Felix Ovejero Lucas (*)
Durante mucho tiempo, el
campo de la filosofía política parecía razonablemente repartido entre liberales
y comunitaristas, sin apenas lugar para nadie más. Los primeros aparecían
comprometidos con un Estado neutral, ajeno a valores, cuya única función era
asegurar el mínimo de interferencias en la vida de unos individuos que, en la
descripción crítica de los comunitaristas, se entendían como unos seres
egoístas, carentes de identidad y sin otro interés que disponer de un amplio
escenario privado de decisiones, el único en el que podía ejercitarse su
libertad. Los comunitaristas, en la descripción de los liberales, aparecían
como defensores de sociedades cerradas, saturadas de valores que no sólo
dotaban de sentido a las elecciones de los individuos, sino que también eran el
horizonte posible de sus elecciones, porque –y aquí hablan los propios
comunitaristas– finalmente nadie puede escoger desde más allá de sí mismo,
escapar a su identidad conformada desde la propia comunidad.
Así andaban las cosas
cuando, hace ya más de veinte años, unos cuantos historiadores y
constitucionalistas empezaron a hablar de republicanismo. En principio, era
inevitable una cierta desconfianza frente a lo que no parecía ser más que otra
tercera vía, una más. Por lo común, las terceras vías no son más que intentos
poco honestos de resolver los dilemas, trapicheos no muy diferentes de las
insuperables superaciones dialécticas de no hace tanto, en los que se intenta
conciliar lo inconciliable y escamotear un elemental respeto al principio del
tercio excluso, respeto siempre conveniente, aunque sólo sea para mostrar sus
problemas en negocios como la historia de las ideas.
Pero en esta ocasión las
cosas no eran de ese modo. El republicanismo no era un recién llegado a la
fiesta, antes al contrario, era el más antiguo de los asistentes que, aunque
olvidado en un rincón desde el siglo XIX , disfrutaba de una más que lucida
genealogía que tenía sus hitos en la Atenas democrática, la Roma republicana,
las repúblicas italianas del Renacimiento y las revoluciones democráticas.
Tenía genealogía y punto de vista propio. Frente al liberalismo, entendía que
la participación no era enemiga de la libertad, sino un modo de garantizar
colectivamente los derechos de todos, derechos que no se entendían frente a la
política, en oposición a la voluntad popular, sino asegurados desde ésta,
traducida en forma de leyes justas con las que los ciudadanos se sienten
comprometidos. Frente al comunitarismo, el republicanismo destacaba la
dimensión política de la comunidad cívica, que garantizaría una independencia o
una autonomía en serio peligro cuando los individuos, para ser aceptados, se
ven obligados a comulgar con identidades prepolíticas, a reconocer que los
valores de la tribu no son sólo punto de partida de la inevitable biografía de
cada cual, sino horizonte de posibilidades. Era una tradición con perfil propio
y con un andamiaje conceptual diferenciado: virtud, participación,
deliberación, libertad como autogobierno.
Cómo tales ideas se
relacionan entre sí o, dicho de otra manera, cuál es el sentido y la
importancia de cada una, son cuestiones sobre las que no faltan las
discrepancias. En todo caso, unas veces con trazo firme, otras con trazo
dubitativo, los republicanos de otro tiempo parecían haber asumido –o, por lo
menos, sopesado– unas cuantas tesis: que los ciudadanos sólo son libres si la
república está libre de la dominación externa y de la tiranía interna, y que
para ello se requiere que estén fuertemente comprometidos con su suerte común,
que acepten de buen grado sus deberes políticos y militares; que el peligro
fundamental para la república es la corrupción, esto es, que el Estado obedezca
a los intereses particulares y que el gobierno de las leyes justas se vea
sustituido por el poder arbitrario de los poderosos; que para evitar tales
males se necesitan: primero, diseños institucionales, que impidan la
concentración de poderes (gobiernos mixtos, en ciertas versiones; separación de
poderes, en diversos sentidos), y controles democráticos regulares de los
gobernantes; segundo, ciertas condiciones sociales o económicas (propiedad, por
ejemplo) que hagan posible la independencia material y, con ella, la
independencia de juicio, y que limiten la desigualdad, porque en una comunidad
con profundas disparidades los ciudadanos no se reconocen con intereses comunes
ni partícipes de una sociedad justa y, por ende, resulta improbable el
compromiso cívico; y, finalmente, la disposición a la participación activa de
las gentes, la virtud ciudadana, pues sin virtud quedan sin aliento las mejores
leyes e instituciones. En suma: instituciones democráticas, igualdad material y
virtud cívica.
Vale decir que no todos los
republicanos comulgarían con la formulación más exigente de ese núcleo de
ideas; por ejemplo, en lo que atañe a las propuestas, sin perder el aire de
familia, se producen discrepancias acerca de las formas institucionales, de los
requisitos económicos y, sobre todo, de los optimismos antropológicos: mientras
para algunos republicanos de inspiración aristotélica la vocación política era
un rasgo esencial de la condición humana, el más excelente (y, por ende, la
vida pública es la prolongación natural de su bienestar, de su bien vivir),
para otros, menos confiados en la virtud, y que también encontraban su aval en
el Aristóteles que temía la democracia que era la tiranía de la masa sin ley,
los derechos debían de protegerse desde fuera de la democracia, del debate
político, desde poderes independientes de la voluntad popular, como los
tribunales constitucionales. No le faltan los problemas a cada cual: los
optimistas tienen que lidiar con comportamientos escasamente dispuestos a
prestar atención a intereses que no sean los propios, comportamientos
conformados en el mundo del mercado, un mundo que para muchos aparece como
imprescindible a la hora de coordinar los procesos económicos; los pesimistas
han de hacer frente a algo peor, a una paradoja: los derechos, que en principio
se quieren justificar como garantías de la autonomía moral de los sujetos, se
protegen negando, de facto, esa autonomía a unos individuos a los que no se
deja decidir.
Fueron historiadores, de un
lado y otro del Atlántico (Bernard Baiylin y Gordon Wood, desde Estados Unidos,
John G. A. Pocock y Quentin Skinner, desde Inglaterra), quienes recordaron la
importancia de la tradición republicana. La cosa arrancó como un intento de
corregir tópicos, recordando que la historia no era la que comúnmente se
contaba, que no era verdad que las revoluciones democráticas, en particular las
que suceden en el ámbito anglosajón, se forjaron en nombre de Locke y del
liberalismo1. Éstos no habían sido los verdugos
intelectuales del mundo aristocrático y feudal: a lo sumo, no pasaron de ser
los teloneros del republicanismo. También recordaron que éste, a la vez que
defendía la libertad y el autogobierno y, por ende, se mostraba radicalmente
crítico con las sociedades asentadas en la dominación y en la arbitrariedad, advertía
sobre los peligros del naciente capitalismo comercial, que amenazaba con minar
la virtud, con generar dependencias, alentar la corrupción, y propiciar una
cultura del interés que, en nombre de lo civil, socavaba lo cívico.
Que fueran los historiadores
de la política quienes levantaron la liebre republicana era ya en sí mismo un
indicativo de que no iba a resultar sencillo caracterizar al republicanismo.
Esta vez el problema no cabía achacarlo a las carencias del gremio; al revés,
existía una aguda, a veces exagerada, autoconciencia metodológica2. La dificultad mayor tenía que ver con la
naturaleza del asunto. No es sólo que la política no es la física: es que la
política tampoco es la ciencia política. Los clásicos del pensamiento político
andaban enfangados en problemas terrenales, de ocasión, batiéndose en mitad, en
contra o en defensa, de instituciones que no salían de ningún laboratorio de
teoría social, sino de la historia, del interés y los principios, del ruido y
la furia. Maquiavelo, por poner un ejemplo, no tenía conciencia ni voluntad de
desarrollar una teoría, de proceder, no ya al modo del físico que precisa una
propiedad de cierta partícula subatómica, partiendo de retos y argumentos
perfilados con claridad por sus antecesores, sino ni siquiera al modo de un
filósofo político contemporáneo que trata de desarrollar una noción solvente de
libertad y de dibujar un diseño institucional acorde con ella. A esto, y a un
poco más que ahora no viene a cuento, se referían los historiadores cuando
recomendaban atender a los contextos lingüísticos a los que estaban apegados
términos como virtud o libertad. El problema que no siempre parecía
comprenderse es que el reconocimiento de esa sensata circunstancia no evita la
tarea de pulido conceptual, de que aunque la historia transcurre, su análisis
no tiene que participar de la misma fluidez. Y mucho menos cuando a lo que se
aspira es a perfilar un ideario con vigor normativo y entronque político, que
es como reaparece hoy el republicanismo.
Quizá sea esa la explicación
de la buena fortuna del conocido ensayo de Philip Pettit, Republicanismo3, trabajo al que con alguna exageración se
ha querido convertir en el epicentro de la reciente pasión republicana4. Aunque no iba muy allá, ni en el análisis
ni en las propuestas institucionales, ni desde luego en la historia, al menos
intentaba ordenar el mapa, dotar de cierto perfil y jerarquía conceptual a la
tradición republicana, a partir de la idea de libertad como no-dominación,
entendida la dominación como la sujeción a un arbitrario poder de interferencia
por parte de otro (dominus , señor), incluido otro que decide no
ejercer ese poder. La operación suponía bastantes violencias históricas y
algunas conceptuales y, en un sentido u otro, esas críticas no le han faltado5, pero con todo, con sus problemas, no se
puede ignorar que contribuyó muy fundamentalmente a favorecer el tránsito de
géneros, desde la historiografía hasta la filosofía política, hasta el
reconocimiento de que el republicanismo también era un ideal político que podía
inspirar respuestas a los problemas de nuestras sociedades. Con más modestia,
entre una cosa y otra, entre la historia y el análisis, en la vecindad del
manual universitario, se ubica el ensayo de Honohan. Trata de ofrecernos un
panorama, una suerte de repaso de la historia y de los conceptos centrales de
la tradición republicana. Ésta la entiende como una respuesta «al problema de
la libertad entre seres humanos que son necesariamente interdependientes. Como
una respuesta que propone que la libertad, política y personal, puede
realizarse por medio de la pertenencia a una comunidad política en la cual
aquellos que son mutuamente vulnerables y que comparten un destino común pueden
conjuntamente ser capaces de ejercer alguna dirección colectiva sobre sus vidas
[...]. La política republicana se preocupaba de permitir a los
interdependientes ciudadanos la posibilidad de deliberar sobre –y realizar– los
bienes comunes de una comunidad que evoluciona en la historia, así como en
proteger y promover los intereses y los derechos individuales». Como definición
que intenta comprimir lo inasible, no está mal. Aunque, como siempre, la gracia
hay que buscarla en el desarrollo de los muchos extremos aquí contenidos.
Porque, claro, el problema
con estas definiciones es que, si se apuran mucho, dejan fuera de la foto
autores e ideas que acostumbran a estar en todas las listas y, si se estiran
demasiado, hay que incluir a otros que difícilmente se sentirían a gusto bajo
la etiqueta en cuestión. Sin afán de molestar, creo que Adam Smith y, por
mentar la bicha, el propio Hayek, o sus ideas, serían algunos de esos incómodos
invitados en el caso de que las credenciales republicanas resulten poco
exigentes. Honohan no ignora el problema y opta por una estrategia modesta, que
no es la más inconveniente mientras la reflexión está todavía en un estadio tan
preliminar. Ni intenta ahormar a la vasta tradición republicana en una
estructura conceptual que dejaría a bastantes autores vocacionalmente
republicanos fuera del cuadro, ni tampoco se resigna a un simple inventario
histórico, a una historia de las ideas republicanas. En su primera parte,
procede a describir la evolución de las ideas republicanas en cuatro catas
históricas, centradas cada una de ellas en una tesis o un concepto que, a su
entender, permite articular cada uno de los períodos o, más exactamente, de los
autores que escoge a la hora de reconstruir los períodos: la Antigüedad (Grecia
y Roma), apegadas a la virtud cívica de la mano de Aristóteles y Cicerón; el
tránsito de las repúblicas italianas hasta los entornos de la revolución
inglesa, regido por la idea de libertad, y con Maquiavelo y Harrington como autores
de referencia; el siglo XVIII y la crítica al absolutismo, que cuajará en las
revoluciones democráticas de América y Europa, con la participación como
principio articulador, y Rousseau, Wollstonecraft y Madison como guías; y,
finalmente, una imprecisa contemporaneidad en donde el problema central, en el
sentir de Honohan, es el reconocimiento, y que recorre de la mano de Arendt y
Taylor.
En opinión de Honohan, para
los griegos y los romanos, el problema principal era cómo la justicia se
relaciona con la política. Su respuesta estaba en la frontera misma de la
antropología: la vida política forma parte de lo mejor de la naturaleza humana,
del completo desarrollo del carácter. En esas condiciones, cualquier otra
consideración, incluida la libertad, quedaba subordinada al comportamiento
virtuoso. El segundo momento republicano gira en torno a la idea de libertad
entendida como autogobierno. Y aquí, aunque la corrupción aparecía como el
mayor enemigo de la república, la virtud únicamente cumple una función instrumental:
los ciudadanos asumen sus compromisos cívicos, menos por convicción que porque
el mejor modo de asegurar la propia libertad es luchar por la libertad de
todos. El tercer período republicano, el que cuaja en la reflexión de Rousseau
o de los federalistas, tenía como problema principal el de la participación, el
de cómo, en amplios territorios y en lugares en donde el comercio es una
actividad extendida, se puede asegurar, y hasta dónde resulta conveniente, la
participación ciudadana: la rousseauniana era la versión más radicalmente
participativa; la de los federalistas es la más timorata, la defensora de
modelos de representación indirecta y de un sistema de separación de poderes
que entibie y filtre la voluntad popular propensa a las facciones y las
revueltas. El período más reciente, seguramente aquel donde resulta más
discutible la elección de temas y autores, estaría marcado por el debate
comunitarismo-liberalismo, por la pregunta de si el republicanismo proporciona
un cimiento común –un reconocimiento– capaz de comprometer a los ciudadanos con
las instituciones democráticas, sin presumir de una identidad común, irreal en
las sociedades culturalmente diversas en las que inevitablemente estamos
instalados, y que vaya más allá de las relaciones contractuales liberales,
relaciones frágiles, en tanto que no proporcionan ninguna sólida razón –ninguna
afincada en las propias convicciones normativas– para sentirse comprometidos
con las decisiones, y circunstanciales, en tanto que están subordinadas a un
endeble «respeto los acuerdos mientras me interese», que invita a pocas
lealtades.
En la segunda parte,
asumiendo que la teoría política republicana contemporánea está todavía en
gestación, Honohan trata de enfrentarla a retos que en buena medida son deudores
del debate contemporáneo entre comunitaristas y liberales. Aprovecha ese
terreno para proceder a una discusión tentativamente analítica de las cuatro
dimensiones conceptuales exploradas de la primera parte y desde las cuales
caracteriza el republicanismo: virtud cívica, libertad, participación y
reconocimiento. Con más detalle y, según la propia estrategia del autor, en
forma de preguntas: ¿Permite, y cómo, la virtud cívica el
sostenimiento de los bienes comunes y de la vida política? ¿Requiere ello intromisiones
opresivas o demasiado exigentes en la vida de los ciudadanos? ¿La libertad
republicana es autogobierno, no interferencia, no-dominación o alguna
forma de mutua autodeterminación? ¿Se necesitan condiciones materiales para su
ejercicio? Para garantizar esa libertad, ¿se requiere un sistema fuerte de
derechos, de cotos vedados a la voluntad popular o, por el contrario, la
prioridad del autogobierno impide establecer tales fronteras? ¿Qué forma
institucional toma la máxima participación política , la plena
igualdad política? ¿Cuáles son límites, si existen, de los procesos
deliberativos, tanto en lo que atañe a asuntos como a participantes? ¿Cómo se
acomoda la igualdad de reconocimiento con el demos
republicano? ¿Requiere el buen funcionamiento de la república una nacionalidad
común? ¿Cómo conviven los principios republicanos con la arbitrariedad
normativa de las fronteras, o de otro modo, con la limitación de obligaciones y
deberes hacia los extranjeros?
Por supuesto, Honohan,
aunque los perfila, no resuelve todos esos problemas. Tampoco todos tienen la
misma enjundia. A uno le caben dudas acerca de si, por ejemplo, el
reconocimiento es un reto para el republicanismo o, como parece sugerir el
autor, una pieza conceptual imprescindible para caracterizar al republicanismo.
Y, aun en el último caso, incluso si admitimos que el reconocimiento forma
parte del entramado conceptual republicano, caben dudas acerca de si se sitúa
en el mismo plano de la jerarquía conceptual que la libertad o la virtud. También
puede pensarse que la elección de autores no siempre es afortunada, que faltan
algunos y que se concede demasiada importancia a otros. Con todo, Honohan se
muestra pulcro en sus reconstrucciones históricas, expone ordenadamente las
ideas de cada cual, sin forzar a los autores a decir lo que no dicen ni pueden
llegar a decir, dado el momento en el que escriben, y cuando se enfrasca en
tareas analíticas, hace justicia a las discusiones, sin mayores atrevimientos
ni excesivas cosechas propias.
Finalmente, sus problemas
son los problemas del republicanismo. Sus dudas acerca del nombre y del perfil
de los conceptos son fáciles de entender. Hay republicanismos elitistas y
republicanismos igualitarios, hay republicanismos que enfatizan la constitución
y otros que destacan la primacía del demos, los hay neutralistas y otros que
reclaman el compromiso con valores no solo cívicos, sino también con ideas
acerca de la buena vida con un contenido casi inventariable. Incluso la nómina
de los clásicos del republicanismo no está libre de discrepancias, como el
propio Honohan admite: «Mientras todos reconocen a Maquiavelo como central,
unos establecen un trazo que va desde Aristóteles hasta Rousseau; otros ven un
vínculo que relaciona a Cicerón con Locke y después con Madison, solapándose de
ese modo con las estrellas del firmamento liberal». En esas circunstancias,
resulta inevitable abordar alguna tarea cartográfica. Y también en este caso
Honohan resulta tan pertinente como modesto. Distingue entre los republicanos
instrumentales, quienes ven «en la ciudadanía un medio de preservar la libertad
individual, antes que una actividad o relación que tiene un valor intrínseco»,
y los republicanos fuertes, para quienes «la participación en el autogobierno y
en la realización de ciertos bienes comunes para los ciudadanos tiene valor en
sí mismo, más allá de si sirve a otros propósitos».
Como modo de ordenar el mapa
de la historia del republicanismo, sin que la cosa derive en inútiles tareas
escolásticas, es atendible. Es sabido que en quehaceres de ordenación
conceptual lo imprescindible es que las clasificaciones sean exhaustivas y excluyentes;
en nuestro caso, que no quede perspectiva republicana por ubicar y que no haya
ninguna que tenga más de un destino, que caiga en dos casillas. Eso es lo
imprescindible, pero lo importante es que, además, la clasificación sirva para
algo, sea fecunda. Y la propuesta de Honohan lo es, ayuda a ordenar y permite
perfilar algunos de los problemas del republicanismo. Por ejemplo, uno de
acción colectiva al que le da muchas vueltas y que afecta a ese republicanismo
instrumental que asume que el mejor modo de asegurar la propia libertad es
participar en la defensa de la libertad de todos: si es el caso, que lo es, que
las leyes justas y la sociedad libre son bienes públicos, bienes de cuyo
disfrute no hay modo de excluir a nadie, que cuando están a disposición de uno
están a disposición de todos, ¿qué razón tendrían los ciudadanos para
comprometerse en la defensa de la república? ¿No les saldría más a cuenta dejar
en manos de los demás la lucha por la libertad de todos y beneficiarse ellos de
sus esfuerzos? Pero, claro, en esas condiciones el problema está servido: si
todos piensan de ese modo, nadie se dedica a ello y no hay libertad para nadie.
Para responder a esas
preguntas y ese problema, y para alguna cosa más, quizá le habría resultado de
provecho apurar su propia distinción que, de hecho, reposa en dos criterios
acerca de la participación: de un lado, el que deslinda la participación como
un medio y la participación con valor en sí misma y, de otro, el que distingue
entre presencia y ausencia de disposición natural a la participación6. A partir de ahí cabría reconocer cuatro
escenarios. El primero, en donde la participación tiene valor en sí misma y
existe una disposición natural, se correspondería con el modelo griego, en su
versión más idealizada. El segundo, en donde la participación sólo tiene valor
instrumental, pero sí existe disposición a participar, quizá describe bien las
ideas de Maquiavelo y, en todo caso, los procesos revolucionarios (o constituyentes,
en la terminología de Ackerman7).
El tercero, con participación valiosa, pero con ausencia de disposición, se
ajustaría bien a los intentos de inyectar civismo, con tonos más o menos
paternales, que entre los autores contemporáneos tiene un buen representante en
Michael Sandel8. Finalmente, cuando la participación no se
juzga importante por sí misma ni tampoco existe mayor vocación, la preservación
de la salud de la república ha de quedar, si es posible, en manos de las leyes,
de una constitución fuerte o de sistemas de contrapesos, defensivos y
desconfiados.
Creo que esta propuesta
clasificatoria ayudaría a deslindar problemas que no siempre se distinguen.
Desde luego, de modo inmediato cada uno de esos escenarios contempla de forma
diferente el problema de la libertad de la república, del modo de preservarla y
también de su naturaleza. En todo caso, baste, para terminar, con destacar que
en el último caso, cuando la participación se juzga contraria al bien de los
ciudadanos y se busca un diseño institucional que prescinda de ella, estamos en
la frontera de tesis liberales, de un liberalismo que no ve con buenos ojos la
participación, hace de la protección frente a las intromisiones «públicas» el
asunto fundamental y diseña las instituciones a tal fin: encarados, en el
fondo, a un problema que no cabe omitir, el de si, andando la historia, los
trazos han perdido la limpieza que tuvieron en otro tiempo, al menos con las
versiones menos participativas del republicanismo. Así parece reconocerlo uno
de los padres de la síntesis republicana cuando escribe: «El debate parece
haberse acabado y las rudimentarias categorías que los historiadores inventamos
––"republicanismo" y "liberalismo"– se han diluido»9. No está sólo Wood en ese diagnóstico10, que no es cosa
de discutir ahora. En todo caso, uno de los pasos previos para reconocer el
alcance de las diferencias, si se dan, es perfilar la historia y los conceptos
de la tradición republicana. El ensayo de Honohan ayuda bastante a desbrozar el
camino, a sistematizar problemas y ordenar conceptos. Desde luego, no
será Civic Republicanism el texto de referencia del
republicanismo contemporáneo, pero con no menos certeza puede afirmarse que
contribuye a prepararle el terreno, si es que acaba por escribirse, si es que
hay lugar para él, que también eso se podría discutir.
01/06/2003
1.
Bernard Baiylin, The Ideological Originsof the American Revolution ,
Cambridge, Cambridge University Press, 1967; Gordon Wood, The Creation
of the American Republic , Chapel Hill, University of North Carolina
Press, 1969; John G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine
Political Thought and the Atlantic Republic Tradition , Princeton,
Princeton University Press, 1975. El trabajo sistemático más reciente de
Quentin Skinner es Liberty Before Liberalism , Cambridge,
Cambridge University Press, 1998, aunque sus argumentos ya se exponen en The
Foundations of Modern Political Thought , 2 vols. Cambridge, Cambridge
University Press, 1978. A pesar de su estilo tortuoso y trabado, y personal, es
obligado citar los tres volúmenes de historia del republicanismo de Paul
Rahe, Republics Ancient and Modern: Classical Republicanism and the
American Revolution , Chapel Hill, University of North Carolina Press,
1992-1994. Por supuesto, la nómina no se agota aquí y, sobre todo, no hace
justicia a las excelentes tradiciones historiográficas francesas e italianas.
Pero es cierto que la revitalización republicana ha tenido su arranque en el
mundo de habla inglesa, y desde el punto de vista temático, en la revisión de
las fuentes (inglesas) de las revoluciones inglesas y norteamericana. Por lo
que respecta a esas fuentes, no me resisto a terminar esta nota sin recomendar
la lectura de la tesis de Javier Dorado, La lucha por la Constitución. Las
teorías de la Fundamental Law en la Inglaterra del sigloXVII , Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 2001. ↩
2.
Sobre todo en el ámbito inglés, en donde tanto Pocock como Skinner dedicaron no
pocas páginas a cuestiones de método y, quizá exageradamente, resaltaron un
punto de vista propio, común a los estudiosos de Cambridge: Quentin Skinner,
Partha Dasgupta, Raymond Geuss, Melissa Lane, Peter Laslett, Onora O'Neill y
Adam Kuper, «Political Philosophy: The View from Cambridge», The
Journal of Political Philosophy , vol. 10, nº 1 (2001). ↩
3.
Philip Pettit, Republicanismo, Paidós, Barcelona, 1999. ↩
4. Lo
que es indiscutible es el giro republicano, un testimonio de cuál es el hecho
de que revistas académicas, más o menos generalistas, dediquen números
monográficos al asunto. Así, específicamente ceñidos al republicanismo, sin
incluir los dedicados a temas afines como la democracia deliberativa: Cahiers
de Philosophie de l'Úniversité de Caen , nº 34 (2000); Politique
et sociétés, vol. 20, nº 1 (2001); The Monist, vol. 84, nº 1
(2001). ↩
5.
Desde un punto de vista histórico: Graham Maddox, «The Limits of Neo-Roman
Liberty», en History of Political Thought, vol. XXIII, nº 3 (2002);
desde uno analítico: Frank Lovett, «Domination: A Preliminary Analysis», en The
Monist, vol. 84, nº 1 (2001); Charles Lamore, «A Critique of Philip
Pettit's Republicanism», en Philosophical Issues, nº 11 (2001).
Philip Pettit ha intentado presentar de un modo más ordenado sus ideas
centrales en «Keeping Republican Freedom Simple», en Political Theory,
vol. 30, nº 3 (2002). ↩
6. La
distinción entre republicanismo a secas y republicanismo como humanismo cívico
se ubica muchas veces en ese doble criterio. Así lo hace, por ejemplo, Michael
Zuckert, que hace una apreciable presentación de «la síntesis republicana» y
distingue entre el caso en el que el republicanismo emerge como un medio hacia
la meta de la libertad y otro en el que es la expresión natural o directa de la
naturaleza esencial del hombre como animal político. Por lo demás, Zuckert es
bastante crítico con una síntesis «que no es lo bastante monolítica para
merecer la calificacion de "síntesis"», Natural Right and the
New Republicanism , Princeton, Princeton University Press, 1994, pág.
151. ↩
7.
Bruce Ackerman, We the People, Cambridge, Harvard University Press,
1991. ↩
8. Democracy's
Discontent , Cambridge, Harvard University Press, 1996. ↩
9.
Gordon Wood, en una polémica cruzada («Machiavellian Moments») con John G. A.
Pocock, en las cartas al director de The New York Review of Books ,
19 de octubre de 2000. ↩
10.
En el mismo sentido, Christopher Nadon, «Aristotle and the Republican Paradigm:
A Reconsideration of Pocock's Machiavellian Moment », en The
Review of Politics, vol. 58, nº 4, 1996, pág. 680. Y en un sentido menos
histórico, polemizando con Sandel: Will Kymlicka, «Liberal Egalitarianism and
Civic Republicanism: Friends or Enemies», en Politics in the Vernacular ,
Oxford, Oxford University Press, 2000. ↩
(*)Fuente: Revista de Libros. Marzo 2019 https://www.revistadelibros.com/articulos/el-republicanismo-segun-honohan
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