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La republica (“reino de los fines” lo
denomina Kant) es el lugar moral de la libertad como autogobierno de la
voluntad general legisladora.
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El fundamento de la moralidad descansa en la relación de seres racionales entre
si (intersubjetividad)
“(… ) Y no es de admirar, si
consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el
principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Veíase al
hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a
su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado
solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien
ésta, según el fin natural, legisla universalmente.
Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.
Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.
El concepto de todo ser
racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como
universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese
punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el
concepto de un reino de los fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de
distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los
fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las
diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de
sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los
seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada
cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines,
que es posible según los ya citados principios.
Pues todos los seres
racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí
mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al
mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de
los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como
esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios,
puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).
Un ser racional pertenece al
reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas
leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a
ninguna voluntad de otro.
El ser racional debe
considerarse siempre como legislador en
un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro,
ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su
voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin
exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.
La
moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación,
por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse
en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es,
pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser
la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima,
pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora.
Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese
principio objetivo de los seres
racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción,
según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El
deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y
a todos en igual medida.
La necesidad práctica de
obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos,
impulsos e inclinaciones, sino sólo en la
relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser
racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino
no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de
la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también
a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro
motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la
dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que
él se da a sí mismo.
En el reino de los fines
todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser
sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo
precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.
Lo que se refiere a las
inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin
suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción
producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un
precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea
fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor
interno, esto es, dignidad.
La moralidad es la condición
bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es
posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la
moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único
que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio
comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de
afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio
(no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no
encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste
en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que
proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la
voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun
cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende
ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y
satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato;
presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato,
que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de
obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta
apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de
pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en
parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.
Y ¿qué es lo que justifica
tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada
menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal,
haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al
cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y,
por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de
todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por
las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que
él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la
ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por
eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado,
incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente
de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el
fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza
racional.
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