus poderes, dejando
algunas libertades al ciudadano”.
Para encontrar el verdadero
significado de la democracia tenemos que retroceder veinticinco siglos en la
historia de la humanidad hasta conocer la concepción ateniense de este término.
A pesar de sus limitaciones y parcialidades, ya que existen graves
desigualdades económicas y políticas, al excluir de la sociedad a las mujeres,
los inmigrantes y los esclavos, fue el primer ejemplo histórico, según Hannah
Arendt, de “la identificación del soberano con aquellos que ejercen la
soberanía”. No obstante, los griegos se dieron cuenta pronto de la
imposibilidad de anular algún tipo de poder explícito y así establecieron que
“ningún ciudadano debe estar sometido al poder y, si esto no fuera posible, que
el poder se distribuyera equitativamente entre los ciudadanos” (Aristóteles, en
Política). A este principio del reparto equitativo del poder, añadieron otros
dos de vital importancia: la isonomía (la igualdad de todos los ciudadanos) y
la isegoría (el poder de la palabra). El ejercicio de estos principios hizo
posible un nivel de actividad política que no tiene parangón en la historia de
la humanidad por cantidad, frecuencia y grado de participación. A las
asambleas, -que tan poco le gustan al Sr. Márquez y al resto de integrantes de
la oligarquía política y económica española-, asistían normalmente 6.000
ciudadanos (de los 30.000 ciudadanos por derecho a hacerlo) y podían tomar la
palabra entre 200 a 300 personas o más. La justicia también se ejercía por los
ciudadanos, tanto que en un día de tribunal normal se sorteaban unos 2.000
puestos como miembros del jurado popular. Y lo que es más importante si lo
comparamos con la situación actual es que no existían los partidos políticos,
es más los llamados (hetaireiai), antecedentes claros de nuestros partidos
políticos, eran perseguidos con toda su fuerza. Los partidos políticos sólo
comenzaron a tener sentido cuando la inmensa mayoría de la ciudadanía empezó a desinteresarse
de la política.
La democracia clásica, a
pesar de su comentada parcialidad en lo económico y lo político, demuestra la
posibilidad de organizar y hacer funcionar la sociedad actual según los
principios de la democracia directa, aunque para ello sea necesario un esfuerzo
colectivo consciente por ampliar y profundizar la democracia política y
económica. La relajación de este esfuerzo fue lo que explica el declive de la
democracia como forma de organización política en la propia Grecia y luego en
tiempos posteriores en Roma y tras su decadencia en el periodo medieval. Sin
embargo, no llegó a desaparecer del todo. La historia parece darle la razón a
Bakunin cuando indicó que “el instinto de libertad” es un elemento esencial de
la naturaleza humana. En la denostada y vapuleada época medieval, en la misma
España, se dieron durante los siglos XI y XIV auténticas formas de gobierno
democrático, periodo que coincide con el pleno auge del llamado Concejo
Abierto. Durante el desarrollo de los concejos o concilium abiertos, los
vecinos de las ciudades y pueblos de la repoblación eran considerados hombres
libres e iguales que se reunían en asambleas para debatir y acordar por
consenso la política en sus respectivos territorios. Poco a poco fueron
perdiendo este poder a favor de los monarcas y sus secuaces. Entre los siglos
XVI y XVIII, la concentración del poder alcanzó su cenit de mano de las
“monarquías absolutas”. Aún bajo este régimen, el instinto de libertad no pudo
ser del todo erradicado. Para combatirlo los monarcas, siguiendo a pie de la
letra las obras maquiavélicas, introdujeron en el léxico político el concepto
de la representación, con el objetivo inicial de relajar las luchas de poder en
el seno de las inestables monarquías europeas. Un paso en esta estrategia fue
el establecimiento de la soberanía parlamentaria en el siglo XVII.
Todo este proceso culminó en
la acuñación literal del término de la “democracia representativa” por parte de
los Padres Fundadores de la constitución de los EE.UU. Sobre este hecho
histórico, tanto Takis Fotopoulos como Noam Chomsky coinciden en su diagnóstico
de que los ideólogos de la también llamada democracia moderna sentían un claro
desprecio por las clases populares y no estaban por la labor de permitir que el
“`populacho” pudiera ejercer el poder de manera directa, tal y como se
practicaba en la Grecia clásica. John Jay, uno de los “Padres Fundadores”,
declaró que “quienes son los dueños del país deben ser sus gobernantes”. La
intención era clara: anular el principio de la isegoria, la igualdad de
expresión; y transferir el poder político de la ciudadanía, a través de las
elecciones, a una élite política y económica.
El advenimiento de la
“democracia representativa” supuso equiparar este concepto al del gobierno representativo,
es decir, el gobierno del pueblo por sus representantes. Se instituyó así un
sistema político que separaba del concepto genuino de democracia, donde el
poder era ejercido directamente por los ciudadanos o por delegados que eran
designados por sorteo y por un periodo corto. Unos tiempos en los que la
elección por votación se consideraba aristocrática y se autorizaba sólo en
circunstancias especiales.
La democracia representativa
presupone la separación del Estado y la sociedad y el ejercicio de la soberanía
por un cuerpo de representantes separados. Esto ha dado lugar, tal y como
comentó en cierta ocasión Jesús Ibáñez (“Nada para el pueblo, pero sin el
pueblo”, en Archipiélago, nº 9, 1992), que los que “mandan representan a los
mandados y sólo hay que representar a lo que es impresentable” y, desde luego,
los españoles no los somos. Opiniones como estas en contra de la representación
política, basada en elecciones cada determinado número de años, surgieron casi
al mismo tiempo que se fundó este sistema. El propio Rousseau, en “El contrato
social”, llegó a decir que “los ingleses creen que son libres, pero la verdad
es que son libres un solo día cada cinco años”. Hoy día, como bien criticó
Cornelius Castoriadis, ni siquiera los electores son libres cada cuatro años,
ya que “los candidatos son designados por la cúpula del aparato del partido” y
se presentan con unos programas plagados de mentiras y falsas promesas. Unos
partidos políticos que forman un conglomerado con el poder privado que les impone
límites estrechos a su acción política. Siguen de esta manera a pie juntillas
la idea de Adam Smith, el padre del liberalismo económico, para quien la tarea
principal del gobierno era la defensa de los ricos contra los pobres. Noam
Chomsky ha conseguido resumir en una sola frase lo que ocurre en su país y en
la mayoría de los países occidentales en los que se ha impuesto el
bipartidismo: “hay básicamente un solo partido político, el de los negocios,
con dos facciones”.
A nadie debería de
extrañarle que todos los políticos de nuestro país, sin excepción, recelen de
la democracia directa o en su forma más elaborada de la democracia inclusiva
propuesta por Takis Fotopoulos. El miedo que sienten al escuchar hablar de esta
palabra es comprensible. De llevarse a la práctica supondría acabar con los
privilegios que ostentan los integrantes de la oligarquía liberal que domina el
complejo entramado de poder en nuestro país. No obstante, coincido con Noam
Chomsky, en que “el instinto de libertad puede ser apaciguado, pero no
asesinado. El coraje y la dedicación de la gente que lucha por su libertad, su
voluntad de confrontar el extremo terror del Estado y su violencia, son
frecuentemente asombrosos”. Guiados por este instinto, y sobre todo en épocas
de crisis como la que estamos viviendo, surgen de manera espontánea tentativas
de reinstaurar la democracia directa que funcionó en la Atenas clásica. Como
nos recuerda Cornelius Castoriadis esto ha sucedido “cada vez que hubo un
verdadero movimiento popular democrático: tanto en América del norte en 1776,
como en la revolución francesa, como en las primeras formas organizativas del
movimiento obrero, en la Cataluña de la CNT y también en el 56 con la
revolución húngara”. Casi todos estos movimientos fueron reprimidos con dureza
por los detentadores del poder y en tiempos más recientes ha sido la obsesión
de las élites occidentales, principalmente de EE.UU, acabar con cualquier
iniciativa de este tipo por los medios que sean. Ahora, como resultado de la
profunda crisis multidimensional que llevamos padeciendo desde hace cuatro
años, vuelven a resurgir tentativas de devolver el poder del pueblo a sus
legítimos poseedores. Las sofisticadas técnicas de fabricación del consenso
(Noam Chomsky) y de adoctrinamiento están fallando estrepitosamente. Cada día
hay más gente que empiezan a ver la realidad por sus propios ojos y comienzan a
desprenderse del miedo que les infunden los potentes mecanismos de control
social. Aún quedan dos obstáculos importantes que superar: romper el aislamiento
y el individualismo; y desprenderse de la apatía general y la frivolidad
existencial que nos ha inculcado el consumismo desaforado. Nuestra vida tiene
que tomar otro sentido: “la creación de seres humanos que amen la sabiduría,
que amen la belleza y que amen el bien común”.(Corneluis Castoriadis, dixit).
Fuente. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=156789
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