“La extrema derecha está volviendo a ser
exitosa en su evocación de símbolos identitarios muy primitivos”
Por Federico Galende *
Días
atrás, Jacques Rancière estuvo en Chile, invitado por el rector de la
Universidad de Valparaíso, quien le otorgó el Doctorado Honoris Causa. La tarde
en la que estaba a punto ya de marcharse lo visité en el hotel enviado por este
medio y tuvimos una conversación ondulante, sin pautas ni puntos precisos, que
el filósofo aprovechó para explayarse por una gran cantidad de temas: el
impulso de los movimientos democráticos con los que se inició el siglo y el
aciago contrapunto que acaba de ponerle el triunfo de Donald Trump, las
diversas configuraciones del pueblo, las luchas por la igualdad y las fronteras
siempre imprecisas entre las performances del arte y las de la política.
Rancière es un filósofo atípico: alejado de la previsible pausa reflexiva que
solemos reconocer en el orador vacilante, habla a toda velocidad, soltando
manojos de frases que estallan unos detrás de otros, poseído por una prosa
inquieta, arrebatada, que emplea hundiéndose con pasión en la materia que
trata. Su estilo es tan punzante como sencillo, propio de quien revela en la
filosofía una larga y cultivada amistad con la igualdad como presupuesto de
toda política.
Pregunta FG.
:Partamos quizá por el “pueblo”, una
noción que la moda filosófico política de los noventa había dado de baja y que
varios de tus libros trajeron de vuelta. Veníamos bien, el siglo se abría con
movimientos, marchas, primaveras e intifadas, las democracias neoliberales se
caían a pedazos y de pronto aparecen el impeachment, Macri, el Brexit, Le Pen,
Donald Trump.
J.Rancière: Creo
que el siglo, como tú dices, comenzó con la irrupción cada vez más creciente de
movimientos democráticos, movimientos que de alguna manera trataron de crear
una nueva idea de “pueblo”. Este es mi punto. Pero mi punto es también que el
pueblo no existe per se, no es algo en sí mismo, sino más bien el efecto de una
construcción: nosotros somos el pueblo cuando nos reunimos en una plaza, cuando
llevamos a cabo nuestras reivindicaciones, pero la Constitución crea también un
pueblo, los medios crean un pueblo, y por eso la pregunta que corresponde
hacerse, la que a mí me interesa al menos, es qué pueblo es ahora.
FG.: ¿Y qué pueblo es ahora?
J.Rancière: Bueno,
te respondería la pregunta partiendo por el otro lado. Pienso que en países
como Francia o Estados Unidos ha habido una monopolización de este asunto por
parte de una clase política muy reducida. Al interior de esa clase política la
derecha y la izquierda parlamentarias se han ido indiferenciando cada vez más,
han ido perdiendo especificidad y tienden hoy a ser más o menos lo mismo. A la
vez siguen existiendo estos movimientos más pequeños que proponen otra idea de
lo popular, movimientos que generan el espacio para la enunciación de un
“nosotros”. Este enunciado trata de correr por fuera de la integración cada vez
mayor al poder político y al poder financiero, así que lo que tenemos es
nuevamente una división entre la élite política y todo aquello que es excluído
del sistema.
FG:
Pero Trump le habla a buena parte de esos excluídos, por mucho que no nos
guste.
J.Rancière: Trump
ocupa demagógicamente un lugar vacío: el lugar de un pueblo que no puede
representarse a sí mismo. Y finge por eso volver a la América profunda, como lo
hace Marine Le Pen evocando la Francia profunda, cuando lo que en realidad
están haciendo es producir desde arriba una especie de identificación
imaginaria. No hay que olvidar que la materia de la política es lo simbólico.
FG:_
Pero en tus escritos la materia de la política es más bien la experiencia
sensible, la relación entre los cuerpos, la vida en común. Acá en Chile hay un
programa de radio que se llama La comunidad de los iguales y a la vez nuestros
historiadores suelen dividirse actualmente entre los que siguen apelando a la
voz de los que no tienen voz y los que, como Miguel Valderrama, postulan una
especie de poshistoria en la que no hay ya ningún centro, ningún eje, ningún
horizonte que pueda ser prometido, un poco como lo planteas tú en el hermoso
libro sobre Béla Tarr.
J.Rancière: Sí, pero
yo no confundiría este asunto sobre el que he escrito a propósito de Béla Tarr,
el del tiempo de la espera o el de un tiempo alejado de las promesas de la
historia, con este imaginario de carácter poshistórico o pospolítico que de
alguna manera termina siendo funcional a la política del consenso. Esta es para
mí la ideología de los que monopolizan hoy el poder y los defensores de esta
ideología, con independencia de lo que mencionas sobre la poshistoria, saben
muy bien cómo enmascarar el neoliberalismo con esta falsa política de los
acuerdos. Con esto pasamos a creer en el fin de la política o, peor aun, en que
la política puede ser reducida en última instancia a la gestión del poder,
cuando lo que sucede más bien es la conjunción entre dos fenómenos: por un lado
la extrema derecha simula encarnar al pueblo situándose estratégicamente por
fuera del establishment de la clase política, por otro lado esto nos recuerda
que entonces la política no está muerta, que necesita de símbolos, que necesita
de ciertos dispositivos de simbolización colectivos. Esto en primer lugar.
FG:
¿Y en segundo lugar?
J.Rancière: En
segundo lugar, me parece importante considerar que el neoliberalismo no es hoy
solamente un credo económico, sino también una forma de pensamiento global.
Este pensamiento global tiene que ver con la fe en que una sociedad puede
fundarse en la desigualdad. Hay un odio a la igualdad, un desprecio, como si la
igualdad fuese algo infame. Pero en esto hay también una paradoja, puesto que a
título del neoliberalismo se pretende fingir que la política está muerta siendo
que, a la vez, se la necesita para dar justamente un aspecto político a ese
mismo neoliberalismo. Lo que estas élites plantean es algo que no me parece que
sea verdad: que la política puede ser reducida a la gestión del poder y que la
comunidad puede fundarse en la desigualdad.
FG:
Bueno, pero siempre fue un poco así.
J.Rancière: Pero la novedad reside esta vez en que la
extrema derecha está volviendo a ser exitosa en su evocación de símbolos
identitarios muy primitivos, muy elementales, de modo que lo que se produce es
una fusión entre los símbolos identitarios porpuestos por la extrema derecha y
la fe política en una desigualdad programada. Piensa que hasta hace muy poco en
Francia y en los mismos Estados Unidos la derecha se rehusaba a llamarse a sí
misma de esta manera.
FG:
Acá todavía se rehúsa.
J.Rancière: (Risas) ¿Se rehúsa? Bueno, ya se desnudarán, como lo hicieron allá, donde hasta
hace poco tiempo decían cosas del tipo “nosotros somos el centro” y decían
también, por mucho que no fuera cierto, que creían en la igualdad. Lo nuevo es
que hoy toda esta gente se proclama a sí misma de derecha y proclama
abiertamente que quiere la desigualdad.
FG:
Trump dice en realidad cualquier cosa, dice casi todo lo que se le cruza por la
cabeza, lo que no deja de tener ciertos resabios experimentales, en el sentido
de que produce al voleo anudamientos imprevisibles: se sitúa por fuera del
establishment, dispara contra los medios más poderosos, denuncia la
improductividad del sistema financiero, confiesa su devoción por Putin,
etcétera. Y a la vez es cierto: llama a regresar a una identidad bastante
convencional que está lejos de cualquier forma de experimentación.
J.Rancière: Es
cierto lo que dices, Trump anuda dos formas discursivas que son normalmente
antitéticas: por un lado se exhibe como un triunfador, un campeón, un hombre de
negocios que representa a la América de los que ganan contra la América de los
perdedores, y por otro apela a los excluidos, a los que han sido dejados de
lado por la clase política. Con esto genera una confluencia muy rara entre la
América triunfalista y la América de los que sufren. ¿Por qué sufren? ¿Sufren a
causa de los mexicanos, de los latinos, de los inmigrantes? Trump ha sabido
conjugar con mucha astucia las dos formas de la identidad americana.
FG:
Pero entiendo que a la vez la política no tiene para ti mucho que ver con esto.
No tiene que ver con la gestión ni con la vida, ni siquiera probablemente con
el poder. En tu trabajo, la política se juega más bien en la lucha perpetua
entre ricos y pobres.
J.Rancière: La
política para mí reside efectivamente en esa lucha, en esa oposición, solo que
ricos y pobres no responden a categorías sociológicas específicas o a grupos
sociales determinados: funcionan más bien en la estructura simbólica de esta
oposición. Movimientos como los Occupy Wall Street, por dar un ejemplo, resultan
de la conjunción de muchos grupos, de muchas identidades, de muchas formas de
subjetivación. En este sentido, el lugar de los oprimidos es heterogéneo, es
múltiple, como tú sugieres, pero a la vez estos oprimidos se construyen a sí
mismos en oposición a la gestión neoliberal del poder.
FG:
Es lo que nos ocurrió a nosotros con el movimiento estudiantil del 2011:
dejaron secuelas, dejaron marcas interesantes, dejaron una sensibilidad
transformada…
J.Rancière: Seguramente,
porque de lo que se trata es de una configuración que genera un nuevo tipo de
pueblo en tanto símbolo colectivo, gente que proviene de horizontes muy
diferentes y que, sin embargo, ocupan el mismo espacio, el mismo lugar. Lo que
así construyen es una suerte de oposición frente al mundo oficial, frente a la
política comprendida como gestión del poder.
FG:
Pero ¿no habrá cierto conformismo en pensar el asunto de esta manera? Algunos
han llegado a considerarte una especie de socialdemócrata sofisticado.
FG:
Bueno, lo sé, te lo pregunto porque teniéndote aquí tan cerca me gustaría saber
de primera mano cómo te defines tú. ¿Cómo un comunista no vanguardista, como un
anarquista, como un populista de izquierda?
J.Rancière: Me
defino como un demócrata radical. Ahora bien, si el comunismo del que tu
hablas, incluso el comunismo del hombre solo, significase algo, sería un tipo
de democracia radical, así como sería un tipo de democracia radical el
anarquismo. Me refiero a que lo que defiendo es en realidad una implementación
radical de la igualdad, lo que por cierto no tiene nada que ver con la
socialdemocracia, que como sabemos forma parte de la política parlamentaria. En
lo que respecta al populismo, creo que es un concepto muy ambiguo, en parte porque
por un lado remite al pueblo como un importantísimo símbolo de la política
mientras que, por el otro, designa como sabemos una forma de relación muy
específica entre el pueblo y el líder.
FG.¿Y
cómo lo vinculas con lo de Estados Unidos?
J.Rancière: Yo
considero que lo que pasó en Estados Unidos (y no solo en Estados Unidos) fue
que los políticos pensaron que era provechoso crear este tipo de enemigos: el
populismo es el enemigo, el populismo es lo que está al otro lado y todos los
que no están de acuerdo con quienes ejercemos actualmente el poder son en
realidad populistas. El problema es que les salió el tiro por la culata:
pensaron que era inteligente hacer esto y terminó apareciendo nada menos que
Trump.
FG:
O sea que para Rancière el populismo de izquierda no es una chance.
J.Rancière: Como
militantes de izquierda no podríamos hablar de “populismo”, puesto que lo que
se designa generalmente con ese nombre es el acaparamiento de fuerzas
democráticas en la figura de un líder carismático, como en el caso de Cristina
Kirchner, cuyo intento evidente fue el de gobernar encarnando al pueblo. El
pequeño problema está en que el pueblo no se puede encarnar.
FG
.No, por supuesto, pero yo no me refería a la articulación o la encarnación,
sino a la proliferación espontánea de redes colaborativas que operan a
distancia de las grandes urbes financieras y del establishment político. El
filósofo Rodrigo Karmy habla de intifadas sin pastores ni vanguardias y
Kaurismaki le llama a todo esto “comunismo idílico”, un comunismo que es
inmanente a las prácticas de los cuerpos y que no responde a ningún horizonte
utópico. Tu mismo lo dices en el prólogo al libro de Blanqui: “el comunismo es
la igualdad de todos los hombres que participan de un mismo saber sobre el
cielo”. Es una definición muy interesante, que postula de paso el carácter
indivisible de la inteligencia: la inteligencia como algo que fue siempre en
común y de la que cualquiera puede hacer uso subordinándola a la voluntad.
J.Rancière: Bueno, claro, una intifada sin vanguardia
supone que la igualdad de las inteligencias es la base del comunismo, y esto
significa que lo que está a la base del comunismo es este tipo de credo, de fe,
en una inteligencia que es compartida por todos. Esta base es para mí la
confianza en la capacidad de cualquiera y no tiene nada que ver, en tal caso,
con la idea de Negri y de Hardt del general intellect o de las destrezas
supuestamente comunes que suscitan las nuevas tecnologías. Yo no pienso de esta
forma, no es esto a lo que me refiero, sino al hecho de que el comunismo es
algo que se construye o se teje en cada momento, en cada relación. El punto que
me interesa es que en cada uno de estos momentos, en cada tipo de relación, en
cada instante se puede presuponer la igualdad o se puede reproducir la
desigualdad. Y por lo tanto o bien construimos un mundo comunista o bien
estamos reproduciendo la lógica de la desigualdad.
FG:
No puedo estar más de acuerdo. La igualdad es en todo caso para ti un
presupuesto, no una promesa o algo que aspiremos a conquistar. Es un punto de
partida, uno que cuando se ejerce da la impresión de tener un carácter bien
performático. Cuando esto sucede, la lógica del espectáculo cede a la del
carnaval y algo de esto pasó en Chile a partir del 2011.
J.Rancière: Es
cierto, yo creo que hay que pensar en todas las formas de creatividad, en todas
las inteligencias que son actuadas o son ejercidas cuando el orden normal de
las cosas es subvertido. Nosotros somos de alguna forma el testimonio de todos
estos movimientos revolucionarios, de todos estos tiempos revolucionarios, de
todos estos días revolucionarios en los que la gente hace una multiplicidad de
cosas: performances, actos o fiestas cuyos disturbios contrarrestan las fuerzas
de la desigualdad. Se trata de los momentos en los que los hombres, las
mujeres, los pueblos pueden probarse a sí mismos su habilidad para hacer cosas
para las que se suponía que no tenían ninguna capacidad. Pero este es solo un
lado del asunto; el otro tiene que ver con la temporalidad, que tú abrevias
bien en la figura del carnaval.
FG:
Pero intuyo que el carnaval no te gusta.
J.Rancière: No, no
es que no me guste; el problema con el carnaval es que es una forma de
invención popular o de subversión popular que responde a una cierta
institucionalidad. Todos los años tienen un momento en el que los hombres o las
mujeres del pueblo se convierten en reyes o en reinas y subvierten el mundo, lo
giran o lo dan vuelta, pero lo hacen en un tiempo específico. Y eso para mí es
diferente a esta capacidad de la gente del pueblo que suele asomar en momentos
inesperados, despojada de todo programa, de todo cronograma. El del carnaval es
el tiempo del pueblo, pero después de este tiempo cada quien retorna al
trabajo, retorna a su casa, retorna a su condición. Lo que pienso de estos
rituales es que no alcanzan a ser realmente subversivos, en parte porque lo que
para mí está en juego en la suspensión de la incapacidad que los otros nos
atribuyen es algo bien distinto: es la invención de una nueva temporalidad.
FG:Como
en La noche de los proletarios.
J.Rancière: Exacto, desde donde se podría extraer un
ejemplo bastante anecdótico: esa noche de los proletarios empieza a principios
de marzo y normalmente se extiende hasta el treinta y uno, puesto que después
como todos sabemos comienza abril. Pero curiosamente allí no existió abril,
sino el treinta y dos de marzo y luego el treinta y tres de marzo y así
sucesivamente. Es solamente una anécdota, pero una que permite ilustrar esta
idea de la subversión del tiempo o de la invención de un tiempo nuevo.
FG:
Pero al carnaval le subyace lo que toda historia ha vivido olvidando: la
irrupción de las potencias igualitarias de las tradiciones populares. ¿No hay
ahí una suerte de performance colectiva que es precisamente un tema del arte y
de la política a la vez?
J.Rancière: Por
supuesto, porque lo que resulta interesante al interior de los movimientos y de
las prácticas de los pueblos es justamente una indeterminación entre la
performance política y la performance artística. Lo que está allí es la idea de
la política como un modo de moverse, un modo de disposición entre los cuerpos,
el corte de una unidad temporal. En los movimientos políticos más recientes
esto está tan presente como en las performances más recientes del arte. Y por
eso considero que habría que hablar de dos intentos que son bien distintos: el
primero de estos intentos estriba en poner en la escena del arte todos los
significantes de la política, en recrear la política desde el arte; el segundo,
en cambio, estriba en los anudamientos o en las relaciones promiscuas que existen
ya de por sí entre las formas que provienen de la protesta política y aquellas
que derivan de la performance o de la invención artística. Lo que pienso sobre
estas prácticas es que hay entre ellas una indeterminación.
-Y una conjunción
también.
J.Rancière: Y
una conjunción también, una demarcación que es imprecisa. Y esto lo opongo a la
pretensión artística por recrear la palabra de la política a través de los
medios del arte.
*Federico Galende, filósofo, escritor y profesor de la
Universidad de Chile.
* Fuente. The clinic on line
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