Por decirlo como Rousseau*, hoy
cualquier estudiante de derecho va repitiendo, convencido de enunciar una
verdad indiscutible, que existe una antinomia irreducible entre la utopía y la
democracia que se expresa en dos proposiciones: quien elige la utopía se aparta
de la democracia; y, quien elige la democracia abandona la utopía. A decir
verdad, sería especialmente la segunda proposición la que importaría, pues
¿quién, según la opinión actual, se preocupa todavía de la utopía, sino algunos
iluminados rezagados y algunos adversarios todavía fogosos? Sería ese, además,
el momento que históricamente hemos conocido y atravesado, después de un
regreso polimorfo de la utopía, en los años setenta, en el que se mezclaban
alegremente los nombres de Charles Fourier, Wilhelm Reich, Herbert Marcuse y
André Breton; momento en que habríamos redescubierto lo político y, de este
modo, la democracia, -muy rápido, demasiado rápido identificada con el Estado
de derecho. Redescubrimiento de lo político de lo cual nos alegramos, de lo
cual hay que alegrarse. ¿Pero, implica este redescubrimiento necesariamente el
olvido de la utopía?
2¿Podemos quedarnos en las
evidencias de las escuelas de derecho, en las repeticiones de una opinión que
mecen y adormecen? ¿No es mejor pensar contra corriente rechazando la
alternativa falaz entre utopía y democracia, e intentar de manera intempestiva
explorar lo que podría proporcionarnos la conjunción de la utopía y la
democracia? No habría así razón para escoger la exuberancia de la utopía, su extravagancia, dando la espalda a lo político cuya próxima desaparición se anuncia. Pero, tampoco habría razón para escoger la sobriedad de la democracia despidiéndonos de los extravíos de la utopía. Entonces, ¿cómo tejer un vínculo entre la una y la otra -las bodas de la utopía y la democracia-, cómo fecundar la una por la otra, planteando la hipótesis que, en la modernidad, utopía y democracia son dos fuerzas, dos impulsos indisociables, y que el movimiento emancipatorio moderno se nutre, se alimenta de su encuentro, de las aguas mezcladas de su doble tradición? Como si una de las cuestiones esenciales de la modernidad, pensada bajo el signo de la libertad, no hubiera sido elaborar reelaborar sin cesar este doble movimiento de democratizar la utopía -y tomando prestado un neologismo poco armonioso de Cabet-, "utopianizar" la democracia? Este es un asunto nuestro, tal vez más que nunca nuestro, pues, sin una relación con la utopía, la democracia se encuentra expuesta a deteriorarse -si no lo está haciendo ya-, y ha hundirse cada día más en aquello que los apologistas llaman grisalla.11. Por el contrario, sin una relación con la democracia, la utopía está condenada a debilitarse limitándose a las avenencias asociativas de la pequeña sociedad separada de la gran sociedad, o bien a iniciar de nuevo, un proceso de alienación de la desalienación.
democracia? No habría así razón para escoger la exuberancia de la utopía, su extravagancia, dando la espalda a lo político cuya próxima desaparición se anuncia. Pero, tampoco habría razón para escoger la sobriedad de la democracia despidiéndonos de los extravíos de la utopía. Entonces, ¿cómo tejer un vínculo entre la una y la otra -las bodas de la utopía y la democracia-, cómo fecundar la una por la otra, planteando la hipótesis que, en la modernidad, utopía y democracia son dos fuerzas, dos impulsos indisociables, y que el movimiento emancipatorio moderno se nutre, se alimenta de su encuentro, de las aguas mezcladas de su doble tradición? Como si una de las cuestiones esenciales de la modernidad, pensada bajo el signo de la libertad, no hubiera sido elaborar reelaborar sin cesar este doble movimiento de democratizar la utopía -y tomando prestado un neologismo poco armonioso de Cabet-, "utopianizar" la democracia? Este es un asunto nuestro, tal vez más que nunca nuestro, pues, sin una relación con la utopía, la democracia se encuentra expuesta a deteriorarse -si no lo está haciendo ya-, y ha hundirse cada día más en aquello que los apologistas llaman grisalla.11. Por el contrario, sin una relación con la democracia, la utopía está condenada a debilitarse limitándose a las avenencias asociativas de la pequeña sociedad separada de la gran sociedad, o bien a iniciar de nuevo, un proceso de alienación de la desalienación.
3Pero, ¿esta cuestión es
verdaderamente la nuestra? ¿No sería más oportuno frente a las reapariciones,
tan limitadas, de la utopía, reabrir de nuevo su proceso? Y, dirá el estudiante
de derecho, seguro de sí mismo, encaramado al pedestal de sus evidencias, cómo
se pretende asociar la democracia con la utopía, cuando todo el mundo sabe que
la utopía es espontáneamente, irresistiblemente, totalitaria, es decir,
¿anti-democrática? En pocas palabras, relacionar la invención democrática con
la distancia utópica sería tan paradójico como unir el agua con el fuego.
4Es necesario salvar este
obstáculo previo, sin el cual la conjunción de la utopía y la democracia sería
impensable. Históricamente, se podría mostrar con facilidad que la dominación
totalitaria, bolchevique por ejemplo, se ha construido luchando contra y
reprimiendo las tendencias utópicas múltiples que animaban la revolución
soviética. ¿Cómo sorprenderse cuando se conoce que el leninismo había heredado
la oposición positivista y no marxiana entre la utopía y la ciencia orquestada
por Engels, y la había hecho un dogma cosificado de su acción? Así la
perspectiva se modifica: la utopía, lejos de ser la fuente del totalitarismo,
se refiere a la política (de los consejos), de las costumbres, o de las
prácticas educativas, ha construido un polo de resistencia al establecimiento
de esta nueva forma de dominación. Evidentemente, ella se situaba mucho más del
lado de la tradición revolucionaria comunalista 1 de
inspiración libertaria, que del lado bolchevique.
5Además, teóricamente, la
pregunta ¿es la utopía la cuna de la experiencia totalitaria? no es pertinente.
Cuestión sucinta pero, sobretodo, mal formulada. Sería conveniente, más bien,
saber si la imagen o el mito de la sociedad reconciliada, de la sociedad en
plena armonía consigo misma que pertenece indiscutiblemente a la genealogía del
totalitarismo, impregna necesariamente la tradición o, más exactamente, las
tradiciones utópicas. En una palabra, ¿está la utopía sometida sin vuelta atrás
a un proceso de mitologización? Esta misma pregunta, así formulada, al abrir un
espacio crítico entre la utopía y el mito, permite orientarse hacia una
respuesta compleja y diferenciada que deshace las afirmaciones dogmáticas. La
tesis de la responsabilidad esencial de la utopía se sostiene aún menos, puesto
que la modernidad va del brazo de un extraordinario crecimiento utópico, una
verdadera explosión, que implica la pluralidad de las tradiciones utópicas, no
homogéneas y conflictivas, aspecto éste que anula al mismo tiempo todo juicio
global.
6Ya Pierre Leroux, inspirándose
en la tríada republicana, había enseñado a distinguir entre las utopías que
reivindican la libertad, las que reivindican la fraternidad, y las que se
sitúan bajo el signo de la igualdad. De esta manera, las críticas que valen
para una no pueden ser aplicadas a las otras. Menos aún puede afirmarse la
unidad de la tradición utópica, ya que, desde 1848 hasta nuestros días, ha
surgido, bajo formas diversas, un nuevo espíritu utópico que, a partir de una
crítica de la constelación utópica de principios del siglo XIX, ha inventado ya
sea nuevas formas de utopías (William Morris), ya sea nuevos gestos
especulativos que permiten, en lo sucesivo, pensar de otra forma la utopía
(Ernst Bloch, pero sobretodo Walter Benjamin, Martin Buber y Emmanuel Levinas).
Entonces, frente a esta complejidad es ilegítimo remitir la utopía sólo al
origen del totalitarismo. A decir verdad, es tan injusto e inexacto considerar
la utopía como necesariamente totalitaria, como pensar la democracia siendo
necesariamente burguesa. En un caso, se ignora el conflicto que opone la
revolución democrática a la burguesía, en el otro caso se ignora aquél que no
cesa de existir entre la dominación totalitaria y la diversidad utópica.
7Mejor aún, si, siguiendo la
teoría crítica, se analiza la modernidad como dialéctica de la emancipación, es
decir, como el movimiento paradójico, mediante el cual la emancipación moderna
se convierte en su contrario, dando origen a nuevas formas de dominación y de
opresión, -a la barbarie-, a pesar de la intencionalidad emancipatoria de
origen, entonces la utopía, en su diversidad, aparece bajo una nueva forma y
puede recibir una nueva función. De este modo, puede tomar consistencia y
sentido filosófico. En su relación con la dialéctica de la emancipación, el
nuevo espíritu utópico tendría como tarea, una vez detectados los puntos ciegos
de la emancipación moderna a partir de los cuales se produce su inversión,
hacerse cargo de ellos, entregarse a un trabajo de desconstrucción y de crítica
que abra una nuevo curso a la utopía, imprimiéndole una nueva dirección,
descubriendo aquello que Adorno llama las "líneas de fuga". Se
trataría, esencialmente, de que el nuevo espíritu utópico "purgara"
la utopía de la mitología que la pone en peligro –por ejemplo, del mito de la
buena sociedad que, habiendo superado sus conflictos, sería transparente para
ella misma-, y ello, no para proclamar el fin de la utopía, pues la utopía no
puede reducirse al mito, sino para preservarla de la regresión que la amenaza.
Se trata de restituir a la utopía su capacidad de movimiento, en especial con
el enigma de la historia, pensada en lo sucesivo como no resuelta, como
interminable, como no susceptible de recibir una solución, sea porque descubre
lo que queda de inexplicable en la historia, sea porque hace de la
problematicidad su elemento. ¿Y qué mejor vía para medir este enigma que una
forma de pensamiento que se da por guía "la distancia absoluta"
(“l’ecart absolu”de Levinas)?
8Este trabajo de
desmitologización propio al nuevo espíritu utópico, se distingue por el
abandono de toda voluntad de reconciliación, de regreso a un hogar natal o de
acceso a una tierra prometida -todas ellas formas de coincidencia consigo
mismo-, y por el surgimiento de una nueva figura de la utopía que hace de la
separación, de la no-coincidencia del estado de separación, su estancia,
distanciándose así del mito de la comunidad fusional, y de la imagen de cuerpo
que se le atribuye.. Gracias a este trabajo de la utopía sobre sí
misma, evidentemente ignorado por sus críticos, gracias a esta lucha contra los
mitos que la minan desde el interior, es posible comenzar a pensar con aires
renovados la conjunción de la utopía y de la democracia, y que se abre un
espacio de pensamiento para explorar los lazos posibles entre el nuevo espíritu
utópico y la revolución democrática.
9Un pionero de esta
dirección fue Pierre Leroux (1797-1871). Su trayectoria es ejemplar: primero
liberal, rompe con el liberalismo inmaduro, culpable, según él, de abandonar el
liberalismo político a favor de la dureza de la economía política inglesa. Con
su artículo “Ya no más liberalismo impotente", del 18 de enero de 1831, se
une a los sansimonianos destacando su magistral análisis de la sociedad moderna
que conduce a conclusiones socialistas. Algunos meses más tarde, en diciembre
de 1831, nueva ruptura, esta vez con la escuela sansimoniana, a la que reprocha
ignorar la innovación democrática. La disidencia democrática que Leroux
afirmará como anti-autoritaria durante toda su vida es argumentada
teóricamente. A sus ojos, la constelación utópica post-revolucionaria -a saber
la tríada Saint-Simon, Fourier, Owen- aporta la buena nueva de la asociación,
verdadera ruptura dentro de la modernidad. Esta revelación utópica, Leroux la
interpreta como respuesta a un impulso profundamente democrático. ¿No
substituye la asociación el modelo antiguo, la jerarquía propia de las
sociedades de casta, por una nueva forma de relación social, (no es) la
atracción que tiende abolir la relación orden/obediencia, y al mismo tiempo los
fenómenos de dominación? Tal como la democracia, la atracción se basa en una
experiencia humana, el reconocimiento del semejante por el semejante. Pero, no
es suficiente el anuncio de la asociación, es necesario pensarla teniendo en
cuenta la especificidad del mundo moral, del vínculo humano; de la vida del yo
y del nosotros. De esta manera, la utopía, más que comprometerse en el camino
de la negación de lo político, debe responder la pregunta sobre cuál será la
ley de la “anarquía”, en el sentido que ninguna comunidad humana puede
prescindir de la ley, pensada antes que nada como relación. Gracias a esta
interpretación democrática del movimiento utópico Leroux critica el regreso a
formas políticas autoritarias, queridas para lo sansimonianos. Estas
concepciones, que revelan la influencia del pasado sobre la visión del futuro,
son contradictorias con la buena nueva que anuncian. En el seno de una relación
jerárquica no se puede anunciar la disolución de la jerarquía. El tiempo de los
legisladores-mesías o de los profetas-redentores ha pasado, el legislador solo
puede ser colectivo, plural, en pocas palabras, una convención.
10Leroux reconociendo la
existencia de la opinión pública, el nacimiento del espacio público, reconoce
la legitimidad del gobierno representativo, aunque éste debe ser notoriamente
mejorado. La época democrática exige remplazar al "sustitucionismo
utópico", es decir, una conciencia inspirada que pretende sustituir al
movimiento social, por la intersubjetividad política. En oposición a las
oposiciones binarias, Leroux intenta mediante su trabajo de interpretación
histórica y filosófica, abrir la vía de la síntesis. Según él, se debe conjugar
el impulso utópico con la tradición democrática moderna y también con la
voluntad, aspecto al cual es muy sensible, para luchar contra el privilegio
otorgado al Uno. Para llegar a la conjunción del impulso utópico y del problema
político -la cuestión de la relación política-, es conveniente dar forma a la
atracción mediante un principio fundamentalmente político, a saber, la amistad.
Una política de la philia contra las políticas de eros -elogiadas, tanto por
Fourier como los sansimonianos-, son igualmente destructoras del vínculo
político. Al contrario, la amistad representa, entre las pasiones, una de las
más sublimes, supone efectuar un juicio y evita tanto el egoísmo como la
tentación de la comunidad fusionada. La amistad se caracteriza por establecer
un vínculo en la separación; es decir, un vínculo que se establece preservando
una separación entre los miembros de la comunidad. Leroux, lector perspicaz
del Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne Boétie, cuida
para que el todos unos, propio de la relación amistad-libertad, no degenere en
un todos Uno.
11La lección de Pierre
Leroux es valiosa por la orientación que señala. Pero, sucede que después de la
experiencia de la dominación totalitaria, la problemática de Leroux no puede
ser retomada tal cual y debe ser reexaminada de otra manera. Allí donde Leroux
piensa en términos de síntesis hace falta ahondar más profundamente con la
ayuda de pensadores que, entre nosotros, han propuesto, los unos un pensamiento
renovado de la democracia y otros sobre la utopía.
12¿Pero en qué sentido entendemos
el término democracia? Contrariamente a muchos intérpretes que hacen de la
democracia esencialmente un régimen político, nosotros entendemos por
democracia, a la vez una forma de socialización -una forma de sociedad nacida
de la disolución de las sociedades aristocráticas-, y una forma de institución
política de lo social. Uno no puede asombrarse de que algunos, en su voluntad
tenaz de banalizar la democracia, puedan identificarla sin problema con el
Estado de derecho. Lo singular de la democracia ¿no está ligado a la
manifestación de una paradoja? En efecto, la democracia es esta forma extraña
de experiencia política que, desplegándose en el tiempo y en la realidad, se
expresa en instituciones políticas; pero que, y en el mismo movimiento, no cesa
de sublevarse contra el Estado. Como si, en su oposición al Estado y en su
efervescencia tratara, al contrario de lograr el fin de la política, sino de
elaborar -de la manera más fecunda y la más paradójica-, un nuevo tumulto que
signifique una invención siempre renovada de la política, más allá del Estado,
incluso contra él. Pues la revolución democrática – que es más una revolución
que un régimen instituido-, en tanto revolución, mantiene necesariamente un
movimiento contra el Estado, contra esta reconciliación mistificadora e
integración falaz. Por mucho que el Estado se reafirme como si pudiera contener
la democracia e identificarse con ella, es la democracia la que indica, la que
revela los límites del Estado, y al hacerlo, cuestiona el movimiento de totalización
de esta instancia que se pretende soberana. Insistir en esta paradoja -la
democracia contra el Estado-, o la continua invención de la relación política
que desborda y sobrepasa al Estado, es reconocer que nos inspiramos libremente
de la idea libertaria de la democracia según ha sido desarrollada por Claude
Lefort bajo el enigmático nombre y, en tanto que tal, creativo, de "
democracia salvaje ".
13No podemos desarrollar
aquí esta concepción, pero resumámosla en algunos puntos esenciales. En la medida
en que la política es comprendida en relación con la división originaria de lo
social, la democracia aparece constituyéndose en la aceptación, mejor aún, en
la asunción de esta división. No le basta reconocer la legitimidad del
conflicto en su seno, sino que ve en éste la fuente primera de una invención
inagotable de la libertad. Al contrario del totalitarismo que se define como
ese modo de socialización que deriva de una negación imaginaria de la división
y, en consecuencia, del rechazo del conflicto en cualquiera de sus formas.
Democracia salvaje, porque la democracia es esta forma de sociedad que,
mediante el juego de la división, deja libre curso a la cuestión de que lo
social no cesa de plantearse a sí mismo como interminable, atravesado por una
interrogación permanente sobre sí mismo.
14"Democracia
salvaje" evoca la idea de "huelga salvaje", es decir que surge
espontáneamente, comienza por sí misma y se desarrolla de manera
"anárquica ", independiente de todo principio, de toda autoridad -ya
sean reglas o instituciones establecidas-, y se muestra por tanto indómita.
Como si lo "salvaje" dejara cernirse una inagotable reserva de
perturbación sobre la democracia. Darse "una idea libertaria" de la
democracia, es pensarla como salvaje. El vínculo entre lo libertario y lo
salvaje aclara la especificidad de la democracia moderna, en tanto que modo de
institución de lo social. Lo propio de una "esencia salvaje" es de
escapar a la definición. Perfilemos, al menos, algunos rasgos. La calificación
de salvaje evoca la indeterminación en cuanto a los fundamentos del polo de la
soberanía - el poder, la ley- y del saber. Esta indeterminación reforzada por
la disolución de los referentes de certeza conlleva, entre otros aspectos, una
liberación en relación con todo esquema finalista y de toda finalidad última
que prescribiría desde el exterior los objetivos de la democracia. En un
régimen político libre, la libertad es en sí misma su propio fin. Confrontada
con el enigma del presente, la democracia salvaje se alimenta de una
interrogación permanente sobre lo social, sobre los límites de lo político,
puesta en marcha como está, en una exploración cuyos "caminos no se
conocen con anticipación".
15Añadamos a esto que la
democracia moderna se tiene que pensar en relación con la desaparición del
cuerpo del rey -la experiencia histórica del regicidio-, y con la separación de
lo social que se deduce de ello. La sociedad se diferencia del Estado y accede
al mismo tiempo a una experiencia plural de sí misma, abundante, bajo el signo
de la interrogación. La democracia "inaugura una historia en la que los
hombres dan prueba de una indeterminación en cuanto a los fundamentos del
Poder, la Ley y del Saber, y al fundamento de la relación del uno con el otro
bajo todos las modalidades de la vida social". 2 Esta
indeterminación con respecto a los fundamentos es el nudo donde se articulan lo
libertario y lo salvaje. En esta visión de la democracia, es particularmente
original el lugar que Claude Lefort otorga al derecho, el que lejos de ser
representado como un instrumento de conservación social, representa la fuente
revolucionaria de una sociedad que se constituye en una búsqueda sin fin de sí
misma. Esta insistencia sobre el derecho, y más concretamente sobre los
derechos del hombre entendidos de manera política, aumenta la indeterminación
en que vive la democracia ¿no es, en efecto, el tema en el cual la democracia
basa su estructura simbólica, concebido como indeterminado, como una ausencia
completa de determinación? En lugar de poner trabas a la democracia fijándole
límites a sus determinaciones, multiplica sus posibilidades.
16De esta manera, ¿no es del
lado "salvaje" al cual que hay que dirigirse para descubrir un nuevo
espacio de conjunción entre la democracia moderna frente a los vértigos de la
indeterminación y la utopía presa de los excesos de "la separación
absoluta”? Ciertamente, no hay que ignorar esta vía, ni despreciarla, puesto
que revela sin duda una afinidad preciosa entre las dos. Pero, más que ponerse
en marcha en ella tan rápidamente, ¿no es mejor explorar otro terreno donde
pueda nacer la conjunción, más compleja, es cierto, pero que testimonia mejor
la indisociabilidad de la insurrección democrática y el ímpetu utópico? La
utopía y la democracia tienen en común su relación con el elemento humano.
17Siguiendo los análisis de
Claude Lefort, la singularidad de la democracia consistiría en respetar lo que
llama "el elemento humano", en no forzarlo, mientras que el
totalitarismo sería esa empresa histórica que pretende crear lo humano u organizarlo
como si se tratara de un material maleable, a voluntad. "Suprimir el
elemento humano, o más bien demostrar que puede ser tratado como materia, es la
manera de reconocer el reino de la organización (...). El gran problema de este
nuevo Estado, es (...) obtener por fin hombres abstractos, sin lazos que les
unan, sin propiedad, sin familia, sin vinculación al medio profesional, sin
implantación en el espacio, sin historia - sin raíces". 3
18Lo propio de la democracia
es sumergirse en este elemento inmaterial, adaptarse a su textura en toda su
complejidad, a los contornos en su diversidad y su pluralidad, acompañando el
movimiento en su imprevisibilidad; al contrario de la dominación totalitaria que,
negando la especificidad de este elemento, identificándolo con una materia no
cesa de violentarlo hasta intentar destruirlo, hasta provocar una ruptura
social en contra del proyecto de socialización, arrogándose en su voluntad de
omnipotencia el poder de construirla o de organizarla, sometiéndole de esta
manera a una regla o a una norma identitaria, homogeneizadora, menospreciando
la existencia de lo no idéntico.
19De ello surge una posible
y nueva confrontación con la utopía. En efecto, un nuevo pensamiento en nuestro
siglo, por ejemplo Martin Buber, Emmanuel Levinas, ¿no han tenido por objetivo
reorientar la utopía hacía el dominio que le es propio, el de lo humano? De
esta forma Buber y, siguiéndolo Levinas nos invitan a separar la utopía de la
esfera del Yo/Eso (esfera de la objetivación, pero también de la dominación), y
a pensarla desde la relación Yo/Tú, desde la socialidad. La primera
preocupación de Levinas es encontrar el lugar exacto de la utopía, de
determinar el medio al cual pertenece. Consecuentemente, su primer gesto
consiste en hacer emigrar la utopía de los lugares donde se extravía y
devolverla a su medio originario, la relación inter-humana, mejor dicho, la
relación humana. La utopía no pertenecería ni al orden de la comprensión, ni al
del conocimiento -leyes de la sociedad o leyes de la historia-, sino al orden
del encuentro. Encuentro con otro hombre, la utopía es otra forma de
pensamiento que un saber. Pensar la utopía bajo el signo del encuentro conlleva
la apertura "de un campo de investigación apenas entreabierto" 4, el de
nuestras relaciones con los hombres. Es necesario insistir que la socialidad no
es pensada a partir de un elemento común a los seres en relación, sino que se
trata de una socialidad donde el encuentro es la relación con el otro como tal,
en su unicidad incomparable. De esta manera, separado del orden del saber y por
tanto del poder, la utopía pertenece, indiscutiblemente, al orden ético. ¿El
hecho humano del encuentro no es el hecho ético por excelencia?
20La democracia y la utopía
situadas bajo el signo de lo humano, ¿no aparece en seguida como una feliz
conjunción? A la democracia, como puesta en forma de la división de lo social,
le correspondería el objetivo de instituir en el polo de la soberanía la
división en la ciudad humana entre los grandes y el pueblo; a la utopía le
correspondería la puesta en formade la pluralidad social, tal como aparece,
diferenciándose en el seno del mundo común que reúne a los hombres. Pero, esta
conjunción tiene demasiado aspecto de una solución para ser realmente satisfactoria.
¿La institución democrática de lo social no estaría amenazada por la búsqueda
de la armonía y la unidad?
21Sin abandonar el terreno
del elemento humano, más exigente y más estimulante, es la confrontación entre
dos tramas que en modo alguno buscan confundirse, ni completarse en una
armoniosa síntesis -el tiempo de las síntesis ha pasado-, sino articularse bajo
la forma de una tensión irreductible. No se puede ignorar la vigorosa crítica
que Levinas ha ofrecido sobre la antropología de Buber y del predominio que
otorgaba a la reciprocidad o a la reversibilidad. Señalando las
transformaciones de la reciprocidad, Levinas se ha esforzado por desformalizar
el encuentro, en darle un contenido invocando la noción de cuidado
(preocupación) por el otro. La alteridad del otro es inseparable de sus
carencias (necesidad). La utopía, en vez de desplegarse en una horizontalidad
reversible, se convierte en ética, o mejor dicho asume la dimensión ética; es
decir, accede a la dimensión de la altura y de la verticalidad. De ahí, de
parte de Levinas, la insistencia, contra Buber, de la disimetría de la relación
ética, que preserva la alteridad, así como de la textura paradójica del
encuentro, proximidad pero a la vez separación.
22Dos tramas, en efecto, que
se cruzan, se enredan, se encuentran, pero no se confunden jamás, ni se
identifican la una con la otra. De una parte, una trama donde se mezclan
indisociablemente lo político y lo social; de otra, una trama esencialmente
ética, pero que no ignora lo político, contrariamente a las interpretaciones
apresuradas. Considerándolo bien, el tercero está siempre ya ahí. "El
tercero me mira con los ojos del otro", precisa Levinas. Sin pretender dar
cuenta aquí de manera exhaustiva de los efectos de esta confrontación, retengamos
sus rasgos principales.
23Tanto la división, la
puesta en forma de la división, en el campo político, como la relación
asimétrica en el dominio ético, refuerzan el movimiento de la sociedad hacia el
reconocimiento de una multiplicidad, de un pluralismo que no se disuelve en una
unidad. En el ámbito de la no-coincidencia, cada uno de los dos polos tiende a
señalar una forma de comunidad que no es fusional y que se construye
paradójicamente en, y a través de, la prueba de la separación. Se sabe que Levinas,
-que se permite pensar de otra forma la utopía, separada de toda mitología-,
insiste mucho en la especificidad de la comunidad que se instaura por medio del
lenguaje. Esta no constituye una unidad de género y los interlocutores
permanecen en ella completamente separados.
24Más bien que entender esto
como una acertada fábula humanista, es mejor estar disponible a la singularidad
de lo humano que aflora. ¿En efecto, las dos tramas no están atravesadas por
una indeterminación incontrolable que, en uno y otro caso, manifiestan esta
singularidad? En el elemento humano, en este foco de complicaciones, de
agitaciones se configura la articulación de vínculos múltiples (tanto los que
unen como los que separan), es donde la democracia encuentra la fuente de su
fuerza indomable. Fortaleciéndose sin cesar en esta reserva de indeterminación la
democracia se revela indomable, salvaje, deshaciendo el orden, los órdenes
establecidos, no para erigirse como potencia soberana, sino para acoger, sin
ocultar, la confrontación entre la institución y el elemento humano, también
salvaje, y susceptible como tal de engendrar formas de relaciones inéditas, de
permitir que suceda lo heterogéneo 55.
"La utopía de lo humano", escribe Levinas, para reeducar nuestro
oído, para oír la palabra humano. No el hombre, sino lo humano; no la
determinación de la naturaleza humana, ni el destino humano, sino lo humano; la
imprevisibilidad de lo humano, la indeterminación de lo humano. No el orden o
el reino humano, sino la perturbación delorden, el exceso de sentido. Como si
lo humano fuera un acontecimiento, el despertar súbito de una inteligibilidad
más antigua que el saber o la experiencia, penetración imprevisible que viene a
horadar el tiempo histórico desafiando todos los cálculos, surgimiento de una
efectividad más efectiva que la de los realistas.
25En el caso de Levinas, ¿lo
humano no confiesa una complicidad todavía más profunda con la utopía,
diferente de la de una complejidad inorganizable, indomable, derivada de la
indeterminación, no tiene más bien una relación con la singularidad del ser? El
movimiento de desgajamiento del ser, propio de una filosofía de la evasión que
pone en duda el primado de la ontología, el primado de la cuestión del ser,
busca lo humano más allá de la preocupación del ser, en una relación anterior a
la comprensión y, de este hecho, en proximidad con el no-lugar de la utopía.
Casi al final de Autrement qu'être ou au-delà de l'essence, E.
Levinas escribe: "Al utopismo como reproche -si el utopismo es un
reproche, como si algún pensamiento escapara al utopismo-, este libro escapa al
recordar que aquello que humanamente tuvo lugar no ha podido jamás permanecer
encerrado en su lugar." (p.32)
26Al final de esta reflexión
- la división de lo social que instituye la democracia, la desimetría de la
relación ética que elabora la utopía-, quizá sea ahora legítimo regresar, así
advertidos, a la afinidad secreta entre la utopía y la democracia que habíamos
vislumbrado al principio.
27 ¿Qué cantidad de
vías nos queda por descubrir entre la desmesura del deseo de libertad siempre
susceptible de engendrar un nuevo desorden, de ahondar en un no-lugar, -en los
términos de Claude Lefort-, y la excentricidad de la utopía, productora de otro
no-lugar, o de un no-lugar diferente, ese paso fuera de lo humano, para
traernos de vuelta a lo humano?
Traducción del Dr. Jordi Riba de Barcelona, revisada por Jorge Vergara, noviembre de 2003.
Traducción del Dr. Jordi Riba de Barcelona, revisada por Jorge Vergara, noviembre de 2003.
Notas
* Este
texto apareció primero en la revista Raison Présente, Nº 121, 1997,
Paris, y luego en Riot-Sarcey, M (dir.) L'Utopie en question,
Presses Universitaires de Vincennes- Saint-Denis, Paris, 2001, pp.245-257.
1 1 Communaliste:
propio de la Comuna de París
2 Claude
Lefort, Essais sur la politique, XIX-XXe siècles, París, 1986,
pág. 29.
3 Idem,
Un homme en trop, réflexions sur l’Archipel du Goulag, París, 1976, p- 103-104.
4 Emmanuel
Levinas, Totalité et infini: essais sur l'extériorité, M. Nijhoff,
1961, p.51
5 Miguel
Abensour, "Démocratie sauvage" et "principe
d'anarchie", Les cahiers de Philosophie, 18, hiver 1994/1995,
p. 125-149
Miguel Abensour,
« Utopía y democracia », Polis [En línea],
6 | 2003, Publicado el 20 septiembre 2012, consultado el 02 noviembre
2018. URL : http://journals.openedition.org/polis/6417
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