Paniagotis Sotiris,
sociólogo de la Universidad del Egeo, Grecia
De alguna manera, siento
cierto malestar, ya que toda la izquierda griega comparte una especie de
responsabilidad de que Grecia no sea hoy en día un laboratorio de la esperanza,
sino motivo de desesperación. Lo que voy a decir hay que tomarlo como una forma
de autocrítica, más que como una declaración. Me considero parte del
problema...
El problema es que en el
país en el que el más agresivo de los experimentos sociales neoliberales se
había topado con la más masiva, casi insurreccional, secuencia de luchas, en el
que la crisis política era lo más cercano a una crisis de hegemonía que haya
conocido Europa Occidental desde la “caída de las dictaduras”, en el que un
partido de izquierdas relativamente pequeño fue catapultado al poder, en el que
un pueblo desafiante se opuso al chantaje de la Unión Europea en el referéndum
del 5 de julio, Syriza, después de ganar unas elecciones en que el resto de la
izquierda fracasaba en el intento de contestar la versión de izquierdas del “no
hay alternativas”, que daba el tono de los debates electorales, ha aceptado
unas reformas neoliberales que sonrojarían hasta a los infames Chicago boys:
desde la reforma del sistema de pensiones hasta las privatizaciones y las
ejecuciones hipotecarias y los desalojos masivos.
¿Había otro camino posible
para Grecia, o debemos aceptar la premisa de que un pequeño país del sur de
Europa no estaba en condiciones de responder al chantaje de la UE? Estoy
totalmente en desacuerdo. El momento del referéndum era óptimo para una
estrategia de ruptura: fin de las negociaciones, suspensión del pago de la
deuda, nacionalización del sistema bancario, inicio de un proceso de retorno a
la moneda nacional, como puntos de partida de un proceso de transformación más
amplio. Las obvias dificultades iniciales, en realidad no mucho mayores que las
que estamos sufriendo ahora en Grecia y seguramente menores que las que nos
vamos a encontrar en los próximos años, podrían abordarse con el tremendo
potencial político del resultado del referéndum y el grado de movilización
popular y de solidaridad internacional. Sin embargo, la dirección Syriza no
estaba dispuesta ni siquiera a pensar la posibilidad de una estrategia de
ruptura, lo que llevó a una serie de concesiones y compromisos desastrosos,
incluso antes de las elecciones de enero de 2015. Esta falta de disposición
para afrontar cualquier eventualidad que no fuera el compromiso dentro de la
zona euro no se debió a la falta de tiempo. Más bien, fue el resultado de una
opción consciente de que la ruptura era imposible, derivada de la combinación
de un europeísmo compulsivo junto con el intento de construir alianzas con
sectores de la burguesía griega.
¿Es el fin de la historia?
Propongo que nos opongamos a
esta tentación. La crisis económica y la crisis del fallido proyecto de la
integración europea con su neoliberalismo disciplinario autoritario siguen
alimentando una crisis social sin precedentes en el sur de Europa. La crisis
política -en forma de alejamiento de las clases subalternas del sistema de
partidos, de incapacidad de las clases capitalistas de articular un proyecto
hegemónico que no sea la lógica de la “zona económica especial” y de posible
crisis del Estado como consecuencia de la soberanía limitada inducida por la
UE– continúa siendo el aspecto determinante, y el actual “equilibrio estático”
a raíz de la victoria de Syriza está lejos de ser estable.
Sin embargo, esto no quiere
decir que debamos esperar explosiones sociales masivas o un rápido colapso de
Syriza como una nueva oportunidad para que la izquierda radical tome la
iniciativa. No cabe duda de que Syriza se enfrentará tarde o temprano a su
propio “invierno del descontento”. Sin embargo, todo el ciclo de movilización
de masas en 2010-2012, seguido de la expectativa de un avance electoral, la paciencia
a la vista de los primeros compromisos, luego el desafío colectivo en el
referéndum, más tarde el sentimiento de desesperación y derrota después de la
capitulación y finalmente la necesidad de elegir entre la abstención o el mal
menor, y ahora el hecho de que el gobierno aplique una reforma tras otra, ha
tenido un efecto desintegrador y ha dado lugar a una creciente incredulidad en
la posibilidad de alternativas.
Así que hemos de reflexionar
sobre las preguntas abiertas que se nos plantean y volver a abrir el debate
sobre estrategia. En primer lugar, había más fantasía que realidad en la
concepción de un gobierno progresista que pondría fin a la austeridad,
restauraría el crecimiento y cierta redistribución, y devolvería los derechos a
la clase trabajadora, sin cuestionar la inclusión del país en procesos de
internacionalización e integración capitalista como la Unión Europea y sin
enfrentarse a bancos y grandes empresas, acostumbrados a la deflación salarial,
el trabajo flexible y al saqueo de los bienes públicos. El caso griego es un
ejemplo trágico de que esto es imposible dentro de la eurozona. No puede haber
un “cambio desde dentro” de la UE. El “europeísmo” es el camino regio hacia el
desastre para la izquierda europea.
Al mismo tiempo, no es suficiente
pensar simplemente en un gobierno progresista que procederá a suspender el pago
de la deuda, salir de la zona euro y poner en práctica un aumento radical del
gasto público. Un soplo de cordura en comparación con las ilusiones sobre la
gobernanza progresista dentro de la zona euro puede, sin embargo, que funcione
mucho mejor en países con sectores exportadores fuertes y una apertura a los
mercados mundiales, como Argentina. En los países que han sido sometidos a la
reestructuración generalizada y a una desindustrialización inducida por la
integración europea, se podría llegar a un callejón sin salida, a menos que se
transforme rápidamente en un paradigma de crecimiento alternativo en una
dirección socialista.
Además, incluso en los casos
más avanzados de gobernanza de izquierda radical en América Latina hemos visto
ciertos límites: la dependencia en relación a una economía extractivista; la
coexistencia contradictoria de una mayor protección social con la
competitividad internacional; los conflictos provocados por el intento de
integrar en el Estado a los movimientos autónomos.
Ahora bien, ¿puede la
antipolítica de la insurrección, o la celebración de los disturbios, ser el
antídoto de esto? Desde Alain Badiou hasta las intervenciones del Comité Invisible
se ha puesto el acento en el retorno hacia la política de masas en las calles,
la confrontación violenta con la policía, la reapropiación directa de los
bienes comunes. Aquí la estrategia es reemplazada por el deseo de prolongar el
“momento” de la revuelta de masas. Por desgracia, la experiencia histórica
muestra tanto el aspecto catalítico e indispensable de la secuencia
insurreccional como la dificultad para iniciar un proceso de transformación
después: los disturbios civiles masivos pueden llevar a una crisis de régimen,
pero entonces la pregunta es qué viene después.
La respuesta tampoco es una
secuencia insurreccional de un imaginario “Octubre” supuestamente leninista,
que es la definición que muchas tendencias de la izquierda anticapitalista proponen
para una revolución para la que las condiciones nunca están suficientemente
maduras. Aquí, se sustituye la estrategia por un verbalismo anticapitalista que
se siente más cómodo con el fracaso, ya que esto justifica la posición de que
desde el principio estaba escrita de que nada podría cambiar.
Por supuesto, la enumeración
de los problemas no reemplaza una respuesta a las preguntas abiertas. Esto solo
puede ser un proceso colectivo de reflexión y autocrítica. Sin embargo, podemos
discutir algunos puntos de partida para un replanteamiento de la estrategia
revolucionaria de hoy.
Primer punto: la soberanía
popular es importante. La experiencia europea muestra que la soberanía rebajada
y limitada de hoy es un mecanismo básico para la imposición de la austeridad y
la erosión de la democracia. Como ha dicho Jean-Claude Juncker, “no puede haber
una elección democrática en contra de los tratados europeos”. La misma
cantinela va para la exposición de los sistemas bancarios nacionales a los
mercados monetarios internacionales y la serie de tratados hechos para
salvaguardar las inversiones frente a las preocupaciones medioambientales o
derechos laborales. La soberanía, como la recuperación de un control
democrático en contra de la violencia sistémica del capital internacionalizado,
se convierte en una cuestión de clase y la base de un nuevo internacionalismo
basado en “romper eslabones de la cadena” y en dar ejemplo a los movimientos de
otros países.
Todos conocemos las posibles
asociaciones de soberanía con nacionalismo, racismo y colonialismo. Sin
embargo, aquí estamos hablando de una forma de soberanía que se basa en la
condición común de las clases subalternas. Es un intento de repensar tanto al
pueblo como a la nación de una manera “posnacional” y poscolonial, como la
comunidad emergente de todas las personas que trabajan, luchan y tienen
esperanzas en un territorio determinado, como la aparición de un potencial
bloque histórico de transformación socialista, a lo que Gramsci se refería
cuando hablaba del “Príncipe moderno[...] sentando las bases para un desarrollo
ulterior de la voluntad colectiva nacional-popular hacia la realización de una
forma superior, total, de la civilización moderna”/1. Del mismo modo, la noción
de pueblo en formación de Deleuze apunta al hecho de que el “pueblo” no es una
entidad preconstituida o “mayoría”, sino el resultado de un proceso de luchas
complejo y sobredeterminado.
Tal recuperación de la
soberanía popular también requiere una elaborada narrativa anticapitalista y no
simplemente una agregación de demandas contra la austeridad. Por muy
indispensable que sea una condición macroeconómica “keynesiana de izquierdas”
como forma de recuperar la soberanía monetaria y el aumento del gasto público,
no es suficiente. Debemos pensar en la “reconstrucción productiva”, no como
“retorno al crecimiento”, sino como un proceso de transformación y
enfrentamiento intenso con el capital, basado en la propiedad pública, la
autogestión y formas de control de los trabajadores y trabajadoras. Tiene que
ser un proceso de experimentación y de aprendizaje. Con formas contemporáneas
de solidaridad, de autogestión, de redes no comerciales de distribución
alternativas, de acceso abierto a los servicios; los debates sobre la forma de
utilizar el sector público o cómo ejecutar los servicios públicos no son solo
formas de lidiar con los problemas sociales urgentes. También son bancos de
prueba de formas alternativas de producción y organización social, basadas en
las “huellas del comunismo” y la inventiva colectiva, y el ingenio de las
resistencias contemporáneas y gestos cotidianos de solidaridad, cosa que ahora,
durante la crisis de los refugiados, en Grecia se ejemplifica en los
innumerables actos de solidaridad.
¿Qué pasa con el Estado, ya
que sabemos no solo que el Estado no se puede identificar con el gobierno, sino
también que todos los intentos de “usarlo simplemente” se enfrentarán a la
internalización de las prerrogativas del capital y a los mercados
internacionales. El Estado es de hecho la condensación de una relación de
fuerzas entre las clases, como subrayó Poulantzas, y además una condensación
material y no una articulación contingente, produciendo estrategias,
conocimientos y narrativas, como señaló Foucault. Desde el sistema judicial
hasta las fuerzas del orden y los servicios secretos paraestatales, hasta los
enclaves totalmente controlados por la UE o las grandes empresas, hay mecanismos
que pueden contraatacar y no se pueden simplemente “usar” para mejores
propósitos.
Necesitamos una nueva
conceptualización que combine la cuestión del gobierno con algo parecido a una
estrategia de doble poder permanente. Desde este punto de vista, el poder dual
no es una cuestión de equilibrio catastrófico y convivencia antagónica de dos
formas estatales en competencia. Más bien, se refiere a nuevas formas de poder
popular, de autogestión, de control de los trabajadores, de solidaridad y de
coordinación que se resistan a los contragolpes de los aparatos del Estado y
del capital, incluso después de la llegada de la izquierda al gobierno. Es
necesaria una guerra de posiciones tanto antes como después de la toma del
poder, así como un proceso continuo de luchas, de experimentación colectiva,
formas de poder desde abajo, nuevas configuraciones sociales, además de
profundos cambios institucionales, en forma de un proceso constituyente. Desde
este punto de vista, el doble poder no solo se refiere a comités o sóviets de
trabajadores. También se trata de empresas autogestionadas, clínicas solidarias
y asambleas populares. Se trata de mirar con atención las nuevas formas de
organización que han surgido en movimientos como el 15-M o la ocupación de
plazas como formas políticas colectivas que, en ciertos aspectos, trascienden
la división entre lo social y lo político.
En esta perspectiva no hay
un “momento” de paso de la “gobernanza radical” a una “transformación
socialista”, sino un proceso desigual y contradictorio que se enfrentará a
contraataques y quizá, también, a lo que Georges Labica llama la “imposibilidad
de la ‘no violencia’”. Esto significa que también nos enfrentamos a lo que
supone “hacer política”. Gran parte de la izquierda europea contemporánea se
encuentra inmersa en la práctica burguesa tradicional de la política, basada en
la dicotomía entre la política parlamentaria o “nacional” y las luchas
cotidianas, junto con la profesionalización de la política. Necesitamos una
nueva práctica de la política. Cualquier intento de transformación radical debe
basar su trabajo en el cortocircuito entre la política y la economía, que según
Etienne Balibar está en el corazón del proyecto marxista, tratando la economía
en el terreno de la intervención política y la experimentación, insistiendo en
que los movimientos que representan a las clases trabajadoras han de tener voz
en la política e impulsando así nuevas formas de democracia desde abajo.
Esto también incluye lo que
Lenin calificó de revolución cultural, o Gramsci de reforma ético-política: la
aparición de nuevas formas de intelectualidad política de masas y un nuevo
ethos colectivo de participación. Una vez más, podemos empezar con las
experiencias formativas y de aprendizaje en los movimientos, las vías por las que
se ha facilitado la aparición de nuevas formas de pensar y una nueva ética de
solidaridad y resistencia.
Al mismo tiempo, asistimos a
la crisis del modelo tradicional de la organización revolucionaria y del modelo
de frente y partido amplio que podría actuar como el punto de encuentro de
diversos movimientos y tendencias políticas. El ejemplo de Syriza es
emblemático. No me refiero solo al giro político a favor de la austeridad y la
restructuración capitalista. Me refiero también a la forma en que poco a poco
Syriza dejó de ser democrático y cómo en nombre de ir hacia un partido más
unido el grupo dirigente se separó del resto.
La reconstrucción del Frente
Único no puede ser una repetición. Tampoco puede ser simplemente un
reagrupamiento. Necesitamos una “ruptura epistemológica” en nuestro
pensamiento, tanto del frente como del partido. El Príncipe Moderno solo puede
ser el resultado de un proceso de recomposición y transformación profunda,
aprendiendo también de las experiencias de autoorganización política en los
movimientos contemporáneos.
Tenemos que aprender de
nuestros errores y ser profundamente autocríticos, evitando toda forma de
mentalidad arrogante de sabelotodo, de pensamiento burocrático y de pereza
teórica. Hasta ahora, hemos fracasado a la hora de crear la clase de
laboratorio de nueva política que se necesitaba, ese tipo de proceso político
democrático, de diálogo no sectario, de experimentación colectiva, de
militancia creativa. En relación al caso griego, podemos ver el comienzo del problema
en la incapacidad de las fuerzas de la izquierda que se percataron de la
necesidad de ruptura con respecto a la deuda y la zona euro, para iniciar en
2010-2011 un proceso de un nuevo frente que incorporara las nuevas formas de
organización emergentes del movimiento. Debemos hacer frente a esta tarea de
recomposición, transformación y experimentación porque de lo contrario los
elementos, las prácticas y las experiencias que podrían formar parte del nuevo
bloque histórico potencial permanecerán dispersas y desintegradas.
Antonio Gramsci siempre
insistió en que los cambios históricos también toman la forma de cambios
moleculares. La noción de “molecular” se refiere al aspecto multifacético,
complejo, sobredeterminado, no teleológico y no determinista del proceso
histórico. La famosa “Nota autobiográfica” de Gramsci en el Cuaderno 15, no es
solo una meditación personal sobre la transformación molecular -contemplando su
propia vida en la cárcel, la elección que hizo de no abandonar el país y cómo
el infortunio puede afectar a una persona-, sino también un pequeño tratado
sobre los cambios moleculares en los períodos de la derrota, los pequeños
cambios que al final conducirán a una nueva relación de fuerzas. Sus
observaciones tienen, creo, cierta resonancia en países como Grecia: “La verdad
es que la persona en el quinto año no es la misma que en el cuarto, el tercero,
el segundo, el primero y así sucesivamente; uno tiene una personalidad nueva,
completamente nueva, en la que los años que han pasado de hecho han demolido el
propio sistema de frenado moral, las fuerzas de resistencia que caracterizaron
a la persona durante el primer año/2.”
Esto significa que cualquier
proceso de recomposición de la izquierda radical debe estar atento a este
aspecto molecular. Nuevas formas de organización del movimiento, sobre todo en
relación con los estratos sociales que carecen de cualquier forma de
representación (desempleados, precariado, etc.), nuevas prácticas democráticas
en los movimientos, formas de autoorganización política, nuevas formas de
coordinación y solidaridad, expandiendo la experimentación con formas de
autogestión, alternativas que creen formas de (contra)información, la
organización de nuevas formas de investigación militante, todo esto es más
urgente que nunca. También nos permiten repensar la organización política bajo
este prisma de una necesaria recomposición molecular, de procesos democráticos
colectivos para la elaboración de alternativas, de una nueva práctica colectiva
de la política.
Las políticas comunistas o
revolucionarias se basan en última instancia en las corrientes subterráneas que
llegaron a la superficie solo en momentos críticos, ya que están dispersas,
fragmentadas, rotas, son fruto de encuentros que no duraron. El reto es
exactamente el de tener la “lenta impaciencia” para aprender de la derrota,
para reagruparse, para experimentar, para replantearse todos los aspectos de la
coyuntura, desde lo molecular a lo “integral”, para “organizar buenos
encuentros” (Deleuze) y llevar estas corrientes subterráneas a la superficie.
La trágica derrota de la
izquierda griega abre un período de necesaria autocrítica, reflexión y
experimentación de nuevas formas de frentes políticos, de organización y
coordinación, junto con todo el esfuerzo necesario para reconstruir la
resistencia a la nueva ola de reformas neoliberales, lucha contra la
desesperación y resignación colectiva y devolver la confianza en la capacidad
de cambiar las cosas. Esto no será fácil y será como tratar de construir un
barco en medio de un mar agitado. Sin embargo, la única manera de seguir es
decir NO. No al pesimismo, no hay que rendirse, no a la derrota. Como escribió
el poeta C. P. Kavafis hace muchos años: “El que se niega, no se arrepiente.
Preguntado de nuevo, aún diría que no.”
Fuente y traducción:
VIENTO SUR
Notas:
1/ Antonio Gramsci,
Selections from Prison Notebooks, editado y traducido por Quentin Hoare y
Geoffrey Nowell Smith, London: Lawrence and Wishart, 1971, pp. 132-33.
2/Antonio Gramsci,
Further Selections from the Prison Notebooks, editado y traducido por D.
Boothman, London: Lawrence and Wishart, 1996, p. lxxxvi.
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