Javier
Gallardo()*)
¿Qué
puede aportar el republicanismo a la teoría y la práctica de la democracia? O
mejor dicho, ¿qué tan democráticas son las nuevas lecturas académicas del
pensamiento republicano? El objeto de este artículo es dar una respuesta
sumaria a estas preguntas, poniendo especial énfasis en la actualidad de las
ideas republicanas en el contexto de las democracias pluralistas contemporáneas.
Dicho objetivo implica, por un lado, distinguir lo que diferencia al
republicanismo de otras familias de ideas políticas, y por otro, realizar algún
aterrizaje político de las ideas republicanas en el mundo actual. Lo primero
supone evitar algunos cortes o solapamientos conceptuales que dificulten una clara
comprensión del republicanismo, y lo segundo exige un pacífico rescate delo aún
vigente o fecundo en el viejo ideario de las repúblicas. En consecuencia, para
dar cuenta de ambos aspectos, en la primera sección de este artículo
presentamos una breve caracterización del pensamiento republicano, y en el
segundo tramo abordamos, en términos expeditivos, la cuestión de su eventual
influencia en una agenda de profundización o de renovación de las democracias
contemporáneas.
Cabe
precisar, in limine, que nuestra discusión conceptual del republicanismo y la
consideración de su eventual vigencia en los contextos democráticos
contemporáneos, no supone ingresar en el plano de la validez de sus fundamentos
filosóficos o de sus prescripciones normativas. No esnuestra intención motivar
una aceptabilidad racional de las bondades del republicanismo, a la luz de un
contraste sistemático con otras algunos rasgos centrales del republicanismo,
con vistas a extraer, de su especial perspectivas
rivales. Antes bien, nuestro propósito es trazar un inventario descriptivo de compromiso
con la vida política y ciudadana, algunos lineamientos actuales del pensamiento
republicano, internos, por así decirlo, a sus premisas conceptuales y a sus
orientaciones prácticas fundamentales.
Ciertamente,
el republicanismo contiene un sustrato normativo, intrínsecoa cualquier
caracterización conceptual del mismo, del cual se desprenden un conjunto de
prescripciones políticas, algunas de ellas constitutivas de una genuina política
republicana y otras de carácter más contingente o circunstancial. De hecho, en
base a nuestra breve descripción del ideario republicano, a lo largo del texto
nos permitimos formular algunas conjeturas sobre su adaptación al contexto
pluralista de los sistemas políticos modernos y sobre sus posibles evoluciones
futuras. No obstante, dejamos de lado la justificación de su deseabilidad o de
su eventual superioridad frente a otras teorías políticas contemporáneas, cuestión
que nos llevaría a transitar por un terreno de contrastes y juicios normativos
que escapan al propósito de este trabajo.
1.
Breve bosquejo de la tradición republicana
Dada
la variedad de notas distintivas que se han venido incorporando al viejo
ideario republicano, en función, no pocas veces, de preocupaciones políticas
inmediatas o de variados apremios ideológicos, algunas de sus reconstrucciones
conceptúales y narrativas parecen situarse en el mundo enigmático de las
ficciones teóricas. Algo que no debería sorprendernos, ya que el pasaje por el
republicanismo se ha constituido, en los últimos tiempos, en una suerte de
imperativo teórico para pensadores e investigadores de las más diversas geografías
políticas y académicas, algunos de ellos disconformes con las actuales realidades
democráticas, otros desencantados con las corrientes centrales del pensamiento
político contemporáneo y otros preocupados, en fin, ante el hegemonismo liberal
en los principales centros de reflexión política.
En
todo caso, cualquier caracterización del republicanismo debe partir del hecho
de su pluralidad constitutiva, pues, al igual que el liberalismo, no constituye
una doctrina política unificada, sino, más bien, una familia de principios e ideas
generales, de la que han ido surgiendo, en distintas épocas y circunstancias,
diversas recreaciones históricas y variadas trayectorias institucionales. Basta
dar una rápida ojeada a la tradición de las repúblicas para comprobar las diferencias
existentes entre el republicanismo antiguo, clásico y moderno (Audier,
2004),entre una idea de república identificada con la armonía y la concordia
cívica, a la manera de Cicerón o Harrington, y otra centrada en la fecundidad
política de un conflicto sometido a la ley común, al modo de Maquiavelo.
Incluso, si nos situamos en el horizonte político de la modernidad, saltan a la
vista las diferencias entre los modelos del republicanismo norteamericano y el
francés (Arendt, 1965).
Y
tomados en conjunto, los relatos tradicionales del republicanismo invocan desde
sensibilidades conservadoras o aristocráticas, hasta liberales y democráticas,
pasando por un ancestral clivaje, transversal al conjunto del pensamiento
político, entre un republicanismo educacional o perfeccionista y otro más
político o institucionalista, por no mencionar otras diferencias no menos relevantes,
como las existentes entre un constitucionalismo republicano “monista”, sujeto
alprincipio de soberanía popular, y otro pluralista o de división del poder.
Con
todo, dejando de lado la variedad de perfiles conceptuales e históricos de la
añeja tradición republicana, de ella es posible extraer un núcleo de ideas y
lenguajes comunes, originariamente dirigido contra los regímenes monárquicos y
a la vez consustanciado con una politeia robusta, con una libertas dependiente
del imperio de la ley, con la virtù cívica y l’esprit publique. Precisamente,
la recuperación del compromiso de la tradición republicana con la cosa común o
de todos, con la esfera pública y el activismo ciudadano, ha motivado un “giro
republicano” en la teoría política y una singular renovación de la filosofía
política, en el marco de la crisis del marxismo y de un arborescente debate en
torno al liberalismo de inspiración rawlsiana.
La lista de trabajos comprometidos con la
reactivación teórica del republicanismo es muy vasta.
Entre
ellos, puede consultarse: J. G. A. Pocock (1975), C. Nicolet (1982), F.
Michelman (1986), C.Sunstein (1988), Q. Skinner (1990), A. Oldfield (1990),
J.F. Spitz (1995), K. Haakonsen (1995), R.Dagger (1997), Ch. Taylor (1997), R.
Tercheck (1997), Ph. Pettit (1999), B. Brugger (1999), Viroli(1999) y Audier
(2004). En español puede acudirse a H. Béjar (2000), F. Ovejero Lucas (2001),
S.Giner (2002), J. Rubio-Carracedo (2002), A. De Francisco (2007), y Martí
J.L.-Pettit Ph. (2010). A lo cual debe sumarse la edición de Res Publica Nº
9-10, del 2002, y la compilación de textos a cargo deF. Ovejero-J. L. Martí-R.
Gargarella (2004).
Y
bien, a la hora de establecer un denominador común entre las diversas perspectivas
republicanas, cabe mencionar, en primer lugar, su fuerte vocación pro-política,
esto es, su insistente reivindicación –superior, sin duda, a la de sus demás
congéneres− de la vida común y la integridad de la política para intervenir en
los más diversos dominios sociales, con independencia de un fundamento filosófico
último, epistémico o moral. Dejando de lado, en efecto, el polémico ideal
aristotélico de una vida buena basada en la existencia política de un ser verdaderamente
humano, el republicanismo no acude a un fundamento último de un bien o saber
supremos, sino a la idea de un bien común a las partes diferenciadas de la
sociedad. Se trata de un bien político, informado por una libertad exenta de servidumbres
o dependencias arbitrarias, cuyo ejercicio exige un espacio cívico abierto a
todos, en el que puedan determinarse públicamente los cursos de acción común.
De ahí que el republicanismo identifique el bien común con el régimen de la ley
y con una distribución justa o equilibrada de los recursos de autoridad
política, reivindicando el involucramiento ciudadano con los asuntos
gubernativos, de modo que estos últimos no se vean expuestos a la corrupción de
un manejo entre pocos o en manos privadas. Y de ahí también que el
republicanismo insista en la importancia de ciertas cualidades o virtudes
ciudadanas, deliberativas y de juicio, junto a las condiciones sociales de
equidad o de justicia garantes de la integridad procedimental y sustantiva de
las actuaciones políticas. En suma, sin la intervención ciudadana en los
asuntos gubernativos en el marco de una legalidad común, sin un ethos cívico o
una disposición actitudinal de los individuos hacia el bien público, y sin las
condiciones socio-económicas que aseguren una auténtica y paritaria
intervención de los ciudadanos en la dirección de los asuntos comunes,las
repúblicas no serían tales o caerían en un grave déficit de legitimidad.
Sobre
esta base, el republicanismo reivindica la autoridad de la política para Intervenir
en los más diversos ámbitos de la vida social. De hecho, la tradición delas
repúblicas contiene una amplia gama de esfuerzos políticos e institucionales tendientes
a fortalecer la autoridad común de los ciudadanos, con vistas a preservarlas
sociedades humanas de la cruda fuerza y la arbitrariedad. Gran parte, incluso, de
los principales referentes republicanos vinieron a anteponer las prácticas de
decidir en conjunto, entre muchos o entre todos, a las tutelas tradicionales o
jerárquicas, a los saberes expertos, a las racionalidades burocráticas o a los
intercambios “naturales” o espontáneos de la economía y la sociedad civil.
Es
natural, entonces, que el ciudadano ocupe un lugar central en el imaginario político
republicano, a quien se le reconoce, junto a su capacidad de iniciativa Retrato
conceptual y actualidad del republicanismo 7para actuar entre y con otros, sus
facultades para darse la ley a sí mismo y decidirlas normas rectoras de la
sociedad. Incluso, a la hora de conjugar una íntegra relación entre la libertad
individual y el autogobierno colectivo, el pensamiento republicano pondrá
especial énfasis en la autonomía de los ciudadanos para decidir en conjunto e
interferirse mutuamente, sobre la base de genuinas prácticas deliberativas,
esto es, conforme a una formación pública, discursiva o argumental, de las
voluntades políticas.
Ante
la pregunta, más propia del mundo moderno que del antiguo, de inspiración
contractualista, también podría decirse, sobre cómo cuidarnos delos abusos del
poder gubernativo, de la corrupción de los gobernantes o del usode recursos
estatales en beneficio propio y no del interés público, la respuesta republicana
iría por el lado del imperio de la ley y de un contacto fluido delos individuos
con la cosa pública, resaltando la importancia de los incentivos públicos a sus
disposiciones cívicas para intervenir en los asuntos comunes. En consecuencia,
a la hora de combatir la tiranía del poder político o de las mayorías ,desde el
punto de vista republicano, no sería necesario construir barreras tradicionales,
religiosas o jerárquicas, ni apelar tampoco a un muro infranqueable de derechos
independientes del proceso político, colocados al margen de la deliberación
común, superiores o intangibles a las decisiones colectivas. Dicho de otra
manera, la obligación política, en sentido republicano, contiene un fundamento
asociativo y participativo más que delegativo o jurídico-contractual, aunque
este último no deje de tener su lugar en la tradición rousseauniana delas
repúblicas, pero como acto fundante de la sociedad, constitutivo de la vida
civil o de las libertades fundamentales. En definitiva, a las repúblicas no las
uniría ni un vínculo de origen, étnico o cultural, ni un contrato, hipotético o
real, entre individuos independientes o pre-existentes a la sociedad, sino la
ley o el pacto ciudadano, junto a los relatos de una legítima autoridad
vinculante y a las promesas, siempre renovables, de un futuro común.
Llegados
a este punto, es posible avanzar tres conclusiones básicas. La primera es que
el poder político y la ley no significan, para la tradición republicana, instrumentos
opresivos o invasores de la libertad individual, sino instancias de ejercicio
de la libertad y la autoridad comunes, constitutivas de las libertades
fundamentales de los individuos y de sus prácticas de autogobierno. La segunda
conclusión es que la política republicana no se justifica por su valor
instrumental o por sus resultados externos al proceso de decisión en conjunto,
sean estos medidos en base a criterios bienestaristas o en razón de algún otro
patrón de corrección epistémica o moral. Antes bien, la política republicana
constituye unbien intrínsecamente valioso, no sólo porque, dirán algunos, la
actividad ciudadana está estrechamente ligada a los intereses fundamentales de
los individuos, sino porque, dirán otros, contiene un valor realizativo o
identitario, inherente al pleno disfrute de una felicidad común. Y la tercera
conclusión es que, tal como lo evidencian algunos de los principales referentes
de la tradición republicana, como Aristóteles, Maquiavelo o Rousseau, el
problema de la política no consiste en su amenaza a las libertades privadas,
sino en cómo expandir una saludable politización de la vida social, en cómo
asegurar una genuina interferencia dela ley y de los poderes públicos en
situaciones de dominio o de dependencias arbitrarias, latentes o manifiestas,
en los más diversos ámbitos de relacionamiento social. En otros términos, las
leyes republicanas no constituyen ni una amenaza para los individuos, ni una
disrupción arbitraria en la legalidad ética de las tradiciones, sino la
condición de posibilidad de las libertades individuales, del disfrute de los
acervos tradicionales y las acumulaciones históricas, de la práctica de
autodeterminación de los ciudadanos y de su seguridad frente a la coacción o la
influencia arbitraria.
Ahora
bien, dejando de lado la lectura maquiaveliana del ramal romano dela tradición,
sensible al valor público del conflicto y a la fecundidad política del disenso,
el republicanismo contiene, especialmente en su versión moderna o ilustrada,
desde Harrington a la variante girondina de Condorcet, pasando por Rousseau y
Kant, una mirada uniformizante de la ciudadanía, esto es, una tendencia a
asimilar la subjetividad del ciudadano a la de un sujeto cívico comprometido con
los asuntos públicos o colectivos, económicamente independiente, desligado
delos mundos concretos o particulares de la vida doméstica o civil. Sea
invocando laidea de una identidad política distante o escindida de los compromisos
y valores fundamentales de los individuos, sea instaurando un corte radical
entre lo público y lo privado, de suyo desdeñoso de las actividades y los
emprendimientos extrapolíticos de los individuos, sea acudiendo, en fin, a una
fórmula educacionista o perfeccionista de los ciudadanos, el caso es que el
republicanismo contiene un concepto homogéneo y abstracto de la ciudadanía,
llamado a instituir una frontera discriminante o excluyente entre la virtud
ciudadana y una “otredad “devaluada en su condición cívico-moral. Gran parte
del republicanismo moderno reivindicará, de este modo, una ciudadanía en
ruptura o a distancia con los valores tradicionales o las prácticas de la
sociedad civil, en nombre de una idea unificadora de la comunidad política o de
una razón emancipatoria, sectaria o uniformizante, de la que no estará exento,
por cierto, el liberalismo, la otra gran perspectiva ciudadana, junto a la
democrática, de la modernidad. Así, más allá de las abstracciones políticas del
iluminismo y del linaje ilustrado de la “política de la razón”, en el
republicanismo habita una amplia gama de herederos del combate rousseauniano
contra las “sociedades parciales”, dirigido a neutralizarlos particularismos o
a abolir las corporaciones, en nombre de la voluntad comúnde los ciudadanos o
del interés general (Audier, 2004).
Sin
embargo, la sensibilidad politizadora del republicanismo, su confianza en la
autoridad de la política para resolver los asuntos fundamentales de la sociedad
y su afinidad con el activismo legislativo, lo predisponen a intervenir en
múltiples situaciones de dominación social, ante variadas amenazas o violaciones
a la libertad e igualdad de los ciudadanos, habilitándolo a asumir una perspectiva
pluralista de la vida gubernativa y ciudadana, alentándolo a favorecer una íntegra
relación entre lo público y lo privado. Habida cuenta de su vocacional
potencial de expansión de la res pública, de la cosa común o de todos a
múltiples esferas de la vida social, el republicanismo podría activar su lado
aperturista o pluralista, sensible a la diversidad social, dando acogida
política, en un plano isonómico o de igual habla pública, a diversos intereses
y valores públicos, a diferentes reclamos de justicia y reconocimiento mutuo.
Si esto es así, el republicanismo estaría en condiciones de abandonar sus
perfiles más uniformizantes o neutralizantes dela diversidad política,
renovando sus credenciales democráticas y pluralistas, multiplicando sus
aportes cívico-morales a la democracia del número o de negociación.
Sea
como fuere, la idea republicana de la centralidad de la política remite a otros
cuatro aspectos que diferencian al republicanismo de las restantes familias de
ideas políticas. El primero es su fuerte adhesión al principio del autogobierno
colectivo, entendido como el control público y ciudadano, normativo y
experimental, del destino común de los miembros de la comunidad política. El
autogobierno republicano sin duda puede llegar bastante más lejos de lo que
admitiría un principio de trato imparcial a las creencias o preferencias de los
individuos, pues sus prioridades ciudadanas apuntan al cotejo público de las
mismas y a la reglamentación de aquellas que afecten las condiciones de vida
individual y colectiva, trascendiendo cualquier conformidad complaciente con
los resultados contingentes de los diversos regímenes de coordinación social.
Dicho
de otra manera, el ideal de autogobierno supone privilegiar, por encima de la
independencia electiva de los individuos y de los resultados agregados o
aleatorios de sus preferencias socialmente dadas, la autonomía de los ciudadanos
para deliberar, para endogeneizar, por así decirlo, las preferencias externas al
proceso político, e interferir los intercambios sociales que afecten la
justicia, la vida común y el significado inclusivo de los bienes y prácticas de
mayor aprecio social. Por consiguiente, si las repúblicas constituyen una
fuente de individuación moral, esto se debe, en última instancia, a la
autoridad de los ciudadanos y de sus agentes para consagrar, mediante la
Constitución y Ley, sus independencias e interdependencias legítimas.
El
segundo aspecto distintivo del republicanismo remite a su reivindicacióndel
pleno ejercicio de las libertades de participación, de asociación y
comunicación política. En contraposición a las libertades negativas liberales,
basadas en lano interferencia coercitiva en el dominio de las elecciones
autónomas de los individuos, el republicanismo privilegia las libertades
positivas, de acción común y de autodeterminación colectiva, reconociendo las
facultades de interferencia mutua entre los ciudadanos en múltiples planos de
la vida social y de la autonomía individual. De hecho, la tradición de las
repúblicas, fiel a sus principios normativos, llevó la ley y las actuaciones
ciudadanas bastante más lejos de lo que aconsejaría un liberalismo
contractualista o neutral ante la pluralidad de valores y preferencias de los
individuos.
En
tercer lugar, el republicanismo pone especial énfasis en los requisitos
legitimadores o autoritativos de la deliberación pública, entendida como una instancia
de reflexión crítica, de cotejo y revisión común de las preferencias y
opiniones ciudadanas. Recordemos que toda deliberación colectiva implica el
intercambio de argumentos orientados a la resolución de conflictos o
diferencias de opinión, que las partes puedan contrastar, aceptar o rechazar,
conforme a una reflexión común, en un marco de respeto recíproco y de razones mutuamente
referidas. Los intercambios deliberativos, a diferencia de las motivaciones estratégicas
del habla disputativa o negociadora, requieren una disposición delas partes a
revisar las posiciones propias, a prescindir de razones autoafirmativas o
maximizadoras del interés propio, debiendo defender razones comprensivas o
atentas a todas las circunstancias relevantes del caso. De ahí que la
deliberaciónpolítica opere, en las versiones antiguas y modernas del
republicanismo, como lafuente de legitimidad del ejercicio del poder común,
acaso más importante aúnque el conteo igualitario de las preferencias
individuales o que el predominio delmayor agregado de opiniones.
Adviértase
que el modelo republicano de deliberación no implica un ideal deliberativo
etéreo o desencarnado, librado a problemáticas generalizaciones sobre las
estructuras comunicativas o de racionalidad moral de los individuos. Esto es
así, porque, en primer lugar, la deliberación republicana no exige derogaciones
justificativas demasiado onerosas, tendientes a alcanzar acuerdos o
unanimidades racionalmente motivadas, sino que apunta, más bien, a formar
mayorías que cuenten con suficientes bases públicas de legitimación electiva. Y
en segundo lugar, porque el debate republicano tampoco demanda recortes
excesivos al ejercicio de la “razón pública”, de los temas y razones que puedan
incluirse en la deliberación política, al menos si nos atenemos a la sensibilidad
del aristotelismo hacia la composición plural del “demos” y a su defensa de la
retórica como medio legítimo de persuasión política. Lo que el deliberacionismo
republicano reclama, en todo caso, es que las asambleas políticas y los foros
cívicos sigan reglas comunes de un debate justificativo y argumental, cuyos temas
abarquen los más variados asuntos públicos, contemplando no sólo el lenguaje delos
derechos y de una justicia no discriminatoria, sino también las valoraciones
discordantes sobre la naturaleza y los significados de los bienes y prácticas
de aprecio común.
Por
último, el cultivo de las virtudes cívicas conforma otro de los rasgos más
salientes de la tradición de las repúblicas, la cual se caracteriza por la
importancia que le asigna a la calidad moral de las motivaciones humanas, con
independencia del valor práctico de los principios o reglas universales de
conducta y del papel controlador o sancionador de las instituciones públicas.
Así,
a la hora de contrarrestar o neutralizar las inclinaciones egocéntricas de los
individuos, el pensamiento republicano pone especial énfasis en el carácter de las
personas, en su disposición a considerar la perspectiva de los otros y a
cooperaren base a su íntegra identidad moral. Incluso, la ética de la virtud
republicana−desde Aristóteles a Hannah Arendt− destaca el valor de la
independencia y la capacidad de juicio de los individuos ante las
circunstancias cambiantes de la vida política y social. Y si bien algunas
versiones republicanas tienden a hacer la economía de la virtud, confiando en
la obtención de resultados valiosos mediante arreglos institucionales
compatibles con las motivaciones autorreferidas de los individuos, como en el
caso del republicanismo madisoniano, en líneas generales, los republicanos
insisten en la imposibilidad de desarrollar la vida gubernativa y ciudadana sin
contar con cierta clase de gente o, como diría, Maquiavelo, sin aunarlas buenas
leyes y las buenas costumbres. En suma, para el republicanismo, la integridad
de la vida política no puede confiarse a principios morales universales, ni
depender tampoco de la inteligencia de las instituciones controladoras o
sancionadoras, pues requiere de la disposición moral o de los ciudadanos o de
sus agentes para hacer frente a las injusticias y desmanes de la vida
corriente. De ahí que la tradición de las repúblicas le asigne tanta
importancia a la educación a los hábitos ciudadanos, adjudicándole singular
relevancia a las conductas deservicio público y de ejemplaridad cívica, por
encima del interés propio o de una moralidad abstracta, como fuentes
motivadoras del ejercicio de las funciones públicas y de la cooperación social.
2.
Republicanismo y democracia
Cabe
precisar, en primer lugar, que el ideal de república no siempre se llevó bien
con la democracia, entendida como la maximización de la participación igualitaria
de los ciudadanos y el predominio de una regla mayoritaria. En rigor, la igual
autoridad política de todos los miembros adultos de la sociedad y la primacía de
las opiniones mayoritarias medidas en votos, fue negada “más de tres veces” desde
las más diversas tiendas filosóficas y políticas. Dejando de lado algunos casos
ejemplares, habrá que esperar hasta el último tercio del siglo XX para que la democracia
sea tratada, ante sucesivos fracasos de un pensamiento fundacional de ordenamientos
transparentes y armoniosos, de inspiración historicista, cientificista o moral,
como un bien valioso en sí mismo o como una regla de juego prudencial, cuyo
respeto sería menos oneroso que cualquier intento por suprimirla.
En
segundo lugar, en términos clásicos y modernos, democracia significa un régimen
de gobierno basado en el poder del demos o en una soberana voluntad popular.
Sin embargo, bajo el paradigma dominante en la Ciencia Política contemporánea,
la democracia ha pasado a ser vista como un régimen de competencia política, regido
por un igual trato a las preferencias individuales, sean estas exógenas o
endógenas al proceso político, y por el predominio de los agregados mayoritarios
de preferencias, medidas en votos. Puestas las cosas así, la bondad y la deseabilidad
de la democracia dependen de sus libertades adversativas y del juego contingente
de alternancias entre gobernantes y opositores, más que del ejercicio de un
autogobierno deliberativo, del escrutinio público y abierto de las mejores alternativas
sometidas a la decisión colectiva. Por cierto que los principios y la práctica
de la democracia competitiva o agregativa no sólo han despertado críticas u
objeciones entre las corrientes participacionistas o tendientes a complementarla
democracia política con una democracia social, pues los cuestionamientos han surgido
también de la escuela de la elección social. Encabezado por Kenneth Arrow,
dicho enfoque vino a llamar la atención, a mediados del siglo XX, acerca de la
imposibilidad de alcanzar, en contextos de pluralidad de alternativas y en condiciones
de transitividad de las preferencias individuales, un registro consistente y
racional de las preferencias agregadas de los ciudadanos, objetando también la posibilidad
de que dichos agregados reflejen alguna función de bienestar social.
Este
emplazamiento a la racionalidad de las mayorías democráticas, acaso excesivamente
teórico o contrafáctico, vino a alentar diversas reacciones, algunas de ellas
francamente enemistadas con el “populismo” de las democracias mayoritarias.
Así,
del lado liberal, se puso énfasis, simplificando un poco las cosas, en los resguardos
constitucionales de la democracia o en los derechos fundamentales delos
individuos, sea para inscribirlos en un contrato constitucional, sea para
librarlos a un garantismo judicial, priorizándose, en todo caso, las libertades
básicas de los individuos frente a las decisiones mayoritarias o a la
maximización del bienestar general. En cambio, el reciente revival republicano,
pese a sustentarse en encuadres constitucionalistas de la democracia, vino a
jerarquizar la deliberación pública y la política de la virtud como pilares
fundamentales del pleno ejercicio de las libertades democráticas y de la
autoridad común de los ciudadanos.
Recordemos
que entre los institutos clásicos del republicanismo, tendientes a combatir la
enajenación política de la ciudadanía, contrarios a la política entre pocos, a
la profesionalización de los roles políticos y de la gestión estatal, figuran el
voto obligatorio, las elecciones frecuentes, la rotación en los cargos
públicos, las asambleas deliberantes, los plebiscitos, los jurados populares,
las milicias ciudadanas o la guardia nacional. Incluso, en la exégesis
arendtiana de la tradición republicana, la división de poderes y la revisión
judicial de las leyes forman parte de un repertorio institucional republicano
tendiente a fortalecer, más que a refrenar, el poder de la política y la
democracia, activando prácticas discursivas o deliberativas cuya bondad
residiría en los vínculos cívicos y en los relatos favorecedores de juicios
ciudadanos, más que en la protección de derechos o en la satisfacción de demandas
bienestaristas. Y de acuerdo a un republicanismo de impronta “monista” o
rousseauniana, atento a los controles internos, más que externos, de la
formación legítima de las voluntades políticas mayoritarias, las agencias
estatales de control o de regulación de ciertas prácticas económicas o sociales
no deberían independizarse del juego democrático de las opiniones públicas o de
los cambios de opinión del demos.
En
este texto no nos detendremos en la consideración de otros dos tópicos
típicamente republicanos. Uno de ellos relacionado con la influencia de los
poderes económicos o corporativos en las prácticas democráticas, en las
campañas electorales y en la democracia representativa; y el otrovinculado a la
asimetría de influencia política derivada de las diferentes competencias
cognitivas de los ciudadanos, del rol decisivo de los expertos en decisiones
políticas fundamentales. Ambos problemas acaso podrían inscribirse en la
ancestral categoría republicana de “corrupción de la política”.
En
cualquier caso, el fortalecimiento del lado deliberativo de la democracia constituye
un aspecto central de una agenda republicana para las actuales democracias,
siempre y cuando se trate de una deliberación política abierta a todas las
voces y a las más diversas temáticas públicas, tendiente a exigir argumentos comprensivos
o generalizables, orientada a suministrar firmes bases públicas de legitimación
a los disensos públicos y a las decisiones mayoritarias, sin costosas escisiones
entre las identidades cívicas y sociales de los ciudadanos, sin cortes radicales
entre la razón pública y privada de los individuos. La deliberación política sería,
en suma, la instancia crítica de la república ante los deseos y demandas de la democracia
competitiva, agregativa o confiada a la ley del número. Para cumplir estos
preceptos, los arreglos institucionales de una república democrática deberían optimizar
los intercambios discursivos o argumentales, incentivando en los interlocutores
políticos la disposición a explicarse, a escucharse y a seguir reglas comunes
de razonamiento público (de información, conocimiento e inferencias legítimas),
promoviendo un “careo adecuado” de todas las voces públicas, incentivando la
racionalidad argumental más que disputativa (la primera tendiente a esclarecer,
a justificar o resolver diferencias de opinión, la segunda, centrada en razones
auto-afirmativas o pendiente de los resultados estratégicos de la discusión).
Por
consiguiente, el fortalecimiento y la difusión de las deliberaciones públicas
en sedes parlamentarias, partidarias y mediáticas, junto a la consolidación de las
actuaciones −vinculantes o no− de las audiencias públicas, de las experiencias
de jurados ciudadanos y de los debates informales en la sociedad civil deberían
formar parte de una empresa republicana de enriquecimiento deliberativo de la
democracia.
Otra
de las preocupaciones centrales del republicanismo, inscripta en la lógica de
sus compromisos normativos, remite a la cuestión de la educación cívica. Ya los
republicanos del siglo XVIII y XIX, como Rousseau, Jefferson y Condorcet,
insistieron en la importancia de acompañar el establecimiento del sufragio
universal con una educación orientada a forjar ciudadanos activos, capaces de
ejercer plenamente sus derechos políticos y juzgar los asuntos públicos sin
prejuicios ni egoísmos particularistas. De hecho, la instrucción pública será vista
como un pilar de la construcción de las repúblicas decimonónicas, invocando, en
parte, un principio de laicidad, de separación de la iglesia del Estado, y en parte
también, la necesidad de cimentar, mediante una educación pública común, unaunión
ciudadana, superior a otros vínculos sociales o tradicionales (Audier, 2004).
Lo
cierto es que el republicanismo no puede desentenderse del impulsoa una
educación destinada a transmitirles a los ciudadanos los fundamentosdel ordenamiento
institucional y los conocimientos necesarios para ejercersus competencias
cívicas o sus derechos democráticos. Que las instituciones democráticas, como
tales, contribuyan o no a la formación política de los ciudadanos, es un
problema empírico que requiere específicas verificaciones fácticas. Y que el
buen diseño de las instituciones políticas alcance para obtener conductas virtuosas
de los ciudadanos, con independencia de sus motivaciones internas, constituye
un razonamiento liberal, no exento, por cierto, de controversias en el propio
seno del liberalismo. De ahí que el republicanismo insista en la necesidad de
forjar hábitos y conocimientos que fortalezcan el compromiso ciudadano con las
cosas políticas y su capacidad de juicio público.
De
hecho, no son pocos los teóricos republicanos coincidentes con sus pares
democráticos en el diagnóstico del alto costo motivacional, de información y
conocimiento, que representa la política para el ciudadano común. Algo difícil
de revertir mediante la militancia de los partidos o de otros colectivos
políticos.
Partiendo
de esta constatación, desde diversas corrientes republicanas se han venido
impulsando, en nombre de la integridad de la política y del bien común,
variados instrumentos educativos, tendientes a suministrar a los ciudadanos
conocimientos necesarios para abordar las cuestiones políticas y desarrollar sus
capacidades como usuarios activos de las instituciones políticas, dotándolos de
disposiciones que les permitan ejercer sus derechos y cumplir con sus
obligaciones cívicas. Desde luego, tales conocimientos y capacidades vendrían
inevitablemente acompañados de una transmisión –crítica y reflexiva− de valores
demo-políticos (igualdad, libertad, civilidad), junto a otros estímulos a las
motivaciones apropiadas para desempeñarse, con autonomía y responsabilidad, en
la vida ciudadana. Difícilmente tales enseñanzas puedan desligarse del fomento
de actitudes y disposiciones de una conducta cívica robusta, requerida para el
desempeño activo de libertades adversativas y deliberativas, a salvo de
corrupciones “privatistas” o “decisionistas”. Algo que iría bastante más allá dela
búsqueda de un procedimiento neutral ante las valoraciones y preferencias
inscriptas en el territorio de las libertades “negativas” de los individuos, y más
lejos también de una mera conformidad legalista de los ciudadanos con las reglas
de juego vigentes.
El
tercer reto político del actual revival republicano se relaciona con la
actualidad, teórica o filosófica, de la justicia. Aunque el republicanismo clásico
parece más interesado en la justicia política que en la justicia social, siendo
más ambiguas sus proposiciones de igualación socio-económica de los ciudadanos que
sus definiciones respecto a la igualdad y libertad políticas, la agenda republicana
para las actuales democracias no podría prescindir del lenguaje de la justicia.
Contrariamente
a las doctrinas liberales del laissez faire, sujetas a la justicia del mérito o
a un principio de responsabilidad individual ante las opciones propias, la idea
republicana invoca la solidaridad o fraternidad como complemento a la libertad
individual y a la igualdad ciudadana, al tiempo que advierte sóbrela corrupción
política causada por la excesiva riqueza o el lujo de unos, y la indigencia o
pobreza de otros.
Puestas
las cosas así, los deberes de la república no serían tanto “negativos” u
orientados a preservar la libertad de los individuos ante las injerencias compulsivas
o arbitrarias de los cuerpos ciudadanos, cuanto “positivos”, vale decir, tendientes
promover la intervención correctiva de los poderes públicos en beneficio de la
igualación de recursos u oportunidades para que los ciudadanos desarrollen sus vidas,
sin vulnerabilidades, opresiones o dependencias arbitrarias. En todo caso, se
trataría de asegurar las condiciones materiales e intersubjetivas de una igual
consideración y respeto a todos los ciudadanos, como miembros plenos de la
comunidad política o como usuarios de recursos acumulados por el conjunto del
colectivo social. Si el mérito y la eficiencia de la iniciativa privada deben tener
un lugar en una república sensible a una pluralidad de motivaciones humanas y a
mercados guiados por decisiones descentralizadas, la reparación de desigualdades
y la solidaridad también deben ocupar un lugar destacado en la acción de las
instituciones republicanas, con vistas a neutralizar las interdependencias arbitrarias
o asimétricas, de modo de fortalecer las capacidades necesarias para convertir las
oportunidades y recursos sociales en efectivos desempeños realizativos de los
individuos, atendiendo las necesidades de los más vulnerables o dependientes,
reglamentando, en fin, los más opacos dominios arbitrarios de la vida privada.
Ahora
bien, dejando de lado la tradición de las repúblicas agrarias, el
republicanismo no se basa en la identificación pre-política o privilegiada de
sujetos sociales portadores de progresos civilizatorios, de suyo acreedores a los
deberes morales de justicia. Bien pueden ser los individuos, indiferenciados o
abstractos, la unidad de medida de la distribución de cargas y beneficios sociales,
o bien pueden ser determinados grupos o categorías sociales los beneficiarios
de legítimas acciones afirmativas. Pero en cualquier caso, la agenda republicana
para las actuales democracias vendría a proyectar el lenguaje abstracto del bien
común y la fraternidad en un universo de justicia, en el que cabrían múltiples
correcciones republicanas a las desigualdades o asimetrías arbitrarias entre los
ciudadanos. Incluso, el ideal ciudadano de independencia económica, inscripto
en la añeja tradición de las repúblicas de propietarios, conllevaría, hoy por
hoy, a una distribución equitativa de los recursos productivos y monetarios,
tendientes a asegurar iguales oportunidades de emprendimiento económico y de
bienestar básico. Algo que iría bastante más allá de las batallas impositivas,
socialdemócratas o del liberalismo igualitario, en territorios redistributivos.
Conclusión
La
reactivación del republicanismo refleja preocupaciones valorativas y políticas,
de ayer y de hoy, distintas a las de otras familias de ideas políticas.
Se
trata de temas y problemas relacionados con el rescate de la vida política de
manos privadas o despóticas, de reductos corporativos o de poder, de donde
emanan diversas aspiraciones consustanciadas con la integridad de la política,
centradas en el fortalecimiento del interés común de las partes políticas, en el
activismo deliberativo, en las virtudes ciudadanas y la justicia social.
Por
otra parte, la actual recuperación de la tradición republicana se relaciona con
un lugar vacante dejado por dos de las principales teorías de la democracia: la
teoría agregativa, centrada en la sumatoria de preferencias los saldos
positivos de bienestar general, y la idea de un pueblo dotado de una voluntad
unívoca o transparente, fusionado en torno a un bien superior, u orientado
combatir un status quo dominado por minorías recalcitrantes. Entre estas teorías
parciales de la democracia, hay lugar para una versión demo-pluralista de la
república, fundada en la idea de diversos espacios de libertad común, abiertos
a la acción de ciudadanos y sus agentes capaces de incidir en los cursos de la vida
gubernativa y realizar sus fines, sin costosas escisiones entre sus identidades
públicas y privadas.
Un
pacto renovado entre el republicanismo y la democracia, en sociedades plurales,
complejas y diferenciadas, cuando no fragmentadas o socialmente disgregadas, no
parece concebible en términos de una ciudadanía uniforme o abstracta, escindida
de sus intereses o de sus valores fundamentales, desconocida en sus diversas
identidades, en sus necesidades, vulnerabilidades o desventajas específicas. De
ahí que el compromiso democrático de los ciudadanos con la cosa pública o de
todos exija una república abierta a la sociedad, sensible a una ciudadanía
inclusiva y plural, compatible, en suma, con la democracia y el pluralismo. En
tal caso, la integridad de la política, caro ideal republicano, vendría a
nutrirse de un pluralismo robusto y equitativo, abonado por deliberaciones
públicas abiertas a todos los temas y razonamientos públicos, donde se reflejen
debidamente, junto a las más genuinas divisorias políticas, las disposiciones
cívicas y el espíritu público de los ciudadanos.
(*).- Fuente. Universidad
de la República (Uruguay)
Araucaria. Revista
Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, año 14, nº 28. Segundo
semestre de
2012. Pp. 3–18.
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