Francois
–Noel Babeuf
“Le
tribun du peuble””.-21 noviembre 1795
Me
dices estar de acuerdo conmigo sobre la cuestión de fondo
acerca del famoso derecho de propiedad. Convienes conmigo sobre la ilegitimidad
de ese derecho. Afirmas que es una de las invenciones del error humano más
deplorables. Reconoces también que de ahí se derivan todos los vicios, la pasiones
los crímenes y los males de todo tipo para el género humano. Pues bien, cuando al
pueblo se le ilustra, se le hace capaz
de comprender y de estar dispuesto a hacer suya con ahínco esta preciosa evidencia: que la tierra no es de nadie y sus frutos de todos, cuando Antonell , que allí se encuentra, le dice además que un estado de comunidad es el único justo, el único bueno, que fuera de esa situación no puede existir ninguna sociedad pacifica posible realmente feliz, no veo porque, ese pueblo que desea necesariamente su propio bien , que quiere por lo tanto lo que es justo y bueno, no puede ser conducido a pronunciar un juramento solemne de querer vivir únicamente en esa sociedad pacífica y feliz. Por mucho que se diga que los excesos y los abusos del derecho de propiedad son ya inevitables, por mucho que se diga que esta institución fatal ya tiene unas raíces profundísimas, me parece, que , por el contrario, cuando pierde la mayoría de sus apoyos el árbol es más fácil de desarraigar. Las raíces del árbol de la propiedad privada no son inexpugnables. Los desposeídos se darán cuenta y reconocerán una gran verdad. Que los frutos son de todos y la tierra de nadie, que nos hemos perdido por hacer caído en un gran engaño, que la mayor parte de los ciudadanos somos esclavos y victimas de la opresiones una minoría. Que es más que absurdo no liberarnos de ese yugo, y de no adherirnos a un sistema de asociación, único justo, bueno y conforme a naturaleza. Fuera del cual no puede darse sociedad ni feliz ni pacífica.
de comprender y de estar dispuesto a hacer suya con ahínco esta preciosa evidencia: que la tierra no es de nadie y sus frutos de todos, cuando Antonell , que allí se encuentra, le dice además que un estado de comunidad es el único justo, el único bueno, que fuera de esa situación no puede existir ninguna sociedad pacifica posible realmente feliz, no veo porque, ese pueblo que desea necesariamente su propio bien , que quiere por lo tanto lo que es justo y bueno, no puede ser conducido a pronunciar un juramento solemne de querer vivir únicamente en esa sociedad pacífica y feliz. Por mucho que se diga que los excesos y los abusos del derecho de propiedad son ya inevitables, por mucho que se diga que esta institución fatal ya tiene unas raíces profundísimas, me parece, que , por el contrario, cuando pierde la mayoría de sus apoyos el árbol es más fácil de desarraigar. Las raíces del árbol de la propiedad privada no son inexpugnables. Los desposeídos se darán cuenta y reconocerán una gran verdad. Que los frutos son de todos y la tierra de nadie, que nos hemos perdido por hacer caído en un gran engaño, que la mayor parte de los ciudadanos somos esclavos y victimas de la opresiones una minoría. Que es más que absurdo no liberarnos de ese yugo, y de no adherirnos a un sistema de asociación, único justo, bueno y conforme a naturaleza. Fuera del cual no puede darse sociedad ni feliz ni pacífica.
La
Revolución Francesa nos ha dado pruebas, una y otra vez, de que los abusos por muy ancestrales que fuesen
, no eran desarraigarles y que , al contrario,
han sido la agotada y larga existencia
de sus excesos la que ha hecho más
imperativa su destrucción. La revolución
n francesa nos ha dado pruebas repetidas de que el pueblo francés puede ser un gran y antiguo pueblo y no por eso
ser incapaz de adoptar los
mayores cambios de sus instituciones y hacer los mayores sacrificios para transformarlas.
¿Acaso no ha cambiado todo desde 1789, excepto esa institución de la propiedad
privada?
El texto completo se
encuentra en francés en “Pages choisies de Babeuf, receuillies, commentées,
annotées avec une Introduction et une bibliographie critique par Maurice Dommanget”,
Paris, Librairie Armand Colin, 1935, p. 310.
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