Por Álberto Sucasas
Universidade da Coruña
Como en general ocurre en la vida social, las
hegemonías excesivas tienden, también en el ámbito filosófico, a simplificar la
complejidad y diversidad inherentes a un período histórico dado. Tan alto se
escuchan las voces que expresan el paradigma dominante que, para un oyente no
demasiado atento, se diría que son las únicas existentes. Situación que ilustra
la reflexión filosófico-política de las últimas décadas: el ascendente de la
Teoría de la justicia de John Rawls ha sido tan inmenso que su recepción crítica
parece haber saturado, en su integridad, el espacio de la filosofía política.
Como si, en los últimos cuarenta años, no hubiese otro modo de encarar las
preguntas tradicionales de la disciplina (socialidad del ser humano; exigencia
de justicia; función de la libertad en la vida colectiva; legitimación/crítica
del Estado…) que el de, directa o indirectamente, enfrentarse al texto
rawlsiano… o acompañar la prolongada polémica entre liberales y comunitaristas.
No se trata de poner en entredicho los méritos
del pensamiento de procedencia anglosajona (aunque solo fuese por el volumen de
sus comentarios, Teoría de la justicia sin duda merece ocupar un lugar de
privilegio en la teorización contemporánea de lo político), pero sí de
ensanchar el espacio reflexivo para dar cabida a otras orientaciones,
geográfica y discursivamente distantes. Al menos para evitar que un
pseudomonólogo aborte la vocación dialógica irrenunciable en el trabajo del
concepto.
Si con ese espíritu
repasásemos la producción teórica de la segunda mitad del siglo xx,
difícilmente podríamos pasar por alto la aportación que un grupo de pensadores,
todos ellos provenientes del marxismo, llevó a cabo en la Francia de la
inmediata posguerra. Nos referimos al colectivo Socialisme ou barbarie, que
supuso el encuentro de filósofos de la envergadura de Claude Lefort, Cornelius
Castoriadis o Jean-François Lyotard. Nacidos todos ellos en la década de los
20, su aportación inicial (con posterioridad, cada uno seguiría su propia
trayectoria) se cifró en intentar dar cuenta, teórica y práctica, de lo que
bien podría llamarse el «drama de la izquierda»: desde un lúcido diagnóstico de
la devastación estalinista, constataron de forma inequívoca que la barbarie no
solo anida en los regímenes fascistas, sino que la tentación totalitaria puede
incubarse igualmente en el seno de la izquierda (el llamado socialismo real
representó, para aquel colectivo, una de las formas que puede adoptar el
principio —esencialmente anti-político: el totalitarismo pervierte la política
hasta erradicar de ella cualquier sombra de dignidad— totalitario, exasperación
de la dominación), sin por ello renunciar, justamente lo contrario, al
imperativo igualitario y libertario consustancial a las tradiciones
emancipatorias.
Se trata de una tensión difícilmente
resoluble, pero a la par ineludible: la crítica implacable, sin
contemplaciones, de la perversión totalitaria reviste un carácter propedéutico
para la redefinición, y potenciación, del proyecto emancipatorio.
De ese programa teórico-práctico
es heredero Miguel Abensour. Nacido en 1939, se adhirió en su juventud a la
causa de Socialisme ou barbarie; ese compromiso temprano vive en toda su
producción de madurez, empeñada en conciliar la execración del totalitarismo
con la preservación de la promesa emancipatoria. De ahí la bipolaridad o
tensión omnipresentes en el léxico abensouriano: dominación vs. emancipación;
totalitarismo vs. utopía; Estado vs. democracia; sistema vs. proceso…
Pensamiento antinómico que se nutre de la inspiración de Socialisme ou barbarie
(muy en particular, de los desarrollos de Lefort), pero que convoca asimismo a
buena parte de lo más valioso de la meditación contemporánea sobre lo político
(lo que Borja Castro denomina «filiaciones filosóficas» del siglo xx [p. 172]:
los teóricos de la Escuela de Fráncfort, ante todo Walter Benjamin, o Hannah
Arendt, pero también Pierre Clastres o Emmanuel Levinas) y rastrea en el
pasado, sometiéndolos a rigurosa e innovadora relectura, el legado de los
clásicos (Maquiavelo o Marx), al tiempo que rescata pensadores olvidados por el
discurso filosófico-político convencional (Étienne de la Boétie, Pierre Leroux,
Louis Auguste Blanqui o Saint-Just). Esa plétora de nombres propios configura
la constelaciónAbensour, probablemente una de las propuestas más sugerentes y
fértiles de la reflexión actual sobre lo político.
En Crítica, utopía y política (Lecturas de
Miguel Abensour) se da cita un colectivo de estudiosos, hispanos (aunque
predominan los chilenos, también se cuentan españoles y argentinos) y
franceses, que reivindican (del único modo en que resulta legítimo el homenaje
en filosofía: prolongando, y discutiendo, un corpus inspirador) la propuesta
reflexiva de Abensour, tanto en razón de sus virtudes teóricas cuanto a la vista
de su posible incidencia en la praxis del presente. Ese diálogo hispano-francés
tiene su humus institucional en «una larga historia de intercambio académico y
amistad filosófica entre académicos y estudiantes de Chile y Francia» (p. 16),
promovida por el Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, desde el
empeño de «fortalecer la línea de pensamiento político francés contemporáneo»
(ibid.)
Una de las contribuciones del volumen, la de
Scheherezade Pinilla, expresa en sus palabras finales el espíritu colectivo que
anima la obra: «Miguel Abensour es una figura indispensable de la teoría
política contemporánea; por eso y por su profundo vínculo con la comunidad de
quienes pensamos en español, tiene que vivir entre nosotros» (p. 35). (Con
mayor fortuna editorial en Iberoamérica, Argentina en particular, que en
España, Abensour es conocido aquí por una amplia antología de ensayos que, bajo
el título Para una filosofía política crítica, publicó Anthropos en 2007.)
Celebrar una aventura del pensamiento, a través de su continuación en el
diálogo crítico, y contribuir a su difusión en el ámbito hispanohablante es el
propósito esencial del libro.
Quizá pudiera echarse en
falta un texto que ofreciese una semblanza, biográficointelectual, del
homenajeado. Con todo, de las once contribuciones que conforman el volumen (a
ellas se añade un texto final del propio Abensour) sí cabe extraer algunos
ingredientes fundamentales para el esbozo de ese retrato. No solo en lo que a
la producción textual respecta.
El pensador francés ha
desempeñado, en paralelo a su creación filosófica, funciones relevantes en la
escena intelectual, y política, francesa. Destaquemos, aparte de la militancia
juvenil en Socialisme ou barbarie, su labor editorial como responsable de la colección
Critique de la politique de la editorial Payot, que contribuyó decisivamente a
difundir en Francia clásicos contemporáneos hasta entonces poco conocidos (es
el caso de pensadores de la Teoría Crítica) o a incorporar autores olvidados
(como Leroux o Guyau) a la discusión filosófico-política actual. También la
presidencia del Collège International de Philosophie (1985), sucediendo a
Jean-François Lyotard.
Las contribuciones del volumen se agrupan en
tres secciones. La primera de ellas, Centinela de los libros (pp. 19-35), glosa
la producción de Abensour en tanto que exegeta de textos, clásicos y
contemporáneos, de teoría política. Prolongando sugerencias de los tres breves
ensayos (Horacio González, «El proceso de liberación de los textos»; Georges Navet,
«Vigilar y despertar»; Scheherezade Pinilla, «Miguel Abensour, maestro de la
huella»), bien podría hablarse de una utopía de la lectura: pensador de la
utopía, Abensour practica, en su modo de releer textos de teoría política, una
estrategia «utopizante». En realidad, por partida doble: recuperando, por un
lado, propuestas doctrinales en las que aliente un contenido utópico,
emancipatorio; pero, por otro, liberando los textos de su clausura
hermenéutica, dejándoles decir lo que una tradición de lectura acalló a fuerza
de comentarlo.
Es el caso de la revisión
del Marx juvenil, cuyo contenido utópico es reivindicado por Abensour contra el
grueso de la tradición marxista (así, la condena del Marx humanista en nombre
de la cientificidad por parte del marxismo estructuralista de Althusser),
incluso contra el propio criterio del Marx maduro, empeñado en expurgar los
contenidos utópicos de su obra temprana. Si todo texto aguarda, para liberar su
potencial semántico, la hospitalidad de un lector dispuesto a revitalizar la
letra muerta de la escritura, en el propio ejercicio de la lectura opera ya un
designio utópico. Su axioma es enunciado por Horacio González: «Si hay utopía,
es porque hay una lectura de textos que hacen surgir sus líneas de fuga, sus
nudos incesantemente no resueltos» (p. 21). A esa vocación de contra-lectura se
suma un propósito que cabría calificar de arqueológico: la tradición efectúa,
en su propio trabajo receptivo, un encubrimiento, que «secuestra» el texto
imponiéndole una interpretación canónica o que, peor aún, lo condena al olvido,
al limbo de lo insignificante. De ahí la necesidad de la contra-lectura que
Abensour pone en práctica, consciente de la existencia de «textos que hay que
salvar de sí mismos» (p. 24), como bellamente dice Horacio González.
En el pensador francés la lectura de la utopía
se hermana con la utopía de la lectura. Al desmoronamiento de la tradición solo
cabe responder reinventándola, re-leyéndola: como proclama Jordi Riba, en un
gesto marcadamente arendtiano, se impone «proclamarse hijos de una tradición
que no existe, de una tradición rota, y desde ella pensar el presente» (p. 95).
A la vista de la importancia del acto interpretativo en Abensour, resulta
inevitable que el diálogo con sus propuestas teóricas no pueda disociarse de la
tematización de sus lecturas filosófico-políticas. De ese principio dan buena
cuenta las restantes contribuciones de la obra.
Cuatro trabajos componen su segunda sección,
Utopías (pp. 39-90): «El método de la utopía» (Georges Navet); «El mapa del
mundo y la tumba de la utopía» (Patrice Vermeren); «Una cierta lectura de
Miguel Abensour en relación a Pierre Leroux» (Cristina Hurtado); «La utopía,
terra incognita» (Diego Mellado). La tradición del pensamiento utópico
representa, en efecto, uno de los ejes vertebradores del proyecto
filosófico-político abensouriano; es —por decirlo con palabras de Scheherezade
Pinilla— una de las tres columnas que lo sustentan (las otras dos serían Arendt
y Levinas). Si la tensión entre emancipación y dominación constituye el alma de
la reflexión de Abensour (pp. 10, 51 y 53; pero ese binomio planea sobre todo
el volumen), la utopía cumple una doble función. Negativa, en primer término:
solo el compromiso con lo posible evita la rendición ante la facticidad de lo
existente; algo particularmente relevante en el seno de la izquierda, cuyos
triunfos históricos ofrecen abundantes ejemplos de cómo la pulsión
emancipatoria puede degenerar en el (des)orden de la dominación (en ese
sentido, la reivindicación, incluso contra el propio Marx, de la dimensión
utópica del marxismo se vuelve requisito
imprescindible para prevenir la barbarie del socialismo realmente existente).
Positiva, en segundo lugar: la transformación en sentido emancipatorio de la
sociedad —o sea, la constitución de una modalidad del vivir-juntos libre del
dominio— se alimenta del impulso utópico. De ahí la necesidad
—teórico-práctica, no solo historiográfica— de reconstruir, en una
recapitulación que aliente su vigencia, la tradición del pensamiento utópico.
En su contribución, Patrice Vermeren describe
tres grandes momentos del utopismo moderno: el fundacional, representado por
Leroux, Saint-Simon, Fourier y Owen; una fase intermedia, neo-utópica,
caracterizada por la voluntad de compromiso entre el legado socialista y las
ideas dominantes; por último, tras 1848, el renacer de la inspiración
fundacional en un Nuevo Espíritu utópico, del que participarían pensadores como
Bloch y Benjamin (pp. 59-60). No obstante, esa memoria de las propuestas
utópicas en modo alguno permite, en Abensour, recuperar la noción de utopía
como algo clausurado y definitivamente esclarecido desde el punto de vista
histórico. Bien al contrario, ocuparse de lo utópico, supone adentrarse en el
territorio del enigma. Georges Navet, analizando el esfuerzo conceptual de
Abensour, atribuye a la utopía un estatuto de «horizonte» (aquello que no por
contribuir a la manifestación o visibilidad deja de resistirse a la aprehensión
conceptual): «un objeto esencial, de consistencia inagotable que al mismo
tiempo podría manifestarse y retirarse. La utopía, de alguna manera, es enigma»
(p. 40). Emerge ahí uno de los rasgos mayores de la meditación abensouriana: la
insistencia en la radical problematicidad de lo político, ámbito donde no tiene
cabida lo definitivo del sistema. Tomarse en serio la historicidad de lo humano
—su carácter de acontecimiento imprevisible, abierto a la invención— veta
cualquier tentativa de atraparlo en el cierre categorial de un discurso
omnicomprensivo. Esa verdad antropológica se intensifica epocalmente en cuanto
tomamos conciencia del claroscuro de nuestra historia reciente.
Desde premisas hondamente arendtianas, así lo
proclama Abensour en La democracia contra el Estado: «La diferencia entre el
siglo xix y el xx es que el primero creía poseer, o poder poseer, la solución,
mientras que el segundo hace del enigma su morada, advertido de que la historia
y política están destinadas a permanecer como un problema sin fin». En
consecuencia, la fidelidad a la fe utópica obliga a operar, tanto por parte del
teórico de la política como de su sujeto colectivo, una metanoia que Abensour
califica de conversión utópica: esa redefinición de la subjetividad es lo que
permite abandonar la facticidad del orden existente y orientarse hacia un mundo
nuevo. La conversión utópica es el puente que franquea el tránsito del «tópico»
(lugar común de la teoría; doxa hegemónica en la conciencia social;
anquilosamiento de las instituciones) a lo «utópico». Vermeren tematiza la
doble matriz filosófica de la idea (pp. 62-63): por un lado, la noción
husserliana de epojé, reinterpretada en tanto que apertura a lo posible de un
sujeto que despierta de su sueño dogmático; por otro, la imagen dialéctica de
acuñación benjaminiana, por medio de la cual el durmiente, el soñador, se ve
proyectado, fuera de su sueño, hacia el despertar.
Si la noción de utopía representa uno de los
centros del discurso abensouriano, el otro sin duda viene dado por la idea
democrática. Mejor aún, la propuesta consiste, en lo esencial, en una recíproca
fecundación de ambos conceptos, cuyo doble resultado ha de ser una utopía
democratizada y una democracia utopizada (en ello coinciden Vermeren y Riba:
pp. 64 y 107). En torno a esa apuesta gira lo más valioso, y
filosóficopolíticamente pertinente, de las cuatro contribuciones de la tercera
parte, titulada Crítica de la política (pp. 93-199): «¿El enigma resuelto?
Pensar la democracia con Miguel Abensour» (Jordi Riba; muy probablemente, el
trabajo de mayor alcance filosófico de todo el libro); «Crítica del Estado:
Abensour lector de Marx y Levinas» (Claudia Gutiérrez y Carlos Ruiz); «El
‘contra’ de Miguel Abensour. Una investigación sobre su sentido, expresión e
invitación» (Juan Pablo Yáñez); «La paradoja de Abensour: irreductibilidad de
‘lo político’ como gesto ‘contra’ el Estado» (Borja Castro). Abensour es, en
efecto, un pensador de la democracia: no tanto de su plasmación institucional
en los regímenes políticos que se auto-califican de democráticos (respecto a
ellos se impone una denuncia implacable de la democracia realmente existente),
cuanto de la idea democrática y sus potencialidades todavía inéditas. De ahí la
necesidad de adjetivar un sustantivo que, desnudo, bien puede fomentar
equívocos filosófico-políticos, o políticos a secas: Abensour, desde una
inspiración que recoge lo más valioso de sus autores de referencia (así, la
radicalidad democrática del joven Marx o Leroux, pero también las intuiciones
de Lefort o Arendt), habla de democracia insurgente, de democracia salvaje o de
verdadera democracia.
Se configura, a través de esas expresiones,
una modalidad de lo político que no es ajena al conflicto (Maquiavelo lo advirtió
en los orígenes de la modernidad: el conflicto es instancia fundacional de la
vida social y encierra un momento de resistencia a la dominación) y que, sin
negar la necesidad de lo institucional, denuncia la deriva tiránica que amenaza
a toda institución consolidada (eso expresa el lema «la democracia contra el
Estado»). Lejanía extrema, pues, de aquellas filosofías de lo político —se
estaría tentado a decir: la práctica totalidad del pensamiento político
occidental, de Platón a Hegel— que lo reducen a su plasmación estatal, pero sin
recaer en la ilusión contraria de una sociedad ayuna de tejido institucional:
Borja Castro nos recuerda que «Abensour contrapone a su pensamiento el
entendimiento de lo social como anulación de lo político que se da tanto en la
anarquía como en el comunismo» (p. 189, n. 46). ¿Cómo concebir, entonces, esa
modalidad de lo democrático que ni niega la institución (vale decir, el aparato
estatal) ni se reduce a ella? Acaso la clave resida en aceptar que una
«democracia insurgente» no se define por un orden jurídico o administrativo ya
dado, sino —Jordi Riba de nuevo— por «un movimiento que no puede ser otra cosa
que movimiento» (p. 100). Dicho de otro modo: la democracia abensouriana es en
menor medida ergon —orden social consolidado en un tejido institucional y una
configuración del poder— que energeia; antes esfuerzo colectivo, cuyo telos es
la auto-constitución del sujeto plural en pueblo o demos (quizá sería más
adecuado decir peuple), que forma de organización del vivir-juntos; más bien
actividad, indefinidamente abierta, que resultado concluso.
Aunque solo fuese por ese
motivo, el empeño abensouriano es merecedor de nuestra atención: si la idea
democrática es irrenunciable, pero sus materializaciones institucionales no
deben eximirse de la crítica, un proyecto de filosofía política no puede ser,
hoy, sino trabajo incesante de reconsideración del universo democrático, de sus
potencialidades y sus logros, pero igualmente de sus fallos y fallas. Abensour
no habría hecho otra cosa: «En efecto, la pertinencia de las preguntas sobre el
qué y el porqué de la democracia se mantienen en cada una de las intervenciones
escritas que Abensour ofrece al lector» (p. 93). También, como era de esperar,
en el ensayo que cierra el volumen reseñado.
En él toma la palabra el propio homenajeado.
En «El affaire Schelling. Una controversia entre Pierre Leroux y los jóvenes
hegelianos» concurren buena parte de los rasgos que hemos destacado en la
personalidad filosófica de Abensour: atención sostenida a teóricos de la
política condenados por la historia a una dilatada marginación (es el caso de
Pierre Leroux); relectura crítica del pasado, que no duda en cuestionar los
riesgos de dogmatismo inherentes a la izquierda biempensante (representada aquí
por jóvenes de la izquierda hegeliana: junto a Alexandre Weil, cercano a Moses
Hess, figuran Feuerbach y Marx); receptividad a lo que de novedoso pueda
encerrar el acontecimiento; interés por los claroscuros de la historia moderna.
Metódicamente, cabría decir
que Abensour ejercita una mirada afín a la de su admirado Benjamin: rescatar lo
olvidado o marginal para iluminar el sentido del pasado. Glosa una escena
geográficamente dual (francoalemana) por la que evoluciona un triángulo de
personajes: el viejo Schelling, en el momento de tomar posesión de la cátedra
berlinesa; su admirador francés, Pierre Leroux, demócrata radical y filósofo
sin estatus funcionarial; por último, los hegelianos de izquierda que dan
muestras de indignación ante la afinidad entre un librepensador radical y un
representante de la reacción filosófica. Allí donde, prolongando la axiomática
de la crítica ilustrada, los neohegelianos «progresistas» no ven en la religión
sino ilusión o impostura, Leroux tiende puentes con el Schelling filósofo de la
revelación, abriendo así una vía de encuentro entre el compromiso con la
emancipación de la humanidad y la deseable supervivencia de una religión
depurada de sus derivas históricas. Lección filosófico-política: mientras que
en Feuerbach la crítica de la religión positiva culmina en la divinización del
Estado, Leroux evita esa sacralización, accediendo con ello a una dimensión
meta-política que impide que lo estatal devenga un absoluto, al tiempo que le
confiere «su irreductible consistencia» (p. 225). Una sucinta muestra de un
corpus, el abensouriano, que debemos leer y releer. Crítica, utopía y política
invita a hacerlo.
(*).-C. Gutiérrez, P.
Vermeren y C. Ruiz (coords.), Crítica, utopía y política. Lecturas de Miguel
Abensour, Nadar, Santiago de Chile, 2014; 245 págs
PENSAMIENTO, vol. 71 (2015),
núm. 265
No hay comentarios:
Publicar un comentario