Por Ernst Tugendhat. Universidad Libre de Berlín. (*)
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Otra pregunta que me aparece
fundamental para un entendimiento de la antropología es su relación con la
historia y las disciplinas históricas. Pues la pregunta “¿Qué es el ser
humano?” parecería implicar una orientación ahistórica. Así que nos tendremos
que preguntar: ¿En qué sentido contradice la antropología a una orientación
histórica y en qué otro sentido se podría decir que ella misma sugiere un tipo
de orientación histórica? Comienzo con la pregunta sobre si las diferentes
disciplinas filosóficas tienen alguna base en común o por lo menos alguna
interconexión. En otros tiempos se pensaba que la metafísica tuviera esta
función de una disciplina de base. Hoy, y desde hace ya bastante tiempo, se
habla del fin de la metafísica. Pero no es tan obvio qué es lo que se entiende
bajo este título: ¿se trata de la pregunta por el ser, de ontología, o de los
entes suprasensibles y en particular de Dios, de teología? El mismo Aristóteles
vacilaba entre estas dos maneras de entender lo que él llamó filosofía primera.
Pero cualquiera sea el énfasis en lo que se entiende bajo metafísica, no parece
obvio de qué manera ésta podría servir de base para las disciplinas
filosóficas. El mismo Aristóteles no pretendía que así fuera. Distinguía entre
filosofía teórica y práctica, una distinción que se encuentra también en Kant,
si bien de otra manera, y que es usual aún hoy: la distinción entre la pregunta
por lo que es y la pregunta por lo que debe ser. Ahora, tanto el ser como el
deber son algo que parece remitir a nuestro entendimiento, y cuando nos
preguntamos qué entendemos aquí por «nuestro», parece estar presupuesto: el
entendimiento de nosotros como seres humano.
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Antes
de proseguir con los problemas que aquí se abren quiero enfrentarme a otra de
las preguntas que mencioné al principio: ¿Se puede decir que la antropología
tiene a su vez una pegunta básica? Si la antropología (o su núcleo, como ahora
podríamos decir) es la base la toda filosofía la cuestión de una pregunta
básica de la antropología tendrá que estar estrechamente ligada a la que se
había de considerar como la pregunta básica de la filosofía. De lo que acabo de
decir se podría inferir que la pregunta básica de la antropología tendría que
consistir en preguntarse en qué consiste la estructura de nuestro entendimiento.
En mi libro sobre filosofía analítica desarrollé la tesis de que la pregunta
básica de la ontología «¿qué es el ser?» remite a la pregunta «¿en qué consiste
la estructura del entendimiento humano?».
Sin embargo, uno quisiera identificar
la pregunta básica de la filosofía no simplemente en relación con que ya antes
de había entendido como filosofía primera, sino que el concepto de filosofía
está a su vez en juego, y uno quisiera encontrar un punto de arranque en lo que
se podría considerar como la pregunta más básica que nos podemos plantear en
cuanto seres humano. Hay un pasaje en el primer libro de la «Republica» de
Platón (352d) donde Sócrates dice en su conversación con Trasímaco: «pues no
estamos tratando de un problema cualquiera, sino de qué manera se debe vivir».
Este «debe» no tiene un sentido meramente moral: para Platón se trataba del
bien, y en una reflexión antropológica nos podemos dar cuenta de que la
necesidad que los seres humano tienen para poner en cuestión su misma vida tiene
que ver con que, en contraste con las otras especies, no somos de «alambre
rígido» sino que podemos dudar de lo que hacemos y, por lo tanto, también de
cómo conducir nuestra vida misma. Por un lado creo que esto fue la pregunta
básica de Platón, y que fue ella la que a su vez lo llevó a las preguntas que
más tarde se llamarían metafísicas y, por otro, parece obvio que no se trata de
un capricho de Platón, sino que encontramos esta misma pregunta en todas las
culturas, sea en forma implícita en las mitología y tradiciones, sea como
pregunta abierta. En China, por ejemplo, lo que se entendía bajo filosofía se
llamaba la pregunta por el Tao, y «tao» significa «camino». Esta pregunta es
idéntica a la de Sócrates: se trata del camino que debemos tomar en la vida, y
lo característico de los humanos parece se que esto nunca es obvio. Ésta me
parece entonces ser la pregunta más básica que se pueden plantear los seres
humanos y que siempre intentan contestar de una u otra manera, y parece claro
que esta pregunta tiene los dos lados que ya mencioné: se trata de una pegunta
en primera persona, una pegunta de cada uno y, al mismo tiempo, de una pregunta
que nos planteamos los unos a los otros, una pegunta de «nosotros» que tiene
una pretensión intersubjetiva. Lo
especial de esta pregunta por el bien es que ella tiene una prioridad
motivacional, una motivación obvia. Ahora bien, esta pregunta se halla
estrechamente ligada a aquella otra que ya mencioné, a la pregunta por la estructura
del entendimiento, la cual, si la planteáramos por su propia cuenta, podría
parecer sin motivo, una cosa de pura curiosidad, pero que parece necesaria si
la entendemos como Platón la entendía, como conectada a la pregunta por el
bien. Ésta es entonces la pregunta básica de la filosofía por ser la pregunta
básica de nosotros como seres humanos. Nuestro próximo problema tiene que ser
si tenemos algún guión sobre cómo entender la pregunta por la estructura de
nuestro entendimiento. Aquí me quiero valer una vez más de un pasaje clásico.
(Estas citas naturalmente que no las uso en lugar de argumentos). Aristóteles,
en el segundo capítulo de su «Política» donde se propuso aclarar la estructura
social de los seres humano, parte de una comparación del lenguaje humano con
los leguajes primitivos que tienen otras especies sociales como las abejas, y
dice que lo específico del lenguaje humano es lo que él llamó logos, y con esto
se refiere a la estructura predicativa o proposicional del lenguaje humano. Los
otros animales, dice, se comunican recíprocamente sus estados sensitivos, dolor
y place, mientras que los hombre pueden hablar de lo bueno. Lo bueno sólo puede
entenderse como predicado, se trata siempre de un juicio de que algo es bueno,
y comunicarse sobre esto presupone el lenguaje proposicional. Aristóteles
quiere demostrar que comunicarse sobre lo justo (y aun pensar tal cosa) es algo
que sólo se puede hacer en el lenguaje predicativo. Mientras que las relaciones
sociales de otros animales están reguladas, como diríamos hoy, por su instintos
o, más bien, por su sistema genético, la manera de cómo los seres humanos se
reúnen en agrupaciones sociales se basa en la capacidad de comunicarse sobre lo
que consideran ser bueno para ellos. Esta intuición de Aristóteles me pareces
genial, y se puede desarrollar más allá de lo que él decía explícitamente, El
fenómeno general es el de lenguaje proposicional que es un lenguaje basado en
lo que se llama términos singulares, los cuales hacen que el contenido de lo
que se está diciendo quede independiente de la situación en que se está
hablando. Esto tiene a su vez como consecuencia que el interlocutor, en lugar
de reaccionar simplemente, contesta explícita o implícitamente con Sí o No, o
con posiciones intermediarias como pregunta o duda, con lo que el lenguaje
llega a tener una función independiente no sólo de la situación sino también de
la comunicación misma; surge lo que llamamos pensar y, cuando se piensa, uno
mismo puede dudar de lo que está pensando, surge el fenómeno de la
deliberación. Los dos componentes que en la acción animal están siempre
presentes pero nunca aparecen separado, el opinar que las cosas con así o asá y
el desear algo, se separan en dos forma lingüísticas independientes, y esto
tiene como consecuencia que tenemos que distinguir entre una deliberación
práctica que tiene como meta lo bueno y, por el otro lado, la deliberación
teórica que tiene que ver con lo que se está opinando y que tiene como meta lo
verdadero.
Cuando se delibera, se pregunta por las razones que están a favor y en contra de lo que se está diciendo o pensando. La acción ya no es dirigida simplemente por los deseos, sino también por lo que se piensa que es bueno y verdadero, por los resultados de la deliberación; esto presupone a su vez la capacidad de suspender sus deseos, capacidad que llamamos libertad y responsabilidad. Así que, junto con el lenguaje proposicional, aparecen varios rasgos antropológicos fundamentales que están interconectados entres sí: deliberación, pregunta, racionalidad, libertad, responsabilidad. Se podía llama a la especie anthropos animal racional, pero igualmente lo podríamos llamar animal deliberativo. La racionalidad no es una capacidad separada y de alguna manera sobrenatural, como se ha pensado en parte de nuestra tradición, sino que consiste simplemente en poder preguntar por razones, y esto se a su vez una consecuencia inevitable del lenguaje proposicional. Otra consecuencia, como acabamos de verlo en el pasaje de Aristóteles, es que esta especie es, como Aristóteles decía, un animal político y, como se podría añadir, un animal cultural. La evolución biológica ha encontrado en el lenguaje y la cultura un nuevo mecanismo de transmisión mucho más dinámico que
Cuando se delibera, se pregunta por las razones que están a favor y en contra de lo que se está diciendo o pensando. La acción ya no es dirigida simplemente por los deseos, sino también por lo que se piensa que es bueno y verdadero, por los resultados de la deliberación; esto presupone a su vez la capacidad de suspender sus deseos, capacidad que llamamos libertad y responsabilidad. Así que, junto con el lenguaje proposicional, aparecen varios rasgos antropológicos fundamentales que están interconectados entres sí: deliberación, pregunta, racionalidad, libertad, responsabilidad. Se podía llama a la especie anthropos animal racional, pero igualmente lo podríamos llamar animal deliberativo. La racionalidad no es una capacidad separada y de alguna manera sobrenatural, como se ha pensado en parte de nuestra tradición, sino que consiste simplemente en poder preguntar por razones, y esto se a su vez una consecuencia inevitable del lenguaje proposicional. Otra consecuencia, como acabamos de verlo en el pasaje de Aristóteles, es que esta especie es, como Aristóteles decía, un animal político y, como se podría añadir, un animal cultural. La evolución biológica ha encontrado en el lenguaje y la cultura un nuevo mecanismo de transmisión mucho más dinámico que
la transmisión genética, la cual naturalmente
sigue como base. Creo que una de las ventajas que tiene el tomar el lenguaje
proposicional como punto clave para entender lo peculiar de la especie
anthropos, es que, cuando se comienza con él uno se puede dar inmediatamente
cuenta de las funciones que él tiene para la supervivencia, y así es posible
entender por qué esta especie pudo aparecer dentro de la evolución biológica.
La capacidad de poder preguntar por razones, que es una consecuencia inmediata
del lenguaje proposicional, implica un nuevo nivel cognitivo; tanto en el
pensamiento instrumental como en lo social, esta capacidad significa una
flexibilidad de un nuevo orden en la adaptación al medio ambiente; y, además,
el lenguaje humano permitió, en comparación con el genético, un nuevo mecanismo
de transmisión y, así, de acumulación del aprendizaje de generación en
generación, la transmisión cultural e histórica. Si se tomase la libertad o la
autoconciencia como el aspecto central del ser humano, como lo han hecho algunos
representantes de la antropología filosófica del siglo XX, no se entendería su
función, así que eso son rasgos que se deben entender como fundados a su vez en
el lenguaje como rasgo clave. Un problema que surge cuando se comienza así como
propongo, es en qué medida se pueden explicar desde este punto de vista otras
características que consideramos fundamentales para la especie anthropos.
Algunas como, por ejemplo, la conciencia del tiempo o lo particular de las
emociones humanas, parecen estar estrechamente conectadas al lenguaje. En
otras, como en la música y las artes, no es obvia tal conexión. Aun si nos
restringimos dentro de la antropología a lo que llamé el núcleo, es decir, al
entendimiento, éste no se puede reducir al entendimiento del lenguaje. Mi tesis
es sólo que el lenguaje ocupa un lugar central dentro del entendimiento humano,
y que me parece valer la pena preguntar por las consecuencias que él tiene para
la manera en que vivimos, pero me siento bien lejos de tener una idea
sistemática y abarcante del entendimiento humano.
En el tiempo que me queda me voy a ocupar primero de la relación entre antropología filosófica y antropología empírica y, a partir de ahí, enfrentarme al problema de las tradiciones y de lo histórico. Con antropología empírica me refiero a lo que en inglés se conoce como cultural anthropology. Lo que en contraste con ésta se puede llamar antropología filosófica es naturalmente algo a su vez empírico, pero que no se lleva a cabo en tercera persona, no se parte de al descripción de otras culturas, sino que se comienza en primera persona plural, aclarando estructuras del ser y entender propio, y en la medida en que se viene a conocer otras culturas, esto sigue siendo en primera y segunda persona, es decir, se amplía el horizonte propio. La etnología, la cultural anthropology, parte del otro lado pero el hecho de que trate en primer lugar de sociedades preliterarias, es a su vez una unilateralidad. En principio debería ocuparse de la totalidad de las culturas, y al parecer es así como se ve hoy en día cada vez más la etnología. Además, quienes estudian culturas particulares no pueden evitar reflexionar también sobre las estructuras generales, aunque esta reflexión suele ocurrir en tercera persona, ya que tratan sobre todo de culturas que están lejos de nosotros. Creo sin embargo que deberíamos ver las dos disciplina –la antropología filosófica y las investigaciones de la antropología cultural- como aproximándose una a la otra, de manera que, en último término, se distinguiría sólo por una diferencia de enfoque. La antropología filosófica comienza con la estructura de lo nuestro y después vamos corrigiendo nuestras ingenuidades en el grado en que llegamos a conocer culturas siempre más diferentes que la propia. Es ésta una dinámica hermenéutica que siempre queda en primera y segunda persona, es decir, que las culturas ajenas no nos interesan en tercera persona, como objetos de nuestra curiosidad, sino como interlocutoras en un diálogo imaginario en el que las estructuras de otras culturas se ven como siendo potencialmente las nuestras propias. Esto es la dinámica que ya describí al comienzo entre la perspectiva subjetiva y una objetividad que consiste en una intersubjetividad más amplia. El entendimiento de la vida en otras culturas es visto como una posibilidad propia: ello implica que también se aplica una crítica racional a las culturas ajenas, lo mismo que a la propia: es decir, el diálogo imaginario no es simplemente, como parece serlo en Gadamer, una conversación, sino un diálogo racional; y esto significa que cuando las culturas ajenas contienen suposiciones que no me parecen ser racionalmente justificables, como la creencia en dioses, o costumbres que sólo parecen estar justificadas por autoridades tradicionales, esto va a in-crementar mi conocimiento de lo humano en tercera, posiblemente segunda persona, pero va a ser rechazada en primera persona como posible ampliación de nuestro entendimiento de nosotros mismos. Resumiendo lo que acabo de decir: la antropología filosófica es esencialmente reflexiva, pero, al no tener un carácter a priori, es susceptible a se corregida por la etnología. Pero al ser reflexiva ella hace una distinción que parecerá extraña al antropólogo que investiga en tercera persona, una distinción entre estructuras del ser humano que puede ser importante para nosotros, y otras que no lo son. La palabra «nosotros» no representa en esta proposición nuestra tradición, sino que se trata de nosotros como encontrándonos en una reflexión racional que hace un examen igualmente crítico tanto de la propia como de otras tradiciones. No se trata de un enfrentamiento entre culturas, sino que el antropólogo está haciendo una reflexión crítica tanto de la cultura propia como de las ajenas. Esta problemática se hace aún más aguda cuando el filósofo no se ocupa solamente de estructuras sino de aquello que para él había sido la pregunta inicial, la pregunta de Sócrates sobre qué es el bien para nosotros como seres humano, una pregunta que obviamente sólo tiene sentido en primer a persona, tanto singular como plural, y que por lo tanto no existe para el etnólogo excepto como pregunta que hacen los sujetos que él está investigando. Se podría eludir esta pregunta manteniendo que la antropología sólo tiene que ver con estructuras. Eso naturalmente sería simplemente una cuestión de definición. De hecho no podemos eludir esta pregunta sobre cómo debemos vivir, y hoy solo puede tener el sentido, como ya lo tenía para Sócrates y también para Kant, de preguntarse: ¿cómo debemos vivir como seres humano y no por entendernos dentro de una cierta tradición?, por la razón de que el mero hecho de que nos encontremos en una cierta tradición no basta como horizonte para justificar cómo es bueno vivir. El recurrir al ser humano y, en consecuencia, a la antropología, tenía, tanto en la Ilustración griega como en el moderna, precisamente el sentido de rechazar toda justificación que fuera solamente tradicional y por eso autoritaria, y de ahí que nos veamos reducidos a nosotros mismos como seres humanos. Esto significa que ya no es suficiente entender la antropología sólo en contraste con la metafísica. Pues la metafísica no era a su vez otra cosa que una primera concepción de Platón para deshacerse de la tradición. Para quien está reflexionando antropológicamente en primera persona, el adversario más importante que la metafísica es el pensamiento cuyo horizonte de reflexión es la tradición, lo histórico. Aquí quizás valga la pena hacerse consciente de en qué media sociedades anteriores se orientaron, en la pregunta sobre cómo se debe vivir, por autoridades y por el pasado; piénsese en nuestra Edad Media o en el Islam o en la China antigua, por no hablar de sociedades primitivas. Esto es a su vez un hecho antropológico, es decir, que nos podemos dar cuenta de que los seres humanos, al no estar su modo de vida genéticamente determinado sino por razones, tenían que buscar estas razones donde se trataba de cómo vivir, en lo que decían los antepasados y, cuando esto no resultaba suficiente, en una revelación sobrenatural. Pero para nosotros este hecho ya sólo puede ser uno en tercera persona: podemos entender por qué esto tenía que ser así en general, pero también podemos entender que para nosotros esto ya no puede ser así, pues a pesar de que la vida humana no sea pensable independientemente de tradiciones, el mero hecho de que algo pertenezca a nuestra tradición no puede se una razón para aceptarlo como justificado. Es fácil darse cuenta que tanto un justificación que se basa en una tradición como una justificación religiosa tienen algo de absurdo. Pues si se dice que vivir así es bueno porque los antepasados vivían así, inmediatamente recurre la pregunta ¿Y por qué los antepasados pesaban que vivir así fuera bueno? Y si se dice que se debe vivir así porque Dios lo exige nos vemos delante de la pregunta ¿Es bueno porque Dios lo exige o lo exige Dios porque es bueno? Asé que siempre vuelve la pregunta ¿Por qué es bueno?
En realidad llegamos sólo ahora a la verdadera razón porque la reflexión antropológica es inevitable. Es la insuficiencia de todas las otras justificaciones que nos obliga a recurrir a la antropología. La ocupación con el ser humano no es sólo una necesidad filosófica, como ha podido parece al comienzo de esta conferencia, sino el resultado de la insuficiencia de la justificación tradicionalista, de lo evolutivo. Creo que aún hoy no se tiene en general un entendimiento correcto de lo histórico. Desde luego que siempre vivimos en una determinada situación histórica y nos podemos acomodar a ella en cuanto a los hechos, pero las normas con las que nos enfrentamos con ella no pueden ser justificadas a partir de ella. No parece tener sentido justificar que algo es bueno refiriéndonos a la tradición; e igualmente no tiene sentido justificarlo con referencia al presente, es decir, a su modernidad. Lo que hoy se considera ser bueno y lo que antes estaba considerado como bueno, son ambos meros hechos y no contribuyen para nada a la pregunta sobre si son buenos. Ésta fue la pregunta ante la cual se vieron los representantes de la ilustración antropológica, por ejemplo Sócrates y Kant, y, por su antagonismo contra la tradición, podía parecer plausible recurrir a una justificación metafísica, es decir, a algo sobrenatural. Así lo hizo también Kant al decir que en la facultad humana de razón habría un núcleo sobrenatural que nos dicta cómo debemos actuar. El no fue un metafísico simple, sino partió de la antropología, pues pensó que lo humano contenía un factor sobrenatural del que se podía deducir una respuesta a la pregunta por el bien. Una vez que se considera que no puede mantenerse la suposición de un núcleo sobrenatural, y que una tal deducción de la moral no es viable, hemos de ver de otra manera la conexión entre la estructura de la vida humana y la pregunta sobre cómo debemos vivir. Aunque una vez más debo confesar que no me encuentro en posesión de una respuesta sistemáticamente satisfactoria a esta pregunta, sí quiero indicar al menos dos pasos que me parecen necesarios. El primero consiste en que debemos rechazar no sólo la concepción concreta de Kant sino también la idea en general de un imperativo categórico, es decir. La suposición de que nos encontremos bajo alguna necesidad práctica absoluta, una necesidad que no es meramente hipotética. Creo que es fácil darse cuenta de que, primero, una necesidad práctica absoluta o tiene sentido y, segundo, de que ello sólo se puede entender como teniendo su origen en la idea religiosa de un mandamiento divino. Ahora bien, si esto es así, si no existe una necesidad absoluta, entonces la pegunta por el bien no puede desembocar en un mandamiento sino que puede ser entendida sólo como pregunta por un consejo. La pregunta no puede tener como meta algo necesario, sino sólo algo posible, para lo que se pueden dar buenas razones. El segundo paso consiste en distinguir dentro de la pregunta por el bien una región más limitada, la de la moral, de otra más amplia, que se puede llamar ética. La moral se caracteriza por el hecho de que aquí se trata de exigencias recíprocas y por ello, en cierto sentido, de algo necesario. Pero es una necesidad solamente hipotética. Entenderse como miembro de una sociedad moral es siempre sólo una opción, aunque muy aconsejables; y la única sociedad moral que se puede justificar de una manera que no es ni tradicional ni metafísica, me paree ser la de un contractualismo simétrico. He escrito sobre esto y no es este el lugar para desarrollarlo. De cualquier manera se trata de una temática que se nos impone simplemente como seres humanos que quieren convivir, con independencia de todas las tradiciones y esto significa que las buenas razones par entrar en esta sociedad moral se basan sobre una reflexión puramente antropológica. La otra región dentro de la pregunta por el bien es aquella donde solamente se trata de buenas razones para vivir bien o mejor, sin referencia a exigencias recíprocas, a la que se puede llamar, en contraste con la moral, la región de lo ético. Esta distinción entre lo ético y lo moral es naturalmente sólo una terminología artificial que corresponde a una diferenciación que también otros están haciendo hoy (por ejemplo Habermas).
Desde luego que moral es simplemente la traducción latina de lo que los griegos llamaron ética. Pero no tiene importancia la terminología que usamos: lo que importa es que hoy hemos de hacer una distinción que no era necesaria en las culturas tradicionales por estar en ellas justificados todos los valores por autoridad, y así toda la dimensión del bien era absorbida por la moral, prescrita por
mandamientos. Sólo cuando rechazamos
las justificaciones tradicionalistas del bien, entonces la moral, es decir, la
región de exigencias que ahora es concebida como de exigencias recíprocas, es
reducida a una esfera más limitada; y cómo cada uno quiera entender su propio
bien, lo que se llama el bien prudencial, es cosa suya, un asunto de buenas
razones sólo en el grado en que lo convenza. Es un asunto de buenos consejos
–consejo es lo mismo que deliberación, sólo en segunda persona-. Vas a ver, le
podríamos decir a alguien, que así vivirás mejor, pero es decisión tuya. ¿Cómo
debemos entender estas buenas razones? Aquí he de confesar por tercera vez en
esta conferencia que no estoy en posesión de una teoría. Me lo he tratado de
aclarar sólo en un caso que me interesa especialmente el de la religión y de la
mística, y quizás de ahí se puedan desprender algunas generalizaciones. Todo lo
específicamente religioso tiene que ser rechazado en un diálogo antropológico
racional, ya que creer en un dios implica una suposición de existencia que no
se puede justificar intersubjetivamente y que quizás ni siquiera tenga sentido.
Esto corresponde al rechazo general de todo lo que es justificado simplemente
por autoridad y tradición. Lo místico, en cambio, en el sentido en que yo
entiendo esta apalabra, es una actitud humana que no remite a algo histórico y
que no se refiere a nada sobrenatural; es simplemente una actitud de recogerse
en sí mismo en que uno se hace consciente al mismo tiempo de la totalidad el
mundo, y así gana una conciencia de su propia insignificancia y una conciencia
no egocéntrica de otros seres.
Esta actitud se puede entender a partir de la estructura antropológica, como lo he indicado en mi libro «Egocentricidad y Mística», pero el adoptarla es sólo una posibilidad, no una necesidad. No es una posibilidad arbitraria, sin una a favor de la cual hay buenas razones. Y ello porque, primero, el tipo de experiencia que la mística permite pretende ser mejor (es decir, uno se «siente» mejor en ella, el sentimiento y su comparación con otros sentimientos es un componente importante); segundo, porque permite una actitud duradera en el tiempo, es decir, se puede mantener igual bajo diferentes condiciones y, además, se trata de una actitud que ya en sí se refiere a la totalidad de la vida. Ambos puntos están fundados en aspectos de la estructura antropológica, tanto la comparación deliberativa que se expresa en el «mejor» como también la importancia de lo duradero en el tiempo. Ahora bien, esta actitud es a su vez susceptible de más de una interpretación. En diferentes culturas fue entendida de maneras distintas. Debo por consiguiente entrar en un diálogo imaginario con las distintas interpretaciones que encuentran a lo largo y ancho de la historia. Este diálogo respecto a cómo concebir la mística y, en general, a cómo concebir la vida buena es similar al diálogo imaginario a que hice referencia en relación con las estructuras del entendimiento. Cuando me enfrento a otras posibilidades de entender la mística, incluidas aquellas que no se encuentran en mi propia tradición, voy a relativizar y posiblemente cambiar la interpretación que había tendido al principio. Por otro lado anhelo criticar las interpretaciones y justificaciones en que los místicos se han entendido y que en general son más fuertes de lo que parece racional (por ejemplo muchas veces dicen que la suya es la única vida verdadera). En este ejemplo de la religión y mística aparecen tres aspectos que se pueden generalizar: primero, que en la pregunta por la vida buena desaparece la referencia a la tradición como fuente de justificación; segundo, la importancia que tienen el sentimiento y ejemplos paradigmáticos en la cuestión de la vida buenas. En la pregunta sobre cómo se puede vivir bien es importante darse cuenta de qué vidas de otros nos parecen admirables y dignas de imitación. Como ya indiqué, esto implica como factor importante la comparación entre diferentes sentimientos, así que el hablar de razones no se ha de entender siempre de una manera demasiado literal. La pregunta sobre qué vida es mejor no es en sus últimos criterios tan diferente de la pregunta sobre qué música es mejor que otra, o qué vino es superior a otro. Tercero, en este diálogo imaginario resultó inevitable una referencia a lo histórico en un sentido que es bien diferente de aquel que hace un instante yo he rechazado. Lo que parece inevitable es que en la pregunta sobre cómo se puede vivir mejor nos debemos exponer a la multiplicidad de concepciones que encontramos en la historia. Aquí «historia» es entendida en otro sentido que cuando hablamos de historia como una conexión continua y diacrónica de una tradición. Por ello hablé antes de «lo largo y lo ancho» de la historia. Se trata ahora simplemente de una pluralidad de posiciones, no de una línea temporal y causal entre ellas. Desde este punto de vista, las posibilidades humanas de otras culturas nos tienen que aparecer igualmente importantes que aquellas con que nos encontramos en una continuidad temporal y causal. Me parece importante darnos cuenta de esta ambigüedad en lo que se llama «historia». Lo histórico, cuando lo entendemos en una continuidad temporal y causal, no puede justificar valores; más bien vale lo contrario: cuando podemos demostrar las condiciones temporales y causales de una concepción, la relativizamos. (Naturalmente que la historia, en el otro sentido, en el de pura multiplicidad de concepciones, tampoco sirve como justificación, pero esto nadie lo pretende; sin embargo, la multiplicidad de concepciones son posibles interlocutores en el diálogo de primera y segunda persona). Si Vds. me preguntan por qué debemos entender ese diálogo imaginario como racional y por qué, cuando concepciones no me parecen justificables, las rechazo y las veo de ahí en adelante sólo en tercera persona, quizás no pueda decir mucho más de lo que decía Aristóteles en respuesta a los que le pidieron una justificación del principio de no-contradicción: decía que en su crítica presuponían aquello que ponían en duda. Por otro lado nadie está obligado a entrar en este diálogo. No sabría decir qué sentido tendría esta obligación. Pienso que la pregunta por la vida buena, si se entiende como pregunta intersubjetiva, tiene ese sentido racional en que la entendió Sócrates, y que en ese caso tiene como consecuencia negar lo tradicional y autoritario como instancia de justificación. Y esto es lo que conduce a la idea de una antropología tal como la he intentado describir en esta ponencia, donde ella no es vista sólo en contraste con la metafísica sino, igualmente, en contraste con las tradiciones.
En el tiempo que me queda me voy a ocupar primero de la relación entre antropología filosófica y antropología empírica y, a partir de ahí, enfrentarme al problema de las tradiciones y de lo histórico. Con antropología empírica me refiero a lo que en inglés se conoce como cultural anthropology. Lo que en contraste con ésta se puede llamar antropología filosófica es naturalmente algo a su vez empírico, pero que no se lleva a cabo en tercera persona, no se parte de al descripción de otras culturas, sino que se comienza en primera persona plural, aclarando estructuras del ser y entender propio, y en la medida en que se viene a conocer otras culturas, esto sigue siendo en primera y segunda persona, es decir, se amplía el horizonte propio. La etnología, la cultural anthropology, parte del otro lado pero el hecho de que trate en primer lugar de sociedades preliterarias, es a su vez una unilateralidad. En principio debería ocuparse de la totalidad de las culturas, y al parecer es así como se ve hoy en día cada vez más la etnología. Además, quienes estudian culturas particulares no pueden evitar reflexionar también sobre las estructuras generales, aunque esta reflexión suele ocurrir en tercera persona, ya que tratan sobre todo de culturas que están lejos de nosotros. Creo sin embargo que deberíamos ver las dos disciplina –la antropología filosófica y las investigaciones de la antropología cultural- como aproximándose una a la otra, de manera que, en último término, se distinguiría sólo por una diferencia de enfoque. La antropología filosófica comienza con la estructura de lo nuestro y después vamos corrigiendo nuestras ingenuidades en el grado en que llegamos a conocer culturas siempre más diferentes que la propia. Es ésta una dinámica hermenéutica que siempre queda en primera y segunda persona, es decir, que las culturas ajenas no nos interesan en tercera persona, como objetos de nuestra curiosidad, sino como interlocutoras en un diálogo imaginario en el que las estructuras de otras culturas se ven como siendo potencialmente las nuestras propias. Esto es la dinámica que ya describí al comienzo entre la perspectiva subjetiva y una objetividad que consiste en una intersubjetividad más amplia. El entendimiento de la vida en otras culturas es visto como una posibilidad propia: ello implica que también se aplica una crítica racional a las culturas ajenas, lo mismo que a la propia: es decir, el diálogo imaginario no es simplemente, como parece serlo en Gadamer, una conversación, sino un diálogo racional; y esto significa que cuando las culturas ajenas contienen suposiciones que no me parecen ser racionalmente justificables, como la creencia en dioses, o costumbres que sólo parecen estar justificadas por autoridades tradicionales, esto va a in-crementar mi conocimiento de lo humano en tercera, posiblemente segunda persona, pero va a ser rechazada en primera persona como posible ampliación de nuestro entendimiento de nosotros mismos. Resumiendo lo que acabo de decir: la antropología filosófica es esencialmente reflexiva, pero, al no tener un carácter a priori, es susceptible a se corregida por la etnología. Pero al ser reflexiva ella hace una distinción que parecerá extraña al antropólogo que investiga en tercera persona, una distinción entre estructuras del ser humano que puede ser importante para nosotros, y otras que no lo son. La palabra «nosotros» no representa en esta proposición nuestra tradición, sino que se trata de nosotros como encontrándonos en una reflexión racional que hace un examen igualmente crítico tanto de la propia como de otras tradiciones. No se trata de un enfrentamiento entre culturas, sino que el antropólogo está haciendo una reflexión crítica tanto de la cultura propia como de las ajenas. Esta problemática se hace aún más aguda cuando el filósofo no se ocupa solamente de estructuras sino de aquello que para él había sido la pregunta inicial, la pregunta de Sócrates sobre qué es el bien para nosotros como seres humano, una pregunta que obviamente sólo tiene sentido en primer a persona, tanto singular como plural, y que por lo tanto no existe para el etnólogo excepto como pregunta que hacen los sujetos que él está investigando. Se podría eludir esta pregunta manteniendo que la antropología sólo tiene que ver con estructuras. Eso naturalmente sería simplemente una cuestión de definición. De hecho no podemos eludir esta pregunta sobre cómo debemos vivir, y hoy solo puede tener el sentido, como ya lo tenía para Sócrates y también para Kant, de preguntarse: ¿cómo debemos vivir como seres humano y no por entendernos dentro de una cierta tradición?, por la razón de que el mero hecho de que nos encontremos en una cierta tradición no basta como horizonte para justificar cómo es bueno vivir. El recurrir al ser humano y, en consecuencia, a la antropología, tenía, tanto en la Ilustración griega como en el moderna, precisamente el sentido de rechazar toda justificación que fuera solamente tradicional y por eso autoritaria, y de ahí que nos veamos reducidos a nosotros mismos como seres humanos. Esto significa que ya no es suficiente entender la antropología sólo en contraste con la metafísica. Pues la metafísica no era a su vez otra cosa que una primera concepción de Platón para deshacerse de la tradición. Para quien está reflexionando antropológicamente en primera persona, el adversario más importante que la metafísica es el pensamiento cuyo horizonte de reflexión es la tradición, lo histórico. Aquí quizás valga la pena hacerse consciente de en qué media sociedades anteriores se orientaron, en la pregunta sobre cómo se debe vivir, por autoridades y por el pasado; piénsese en nuestra Edad Media o en el Islam o en la China antigua, por no hablar de sociedades primitivas. Esto es a su vez un hecho antropológico, es decir, que nos podemos dar cuenta de que los seres humanos, al no estar su modo de vida genéticamente determinado sino por razones, tenían que buscar estas razones donde se trataba de cómo vivir, en lo que decían los antepasados y, cuando esto no resultaba suficiente, en una revelación sobrenatural. Pero para nosotros este hecho ya sólo puede ser uno en tercera persona: podemos entender por qué esto tenía que ser así en general, pero también podemos entender que para nosotros esto ya no puede ser así, pues a pesar de que la vida humana no sea pensable independientemente de tradiciones, el mero hecho de que algo pertenezca a nuestra tradición no puede se una razón para aceptarlo como justificado. Es fácil darse cuenta que tanto un justificación que se basa en una tradición como una justificación religiosa tienen algo de absurdo. Pues si se dice que vivir así es bueno porque los antepasados vivían así, inmediatamente recurre la pregunta ¿Y por qué los antepasados pesaban que vivir así fuera bueno? Y si se dice que se debe vivir así porque Dios lo exige nos vemos delante de la pregunta ¿Es bueno porque Dios lo exige o lo exige Dios porque es bueno? Asé que siempre vuelve la pregunta ¿Por qué es bueno?
En realidad llegamos sólo ahora a la verdadera razón porque la reflexión antropológica es inevitable. Es la insuficiencia de todas las otras justificaciones que nos obliga a recurrir a la antropología. La ocupación con el ser humano no es sólo una necesidad filosófica, como ha podido parece al comienzo de esta conferencia, sino el resultado de la insuficiencia de la justificación tradicionalista, de lo evolutivo. Creo que aún hoy no se tiene en general un entendimiento correcto de lo histórico. Desde luego que siempre vivimos en una determinada situación histórica y nos podemos acomodar a ella en cuanto a los hechos, pero las normas con las que nos enfrentamos con ella no pueden ser justificadas a partir de ella. No parece tener sentido justificar que algo es bueno refiriéndonos a la tradición; e igualmente no tiene sentido justificarlo con referencia al presente, es decir, a su modernidad. Lo que hoy se considera ser bueno y lo que antes estaba considerado como bueno, son ambos meros hechos y no contribuyen para nada a la pregunta sobre si son buenos. Ésta fue la pregunta ante la cual se vieron los representantes de la ilustración antropológica, por ejemplo Sócrates y Kant, y, por su antagonismo contra la tradición, podía parecer plausible recurrir a una justificación metafísica, es decir, a algo sobrenatural. Así lo hizo también Kant al decir que en la facultad humana de razón habría un núcleo sobrenatural que nos dicta cómo debemos actuar. El no fue un metafísico simple, sino partió de la antropología, pues pensó que lo humano contenía un factor sobrenatural del que se podía deducir una respuesta a la pregunta por el bien. Una vez que se considera que no puede mantenerse la suposición de un núcleo sobrenatural, y que una tal deducción de la moral no es viable, hemos de ver de otra manera la conexión entre la estructura de la vida humana y la pregunta sobre cómo debemos vivir. Aunque una vez más debo confesar que no me encuentro en posesión de una respuesta sistemáticamente satisfactoria a esta pregunta, sí quiero indicar al menos dos pasos que me parecen necesarios. El primero consiste en que debemos rechazar no sólo la concepción concreta de Kant sino también la idea en general de un imperativo categórico, es decir. La suposición de que nos encontremos bajo alguna necesidad práctica absoluta, una necesidad que no es meramente hipotética. Creo que es fácil darse cuenta de que, primero, una necesidad práctica absoluta o tiene sentido y, segundo, de que ello sólo se puede entender como teniendo su origen en la idea religiosa de un mandamiento divino. Ahora bien, si esto es así, si no existe una necesidad absoluta, entonces la pegunta por el bien no puede desembocar en un mandamiento sino que puede ser entendida sólo como pregunta por un consejo. La pregunta no puede tener como meta algo necesario, sino sólo algo posible, para lo que se pueden dar buenas razones. El segundo paso consiste en distinguir dentro de la pregunta por el bien una región más limitada, la de la moral, de otra más amplia, que se puede llamar ética. La moral se caracteriza por el hecho de que aquí se trata de exigencias recíprocas y por ello, en cierto sentido, de algo necesario. Pero es una necesidad solamente hipotética. Entenderse como miembro de una sociedad moral es siempre sólo una opción, aunque muy aconsejables; y la única sociedad moral que se puede justificar de una manera que no es ni tradicional ni metafísica, me paree ser la de un contractualismo simétrico. He escrito sobre esto y no es este el lugar para desarrollarlo. De cualquier manera se trata de una temática que se nos impone simplemente como seres humanos que quieren convivir, con independencia de todas las tradiciones y esto significa que las buenas razones par entrar en esta sociedad moral se basan sobre una reflexión puramente antropológica. La otra región dentro de la pregunta por el bien es aquella donde solamente se trata de buenas razones para vivir bien o mejor, sin referencia a exigencias recíprocas, a la que se puede llamar, en contraste con la moral, la región de lo ético. Esta distinción entre lo ético y lo moral es naturalmente sólo una terminología artificial que corresponde a una diferenciación que también otros están haciendo hoy (por ejemplo Habermas).
Desde luego que moral es simplemente la traducción latina de lo que los griegos llamaron ética. Pero no tiene importancia la terminología que usamos: lo que importa es que hoy hemos de hacer una distinción que no era necesaria en las culturas tradicionales por estar en ellas justificados todos los valores por autoridad, y así toda la dimensión del bien era absorbida por la moral, prescrita por
Esta actitud se puede entender a partir de la estructura antropológica, como lo he indicado en mi libro «Egocentricidad y Mística», pero el adoptarla es sólo una posibilidad, no una necesidad. No es una posibilidad arbitraria, sin una a favor de la cual hay buenas razones. Y ello porque, primero, el tipo de experiencia que la mística permite pretende ser mejor (es decir, uno se «siente» mejor en ella, el sentimiento y su comparación con otros sentimientos es un componente importante); segundo, porque permite una actitud duradera en el tiempo, es decir, se puede mantener igual bajo diferentes condiciones y, además, se trata de una actitud que ya en sí se refiere a la totalidad de la vida. Ambos puntos están fundados en aspectos de la estructura antropológica, tanto la comparación deliberativa que se expresa en el «mejor» como también la importancia de lo duradero en el tiempo. Ahora bien, esta actitud es a su vez susceptible de más de una interpretación. En diferentes culturas fue entendida de maneras distintas. Debo por consiguiente entrar en un diálogo imaginario con las distintas interpretaciones que encuentran a lo largo y ancho de la historia. Este diálogo respecto a cómo concebir la mística y, en general, a cómo concebir la vida buena es similar al diálogo imaginario a que hice referencia en relación con las estructuras del entendimiento. Cuando me enfrento a otras posibilidades de entender la mística, incluidas aquellas que no se encuentran en mi propia tradición, voy a relativizar y posiblemente cambiar la interpretación que había tendido al principio. Por otro lado anhelo criticar las interpretaciones y justificaciones en que los místicos se han entendido y que en general son más fuertes de lo que parece racional (por ejemplo muchas veces dicen que la suya es la única vida verdadera). En este ejemplo de la religión y mística aparecen tres aspectos que se pueden generalizar: primero, que en la pregunta por la vida buena desaparece la referencia a la tradición como fuente de justificación; segundo, la importancia que tienen el sentimiento y ejemplos paradigmáticos en la cuestión de la vida buenas. En la pregunta sobre cómo se puede vivir bien es importante darse cuenta de qué vidas de otros nos parecen admirables y dignas de imitación. Como ya indiqué, esto implica como factor importante la comparación entre diferentes sentimientos, así que el hablar de razones no se ha de entender siempre de una manera demasiado literal. La pregunta sobre qué vida es mejor no es en sus últimos criterios tan diferente de la pregunta sobre qué música es mejor que otra, o qué vino es superior a otro. Tercero, en este diálogo imaginario resultó inevitable una referencia a lo histórico en un sentido que es bien diferente de aquel que hace un instante yo he rechazado. Lo que parece inevitable es que en la pregunta sobre cómo se puede vivir mejor nos debemos exponer a la multiplicidad de concepciones que encontramos en la historia. Aquí «historia» es entendida en otro sentido que cuando hablamos de historia como una conexión continua y diacrónica de una tradición. Por ello hablé antes de «lo largo y lo ancho» de la historia. Se trata ahora simplemente de una pluralidad de posiciones, no de una línea temporal y causal entre ellas. Desde este punto de vista, las posibilidades humanas de otras culturas nos tienen que aparecer igualmente importantes que aquellas con que nos encontramos en una continuidad temporal y causal. Me parece importante darnos cuenta de esta ambigüedad en lo que se llama «historia». Lo histórico, cuando lo entendemos en una continuidad temporal y causal, no puede justificar valores; más bien vale lo contrario: cuando podemos demostrar las condiciones temporales y causales de una concepción, la relativizamos. (Naturalmente que la historia, en el otro sentido, en el de pura multiplicidad de concepciones, tampoco sirve como justificación, pero esto nadie lo pretende; sin embargo, la multiplicidad de concepciones son posibles interlocutores en el diálogo de primera y segunda persona). Si Vds. me preguntan por qué debemos entender ese diálogo imaginario como racional y por qué, cuando concepciones no me parecen justificables, las rechazo y las veo de ahí en adelante sólo en tercera persona, quizás no pueda decir mucho más de lo que decía Aristóteles en respuesta a los que le pidieron una justificación del principio de no-contradicción: decía que en su crítica presuponían aquello que ponían en duda. Por otro lado nadie está obligado a entrar en este diálogo. No sabría decir qué sentido tendría esta obligación. Pienso que la pregunta por la vida buena, si se entiende como pregunta intersubjetiva, tiene ese sentido racional en que la entendió Sócrates, y que en ese caso tiene como consecuencia negar lo tradicional y autoritario como instancia de justificación. Y esto es lo que conduce a la idea de una antropología tal como la he intentado describir en esta ponencia, donde ella no es vista sólo en contraste con la metafísica sino, igualmente, en contraste con las tradiciones.
(*)Ernst
Tugendhat Profesor Emérito de la Universidad Libre de Berlín Kirchen str.22.
Colonia. Alemania Federal.
(*) Fuente. THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 39, 2007.
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