Entrevista a Andres de Francisco
Por Gabriel E. Vitullo (*)
Esta entrevista fue
realizada en los meses de noviembre y diciembre de 2014, en el marco de mi
estadía post-doctoral en la Universidad Complutense de Madrid para la
investigación “Un rescate de la tradición democrática no liberal”, gracias al
apoyo financiero concedido por la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de
Nível Superior (CAPES) y la licencia otorgada por la Universidade Federal do
Rio Grande do Norte (UFRN), institución en la cual me desempeño como docente e
investigador.
Andrés de Francisco,
destacado intelectual público envuelto en los grandes debates contemporáneos,
es Doctor en Filosofía y Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Políticas
y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Sus áreas de
interés están centradas en la filosofía y teoría políticas, la metodología y la
teoría social. Entre sus varias publicaciones, se destacan Sociología y cambio
social (Barcelona: Ariel, 1997), Republicanismo y democracia (con J. Bertomeu y
A. Domènech, Buenos Aires: Miño y Dávila, 2005), Ciudadanía y democracia: un
enfoque republicano (Madrid: La Catarata, 2007) y La mirada republicana
(Madrid: La Catarata, 2012).
G.Vitullo. . ¿De dónde viene tu vocación
republicana? ¿Qué es el republicanismo, para vos?
Andres de Francisco. :
Siempre fui republicano,
desde que –digamos- tuve uso de razón política. Pero la pregunta por el origen
de mi vocación republicana –con toda su fundamentación filosófica- es fácil de
responder: Toni Domènech. Él fue mi maestro, aunque nunca fue mi profesor. Su
libro – De la ética a la política– es posiblemente el libro de ética y
filosofía política más importante en lengua castellana de finales del siglo XX.
Entre ese libro, que llegué a saberme de memoria, y su magisterio de años, era
imposible no alimentar una vocación republicana. Luego tiré por mi cuenta y
desarrollé mis propias ideas, pero el origen y el fundamento están en esos años
de aprendizaje. Si lo pienso, es tanto lo que le debo, que sería difícil
contarlo por lo extenso: desde un consejo a lo Plinio el viejo, una lectura
clave, una sugerencia fértil, la aclaración o precisión de una idea o de un
concepto, hasta todo un conjunto de valoraciones y actitudes sobre el mundo…
Tuve mucha suerte de encontrarme con él y disfrutar de su generosidad
intelectual, sus conocimientos y su amistad. Gracias a él, de alguna forma, me
forjé –creo– un carácter también republicano: independiente, veraz, crítico. Y
hay una virtud muy republicana –el coraje: la andreia– que potencié gracias a
su influencia. Sin coraje, es difícil resistir. Sin capacidad de resistencia,
es muy difícil ser independiente y atreverse a pensar por uno mismo. Toni ahora
tiene un círculo muy amplio de influencia desde SinPermiso, pero este es un
país muy mezquino y Toni pasó por épocas de bastante aislamiento y soledad. Y
ahí lo vi resistir a lo Diógenes. Eso también me marcó. Porque el
republicanismo –y ya respondo a tu segunda pregunta– no es sólo una doctrina
política. No sólo tiene que ver con la teoría y la praxis de la buena sociedad.
También aporta una concepción de la buena vida privada, también hay una ética
republicana. En realidad, tanto la libertad como la virtud ligan ambas caras
–ética y política– del proyecto republicano. La libertad individual y la
pública se tocan en una tangente ético-política republicana; y las virtudes
privadas son la otra cara de las virtudes públicas. Es difícil que haya
justicia sin ciudadanos justos, o gobernantes prudentes sin una sociedad civil
que prudentemente vigila y controla al poder político; es absurdo que haya
individuos libres –que se autogobiernan– sin libertad política, sin
autogobierno democrático. El liberalismo separa los dos planos –público y
privado– de la libertad y hasta los contrapone: la libertad de los antiguos
frente a la de los modernos. Y hace de los vicios privados el presupuesto de
las virtudes públicas. Al final, lo que queda en el liberalismo es una sociedad
de maximizadores e inteligentes diablos –o de idiotas apolíticos negativamente
libres– y la vana esperanza de que haya una mágica mano invisible que agregue
todas esas voluntades asociales en un todo armónico, con un Estado que a duras
penas apaga los fuegos. Es la utopía liberal que el capitalismo real se ha
encargado de refutar con los hechos inapelables de la desigualdad, la
marginación, la corrupción, la alienación, la explotación y la injusticia
social.
G.Vitullo.¿Cuál es tu utopía y cómo
imaginas que podemos caminar hacia ella, aun cuando nunca terminemos de
alcanzarla (si entendemos a la utopía como el horizonte que nos hace caminar)?
Andres de Francisco.
¿Mi utopía? Bueno, esto
daría para un libro. Pero voy a intentar responderte con pocas palabras. Mira,
Gabriel, yo quisiera una sociedad en la que pudiéramos llamarnos todos de tú,
pero no por grosería o chabacanería, sino porque no hubiera nadie por encima o
por debajo de nadie. Quisiera un mundo de hombres y mujeres independientes,
veraces, libres, fuertes y valientes. Detesto la mezquindad, la cucaña y el
servilismo. Y también al petimetre, al postinero y al oportunista. Quisiera una
sociedad en la que pudiéramos sentirnos suficientemente seguros, más allá del
miedo, del miedo a perder el empleo, a la pobreza, a no llegar a fin de mes.
Seguros también de ser reconocidos en nuestra diferencia e individualidad.
Independencia y seguridad son dos ingredientes necesarios para construir una
sociedad en la que pueda haber confianza, sin tener que pensar que el otro te
la va a jugar a la primera de cambio. Sin confianza interpersonal la vida es
muy complicada. Me gustaría que nuestros hijos crecieran en una sociedad con
suficientes y variados caminos para su autorrealización personal y donde
pudieran desarrollar toda o buena parte de su riqueza de talentos y
capacidades. Quisiera una sociedad donde no hubiera necesidad de líderes
carismáticos, ni de salvadores, porque lo que los hace necesarios suele ser la
ignorancia y la desesperación. Quiero políticos honrados que roten,
instituciones eficaces, una burocracia racionalizada, en fin, un Estado ágil y
musculado. Y quiero una sociedad civil ilustrada y activa, que no se deje
engañar, que se indigne, que vigile, que conteste y alce la voz, y participe y
delibere. Reivindico la palabra como portadora de razones. Y quiero una
sociedad dialogante que aspire a la justicia –principal virtud de las
instituciones– donde la ley nos haga libres porque es expresión de una idea de
razón pública que puede ser el foco de un consenso entrecruzado, como diría
Rawls. Me gusta la gente sencilla y austera, y me repugna el consumismo zafio y
la decadente seducción del lujo. Yo reivindico la virtud en el sentido clásico
del término. Y subrayo las cuatro virtudes cardinales: templanza, prudencia,
valor y justicia. Las cuatros son básicas para los cambios en los hábitos de
vida que, por ejemplo, exige la presente sinrazón ecológica. Porque este es
otro de los grandes problemas de la humanidad: restaurar un equilibrio
sostenible con la naturaleza.
Lo de cómo llegar a todo eso
es más complicado. Ante todo, evitando las falsas soluciones, los atajos.
Suelen ser calles cortadas de las que luego resulta difícil salir. En segundo
lugar, priorizando. Uno de los principales obstáculos para la utopía es el
enorme poder corporativo de las redes de empresas multinacionales y de los
grandes operadores financieros. Es un gigante económico de dimensiones globales
capaz de contrarrestar o bloquear cualquier política socialdemócrata avanzada,
ya sea en el ámbito del derecho laboral, de la política social o de la justicia
distributiva. La corrupción no es ajena a ese enorme poder, porque es un poder
esencialmente corruptor.
En parte debido a la
corrupción, los Estados modernos –incluso los más ricos y desarrollados–, con
abultados déficits y altos niveles de endeudamiento, afrontan un grave problema
de ingresos. Para aumentar el nivel de ingresos públicos hay cuatro grandes
estrategias. Una: combatir la corrupción con determinación y valentía. Dos:
aplicar medidas rigurosas de racionalización del gasto público, atacando la
redundancia disfuncional y el despilfarro. Hay todavía un largo recorrido para
la modernización del aparato de Estado según la lógica estricta de la
racionalidad medios-fines. Tres: desplegar una firme política fiscal que apunte
en la dirección de la justicia distributiva. La cuarta estrategia es el
crecimiento económico. El problema es que se habla del crecimiento económico
como variable independiente: todo parece estar en función del crecimiento, si
hay crecimiento hay soluciones, de lo contrario… Yo pienso que el crecimiento
económico tiene que ser la variable dependiente de un modelo de crecimiento o,
mejor dicho, de desarrollo. Y para construir un modelo sostenible y eficiente
de desarrollo, nuevamente, se necesita un Estado fuerte. Ésta es para mí la
verdadera variable independiente. El Estado, sin embargo, cada vez es más dé
bil, como modelizador económico y como equilibrador social, y se ha inhibido en
favor de las fuerzas ciegas del mercado y las no tan ciegas del capital. Una
prioridad absoluta es tener un Estado más fuerte pero más eficaz y musculado,
social, ecológica y económicamente bien orientado.
De todas formas, hay que
hacer una gran reflexión sobre el Estado. El Estado no puede ser un mero
sistema jurídico-administrativo más o menos eficiente y controlado, ni un mero
agente planificador y ejecutor de políticas públicas, también de políticas
económicas. Ni meramente una palanca de protección social. Además de todo eso,
el Estado tiene que formar parte de nuestras vidas, la ética pública tiene que
ser parte de la ética privada. Mi amigo Joaquín Miras no deja de insistir en
este punto, y con mucha razón. No habrá un Estado fuerte sin ciudadanos de
verdad, sin virtud cívica. El Estado ha sido colonizado –y corrompido– por los
intereses privados. Hay que descolonizar el Estado. Y, lo que viene a ser la
otra cara de la misma moneda, hay que des-idiotizar a la sociedad. No hay
Estado fuerte y eficaz sin la correspondiente sociedad civil tersa y activa.
G.Vitullo.Vos hacés referencia, en tus
libros, a la necesidad de volver a vincular a la izquierda con la libertad.
Considero que esta relación está bastante presente en Marx, en Rosa Luxemburgo
o en Antonio Gramsci pero no tanto en otros clásicos del marxismo. ¿Cuándo
creés que la izquierda empieza a olvidarse de la libertad como uno de sus
valores fundantes?
Andres de Francisco
Sí, fíjate que en un texto
ya clásico de Gerald Cohen, “Back to socialist basics” New Left Review, 1994),
donde propone sagazmente que aprendamos de la derecha porque la derecha supo
ser fiel a sus ideas originales, nos dice que las ideas de la izquierda son la
igualdad y la comunidad, y cede la idea de la libertad a la derecha. En Marx,
en Luxemburg, en Gramsci, la herencia revolucionaria francesa es demasiado
autoconsciente como para que se olvidaran de la libertad.
La guerra fría fue crucial
en este olvido. Gran parte de la izquierda –pese a su historial antifascista–
se alineó entonces con los regímenes comunistas, donde la libertad brillaba por
su ausencia: recuerda a Sartre, sin ir más lejos. Esto restó mucha credibilidad
a su discurso antiimperialista. Mientras tanto, la libertad y el pluralismo
quedaban del lado de las democracias occidentales. Pero no la libertad en un
sentido republicano-democrático robusto, sino en el sentido mínimo y formal del
liberalismo más chato. Como sabes bien, para el liberalismo, todos tenemos los
mismos derechos, al margen de nuestra riqueza y propiedad: podemos ser
declarados y tratados jurídicamente como libres aunque carezcamos de las bases
materiales de nuestra independencia real. Por su parte, la socialdemocracia
europea, renunciando a su pasado marxista y aún antes a su tradición
revolucionaria, abrazó el liberalismo progresista, esto es, igualitarista. Hizo
suya la concepción liberal de la libertad y convirtió a la igualdad en su
verdadera aportación distintiva. Cuidado, que el Estado de bienestar es una espléndida
construcción institucional, pero en el fondo sólo fue una fase efímera y local
de regulación del sistema capitalista en circunstancias excepcionales. Ahora se
está desmoronando y no volverá a tener el vigor de los años sesenta.
Daría la impresión,
entonces, dado que la izquierda, trágicamente, se olvidó de la libertad, que
cuando quiso recuperarla, lo hizo a partir de la visión que el liberalismo
ofrece de ella, una visión, sin dudas, muy acotada y muy sesgada… Y esto
configura un problema mayúsculo: nos tornamos tributarios de una concepción de
libertad que no es la nuestra…
Estoy de acuerdo. Por eso
fue tan importante el revival republicano del último tercio del siglo pasado y
su reivindicación de la antigua libertas; sobre todo, el libro de Pettit, de
1997, que permitió una reapropiación del ideal de la libertad por parte de la
izquierda.
G.Vitullo.En La mirada republicana
afirmás que en la modernidad hay un “constante pero intermitente impulso
democrático” (pp. 76-77), ¿de dónde vendría tal impulso? ¿En qué consiste?
Andres de Francisco
El impulso democrático
siempre viene de abajo: de los comunes. En las grandes revoluciones modernas,
la burguesía fue un agente democratizador. Y supo apoyarse en el pueblo llano
hasta que el pueblo llano reclamó también sus derechos. Y casi siempre,
también, la burguesía se escinde, y sus grandi –la gran burguesía (industrial y
financiera)– pactan con las viejas aristocracias y cierran el horizonte
democrático abierto inicialmente por la revolución. En esencia, esto fue 1688
(la Gloriosa) y el 18 Brumario. Las bases sociales de las democracias siempre
han sido las mismas: las clases trabajadoras, que en los procesos
revolucionarios han incluido a buena parte de la burguesía. Y el principal
obstáculo de la democracia real también ha sido siempre el mismo: la propiedad.
Y sobre todo, la gran propiedad. El impulso democrático consiste en incorporar
a esos comunes al espacio de libertad de la plena ciudadanía, incluirlos en la
praxis, hacerles copartícipes del gobierno del Estado, sujetos políticos. En el
fondo, democracia significa emancipar el mundo del trabajo, hacer que los que
se ganan la vida trabajando sean verdaderos ciudadanos y escapen a la
dominación.
G.Vitullo. Me gustaría que me
explicaras los motivos que te llevan a hablar de una gran tradición
republicana, definida por un tronco elitista y oligárquico, que contaría con
una especie de “primo pobre” democrático que compartiría buena parte de los
presupuestos y postulados del tronco común pero con la aspiración de
universalizarlos. ¿Por qué no podríamos hablar de una tradición democrática,
por derecho propio, diferente de la tradición republicana y diferente, también,
de la tradición liberal? En este diagrama busco representar el tipo de relación
que –si no estoy equivocado– vos establecés entre el republicanismo, el
liberalismo y la democracia. Y al lado presento un boceto de cómo yo veo la
interrelación entre estas tres tradiciones o concepciones políticas. ¿Qué
dirías?
Andres de Francisco.
No. Yo me siento
representado en el segundo diagrama de Venn, en el que lleva tu nombre en el
encabezamiento. En mis libros he defendido un republicanismo democrático en
diálogo con lo mejor de la tradición liberal. Me interesa especialmente el
punto de intersección de los tres círculos. Y ahora te respondo a lo de las
tradiciones.
La gran democracia ática de
los siglos V y IV a.C. fue una república, una gran república democrática. La
gran secuencia clásica fue de las aristocracias a las repúblicas pasando por
las tiranías. Los tiranos en el mundo antiguo –Pisístrasto, muy señaladamente–
cumplieron una función protodemocrática: dominar a las viejas aristocracias
buscando el apoyo del pueblo. Pero caídos los tiranos –los hijos de Pisístrato,
los pisistrátidas, por seguir con el ejemplo– lo que surgen son repúblicas. Y
aquí hay dos grandes opciones: la opción oligárquica y la opción democrática.
No me gusta hablar de una tradición democrática –frente a una tradición
republicana u otra liberal– primero, por lo que acabo de reseñar de la
secuencia histórica, que es una secuencia que se repite en el mundo moderno: el
absolutismo monárquico es derrotado revolucionariamente para construir
repúblicas, y siempre la tensión es la misma, repúblicas oligárquicas frente a
repúblicas democráticas. Piensa en la Gironda frente a la Montaña, en los
federalistas frente a los antifederalistas, en las dos grandes revoluciones
modernas. Pero hay otro motivo por el que no me gusta hablar de tradición
democrática a secas, a saber, porque para un demócrata tan importante es el
principio de soberanía popular como las restricciones constitucionales al
principio de soberanía popular. Pensemos en la cuestión de la voz y la palabra,
es decir, en el logos y en la deliberación. Como sabes, los antiguos llamaban a
la demokratia, indistintamente, isegoria: igualdad de palabra. Porque sin
palabra, sin derecho a la palabra, no eras, no eres, un verdadero ciudadano.
Pues bien, si en la democracia no se discute de verdad, si no hay reglas y
mecanismos y espacios procedimentalmente controlados para el debate y la reflexión,
la soberanía popular puede ser secuestrada por la demagogia, por los liderazgos
carismáticos, y la opinión pública puede hacerse banal, cerril y manipulable. O
pensemos en los mecanismos de dispersión del poder, tan necesarios para que la
soberanía popular no se convierta en una tiranía de mayorías. Sin rotación
efectiva, sin brevedad de mandatos, sin accountability real, las democracias se
transforman en oligarquías encubiertas legitimadas por el mismo principio de
soberanía popular a través de las elecciones periódicas. La gran democracia
ática tenía todos esos mecanismos– y otros muchos: el sorteo, por señalado caso
–de dispersión y equilibración pluralista del poder. No era una tiranía de
mayorías, que es la caricatura que la tradición republicana elitista y
oligárquica se ha empeñado en construir.
G.Vitullo.¿Dónde ubicarías a Hannah
Arendt, dentro del universo republicano?
Andres de Francisco.
H. Arendt es una pensadora
mayúscula del siglo XX. Vaya eso por delante. Creo, sin embargo, que reproduce
el mismo mito del hombre sobrepolitizado de la polis griega antigua que
Benjamin Constant pusiera de moda, pero poniéndolo en valor frente a la sociedad
masa de individuos atomizados y despolitizados del mundo moderno. Constant
reivindica la libertad de los modernos y Arendt la de los antiguos, pero ambos
comparten la misma exageración a la hora de describir la polis antigua, al
menos la ateniense. Los atenienses también tenían vida privada y placeres
privados, pequeños y grandes, y conflictos de intereses particulares. Y la
participación política estaba muy incentivada: el misthos, sin ir más lejos,
fue un incentivo económico que permitió que los trabajadores atenienses
participaran en la Asamblea y en el Gran Consejo y hasta en los tribunales
populares. Antes del misthos, los trabajadores asalariados, los que ganaban un
jornal (misthos), no podían asistir a la Asamblea y se autoexcluían de la
política. También hubo que incentivar a los ricos para que participaran. Por lo
tanto, el ámbito de la praxis no era un ámbito natural. La política está en la
naturaleza humana, pero hay que estimularla y nutrirla para que salga y se
desarrolle. Por otro lado, Arendt considera el problema del trabajo en el mundo
antiguo como un problema resuelto, políticamente resuelto, gracias a la
esclavitud. El mundo antiguo estaba dividido entre hombres libres y esclavos,
pero esa división no es la central para entender la dinámica política del mundo
antiguo. La división central se da entre los mismos libres, entre libres ricos
y libres pobres. La democracia es un régimen donde gobiernan los pobres
–aporoi– libres, es decir, los trabajadores asalariados: los teti, los
misthotoi, los nullatenendi. Y al no entrar en esa cuestión crucial, Arendt no
aprecia que el proyecto democrático es un proyecto de emancipación del mundo
del trabajo productivo. Tal vez eso mismo haga que Hannah Arendt no acompañe a
los revolucionarios franceses hasta su fase más radical y democrática, como si
esa fase –y la cuestión social que la reclama– fueran ajenas al auténtico
“espíritu revolucionario”, como si pudiera realmente alcanzarse
revolucionariamente la “libertad pública” sin atacar el problema de la propiedad
y su distribución. El republicanismo de Hannah Arendt es rico, culto e
intelectualmente refinado, como su obra entera; su mente es una mente sin duda
poderosa y profunda, y el suyo en absoluto es un republicanismo conservador
sino que es progresista, pero tiene bastantes ribetes elitistas y a menudo
adolece de idealismo.
G.Vitullo.¿Cuáles serían las
experiencias y autores más representativos del republicanismo democrático, del
republicanismo que no forma parte del tronco principal? Pienso en los
antifederalistas, en los jacobinos, en la Comuna de París, citados en tus
libros. ¿Qué otras experiencias agregarías?
Andres de Francisco
En realidad, autores
radicalmente democráticos no ha habido tantos. La izquierda aristotélica está
formada más bien por pensadores mesocráticos. Maquiavelo, por ejemplo, frente a
un Guicciardini, es demócrata por cuanto quiere hacer de los mezzani –los
oficiales de los gremios– la base social de la república. Lo mismo cabría decir
de Harrington. Rousseau no es tampoco un demócrata. De hecho, descarta la
democracia como una forma de gobierno sólo apta para un “pueblo de dioses”.
Jefferson, a su vez, mucho más demócrata que Madison o Hamilton o Adams, teme
como el que más a la canalla industrial, es decir, al proletariado, y aspira a
una democracia de pequeños propietarios con fuerte impronta rural. En eso está
en línea con los antifederalistas. Hay que esperar al igualitarismo radical
posrevolucionario y socialista de la era moderna para que el pensamiento
político se tome en serio la integración real en la praxis del mundo del
trabajo, que es un mundo de gentes desposeídas de sus medios de vida, que
tienen que trabajar a cambio de un salario para vivir.
¿Experiencias? Aparte de la
Comuna de París, que citas tú, ha habido experiencias democráticas radicales
anteriormente. La principal, la mayúscula, la gran experiencia democrática, y
la más duradera, heroica y creativa, fue la ateniense. Hay tanto que aprender
de ella… En Rodas también hubo una gran democracia en el mundo antiguo, pero es
menos conocida. Luego ha habido experiencias varias, pero más efímeras. Durante
la Edad Media, en el siglo XIV, tanto en Flandes como en Italia hubo momentos
en que los sottoposti se hicieron con el poder e impusieron regímenes
democráticos radicales. En Florencia con la revolución de los ciompi; en Brujas
tras los Maitines. Incluso antes de que los temibles tejedores y bataneros
cobraran protagonismo político, muchas ciudades medievales, con su estructura
gremial, su derecho civil y sus magistraturas electivas (y muchas sorteadas),
eran comunas muy democráticamente organizadas. El gran Pirenne llegó a hablar
de socialismo municipal como la gran aportación de la economía política
medieval. En la era moderna, sobre todo, ha habido democracia radical en
determinadas fases de los procesos revolucionarios. Pero fue siempre vencida
por los Thermidores de turno. El mundo moderno y contemporáneo no ha sido capaz
de estabilizar ninguna democracia radical, obrera. Lo más que ha dado de sí es
el gobierno representativo de corte liberal, es decir, con sistemas de
distribución del poder bastante sesgados a favor de las élites y mucho menos
pluralistas de lo que durante mucho tiempo los defensores del pluralismo
liberal pensaron. Hasta Robert Dahl terminó reconociendo, ya en los años setenta,
que las “democracias capitalistas” del mundo contemporáneo socavan los valores
del pluralismo.
G.Vitullo.Además de Holmes y Sunstein
o vos mismo, ¿conocés otros autores que contribuyan con el cuestionamiento a la
nociva y a todas luces errónea distinción entre derechos negativos y positivos,
tan cara al pensamiento liberal y tan presente en figuras como Benjamin
Constant, Fustel De Coulanges o, ya en el siglo XX, Isaiah Berlin? En una
batalla a fondo contra la visión de mundo liberal, pienso que esta distinción
debería ser objeto de una crítica implacable y permanente…
Andres de Francisco
Bueno, han sido ellos los
que hicieron saltar por los aires la clásica distinción entre derechos
negativos y positivos. En realidad, Sunstein y Holmes correctamente ciñen su
discusión a los derechos legalmente establecidos: legally enforced rights. Y,
en efecto, todos estos derechos –por supuesto, también los negativos–
presuponen un Estado capaz de hacerlos valer y de imponer un remedio a su
posible violación. Desde este punto de vista, todos los derechos son positivos,
todos implican un sistema legal respaldado por un aparato estatal capaz de
administrar justicia, ejecutar sentencias, y perseguir y sancionar el delito.
Sin ese aparato de Estado –que es costoso– los derechos serían papel mojado. En
realidad, desde la misma perspectiva de Sunstein y Holmes, todos los derechos
de libertad (liberty rights) podrían considerarse derechos exigibles (claim
rights). Este libro de Sunstein y Holmes –The Costs of Rights– es una
contribución mayúscula que ha hecho bajar a tierra firme la discusión
filosófica sobre los derechos y ha desmontado buena cantidad de prejuicios
ideológicos emboscados en la distinción entre derechos negativos y positivos.
G.Vitullo.¿Sería concebible una
democracia no liberal? Algunos contemporáneos, de clara raíz conservadora,
alertan sobre los peligros que representaría para la libertad una democracia
iliberal (por ejemplo, Fareed Zakaria, hijo pródigo de la politología
dominante). Desde una orientación de izquierda, al contrario, ¿no podríamos
aspirar a la edificación de una democracia no liberal, una democracia que se
deshaga de la pesada carga que significa el liberalismo? O dicho de otro modo:
¿Considerás que derechos fundamentales y libertades individuales podrían
existir y prosperar fuera de los marcos del liberalismo? ¿Tiene sentido seguir
rindiendo pleitesía a los liberales por derechos y libertades para cuya
conquista ellos no sólo no han colaborado sino que, en muchos casos, al
contrario, han sido un gran obstáculo? ¿O la hegemonía ideológica del
liberalismo es tan fuerte que el costo a pagar por cuestionarla sería demasiado
elevado?
Andres de Francisco
Yo no concibo una democracia
iliberal o no liberal. Una democracia sin derechos individuales es una
aberración. Pero el problema no está ahí. El verdadero problema está en si
incluimos –y cómo– el derecho de propiedad privada como un derecho individual
absoluto e inalienable. Esta es la gran cuestión. El liberalismo político de
Rawls, por ejemplo, no incluye ese derecho entre las libertades básicas. Por lo
tanto, el Estado tiene capacidad para regularlo y subordinarlo a otros derechos
fundamentales, como el derecho a la existencia de todos los ciudadanos. El
republicanismo democrático propone una concepción social-republicana de la
propiedad que introduzca límites –a la acumulabilidad y a la enajenabilidad– de
determinados bienes cívico-constituyentes, cuales son la vivienda, el capital,
la tierra y hasta el factor trabajo. Es decir, todos los bienes implicados en
la realización material del derecho a la existencia, y que el capitalismo ha
mercantilizado. Una desmercantilización de esos bienes supondría una
transformación radical de la organización social. Y yo creo que una sociedad
así sería bastante más liberal que la actual, que asigna derechos prácticamente
irrestrictos de propiedad de los medios de producción. Porque lo que cercena
verdaderamente los derechos individuales es la vulnerabilidad y la dependencia.
Y un mundo donde los medios de vida están tan extensa y profundamente
mercantilizados es un mundo donde una gran mayoría de la población vive a la
intemperie laboral, sometida a la incertidumbre y la precariedad.
Por lo demás, Gabriel, yo
tengo mucho respeto por la tradición liberal. En ella hay mentes maravillosas
como las de John Stuart Mill, John Dewey o John Rawls. Y hay en la democracia
un lado oscuro –y peligros serios– para los que el mejor liberalismo es sin
duda un antídoto necesario. El On liberty de Stuart Mill, es una lectura
imprescindible, y tiene páginas que habría que grabarse en el alma.
G.Vitullo.Entiendo tus argumentos,
pero me cuesta concordar con ellos… No veo cómo, por ejemplo, podríamos
desvincular al liberalismo de la defensa de la propiedad privada. Así como no
me convence esto de tener que asociar los derechos individuales necesariamente
a la tradición liberal… Acaso, ¿no podríamos pensar, históricamente, en el
desarrollo y expansión de los derechos individuales más allá de los estrechos
límites que impone el liberalismo? Recién mencionabas el “derecho a la
existencia”, como un derecho fundamental, que yo sepa, no fue precisamente la
tradición liberal la que ha bregado por él… La consagración del “derecho a la
existencia” como derecho clave para una sociedad democrática vendría del
jacobinismo, y más concretamente de Robespierre, una figura execrada por la
historiografía dominante… Y en cuanto a Stuart Mill, sin duda es una figura que
despierta más simpatías que un Benjamin Constant o incluso que un Tocqueville.
Sin embargo, debemos a él, la defensa del voto plural, por ejemplo. ¿Qué dirías?
Andres de Francisco
La propiedad ha sido –y es–
el elemento central sobre el que ha gravitado la política y la teoría del
Estado. Lo es en Locke, en Rousseau, en Marx. En el caso de los liberales
doctrinarios de principios del XIX, y del parlamentarismo burgués estudiado por
Carl Schmitt, lo decisivo para ser ciudadano de pleno derecho es la propiedad y
la riqueza. Ya Constant diferenciaba entre les hommes riches y les individues
pauvres, y tenía claro que el Estado pertenecía a los primeros. Toda la teoría
–muy republicana, por cierto– de los intereses permanentes arraigados en la
propiedad establecía un vínculo indisoluble entre propiedad y ciudadanía. El
grueso del republicanismo histórico es fuertemente propietarista. Marx y el
socialismo también lo son, sólo que el modo de propiedad en la sociedad
socialista es la propiedad colectiva de los medios de vida. Y así, el derecho a
la existencia en el socialismo está ligado a la obligación de trabajar sobre la
base de un derecho garantizado al trabajo en un contexto de socialización de la
producción. En realidad, lo que hace el liberalismo finalmente es desvincular
derechos individuales de la propiedad efectiva poseída por el individuo, de tal
modo que se puede ser ciudadano sin ser propietario; de tal modo también que se
produce la paradoja de que el rico y el pobre tienen los mismos derechos –
formales–, pero no las mismas libertades reales. Este es, a mi entender, el
principal problema del liberalismo.
Sobre todo cuando construye
el derecho de propiedad privada como un derecho fundamental y prácticamente
irrestricto. Pero esa construcción no está en el ADN del liberalismo. Rawls es
muy liberal, ya lo dije antes, y no acepta ese derecho como un derecho
fundamental. Un Estado liberal avanzado puede establecer límites y restricciones
a ese derecho. Porque, en realidad, detrás de la propiedad está la apropiación.
Y si pensamos –como gran parte del pensamiento político– que antes de las
apropiaciones individuales todo era común, hay que hilar muy fino para
justificar la historia de las apropiaciones y, el que más y el que menos, desde
Locke, ha puesto condiciones para que una apropiación se considerara justa.
Mutatis mutandis, podrían justificarse expropiaciones en la mera justicia
conmutativa; no digamos ya en la distributiva.
Sobre el voto plural en
Mill, ¿qué diría? Pues básicamente que Mill sucumbe aquí al elitismo cognitivo,
a los cantos de sirena de la aristocracia del conocimiento, a la creencia de
que las minorías ilustradas tienen una mayor inteligencia de lo que es el bien
común y una más limpia voluntad de perseguirlo. Yo no estoy nada de acuerdo con
esas ideas, basadas en un prejuicio que cabría remontar a Platón. Prefiero a
Jefferson, quien decía que “si consideramos que [el pueblo] no es lo bastante
ilustrado como para ejercer su control [sobre el poder político] con absoluta
discreción, el remedio no está en quitárselo sino en informar su discreción
mediante la educación”. Y a otros liberales que, como John Dewey o Robert Dahl,
han argumentado brillantemente contra la sobreponderación política del
conocimiento experto. Un discípulo destacado de Dahl, James Fishkin, ha
demostrado a las claras con sus encuestas deliberativas que una democracia con
más debate genuino, con más palabra, es una democracia más ilustrada y competente.
La deliberación logra que la gente supere sus prejuicios simplemente porque la
libera de la ignorancia y le permite pensar en compañía del otro, poniéndose en
el lugar del otro, empatizando, comprendiendo. Es así como se pueden alcanzar
consensos razonables, una idea de bien público inclusiva y democrática. No
excluyendo a los supuestos “ignorantes”.
Ahora bien, si Mill
levantara la cabeza, lo que vería no es un programa generalizado de ilustración
popular, sino mucha ignorancia y mucha manipulación llevada a cabo por las
élites y por los grandes consorcios de la comunicación de masas. La solución correcta
no es la de Mill, pero el problema que provoca en Mill una respuesta incorrecta
está ahí.
G.Vitullo.Una figura que despierta
admiración en diversas corrientes del pensamiento político, como Norberto
Bobbio, sostiene en su libro El futuro de la democracia (1996) que “El Estado
liberal y el Estado democrático son interdependientes en dos formas: 1) en la
línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son
necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático;
2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el
sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la
existencia y la persistencia de las libertades fundamentales. En otras
palabras: es improbable que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto
funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco probable que un
Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales. La
prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal
y el Estado democrático cuando caen, caen juntos” (pp. 26-27). ¿Qué opinión te
merece este párrafo? Yo, particularmente, soy muy crítico de Bobbio y del papel
que este desempeñó como gran legitimador del maridaje (forzado y muy desigual)
entre la democracia y el liberalismo…
Andres de Francisco
Bueno, el párrafo define
bien una de las ideas centrales del pensamiento de Bobbio. Bobbio es un
escritor claro y didáctico, pero me parece un pensador poco profundo y dado a
las componendas. Al leerlo, uno no tarda en descubrir las abstracciones y los
formalismos detrás de los cuales Bobbio esconde las cuestiones centrales. La
democracia no es y nunca ha sido un mero conjunto de reglas y procedimientos
aderezado con determinados valores como la igualdad. Ha sido un régimen político
con una base social insoslayable y con una cuestión social –el empoderamiento
de la población trabajadora, o de los comunes, o de la plebe– inseparable de
sus procedimientos, normas y diseño constitucional. Una democracia fuerte tiene
mecanismos y procedimientos, reglas, normas y valores, pero son distintos de
los de una democracia débil. Propiamente dicha, la democracia siempre ha sido
democracia social, o de lo contrario ha sido una oligarquía de facto disfrazada
de gobierno popular, una oligarquía isonómica. Yo también creo que sin derechos
civiles no hay auténtica democracia, pero esos derechos tienen que sustanciarse
democráticamente. No vale con imprimirlos en una Constitución. Hay que
sustanciarlos. Y eso reclama –sólo los derechos civiles – un importante
desarrollo social del Estado, como veíamos antes al discutir la aportación de
Sunstein y Holmes. Imagínate si afrontamos la cuestión de la justicia
distributiva y de la igualdad de ingresos y riqueza…
G.Vitullo.Siguiendo con el liberalismo
y retomando lo que decía anteriormente acerca de la fuerza que esta orientación
ha conquistado en el mundo contemporáneo, un ejemplo podría ser el del uso del
adjetivo “liberal” como algo eminentemente positivo, que se usa para calificar
a sujetos (individuos o colectivos) abiertos, modernos, progresistas tolerantes
con los usos y costumbres ajenas… ¿Qué opinás?
Andres de Francisco
Como sabes, en su sentido
político el concepto “liberal” viene de nuestros constituyentes de Cádiz. Y
designaba a aquellos diputados que en 1812 luchaban por la libertad y contra el
despotismo del antiguo régimen. Este es un gran sentido positivo del término
“liberal”. También me parece positivo cuando se refiere a tolerante, pluralista
y respetuoso de la diferencia. Yo reivindico ese “liberalismo” y hasta el liberalismo
que desconfía del Estado como aparato potencialmente despótico. Yo quiero un
Estado fuerte, pero sólo acepto la fortaleza del Estado en la medida en que va
acompañada de la correspondiente fortaleza de los sistemas de control del poder
estatal. Los republicanos democráticos podemos ser, en estos sentidos, muy
liberales. De lo contrario, podríamos ser tildados de sectarios, totalitarios,
colectivistas, intolerantes y qué se yo qué más.
G.Vitullo.¿Y esta connotación positiva
de la palabra “liberal” llevaría a explicar, por ejemplo, que una figura de la
talla de Perry Anderson, en el intercambio epistolar que mantuviera con Bobbio,
haya dicho que no vería con malos ojos la idea de un “socialismo liberal”?
Andres de Francisco
Sí, siempre y cuando el
socialismo fuera socialista. Quiero decir: si el derecho de propiedad privada
sobre bienes fundamentales está adecuadamente restringido (su acumulabilidad y
su enajenabilidad), si se promueve adecuadamente la democracia industrial y el
cooperativismo, si se combate políticamente la vulnerabilidad económica, si se
redistribuye adecuada y equitativamente la riqueza (el capital, la tierra, el
trabajo), si se desmercantilizan adecuadamente bienes y servicios esenciales
(desde la energía a la vivienda, desde la sanidad a la educación), entonces
podemos hablar sin problemas de un socialismo liberal de mercado, respetuoso
con la pluralidad de concepciones privadas del bien y garante de los derechos y
las libertades individuales. Aunque eso no sería suficiente: siempre habría que
retomar la gran cuestión de la ética pública, la virtud cívica y la vita
activa, cosas en las que ha insistido la tradición republicana y que la liberal
ha dejado de lado.
G.Vitullo.Y ahora yendo a un autor muy
elogiado en tus libros, John Rawls: ¿es un liberal, un demócrata republicano o
ambas cosas a la vez? En cierto momento sostenés (refiriéndote a Rawls) que
“Cuanto más se distancia el liberalismo económico, guiado por un ideal robusto
de ciudadanía, tanto más necesario se hace interpretarlo en clave
republicano-democrática” (La mirada republicana, p. 169). ¿Por qué entonces
Rawls habrá elegido autointitularse como liberal?
Andres de Francisco
Dediqué un capítulo de
Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano a interpretar a Rawls en clave
republicana. Hay algunas tensiones pero creo que la interpretación era
esencialmente correcta. La publiqué en el Journal of Political Philosophy, y
nadie la ha puesto en cuestión. El propio Rawls dice explícitamente que su
liberalismo político está en línea con el republicanismo cívico clásico. Es un
pensador muy, muy profundo. Y muy de izquierdas, como bien saben en Estados
Unidos. De hecho, está a la izquierda de la socialdemocracia europea de
posguerra. En la mejor tradición jeffersoniana, Rawls cree que una democracia
de propietarios (a property-owning democracy) sería la estructura social básica
que mejor cumpliría sus exigentes principios de justicia social. Es un liberal
en el sentido de que da primacía al principio de igual libertad, que regula la
distribución de las libertades individuales básicas como un bien primario
innegociable.
G.Vitullo.¿En esta línea, él sería así
exponente de un liberalismo democrático o igualitario? ¿Existe tal cosa? ¿En tu
opinión, qué otros autores podrían compartir este rótulo?
Andres de Francisco
Hay muchísimos que se
describirían a sí mismos como liberales igualitaristas. Desde Rawls y Dworkin
hasta Kymlicka o Brian Barry. Prácticamente todo el liberalismo político no
nozickiano es igualitarista. La socialdemocracia europea – o lo que queda de
ella– se sentiría cómoda también en ese marco conceptual.
G.Vitullo.En tu análisis de la obra
rawlsiana me pareció percibir una defensa de la separación entre liberalismo
político y liberalismo económico o liberismo. ¿Realmente creés que sería
posible una separación tan tajante entre estas dos vertientes del liberalismo?
Andres de Francisco
El liberalismo político de
Rawls no tiene nada que ver con el principio del laisser faire, laisser passer,
que es el fundamento del liberalismo económico. Rawls entiende la buena
sociedad como un sistema de cooperación, y el liberalismo económico la entiende
como un sistema de competición universal. Rawls piensa que la sostenibilidad de
una sociedad justa pasa por el ejercicio de la virtud cívica, el liberalismo
económico cree en la mano invisible del mercado. No sólo son cosas distintas.
Son filosofías opuestas. El liberalismo económico –o liberismo– contradice al
liberalismo político rawlsiano.
G.Vitullo.Otro tema que me interesa
muy especialmente: la división de poderes. En varios momentos de Ciudadanía y
democracia y de La mirada republicana defendés la importancia que la división
de poderes tiene como antídoto contra el despotismo. Sin embargo, vos mismo
reconocés el origen claramente oligárquico o elitista de este principio.
¿Entendés que habría forma de librarse de esa marca de origen conservadora,
antipopular, y articular una división de poderes radicalmente democrática? ¿Y
qué opinás, entonces, de Marx, cuando cuestiona la teoría de la división de
poderes y defiende, contrariamente, la fusión de los poderes legislativo y
ejecutivo?
Andres de Francisco
La división o separación de
poderes es un tema complejo y amplio. Para empezar, no sólo se reduce o ciñe a
la separación entre los tres grandes poderes del Estado –ejecutivo, legislativo
y judicial–, sino que abarca también la separación de poderes en la
organización territorial del Estado, por ejemplo, entre el poder local o
municipal y el poder central. Además, la división no sólo es sincrónica y
espacial, también es diacrónica y temporal. En mis libros defiendo la
importancia de los mecanismos de división diacrónica del poder –rotación
obligatoria, brevedad de mandatos, incluso la revocabilidad de los cargos– por
considerarlos herramientas básicas del desarrollo institucional de las
democracias fuertes. Esto en cuanto a la extensión de la problemática de la
separación de poderes.
En cuanto a su complejidad,
veamos. Yo creo que la esencia del absolutismo o el despotismo es la
concentración de poderes en una mano o en muy pocas manos, de tal modo que el
tirano dicta la ley y no está sujeto a ella, está legibus solutus. La máxima imperial
recogida por Ulpiano y trasladada al Digesto reza así: “Quod principi placuit
legis habet vigorem”, fórmula que en vísperas de la revolución francesa se
expresaba de este modo: “Qui veut le roi, si veut la loi”. De hecho, la
doctrina de la separación de poderes se gesta en la lucha histórica –tantas
veces revolucionaria– contra el antiguo régimen, contra las monarquías
absolutistas. La lucha entre el parlamento y la corte (en Inglaterra es muy
clara y muy fácil de seguir) es la lucha entre el ejecutivo y el legislativo
–el court party frente al country party–, lucha en la que la prerrogativa real
va perdiendo aliento hasta que el parlamento acumula un poder creciente y
consigue, entre otras cosas, que los ministros sean responsables, no ante el
rey, sino ante el parlamento mismo. Como se sabe, Montesquieu señala a la
constitución inglesa como paradigma de la división de poderes y, a través de
Montesquieu, la idea pasa a los constituyentes franceses, que la plasman como
principio constitucional central. Ahora bien, Duguit tenía razón en que la
separación total de los poderes del Estado es una quimera. Es un principio
abstracto cuya concreción institucional pasa por establecer las relaciones
entre los poderes buscando determinados equilibrios, equilibrios de “frenos y
contrapesos”. Gran parte de la variabilidad constitucional histórica radica en
la variabilidad de esas concreciones.
Yo me atrevería a decir que,
en el mundo contemporáneo, la tendencia general es hacia una hipertrofia de los
ejecutivos frente a los legislativos, es decir, hacia una división muy
desequilibrada del poder del Estado. En el caso europeo, esto es evidente. La
llamada troika forma un verdadero superejecutivo sobreimpuesto al parlamento
europeo y, por extensión, a toda la población europea. En América latina, con
su tradición caudillista y su fuerte presidencialismo, como sabes, también hay
una hipertrofia del poder ejecutivo.
Yo pienso que el poder
ejecutivo debe ser permanentemente responsable ante, y controlable por, la
asamblea de los representantes. En democracia, me parece un poder delegado.
Tiene que ejecutar las leyes y, como mucho, tener iniciativa legislativa, como
hacía la Boulé en la democracia ateniense. No debe haber restos
monárquico-absolutistas en la democracia o herencias “bismarckianas”, por
decirlo con Weber, con burocracias titánicas y parlamentos menores de edad.
Esto es lo que creo que aplaude Marx en la Comuna de París, que el ejecutivo
sea una emanación delegada de la gran Asamblea con mandato imperativo y en condición
de permanente revocabilidad. Pero Marx insiste sobre todo en la democratización
de los poderes públicos y en la eliminación-superación del aparato represivo y
burocrático de un Estado corrupto –el del Segundo Imperio– que sólo defendía
los intereses de una minoría social adinerada y mantenía al pueblo en una
condición de miseria y opresión. Por ejemplo, subraya que en la gran Comuna de
París todos los magistrados deben ser cargos electos y revocables. ¡Ojo,
también los jueces! Y aquí Marx plantea directamente la cuestión del poder
judicial.
A diferencia del ejecutivo,
en mi opinión, el poder judicial tiene que ser un poder independiente. La salud
del principio del imperio de la ley depende de esa independencia. Si la ley –y
su aplicación– es verdaderamente universal, el poder judicial tiene que hacerla
valer con la máxima independencia, caiga quien caiga. Y si hablamos del
tribunal constitucional, exactamente lo mismo. Sin embargo, no estoy seguro de
que la permanente revocabilidad y la elegibilidad de los jueces sea la mejor
manera de garantizar esa independencia. Sospecho que no. Porque, ¿quién revoca
a un juez y por qué, quién garantiza que el procedimiento se ajusta a la ley,
quién formaría los tribunales o comités de revocación, cómo se controlarían,
etc.? Tampoco estoy seguro de si la elección periódica de los jueces
garantizaría su independencia, y no digamos ya su competencia profesional.
En cualquier caso, la
división de poderes no resuelve el problema político de fondo de esos mismos
poderes. Por ejemplo, si el poder judicial –como tantas veces ha ocurrido en la
historia– se convierte en refugio de las fuerzas más conservadoras de la
sociedad, no es un problema de la división de poderes. El problema es que no es
un poder independiente sino que está sesgado, y esto tiene causas
extrajudiciales y extraconstitucionales, es decir, se debe a factores sociales,
psicosociales y económicos, a la socialización de los propios jueces, a su
educación moral. A Jefferson le preocupaba el exceso de independencia del poder
judicial, y sabía que los jueces eran hombres de carne y hueso y, por tanto,
influenciables, corruptibles y dados al prejuicio y al sesgo ideológico. Por
eso me parece muy importante la audaz medida de la Comuna de París, que tanto
elogia Marx: la austera remuneración de los funcionarios. La Comuna, en efecto,
decidió igualar el sueldo de los funcionarios, magistrados y jueces con el de
los trabajadores y fijar un salario máximo de 6.000 francos para todo
funcionario. Si, por vía de los salarios y las prebendas y el estatus, una
sociedad consiente en que sus jueces, altos funcionarios y cargos públicos
consideren que pertenecen a la élite, su administración de la cosa pública
–también de la justicia– sufrirá un sesgo clasista. Se codearán con la élite y
serán seducidos por ella. Si yo fuera un gran industrial o un gran empresario o
un gran financiero, me gustaría tener a jueces entre los invitados a mi mesa,
quisiera que estuvieran bien pagados y vivieran en barrios distinguidos de la
ciudad. Quisiera sentirlos lejos del pueblo, física, psicológica y
emocionalmente. Sería una buena forma de que no fueran independientes. Y lo
mismo diría del alto funcionariado y de los representantes políticos.
G.Vitullo.¿Jiménez de Asúa podría ser
visto como exponente de un republicanismo democrático no liberal o a-liberal?
¿Y qué dirías de su posición contraria a la división de poderes, al estilo de
Montesquieu?
Andres de Francisco
No, no. En su célebre
discurso de agosto de 1931 en el que presenta ante las cortes el proyecto de
Constitución de la II República, él defiende una carta de derechos individuales
como garantía de los ciudadanos contra los ataques del poder ejecutivo. Lo dice
así. En este sentido es un liberal, lo es en el mejor sentido. Está en contra
–y por muy buenas razones– del bicameralismo. Por razones de fundamento
democrático, pero también por razones técnicas, pues las divisiones dentro del
parlamento entre Senado y Congreso podrían favorecer la preponderancia del
poder ejecutivo, de un poder ejecutivo –como él dice– “acometedor”. Aquí, sin
duda se aleja de Montesquieu, como yo mismo, pues el barón francés pedía una
cámara alta hereditaria para la nobleza y una cámara baja electiva y
representativa. Pero mantiene la división de los tres grandes poderes. Él
defiende un sistema parlamentario, no un sistema presidencialista, que sin
embargo realice la síntesis entre presidencialismo fuerte y presidencialismo
débil, precisamente porque no quiere un ejecutivo acometedor sino controlado.
Por eso defiende la existencia de una comisión parlamentaria permanente, como
mecanismo de control del ejecutivo. Y respecto del poder judicial, lo quiere
independiente y fuerte. Está en la órbita de la doctrina de la división de
poderes en el sentido de Montesquieu, pero a la vez va más allá de Montesquieu,
por cuanto busca equilibrios que lleven sangre democrática transfundida –el
término es de Asúa– en sus venas.
G.Vitullo.Otra cuestión: ¿cómo
imaginás un mercado no capitalista? ¿Cómo sería?
Andres de Francisco
Primero, como un espacio
fuertemente restringido y reglado, con diversos bienes esenciales
desmercantilizados: vivienda, sanidad, educación… Segundo, un espacio con
fuertes restricciones a la enajenabilidad y la acumulabilidad de los
principales medios de producción –tierra y capital–, como ya expliqué más
arriba. Esto fijaría un núcleo duro de derechos de existencia y evitaría la
concentración de la riqueza. Tercero: un espacio en el que predominaría una
forma de organización de la producción, la empresa cooperativa y
autogestionada. Esto es decisivo para trascender el modelo capitalista de
producción. Cuarto: se recuperarían los monopolios estatales sobre sectores
estratégicos de la economía: energía, finanzas, comunicación, etc. Quinto:
tendría que ser un mercado eficiente y verdaderamente descentralizado, libre de
oligopolios. Es decir: monopolios estatales más mercados competitivos de bienes
y servicios. Todo esto implica una fuerte intervención estatal. Hoy sabemos que
un mercado realmente competitivo tiene costes transaccionales y problemas de
agencia que sólo se pueden resolver con ayuda del Estado. El mercado cumple
funciones computacionales y resuelve problemas de información mejor que
cualquier agencia central de planificación dotada de las mejores computadoras.
Esto hace que el mercado sea imprescindible para la asignación y distribución
de bienes y servicios en toda economía compleja. Pero tiene fallos y
limitaciones: externalidades negativas, asimetrías informativas, riesgos
morales, etc., y hay que ayudarlo mucho políticamente –desde el Estado– para
que sea eficiente y competitivo, que es los que todos pedimos al mercado.
Sexto: una economía socialista de mercado tendría que vigilar las disparidades
de ingresos. En su ya clásica aportación, Alec Nove (Economía del socialismo
factible), las contenía en la proporción de uno a cinco. En fin, un socialismo
de mercado se basaría en una concepción social-republicana de la propiedad y
tendría poderosos mecanismos de acción pública para restringir, corregir y
orientar a los mercados, con un conjunto bien definido de bienes y servicios
totalmente desmercantilizados.
G.Vitullo.Por último, no quisiera
dejar pasar la oportunidad de preguntarte por las tesis de Guy Standing, dado
que fuiste vos quien tradujo su último libro –Precariado: una carta de derechos
(Madrid: Capitán Swing, 2014)– al castellano y venís desarrollando una gran
tarea de divulgación de su obra. ¿Cómo podríamos vincular todo lo que venimos
charlando hasta aquí con el análisis que Standing ofrece de las sociedades
capitalistas contemporáneas? ¿Cuáles serían sus principales contribuciones para
un proyecto republicano-democrático?
Andres de Francisco
Sí, me parece un autor muy
recomendable, y fue un honor traducirlo. Creo que Guy Standing hace uno de los
mejores análisis de la globalización grancapitalista desde la óptica de la
economía del trabajo. El precariado es un fenómeno no sólo de extraordinaria
gravedad sino de alcance global. Es el principal indicador de la quiebra de un
proyecto civilizatorio basado en los derechos humanos y en el ideal de
ciudadanía. Designa a una enorme masa heterogénea de gente que vive cada vez
más a la intemperie laboral y social, con cada vez menos derechos, cada vez más
vulnerable, insegura y explotada. En sí mismo, el precariado es la prueba de
que el capitalismo –en un movimiento pendular gigantesco– está volviendo a su
polo manchesteriano decimonónico pero a escala mundial. Todo proyecto
republicano-democrático de transformación social debería empezar por acometer
el problema de cómo devolver la dignidad cívica a esas masas de personas que
sobreviven con dificultad en los sótanos subciviles de nuestras sociedades. Y
¡ojo! no nos son ajenas, son nuestras gentes: ya cualquiera de nosotros tiene
un hijo, un sobrino, un vecino, un amigo en el precariado o cerca de él. Y
mientras avanza por doquier esta clase “peligrosa”, nuestras sociedades van
perdiendo la empatía, la compasión, la justicia y la equidad. Y el Estado, cada
vez más sometido a poderosos intereses económicos sin patria, se especializa en
perseguir, estigmatizar y castigar a los grupos más vulnerables y más
necesitados de las prestaciones que sólo un Estado social puede suministrar.
Por el camino van quedando los restos de la destrucción de los “comunes”, los
espacios comunes, los bienes comunes –la educación, la sanidad, las mismas
leyes generales, los derechos universales– los recursos comunes, todos los
cuales se privatizan, se mercantilizan, a mayor gloria de las cuentas
corrientes de grupos privados que se creen la sal de la tierra y se adueñan del
mundo.
Entre las muchas cosas que
reivindica Guy Standing –su carta de derechos incorpora 29 propuestas
concretas– está la recuperación de la voz para toda esa población sometida.
Nada hay más democrático y republicano que la voz. Sería un buen comienzo, ¿no
crees?
¡G.Vitullo.Muchas gracias, Andrés, por
tu generosidad! He aprendido mucho con tus respuestas y estoy seguro de que los
lectores también lo harán. Con tus refinadas y sólidas razones, me llevás a
repensar muchas cosas. Me motivás a buscar nuevos argumentos que sigan
alimentando el debate y enriquezcan mis reflexiones sobre las difíciles
relaciones entre la democracia y el liberalismo, tema que, como bien sabés,
viene ocupando particularmente mi atención en estos últimos tiempos. Sería
formidable poder repetir la experiencia más adelante...
Andres de Francisco
Muchas gracias, Gabriel, por
tu invitación y por la oportunidad brindada de conversar juntos. Ha sido un
enorme estímulo y un verdadero placer. Planteaste grandes cuestiones; ojalá que
mis respuestas sean de alguna utilidad al que se acerque a esta conversación.
(*)Gabriel E. Vitullo.
Doctor en Ciencia Política y Profesor de la Universidade Federal do Rio Grande
do Norte (Brasil). gvitullo@hotmail.com
Fuente . Rebelion.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=197714ente. .
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