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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

21/4/20

LEYENDO TODAVIA A E.P. tHOMPSON





Por Elena Hernández Sandoica (*)
UNA VIDA, UNA OBRA

En Miseria de la Teoría el historiador Edward Palmer Thompson (1924-1993) escribió: “Sólo nosotros, los que ahora vivimos, podemos dar un “sentido” al pasado (Thompson, 1981: 72). Pero el pasado siempre ha sido, entre otras cosas, resultado de un razonamiento de valores. Al recuperar ese proceso, al mostrar cómo aconteció realmente la secuencia causal, debemos, hasta donde la disciplina lo permita, mantener nuestros juicios de valores en suspenso. Pero una vez recuperada esta historia quedamos en libertad para expresar nuestros juicios sobre ella.” Las páginas que siguen constituyen un intento de volver a dar orientación de futuro al pasado, a través de la obra de Thompson como historiador.
No soy la única, seguramente, en pensar que su obra reviste todavía interés (Erice, 2013; Sanz, Babiano y Erice, 2016), porque estando ya este texto a punto de ver la luz me llega una recentísima edición en castellano, por obra de A. Estrella González como editor (Thompson, 2016) de los textos políticos de los años 1957 a 1962 del historiador inglés publicados en las revistas New Reasoner, University and Left Review, y New Left Review. Ello me da ahora pie a volver a insistir sobre ese interés y esa vigencia.


 En vida, fue Edward P. Thompson uno de los autores más populares, de los más citados y controvertidos en los años de auge de la historia social (Palmer, 2004). Al desaparecer, a principios de los años 90, dejaba una brillante obra de historia, una importante obra poética y literaria, y una actuación política imponente de agitador antinuclear. Pero también una abundante escritura política que ha seguido una fortuna desigual y discontinua. Me he preguntado no hace mucho tiempo (Hernández Sandoica, 2016) si como historiador sigue siendo hoy día una lectura necesaria Thompson; si, muchos años después de todo aquel impacto, sus escritos siguen estando vivos; si sigue funcionando en el lector que empieza su atracción magistral, y si ayuda a la tarea refleja el acompañar esa lectura del recorrido identitario y biográfico de un personaje singular como él fue. Leer a Thompson no es tarea menor, por la complejidad de sus esfuerzos literarios, por su ambición conceptualizadora y escurridiza a veces, además de la necesaria contextualización (Archilés, 2016) que obliga al historiador especialmente en todo ejercicio de historia intelectual. Una trayectoria que, en su caso, fue abruptamente crítica, nada tendente a la estabilidad, y que se vió ligada a oscilaciones de su temperamento. Creo, con todo, que la respuesta a esa pregunta es positiva, y que es rentable leer a Thompson hoy todavía. Me dispongo a ofrecer razones en esa dirección. A la altura de 2016, enfrentarse a los textos de un autor como aquel, sobre el que tanto se ha escrito y al que tanto se ha venerado y combatido alternativamente, exige prescindir de la pasión con que se le leía (leíamos) durante las décadas de 1970 y 1980, y verlo ya como un clásico magnífico, un pensador original y fértil. Pero eso no significa en ningún modo eludir integrar el análisis del terreno marxista en el que el historiador inglés debatió con ardor, y con cuyos representantes más conspicuos polemizó (Estrella González, 2016; Anderson, 2008; Cohen, 1987). Revisar su trabajo obliga a conectar presente con pasado, contexto o marco público con opción personal, historia con política, andamiajes de su particular trayecto identitario.

Su biografía ofrece transparentes las notas del carácter marcado por el tiempo de toda obra intelectual y, en este caso, de su autopercepción, la consciencia de que existe una estrecha imbricación entre la historia como campo de estudio y la historia como experiencia vivida y herramienta de autocomprensión. Es Thompson en efecto un autor en el que apenas se separan ambos planos, en una relación que él iría explorando y reformulando, construyendo su particular ejercicio vital de oposición y disidencia, en paralelo y afanoso desafío de comparación con personajes disidentes como Wordsworth, Coleridge y Cobbett, pero más que ningún otro Morris y Blake. En la trayectoria personal de Thompson, narrada y recogida tras su muerte por amigos y seguidores (Palmer, 2004; Croft, 1995; Hamilton, 2011), se encadenan éxitos literarios y ensayos históricos y políticos –de desigual y ocasional impacto– con sucesivos momentos de debilidad, con fracasos personales y conflictos intelectuales que, vistos en la distancia, se vislumbran cuasi permanentes. Sus mayores diatribas, exceptuando la sostenida con el francés Althusser, las dedicó a sus camaradas marxistas del Partido Comunista británico (CPGB), los más cercanos y con los que militó hasta 1956 (Estrella González, 2006; Estrella González, 2012). Con frecuencia, si bien no de modo unánime, la crítica iba a destacar en él la brillantez y el valor literario de su prosa, una combinación peculiar de rebeldía y de seguridad empecinada en el valor superior de su razonamiento y su argumentación.

 Toda su vida y su biografía aparecen marcadas por esa confianza personal, aristocratizante y en cierto modo mesiánica, que facilitaría su presencia pública y su popularidad en los foros mediáticos. Mostró tenacidad en su empeño político, voluntad para sostener sus interpretaciones (deliberada y provocadoramente no ortodoxas), y cultivó el tesón para dar curso activo a sus puntos de vista sobre la realidad. Su peculiar forma de escribir y de abordar la riqueza textual de los documentos que empleaba para escribir historia (literarios más de una vez, poéticos o de tipo privado), inauguró una forma de historia sociocultural que, rechazada en su momento por bastantes marxistas, suscitaría sin embargo aplauso y reconocimiento allá donde se abría paso por entonces cualquier modalidad de “nueva historia” (focos en Norteamérica e Italia), formas de análisis social poco o nada estructuralistas (Hunt, 1989: 47-70), con frecuencia moteadas de aliento neohistoricista o psicologizante. Triunfaba la reducción de escala, en contacto con las ciencias sociales (sociologías cualitativas y antropología cultural). En el caso francés, bajo el imperio de Annales y el potente deslumbramiento althusseriano, el influjo de Thompson fue más tardío, más débil y minoritario, pero al final iba a quedar asegurado por el respaldo y la autoridad de Agulhon y Bourdieu (Ceamanos, 2005).

Rutilante su estrella, la primera objeción importante a la obra de Thompson, años después de aquella irrupción con éxito en escenarios no británicos, vendría sin embargo desde el feminismo: y es que, aun registrando nombres de mujeres y poniendo en juego su acción concreta, el historiador inglés –que decía ocuparse de la clase– no había tomado en cuenta el papel del género (Scott, 1998; Scott, 1999; Llona, 2016). Son también conocidas, además de aquellas seminales críticas de Joan Scott, las de Chakrabarty por ejemplo desde una visión poscolonial, si bien no hemos de entrar ahora en ellas. Combinó Thompson sin mezclarlas, pero indistintas en el valor político que él mismo les concede, la escritura de historia, el discurso político y el arte poético –como hiciera su padre–, y bajo esas formas transmitió su concepción del mundo y su actitud ante él, de presente y pasado: la oposición al rearme, la oposición al gobierno, el discrepar constante de lo mayoritario o hegemónico, el distanciarse de lo “oficial” en fin, incluida su reticiencia ante la línea oficial del comunismo británico, el CPGB.

Polemista perpetuo, dentro y fuera de la ortodoxia en que, hasta el apartamiento de 1956, se inscribió formalmente, combatiría contra anarquistas y trotskistas para mostrarse luego enemigo incansable del neoliberalismo, siempre alertando contra el peligro amenazante de su consolidación. Compartiendo esa idea de la política, de la vida en alerta y la función docente con otra historiadora del grupo, Dorothy Towers, exhibieron los dos una inspiración radical, de vanguardia izquierdista en el contexto del mundo bipolar de la guerra fría; él, más volcado hacia el espacio público y la agitación, afecta ella al trabajo en círculos pequeños, con los discípulos. Su horizonte práctico inmediato acabaría marcado por la permanente resistencia ante el retroceso antidemocrático de las libertades civiles y los derechos sociales, la oposición al desmantelamiento del estado del bienestar en Gran Bretaña emprendido a mediados de los años 70 por el giro neoliberal. El radicalismo y la libertad de palabra y acción que vertebran a Thompson y lo enorgullecían, su frecuente irrupción (con toques que hoy diríamos acaso “populistas” pero también, sin duda, aristocráticos) en los foros públicos, mítines y concentraciones y en medios de comunicación, muy atractivos ante un público amplio, no gustarían en cambio a sus correligionarios: comunistas primero, laboristas después. Nunca rehusaría la polémica; más bien la iba a promover desafiando con ocasional coquetería, o una más usual irritación, el elitismo de la vida académica.

 La batalla política en la escena pública le otorgó esa fuerza suplementaria que conlleva la popularidad. Bryan D. Palmer, que lo admiró sin reservas, cuenta cómo su nombre era tan popular en los años 80 del siglo XX como los de la reina Isabel, la reina madre y la señora Thatcher (Thompson, 2016), quedando en un curioso cuarto lugar en ciertas encuestas. Circunstancia que recogemos con frecuencia al glosar su obra por ir dotada de una significación extraordinaria en cuanto a que tal popularidad, inusitada para casi cualquier historiador (incluso en Inglaterra), le llegaría no por causa de su nuevo libro Whigs and Hunters sobre la Black Act (Thompson, 2010), un texto clave para la historia del crimen, sino por sus artículos antinucleares y su presencia reiterada en la calle, así como en radio y televisión, propugnando la paz entre los bloques y a favor de una política antinuclear (Ruiz Jiménez, 2005). No dejó en los 80 de acudir a mítines, actos públicos y manifestaciones populares de signo antinuclear y pacifista allá donde se dieran, como continuación de esos esfuerzos por la paz y la distensión que, desde la década de 1950, había ejercitado el CPGB, donde Thompson había ingresado con diecinueve años.

 LA CLASE “CONSTRUIDA” Y SU REGISTRO DOCUMENTAL. En virulenta diatriba con compañeros del partido (él mismo la calificaría de “violenta” y “amarga”, y E. Hobsbawm le acusará de carecer de “brújula interior”), mas de una vez sería el propio Thompson quien vendría a agitar las aguas ideológicas de una izquierda radical y ortodoxa en cuyo fondo vino a constituir un desafío su vibrante alegato en pro del empirismo: Miseria de la Teoría, publicada en 1973, se mantenía realmente cerca de otros dos textos claves para entender la ruta de la polémica: “Reply to John Lewis” y “Open Letter to Leszek Kolakowski”, aparecidos en The Socialist Register. Pronto hubo quien pensó que, mejor que entender la fomación de la clase y su conciencia, hubiera debido Thompson estudiar su desvanecimiento, su fulminante descomposición. La obra más conocida del historiador, The Making of the English Working Class (1963), sigue siendo catalogada por muchos, más de medio siglo después de su edición, como un texto esencial, imprescindible en historia social (Barrio, 2016).

Sorprendió en su momento la innovación en el modo de considerar las relaciones productivas y la conciencia de clase, algo inesperado en un marxista (ni gramsciano ni benjaminiano, es evidente). Reintroducía en el discurso histórico un elemento que, en su propio contexto, venía a sonar como algo inesperado y nuevo: “el vasto, múltiple y contradictorio reino de la experiencia”, aire fresco para quienes creían que la historia se había vuelto monótona (Fontana, 1994: 3). Volvía Thompson sobre un término, experiencia, muy caro a las humanidades y a la historia intelectual en general (Ankersmit, 2005), pero arrumbado al seno del idealismo en realidad, y ello le acarreó problemas a la vez que fortuna, a un tiempo: varias veces, a lo largo de su vida, hubo de responder a críticas que inquirían qué entendía por ese concepto: algunas de ellas, fuertes y sostenidas, venían desde el materialismo; otras, más tibias, desde posturas varias que unía la extrañeza por la particular forma de Thompson de acomodar su idea de experiencia con adherencias ajenas al marxismo. Le guiaba sin duda la pasión del archivo, pero también se sentiría deudor de la herencia cultural romántica e historicista de su temprana juventud en el seno familiar (Estrella González, 2016: 30).

En la masa documental ingente y variada que Thompson llegó a manejar para sus textos históricos iban a desfilar personajes anónimos, la mayoría ignorados hasta aquellos momentos. Rescataría sus gestos, sus palabras y nombres, sus resistencias o sus discrepancias, su oposición. Sujetos populares, históricamente anclados en la antesala del régimen industrial, no inmersos todavía propiamente en él (luego anteriores a la aparición de la “clase”). Thompson rescata “al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al obsoleto tejedor de telar manual, al artesano utópico, e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott…” con la intención de “aclarar” cómo surgen los conceptos de “clase” y “conciencia de clase”. Daba así voz a un colectivo popular artesano, derivándose de su posición en la protesta y las relaciones sociales “un cuestionamiento abierto de la interpretación whig de la historia y de los supuestos de la teoría de la modernización” (Millán, 1996: 65). Llamaba la atención su afán por rescatar del olvido oficial a unos seres anónimos, de apariencia insignificante, y sonaba en principio extraña aquella reivindicación de su presencia, en él con tinte romántico y cristiano, que hoy nos es familiar: aquellos que habrían sido “víctimas de la historia” en su día, seguirían bajo el poder de la historia “al condenarse sus propias vidas, siendo víctimas” (Thompson, 1977: I, XVII). La elección moral y política de Thompson del lado de las víctimas alimenta sin duda, más que el propio marxismo, esa “mirada desde abajo” que, como alegato contra el olvido, concretaría luego en Tradición, revuelta y conciencia de clase. Pero en aquella primera obra ya había dedicado casi mil páginas a desbrozar en el archivo tránsitos de resistencia y de protesta que se combinan y se cruzan, sin siquiera rozar esas fechas en las que se conviene situar en Inglaterra la existencia de una clase obrera operante y consciente como tal.

 Sus páginas están llenas de términos relativos a emociones y afectos, a pasiones políticas que, en el horizonte de 1831, veía Thompson alzarse como marea de sentimiento revolucionario: “Parece que la pasión brota del suelo…” Veía nacer la clase, ante sus ojos, como parte de un ejercicio poético y metafórico reivindicativo, muy seductor; la dibujaba como un proceso fluído y dinámico, una mecánica cuasi biológica, un hecho iterativo y plástico de formación, en el que los personajes desfilaban individualizados, mostrando verbalmente estrategias de aceptación o de rechazo ante las presiones del poder, sin gran diferencia entre lo estructural y lo coyuntural. Así, la recreación de la acción humana y su componente emocional aparecían fuertemente ligados, mostrando esas habilidades literarias de Edward Thompson que unas veces concretaría bajo el género histórico y otras, no escasas, cuajarían en moldes literarios (Giddens, 1994: 153-170). Aseguraba que las aspiraciones de aquellos individuos olvidados “eran válidas en términos de su propia experiencia”, y acaso por sorpresa, el resultado fue del gusto de muchos de quienes lo leyeron. “El experimento dio resultados brillantes” (Millán, 1996: 69), pues “reemplazó la imagen de un país donde dominaban el tradicionalismo y la sumisión a la oligarquía por la visión de una sociedad plebeya, contestataria de diversas maneras a la monstruosidad del orden establecido y pionera de la democracia y de la protección social en absoluto presumibles durante el amanecer del capitalismo”. Destaca Thompson el papel que juegan lectura y escritura en la que, a su manera, vería como conciencia de clase en sus sujetos, y –siempre a través de las fuentes de archivo- procura reconstruir la directa incidencia de la circulación de libros y panfletos en las formas que toma, en cada caso, la movilización popular.

No le resultaría en cambio necesario poner en juego para escenificar esa movilización organización política ninguna –partido o formación–, ni traería a primer plano necesariamente el liderazgo para destacar el valor (claro está que político) de aquel aprendizaje cultural: “La conciencia articulada del autodidacta era, por encima de todo, una conciencia política (…) Las ciudades e incluso los pueblos bullían con la energía desplegada por los autodidactas” (Thompson, 1977: II, 313). En la práctica (y a través de la práctica), la protesta venía a sustituir a la revolución. Una revolución, y el deseo expreso de su advenimiento, que el propio Thompson había reconocido en ciertos socialistas ingleses de un siglo atrás, sobre todo en el industrial y arquitecto William Morris. Bastantes años después, Thompson escribiría respecto a este: “I have in no way altered my opinion that if we are to acknowledge William Morris as one of the greatest of Englishmen it is not because he was, by fits and starts, a good poet; nor because of his influence upon typography; nor because of his high craftsmanship in the decorative arts; nor because he was a practical socialist pioneer; nor, indeed, because he was all these; but because of a quality which permeates all these activities and which gives to them a certain unity. I have tried to describe this quality by saying that Morris was a great moralist, a great moral teacher (…) But Morris was one of our greatest men, because he was a great revolutionary, a profoundly cultured and humane revolutionary, but not the less a revolutionary for this reason. Moreover, he was a man working for practical revolution...” (Estrella González, 2007: 75). Destaca asimismo la habilidad de Thompson para reelaborar o imaginar conceptos y aplicarlos a los materiales de archivo, partiendo de las categorías básicas del marxismo pero dejándose alcanzar por formas y maneras procedentes de la sociología y la antropología.

 Sus definiciones de “experiencia” o “economía moral”, reelaboradas y remodeladas varias veces, contienen aquel distintivo componente emocional que fue haciéndose más concreto a medida que hubo de responder a las alborotadas objeciones de sus críticos. Unas veces impaciente y otras con desgana, Thompson acabaría definiendo en Miseria de la Teoría (1978 or. eng.) ese crucial concepto en discusión:“La experiencia comprende la respuesta mental y emocional, bien de un individuo o de un grupo social, a muchas situaciones interrelacionadas o a numerosas repeticiones del mismo tipo de situaciones” . Constituiría por tanto la experiencia –una categoría que en Thompson es mediadora entre estructura y tiempo– el hilo conductor de su estrategia para analizar las ideas, no solo a través de quienes las encarnen en sus manifestaciones entendidas como extraordinarias por significantes (es decir, quienes son el objeto privilegiado y más común de la “historia de las ideas”, la “historia del pensamiento” y la “historia intelectual”), sino a través de todo tipo de individuos de las capas populares, que se verían así igualados como sujeto histórico, en tanto que capaces de llevar a la práctica formas diversas, y alternativas, de acción social, política y cultural. Consideraba Thompson que “las personas no sólo viven su propia experiencia bajo forma de ideas, en el marco del pensamiento y sus procedimientos, o –según suponen algunos practicantes de la teoría– como instinto proletario, etcétera. También viven su propia experiencia como sentimiento, y elaboran sus sentimientos en las coordenadas de su cultura, en tanto que normas, obligaciones y reciprocidades familiares y de parentesco, valores o –mediante formas más elaboradas– como experiencias artísticas o creencias religiosas”. De manera que “esta mitad de la cultura (…) puede denominarse conciencia afectiva y moral” (Sewell, 1994).

El seguimiento de ese flujo o continuum por los historiadores –en cuanto que experiencia colectiva constitutiva de la identidad de clase– debería incorporar “el conjunto de respuestas subjetivas que los trabajadores dan a su explotación, no solo en los movimientos de lucha sino en el ámbito de sus familias y comunidades, en sus actividades recreativas, en sus prácticas y creencias religiosas, en sus talleres y tejedurías...” Pero sin embargo, analizar la lucha de clases exigiría para un marxista definir antes la propia “clase”, le obliga a aclarar el concepto (Millán, 1996: 63-85). La clase se forja en la lucha, diría Thompson; la clase no es un a priori, una categoría dada o una “cosa”, sino que es un proceso histórico y, por ello, cambiante en el tiempo. Y es un proceso relacional, un enfoque que tomará de Caudwell en su versión filosófica y moral y él llevará hasta la escritura histórica. Al no reconocer la existencia de “leyes” en la historia, y para evidente descontento de sus compañeros, le era difícil proporcionar una definición abstracta: “La clase la definen los hombres mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única definición” (Thompson, 1977: I, XV y XIII). Al historiador le cabría con todo analizar esa “lógica histórica” a que obliga el marxismo, aplicando estrategias de orden relacional: “La noción de clase entraña la noción de relación histórica. Como cualquier otra relación, es un proceso fluido que elude el análisis si intentamos detenerlo en seco en un determinado momento y analizar su estructura. Ni el entramado sociológico mejor engarzado puede darnos una muestra pura de la clase, del mismo modo que no nos puede dar una de la deferencia o del amor.” Forzosamente, para un historiador –y no un filósofo–, “la relación debe estar siempre encarnada en gente real y en un contexto real.” Las clases acaecen al vivir (igual a experimentar) los hombres y mujeres reales sus relaciones de producción, y al concretarse sus situaciones de determinación dentro del conjunto variable de las relaciones sociales, siempre en un espacio concreto y un tiempo determinado, con una cultura y unas expectativas heredadas. Los individuos van haciéndose así dentro de la clase, al modelar sus experiencias en formas culturales determinadas. Y así, no podría decirse que una clase esté o no esté formada históricamente hasta que, como resultado del conflicto con otras clases (conflicto que será esencialmente cultural y no solo económico), modifique las relaciones heredadas. Así es como E.P. Thompson lleva hasta el corazón del análisis marxista términos de inspiración sociológica o jurídica: “consenso popular”, “prácticas legítimas o ilegítimas”, “normas y obligaciones sociales”, “comunidad”…, a la vez que salpica o incluso empapa de sentimientos y emociones (las propias y las de sus sujetos historiados) las explicaciones que se le iría obligando a dar a propósito del uso de esos mismos términos y de otros semejantes –como aquel tan complejo de “economía moral de la multitud”. También emplea (lo que desde la perspectiva marxista entonces dominante es al menos llamativo) términos psicológicos o de mentalidad, adjetivaciones propias de prácticas y costumbres o características culturales tales como “agravio”, “creencias, usos y formas” o “emociones profundas”, términos todos ellos muchas veces cargados de un plus de reivindicación social y connotación política radical: “exigencias de la multitud hacia las autoridades”, “indignación”, “obligación ‘moral’ de protestar”…

 En 1991, en el artículo titulado “La economía moral revisada”, Thompson trataría de explicarlo: “Las emociones profundas que despierta la escasez, las exigencias que la multitud hacía a las autoridades en tales crisis, la indignación provocada por el agiotaje de las situaciones de emergencia que representaban una amenaza para la vida, comunicaban una obligación ´moral´ particular de protestar. Todo esto formando un conjunto, es lo que yo entiendo por economía moral” (Sewell, 1994: 82). En nuestros días, acostumbrados como estamos al lenguaje de la microhistoria, los historiadores no necesitamos tantas aclaraciones de sentido como se le pidieron en su día a Thompson, pero no deja de extrañar la ausencia irreparada del vocabulario marxista propiamente económico. La noción thompsoniana de cultura popular relega lo económico cuando no lo descarta totalmente: “Otro rasgo de esta cultura, que reviste especial interés para mí, es la prioridad que en ciertos campos se le da a las sanciones, intercambios y motivaciones ‘no económicas’ frente a las directas y monetarias”. Cuando en Thompson se emplea el término “economía”, ello va en el sentido de “estructura subyacente a la acción de la multitud”, tal y como había sucedido en los años 20 y 30 del siglo XX y, en cierto modo, tal como lo empleaba Norbert Elias al hablar de “economía psíquica” de los individuos; más cerca acaso de la antropología (“economía simbólica”) o de M. Foucault (“economía del poder”), que los conciben como mecanismos estructurales de poder estatal, de grupo o de clase, que regulan el uso de los recursos disponibles para la acción práctica y simbólica de los individuos.

 Con esas herramientas, discrepando progresivamente de la segunda generación del Partido Comunista británico, se comprende el vivo conflicto que Thompson alimentó, desde 1963 en adelante, con los redactores principales de la New Left Review, especialmente –pero no solo– con Perry Anderson y Tom Nairn. En su “In Memoriam”, muy reciente la desaparición de Thompson y treinta años después de abrirse aquella brecha, P. Anderson (2008: 195-205) viene a reconocer que esas discrepancias internas se debían al talante poético de Thompson, a su insistencia en no separar en sus análisis los géneros literarios de la ciencia social: “Necesitaré tiempo”, escribe, “para hacerme una idea más asentada sobre la distinción entre el Thompson historiador y el Thompson escritor.

Su obra abarca demasiadas formas como para someterla a un juicio fácil”. Habían discutido intensamente sobre la naturaleza del marxismo y sobre la estrategia socialista para hacer la revolución, pero también sobre el ejercicio mismo del pensar y sobre los recursos tácticos y fines estratégicos, y no solo los aspectos retóricos, convenientes a la acción política: “El intercambio tuvo una especie de simetría irónica. Edward nos atacaba por interpretar inadecuadamente las pruebas históricas; yo lo atacaba por manejar de manera imprecisa las pruebas textuales. Lo que me había dejado atónito eran los atajos que tomaba al representar los argumentos que quería refutar, que yo no podía refutar con nada que él tolerase como historiador. Fue un error genérico por mi parte. No entendí las reglas de la polémica…” En el obituario que publicó The Independent el 30 de agosto de 1993, Hobsbawm admite por su parte que había sido Thompson “el único de nosotros capaz de conseguir algo cualitativamente diferente”. Es verdad que la vocación literaria de Thompson domina en más de una ocasión los argumentos.

Más amarga, bronca y radical fue aun la discusión con el filósofo francés Louis Althusser, algo bien conocido. El antiacademicismo de Thompson, alimentado por su posición periférica en el sistema educativo inglés, su antielitismo personal –un genuino carácter democrático–, su rechazo del esquematismo teórico, vinieron a caer como un rayo divino sobre el estructuralista francés más respetado, cuya rutilante y muy abstracta teorización estaba seduciendo por entonces a muchos de los marxistas ingleses más jóvenes (la teoría francesa la viviría Thompson, toda su vida, como un contaminante de esterilización práctica, como una forma de alejar a las clases populares de la acción; y, lo que es peor, como un servicio rendido al dictador Stalin). Los más jóvenes eran los más afectos, los más sensibles a la contagiosa influencia de Althusser y su círculo, de modo que la New Left Review y el Center for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, desde mediados de los años 60 (Dworkin, 1997; Woodhams, 2001), sufrían sus efectos a su modo de ver. En esos medios fue donde Thompson se batió con más insistencia en defensa de aquella tradición historicista, romántica y humanista inglesa, que él en cambio veía compatible con el materialismo histórico y la lucha internacionalista, más adecuada para aunar voluntades. La historia real, lo verdaderamente sucedido, quedaban además anegados en el esquematismo teórico de los althusserianos, lo que le sublevaba, volviendo estéril la herramienta política que nacía del estudio del pasado, un pasado leído en simultaneidad de tiempos (Elliott, 2004; Díaz Freire, 2016).

Su cólera impaciente, la furia con que hablaba, quedaron registradas en los medios en los últimos años de su vida. La fuerza “polémica” de la discrepancia a que se refería Anderson (“un discurso del conflicto cuyo efecto depende de un delicado equilibrio entre las exigencias de la verdad y las tentaciones de la ira, [entre] el deber de debatir y el celo por inflamar”) es, muy posiblemente, junto al “sentido común” –siempre inherente a la argumentación thompsoniana–, la característica retórica que más haya ayudado a que una obra larga, densa en el relato, prolija a veces y en cierto modo reiterativa, como es La formación de la clase obrera en Inglaterra, haya influido tan decisivamente en la historiografía social subsiguiente.

El resto de la producción thompsoniana, variable en formato y en estilos, no alcanzaría nunca la misma fuerza o popularidad que aquel libro de principios de los años 60. Sus otras dos obras de historia social estricta (Whigs and Hunters, de 1975, y Customs in Common, de 1991), o ensayos sueltos como “Time, Work-Discipline, and Industrial Capitalism” (1967) y “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth Century” (1971), interesaron más que nada a los seguidores, ya numerosos, de la discusión metodológica abierta por su obra más leída. Mantenían en común el componente cultural e histórico (“construido”) de la protesta popular contra los mecanismos de dominación. Como recuerda Anderson en el obituario citado, la identidad de enfoque de esos otros ensayos presentaría no obstante un giro estilístico, desde la primitiva “abundancia romántica” hasta “una elegancia más sobria” (y no ahorra ironía cuando compara ese viraje estético al coetáneo cambio de vivienda del matrimonio Thompson hasta un barrio acomodado, georgiano). El debate teórico le parecía a Thompson inseparable del enfrentamiento ideológico y la discusión política: sus oponentes fueron siempre descalificados con ira, acusados de un elitismo intelectualista o de una ambición académica excluyente, tachados de esquematismo e idealismo también, y –acaso cruelmente– de connivencia con el estalinismo. Desde su salida del partido comunista, Thompson veía ese alineamiento con Moscú como una perversión política, y más si cabe, una desviación moral. Les reprochó a L. Althusser y al colectivo estructuralista la idea de que la ciencia marxista podía construirse exclusivamente desde la filosofía, afinando teorías y conceptos y eliminando las “contaminaciones” de la historia concreta, eliminando esa perturbadora “experiencia” vivida, siempre delimitada por marcos culturales específicos, que Thompson por el contrario reivindica. Les objetaba que los conceptos no permanecen quietos ni invulnerables en la vida real, sino que se hallan en circulación, sujetos a procesos de “auto-perpetuación” y “auto-elaboración” que permite a todo sujeto reconocerse internamente e interpelarse.

 Transmitiendo esa radical oposición al adversario de modo tan sarcástico y aniquilador como Thompson lo hizo, esperaba conseguir reavivar la antigua tradición de debate propia del marxismo. Pero logró irritar a muchos, incluso a quienes no simpatizaban con Althusser y el estructuralismo. Dolería sobre todo, más que la acusación de idealismo teológico con que los fustigaba, la de que estaban siendo cómplices intelectuales de un sistema criminal como estaba probado era el estalinismo.

 PRAXIS POLÍTICA, OFICIO Y ESCRITURA
Reparemos un tanto en la identidad personal de Edward Palmer Thompson. Había nacido en Oxford en 1924, el segundo de dos hijos varones de un matrimonio de clase media acomodada y alto nivel cultural. Su padre, metodista no practicante vinculado al horizonte colonial indio, se consideraba ante todo escritor, y su modo de ser, recto y solidario con los subalternos, influyó claramente en sus dos hijos que, como tantos otros jóvenes cultivados de la época, se orientaron entre 1941 y 1944 hacia el ingreso en las filas comunistas. Edward, que ingresó el mismo año en que murió en la guerra su hermano Frank, resultó pronto un militante atípico en los telones de la guerra fría, y aún más habría de serlo después, en la era poscomunista.

De honda intuición poética y gran originalidad narrativa, se alejaba por días del marco doctrinal y las reglas estrictas del lineamiento internacionalista. Su formación universitaria principal era la literaria, y a enseñar clásicos ingleses dedicó muchas horas, sin que ello le impidiera en cambio pergeñar el amplio relato de emancipación histórica e innovación historiográfica que lo volvió célebre. Pretendía llenar las expectativas de quienes, “desde abajo”, le escuchaban, gentes del clase obrera, trabajadores. Así será guía intelectual de alguno de ellos, pero a distancia y quizá más aún, inspirará a un colectivo disperso de historiadores jóvenes que, en la Europa continental, querían romper vínculos con la historia política.

En un ambiente intenso de ideas efervescentes, de dudosas respuestas y cambios permanentes, no todos compartieron sin embargo su forma de actuar: Anderson, ya sabemos, deploraría los excesos retóricos de Thompson, un “arte ajeno al momento” y fuera de contexto, mientras que este se empeñaba en sostener, como respuesta, que la acción práctica y la elección moral se exigen mutuamente. Había forjado ese compromiso en su adolescencia y juventud, y lo había puesto a prueba en las trincheras, en pleno conflicto mundial. Y su elección precisa era la oposición, la disidencia frente al dominio injusto y la protesta como patrón de vida y como objeto de estudio, juntamente.

 Destaca así, de una manera nítida (Hamilton, 2011), la simultaneidad entre ambos esfuerzos, que serían incómodos a derecha y a izquierda. Escribir y actuar, persona y personaje fundidos en la emoción política, construcción subjetiva forjada a modo de obligación política y moral… Llevado de ese impulso radical “humanista” al que Thompson servía como heredero de una tradición nacional (inglesa y socialista) que creía similar al marxismo y compatible con él, creó con tres iconos (Marx, Morris y Blake) sus ideales de vida y obra. Ninguno de los tres le permitiría “cometer el error de abstenerse en la batalla”, una máxima que impulsó su intensa trayectoria de activista.

Anclados en sus propios resortes de experiencia, los escritos de Thompson abordan invariablemente la oposición radical que existe entre fuertes y débiles, el conflicto entre ricos y pobres, la rebeldía de estos frente al poder, dibujando una estela de actuaciones que deja a los más bajos en la escala un margen variable, pero siempre existente, de autonomía y de recursos (agency) para enfrentarse con éxito a aquel. Había militado en el CPGB hasta que hubo de abandonarlo por protestar de la invasión soviética a Hungría y Polonia en 1956, pero hasta entonces había procurado obedecer encargos e instrucciones del partido. En “Trough the Smoke of Budapest” (que salió en The Reasoner. A Journal of Discussion en noviembre de 1956, fundado entonces junto al también disidente John Saville), Edward P. Thompson relata por qué se apartó: aspiraba a un “socialismo de gente libre” (un “humanismo socialista” o “comunismo libertario”, dice) y rechazaba todo supuesto o razonamiento que se situara por encima de la acción y del interés de los individuos: no compartía la supremacía de la razón de partido (Widgery, ed., 1976: 66-72).

 Al insistir después en el valor central de la fecha de 1956, también como un decisivo tournant en la obra de su contendiente Althusser, Thompson deslizaba la sospecha de que en el francés obedecía al deseo de blindar a los partidos comunistas frente a las críticas del socialismo humanista. Expulsando de escena al sujeto humano y negándole todo papel en el proyecto de una ciencia marxista, depositando el énfasis en las estructuras, Althusser encabezaba –así lo veía Thompson–, una operación política e ideológica que apuntalaba teóricamente al estalinismo, que le insuflaba respaldo. Que la inteligencia de izquierdas inglesa, con su extracción de clase media y su deslumbramiento por el continente, aceptara seguir esa influencia, le dolía e irritaba: veía una cohorte de jóvenes engolados y orgullosos de pertenecer a una izquierda no popular, instalados en el núcleo del sistema académico, que iban dejándose seducir frívolamente por aquel extraño y abstracto proyecto de consecuencias prácticas perversas. Le molestaba su elitismo, su convicción de superioridad y de distancia frente a la clase obrera incluso en muchos de ese mismo origen, elevados en la escala académica y social por obra del azar y en un contexto histórico de oportunidad, personajes teatrales sin convicciones hondas que se servían del estructuralismo para representar, creyéndose vanguardia, “a harmless revolutionary psycho-drama”. Era esperable que alguien le respondiera que él mismo, Thompson, solo había logrado entrar en la universidad de manera episódica y, muy significativamente, marginal. Anderson, por su parte (2008: 196-197), confesaría no haber entendido del todo, en sus acerbos intercambios con Thompson, que la polémica tiene sus reglas, unas reglas antiguas y para él desconocidas, y que esa forma de escribir y de hablar era “un discurso del conflicto cuyo efecto depende de un delicado equilibrio entre las exigencias de la verdad y las tentaciones de la ira, el deber de debatir y el celo por inflamar”.

Para cuando abandonó el partido en 1956, con la invasión de Hungría por los soviéticos, se había inclinado ya decididamente por la historia como ejercicio profesional, si bien las clases para adultos, que todavía dió por mucho tiempo, siguieron siendo de literatura (Croft, 1995). El que, con poco más de treinta años, se decidiera finalmente Thompson por aquella materia entre sus dos pasiones, lo había conseguido Dona Torr, historiadora de más edad que él y mentora de muchos componentes del CPHG (Communist Party Historians Group) (Howe, 1972; Thompson, 1993; Kaye, 1995). Dona Torr, que vivió entre 1883 y 1957, forjó su experiencia juvenil en la década de 1920, lo que le permitió a su vez recibir el impacto de un tiempo excepcionalmente rico en cultura y política (Rosa Luxemburgo, Sigmund Freud, Havelock Ellis, William Wordsworth o Joseph Conrad, entre otros, fueron sus lecturas). Lo mismo que más tarde Thompson, no habria de encontrar Torr contradicción entre el gusto por la poesía de Blake y el hecho de inscribirse en un marco marxista. Al igual que Thompson, disfrutó de una gran libertad para leer, vetada en cambio al grueso de la militancia comunista (antes de morir entregaría al partido un texto de Trotski, prohibido entonces, My Flight from Siberia). En su biografía de Morris, Thompson agradece ese magisterio doctrinal y aplaude el aliento emocional que la historiadora transmitía: “She made us feel history on our pulses. History was not words on a page, not the goings-on of kings and prime ministers, not mere events. History was the sweat, blood, tears and triumphs of the common people, our people”. Por su valor práctico y político, que habría comprendido finalmente como superior al de la literatura, fue por lo que Thompson elegiría escribir sobre historia, herramienta más adecuada para impulsar la acción.

Nunca olvidó con todo que su elección primera fue la poesía, y nunca prescindió del ejemplo de Blake como horizonte en su imaginario experiencial (Witness against the Beast: William Blake and the Moral Law se publicó ya póstumo, en 1993). Incluso en The Poverty of the Theory and Other Essays, poesía y novela siempre en la cabeza, va a comenzar citando a Auden y a Orwell. Aquella proyección sentimental, la composición retórica y la expresión apasionada que dicha combinación de historia y literatura confiere a los relatos históricos de Thompson serían discutidas, tildadas de anticuadas (entiéndase por ello historicistas o idealistas, además de empiristas), sospechosas de contaminación ideológica.

 Pero por su factura romántica y utópica, a los ojos de sus camaradas, miembros del grupo político e intelectual del que formaba parte, el modo de escribir de Edward Thompson sería “burgués” sin más (Löwy and Sayre, 1996). Pero la acusación más grave –la más difícil de combatir– era sin duda de fragilidad y ambigüedad teóricas, una indeterminación con la que él se encontraba indudablemente cómodo, y a la que nunca querría renunciar. Algo que entonces iba a ser un problema y hoy, sin embargo, no lo es: “Si buscamos en Thompson una declaración programática, una disposición teórica, no encontraremos lo que sería aceptable como ´ley moral´ o como imperativo metodológico, en gran parte porque rechazó intuitivamente un acto de conclusión intelectual y política por el estilo” (Palmer, 2004: 14). “Esta fue su teoría”. Más aún, “fue la política y la poética de su vida.” Sin sacralizar la necesidad teórica en la escritura histórica, sino al contrario enfrentado a una forma concreta y muy potente de imperativo teórico, un enfurecido Thompson la emprendería en Miseria de la Teoría con el exceso de intelectualismo, denunciando en el academicus altanerus a una especie de profesional “henchida de autoestima”, que creía poseer una “alta vocación de profesor universitario, pero apenas sabe nada de cualquier otra vocación” (Palmer, 2004: 178).

Comprometido “con el compromiso” desde la experiencia frente-populista que asumió en su momento, lo que siempre creyó que era su deber agobiaría a Thompson al llegar la vejez, sin que por ello cejara. En la escritura de auto-reconocimiento que, en parte de su obra, Thompson practicó, tiene un lugar central la extensa biografía del arquitecto, industrial y socialdemócrata inglés William Morris. Titulada significativamente William Morris. De romántico a revolucionario, la obra fue silenciada en su momento (1955). Aparecía en plena guerra fría como un estudio de más de 900 páginas, que luego fue reducido para la segunda edición en 1976, añadiéndole Thompson entonces un apéndice crítico. Su gráfico retrato de Morris (1834-1896) mostraba en un principio una ortodoxia marxista exagerada, resultado confeso, a posteriori, de la experiencia vivida por Thompson a esa hora, entonces militante a punto de expulsión, y cuya identificación con aquel personaje, socialista tardío y atractivo creador (Arts & Crafts), le resultaría perfecta para avalar, forzándola, la propia adecuación a la doctrina más probable del propio Marx (Hamilton, 2011). Veinte años después de la primera versión, Thompson revisaría el texto, haciendo perfectamente posible distinguir el Morris más “ortodoxo” de la edición de 1955 y aquel otro “heterodoxo” de después (Estrella González, 2007: 59- 80). En 1976 Thompson (1988b: 745) dibuja un Morris más audaz en política, alguien que, como él mismo, se aplica a «rellenar los silencios» de Marx. Para no dudar de esa identificación, bastará con escuchar al propio Thompson: “Decir que Morris me reclamó y que yo he tratado de reconocer esta pretensión no me da derecho a reclamarle yo a él. No tengo licencia para actuar como intérprete suyo. Pero al menos ahora puedo decir que eso es lo que he estado intentando hacer durante veinte años.” Dice Palmer que en la edición primera de esa biografía de Morris estaba ya desarrollado –aunque teóricamente frágil– su propio concepto de experiencia. En la Socialist Review, en febrero de 1979, Alex Callinicos publicó una reseña de Miseria de la Teoría donde subrayaba la continuidad en el pensamiento de Thompson, para localizar en ese pensamiento un nacionalismo de izquierdas propio de la Inglaterra de los años 40 y parte de los 50, como corriente en la que habría prosperado la alianza entre el socialismo y un sentimiento nacional radical. Callinicos criticaba sin embargo a Thompson por esa tentación local, discrepando –lógicamente desde su posición– de la enemiga feroz del inglés contra el marxismo continental. En cualquier caso, es indudable que la primera edición del William Morris había venido marcada por las exigencias de un comunismo británico que buscaba raíces en el propio suelo; pero también es cierto que a finales de los años 60 fue el propio Thompson quien libremente, por esa combinación casi automática que en él se diera entre el marco político-social y las vivencias propias significativas y estructurantes, decidiría volver sobre aquél que había sido su primer texto de naturaleza histórica para destacar aún más sus particulares lazos experienciales con aquella obra, reforzando su huella autobiográfica. Así sería como reelaborase entonces Thompson aquella gruesa biografía de Morris que, por encargo y bajo los auspicios del Partido Comunista Británico, publicara veinte años atrás. Y que al partido distaría de gustarle, según todos los indicios.

Si al revisar la conexión integral de vida y obra en el romántico Morris, una de las aportaciones más sensibles de Thompson fue realzar su poesía, el efecto positivo que ello tendría en 1976 no era esperable en 1955, cuando el público lector sería muy otro, militantes marxistas sorprendidos ante un relato poco acorde con sus expectativas. Cosa distinta es la segunda versión, con la que un autor ya muy valorado por públicos más amplios revalidaba su habilidad para rescatar desde textos de naturaleza literaria y cultural, muchos de ellos documentos privados, la imprimatura política, su principal razón de ser. No hay duda de la profunda necesidad sentida por Thompson de establecer continuidades en su propia percepción de la vida, un tránsito biográfico marcado por la muerte de su hermano Frank de manera traumática en el curso de la guerra (Estrella González, 2016: 25-52). Unas pocas palabras bastan para dar cuenta del contexto en el que se creara aquel extenso relato, decisivo para entender el vínculo entre la vida y la obra thompsonianas. A principios de los años 50, como muestran documentos que guardan los National Archives, se acordó hacer de Morris –junto con otras figuras– un punto de anclaje sólido en esa construcción del marxismo nacional a que nos hemos referido, como corriente socialista autóctona y potente. La propaganda comunista se encargaría de esa labor (Crof, 1995). Varios historiadores del grupo intervinieron entonces en aquel giro institucionalizador, formando parte de una “William Morris Society”, entre ellos el escocés Robin Page Arnot (1880-1979), siempre fiel al partido y autor también de un par de libros sobre Morris (así se da cuenta en los Papers of Robin Page Arnot, Hull University Archives, NA). En la correspondencia de Arnot con otros camaradas, incluido el propio Thompson, se menciona una edición de los escritos de Morris que sería presentada después en la Exposición bibliográfica celebrada en Moscú en 1959. El libro de Thompson se publicó también en esa coyuntura y a instancias del partido; se querría evitar a toda costa –a través de la fijación y recuperación de aquella antigua tradición marxista inglesa– la acusación de “extranjería” y seguidismo de las directrices soviéticas. [Por lo general, no se toma en cuenta este dato importante de situación y construcción de la obra de Thompson, pero sí es frecuente reconocer en Dona Torr un protagonismo decisivo en la idea de rescatar a William Morris del ostracismo al que lo sometía la crítica conservadora]. “¿Quiénes más aptos para practicar la autobiografía que los [propios] historiadores?”, preguntaba Perry Anderson, esta vez a propósito de aquel Hobsbawm que se retrataba a sí mismo en su afamado Age of the Extremes. Thompson no escribiría en cambio su autobiografía, o no lo haría directamente, pero es claro que quiso dibujarse a sí mismo a través de personajes singulares, con cuya reconstrucción biográfica se identificó, y por excelencia en su perfil de Morris. Hasta la descripción de estilo y carácter del biografiado parece un retrato de sí mismo: “Conocemos su impaciencia física, sus gestos vigorosos, sus paseos cuarto arriba y abajo, su irritación ante la trivialidad del trato ʽeducadoʼ () Bajo su apariencia brusca y autocríticamente humorística había, según Sharp, ʽuna curiosa timidezʼ residuo de sus años jóvenes. (Palmer, 2004: 644). Y es cierto que como a Thompson, podemos aceptar que a William Morris apenas le preocupaba el escenario de jerarquías sociales y su mecánica de representaciones, “sino las personas, sus relaciones, sus valores”. Y de ese modo podremos compartir con ambos –o lamentarla en caso contrario– su gusto declarado por los “detalles de la vida”, por los pequeños placeres que no impiden la exigencia política, la agency. La devoción personal hacia Morris que Thompson experimentaría no era solo política a fin de cuentas, o no principalmente, sino que era esencialmente moral, como un patrón de conducta o un ideal de vida (una vida ejemplar) para quien quiso ser, antes que nada, un radical socialista inglés.

El rescate de voces del pasado lo devolvió al archivo, la operación “clásica” y primera en el oficio del historiador. Lanzando el grito de Back to the archive!, compartido con Dorothy y dirigido a los jóvenes, no habría de despertar simpatías en el seno del grupo comunista, donde se miraba con recelo todo ejercicio historicista de resultados dispares e incompletos. Los avances “científicos” de la disciplina se mecían entonces bajo el soplo de las ciencias sociales, pero en “Las peculiaridades de lo inglés”, texto muy debatido, puede leerse en cambio que “la historia real solo saldrá a la luz después de mucha investigación seria; no aparecerá con un chasquido de dedos esquemáticos” (Millán, 1996: 68). Al reescribir años después The Making of the English Working Class para su segunda edición, Thompson reafirmaría –¡cómo no!– esa elección de método, reivindicando las fuentes primarias como depósito de sentimientos y emociones perdidos, y rindiendo tributo a quienes dieran cabida a esos registros tiempo atrás, como el matrimonio Hammond, de quienes reconoce la elegancia: “Demasiado a menudo los Hammond respondieron a sus críticos (…) con la frescura de un silencio cortés.

 Tras su muerte, y por más de veinte años, la escuela ideológica de historia se ha cebado en los ´sentimentalistas´ con toda impunidad (…)”. Él reconoce en cambio en sí mismo una furia mayor, una urgencia que obliga: “Yo no soy cortés ni estoy muerto, por el momento. Si he respondido con aspereza ha sido en interés de la historia misma. Demos vía libre al debate por todos los medios, pero para que sea una polémica sobre datos históricos reales y no en defensa de presupuestos ideológicos previos”. Con todo, se percibe modesto en resultados Thompson, abrumado por un legado documental inabarcable: “En modo alguno pretendo haber descubierto siempre la verdad (…) No he hecho más que una cala en los cientos de miles de papeles del Archivo Nacional”. Ciertamente, nos es preciso siempre reconocer –servidumbre y grandeza del oficio– que “ningún historiador puede pretender abarcar, él solo, un terreno así en todo detalle” (Thompson, 1977: II, 473-474). Trabajar con la documentación procedente de fondos públicos (documentos nacidos de las instancias del poder), así como con documentos personales y literarios, era un modo tradicional y artesanal mucho más ceñido al dato y a la textualidad de lo que aceptarían los cánones marxistas. Aquel paso de un Thompson marxista opinante político hacia mecánicas y fuentes de la rutina profesional conllevaría el riesgo de una interpretación histórica más laxa e insegura, más dependiente del carácter formal de la fuente empleada, y además perfilaba visiblemente su sesgo anti-teórico y anti-doctrinal. A los convencionalismos materialistas les oponía su estilo vehemente y (eficientemente) popular, a veces descuidado, pero siempre directo en la interpelación, un estilo forjado en el voluntariado antifascista y su experiencia igualitaria y romántica de camaradería. Veía la historia llena de sujetos históricos sometidos a estructuras de determinación, pero capaces de reaccionar a ellas, de actuar… Como se le reprochó más de una vez, en aquel modo suyo de escribir sobre los pobres y los oprimidos era frecuente que la emoción supliera al análisis, lo atravesara de arriba abajo.

 En su obra literaria, en congruencia con su obra histórica, el horizonte utópico lo llenaría todo: en la poesía muy especialmente, pero también en la única novela que llegó a concluir de las tres que Thompson empezara, The Sykaos Papers (1988a), un relato humorístico de ciencia ficción en el que proyectaba su nostalgia y su admiración sin límites por los disidentes, por todo género de resistentes al poder. VIGENCIA Y RESISTENCIA Quien se inicie en la lectura de las obras de Thompson en tiempos como los nuestros notará con certeza, antes que nada, esa cualidad política y moral, bastante por sí misma para recomendar dicha lectura cuando son pocos ya, en el oficio, aquellos que no llegan a aceptar que la función política y el color ideológico de la escritura histórica dependen de una mediación retórica, además desde luego de la situación y condición social, sexual y de raza de quien escribe.

No parece discutible la idea de Walter Benjamin de “que el objeto histórico no ofrece vagas analogías con la actualidad, sino que se constituye exactamente en la tarea dialéctica que la actualidad ha de resolver” (Benjamin, 2012: 132). Dejar de lado a Thompson sería un error ahora, más aún porque nos hemos acostumbrado en la historiografía a aplaudir sin dudar el tono popular y democratizante, y por ello atractivo, accesible en sí mismo, del relato que trae hasta el lector la presencia directa de unas voces. Que no atañen tan solo a los profesionales de la historia, sino a amplios colectivos de población apartados de ella. No en vano Thompson fue, antes que nada, un profesor de adultos (Sewell, 1994: 79; Croft, 1995), y sería con los trabajadores de la WEA (Workers’ Education Association) con quienes ensayó sus ideas sobre el socialismo y la pobreza, sobre el esfuerzo de trabajadores y clases populares por hacer oir su voz; fue con ellos con quienes puso a prueba su idea sobre la acción humana y la conciencia social.

 Creo que para los historiadores de las últimas décadas del siglo XX fue decisiva aquella vocación empírica de Thompson que tanto habría de influir en análisis concretos, pero aún más en ese cambio de escala general fructífero que llamamos genéricamente microhistoria. Su obra más relevante, La formación…, había sido escrita por alguien a quien, una vez más Perry Anderson, considerara localista y provinciano (lo recuerdan tanto Dworkin como Palmer). Pero sucede que ese libro se halla entre las obras más citadas de la segunda mitad del siglo XX, y ha influido en la escritura de historia social mucho más que otras obras de historia, sea cual sea su mérito, cuya excelencia se reconoce aún. Si su primera vocación no fue la de historiador, Thompson fue alguien que sostuvo con fuerza y decisión las reglas clásicas, convencionales, del método histórico, si bien las sometió a un objeto político que estimó superior.

 En aquellos textos largos –larguísimos a veces-, Thompson defiende con energía las señas de identidad propias del oficio, y muchos serían entonces los que agradecieran vivamente la vibrante defensa de lo que, sin tentaciones filosóficas o abstractas, era a su juicio la lógica histórica: “el diálogo entre concepto y dato empírico (…), conducido por hipótesis sucesivas (…), y a base de investigación empírica”.

El sesgo culturalista que posee Thompson lo acrecienta el plus moralizante de su oposición al estalinismo, su fuerte carácter anti-economicista. Parece plausible suponer que esa perspectiva haya vuelto a incrementar en tiempos recientes su vigencia y su oportunidad, siendo en una coyuntura de desigualdad social y económica la creciente, y de involución democrática comparable a que hoy vivimos, cuando se hiciera fértil el pensamiento histórico de Thompson. No parece atrevido pensar que, si viviera Thompson, seguiría convencido de una necesidad radical de “actuar”. Como repitió tantas veces evocando a Blake, “el que se siente llamado a actuar, si no lo hace, genera pestilencia…”.

Según preferencias estilísticas e ideológicas, según carácter y formación intelectual, apreciaremos más o menos el modo de escribir de Edward P. Thompson. William Sewell (1994: 78) destaca la calidad literaria de sus escritos, la narrativa “prolongada, laberíntica, picaresca y dickensiana” que evidencia su formación literaria, y remite a una tradición académica y cultural que, todavía entonces, era potente en Gran Bretaña. De ahí tomará la poesía y el folklore popular que emplea como fuentes; de ahí importará textos de una cultura popular preservada como patrimonio nacional (pero Thompson no gustaba en cambio del término popular culture, aunque de ese depósito había extraído precisamente su peculiar habilidad para forjar una mirada antropológica hacia los modos y formas de la protesta). Cierto es que la forma thompsoniana de hacer historia no constituye una teoría alternativa, original –ni mucho menos una teoría de la historia completa, cosa que Thompson, dando pábulo a las acusaciones de empirismo, siempre eludió intentar-; sino que es en esencia un intento de conciliar el marxismo –entendido como cuerpo de ideas para la transformación social- con la idea mixtilínea de historicidad. De ahí el reproche de Thompson a Anderson y a Nairn por no avenirse a tener en cuenta la variedad de gentes y personas, por descuidar la existencia de cambio y mutación en las relaciones humanas (la relación entre las clases tanto como el cambio que acaece dentro de la propia clase, en su interior), por no entender la simultaneidad de tiempos que se dan cita en la experiencia, y por acabar reduciendo lo que en la vida y en la historia es movimiento, a un plano inexistente, falso, de estaticidad. Solo el comportamiento propio “de clase” que surgirá de aquellas relaciones y sus cambios (entre otros, los que viven las instituciones ligadas a la clase), nos permitirá ver –Thompson se empeña en ello- que las clases existen. Podremos compararlas a escalas diferentes (a una escala transnacional también), mas siempre que atendamos a las diferencias surgidas de contextos culturales diferentes. Nunca estaríamos en condiciones de aislar una muestra de clase “pura”, abstracta, pero sí podríamos ver cómo se comporta la relación, acompañar su funcionamiento. Esa escritura thompsoniana, de un marxismo poetizado e historizado, no negaba la clase y sus determinaciones, pero buscaba más reconstruir las expresiones concretas del proceso de construcción histórica atendiendo a las voces en silencio. Con documentos arrebatados al archivo, llevaba ante el lector cadenas argumentativas de párrafos muy largos. Si Sewell los apreciaba sin duda, Geoff Eley, por su parte, recuerda el arqueo de cejas “ante el método de la cita extensa” de más de un observador, sorprendido ante aquel “máximo de sentimiento y un mínimo de análisis” (Eley, 1994: 63 y 71). Con todo, Thompson salía “del pozo de la investigación tradicional con oro en los bolsillos”, porque habría cuidado el contexto de producción de esos discursos, persiguiendo el orden de las palabras para fijar sus usos en el tiempo (los tiempos cruzados) y su circulación. Las interpretaciones de cómo los discursos mantienen su correspondencia con prácticas sociales no son materialistas seguramente, hablando en propiedad, pero el método histórico-filológico de Thompson enraíza y adelanta la prospección discursiva que otras corrientes han forzado después, en el contexto post-estructuralista que enfatiza el valor performativo del lenguaje. Desde el punto de vista metodológico, era sin duda novedad en el marco del marxismo el incluir fuentes literarias como evidencia histórica junto a documentos anónimos y de orden circunstancial, pero el uso extendido de esas fuentes que hizo Thompson iba a abrirnos a los historiadores posibilidades de búsqueda y utilización documental si no del todo nuevas, sí en aquel momento inesperadas: la “experiencia” de los sujetos históricos ignotos, su capacidad de actuar, podría recuperarse a partir de ahí por diversos caminos. Años después, Dorothy Thompson editó en Nueva York en 1997, con textos de E.P. Thompson de los años 60 en adelante, un libro póstumo, The Romantics. England in a Revolutionary Age, en su mayor parte lecciones de vida y obra de poetas románticos ingleses, elaboradas por Thompson para un público no especializado (los alumnos obreros de las universidades periféricas en que trabajó), que busca, casi obsesivamente, la relación entre texto literario y experiencia. Importa así destacar la conexión, hoy de nuevo apreciada, entre literatura y sociedad que se evidencia en Thompson, lo mismo que, de un modo u otro, hicieron después las estrategias neohistoricistas y muchas formas que abarcan los Cultural Studies (Woodhams, 2001). Resulta significativa la jerarquización ponderada de Thompson sobre las fuentes en la escritura histórica, su distinción en cuanto a los valores relativos de unos u otros recursos para proporcionar información de peso sobre las luchas de poder, su suspicacia ante la pretendida objetividad de los escritos públicos. En el capítulo XIV de The Making of the English Working Class hay consideraciones metodológicas sobre fuentes de archivo relativas a organizaciones ilegales y clandestinas de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para Thompson era un hecho que “las pruebas que las autoridades presentaban referentes a una clandestinidad conspiradora entre 1798 y 1820, son dudosas y algunas veces carecen de valor”, por lo que a su juicio no debían usarse. A su vez, fuentes que venian “de abajo” y que eran supuestamente subjetivas, no producidas por un “observador objetivo” (el conflicto las habría vuelto partidarias forzosamente), tendrían para el historiador, nos dice Thompson, un “valor incalculable”. Si bien clandestinas y “oscuras” esas fuentes emanadas de abajo por los sujetos oprimidos, tendrían de entrada garantía de verdad; al contrario, si fueran las fuentes oficiales las oscuras, entonces debería el historiador sospechar de su naturaleza “contrarrevolucionaria”, de su probable intención de negar el móvil de la acción popular. De ahí se deriva una elección jerárquica, en sentido contrario al usual y más extendido, en aras de una reconstrucción más verdadera, susceptible de traer al primer plano la palabra y la obra de los “perdedores”. Que el discurso de esos perdedores fuese “oscuro” o de inferior calidad expresiva, no es para Thompson algo importante ya, porque la calidad y el rango documental dependen de la capacidad de los documentos para mostrar las cuestiones sociales de su tiempo, sus tensiones y sus sentimientos colectivos, los conflictos y las emociones experimentados por unas vidas concretas y reales. Vidas que, de otro modo, no habrían reencontrado su voz y su expresión.

Thompson estaba convencido de que aquel tipo de discurso histórico era una herramienta mejor, más eficaz para servir al proyecto “revolucionario”, que los discursos abstractos de un Anderson, un Nairn o un Althusser (Hamilton, 2011). Por eso era importante regresar al archivo, como estrategia política contra la teorización filosófica y la abstracción sociológica. El presente de Gran Bretaña entonces, la liquidación vertiginosa de la igualdad demócrata y social, exigían relatos colectivos ejemplares. En la década de 1970, la preocupación esencial del matrimonio Thompson sería combatir la degeneración antidemocrática de la vida política en su país, indignados por la poca atención que la izquierda británica, tan alienada y desanimada como el resto de las fuerzas política, concedía a la involución autoritaria y a la pérdida vertiginosa de los valores y la cultura “de combate”, de clase: “Lo que podemos esperar”, había escrito también en Miseria de la Teoría (1978), “es que los hombres y mujeres del futuro nos retomarán, afirmarán y renovarán nuestra voluntad.” Todavía en 1986 se había batido Thompson contra el poderoso enemigo interior, en aquella “agenda para una historia radical” que publicó la Radical History Review. Le obsesionaba un enemigo que para él seguía tomando la forma de sus viejos amigos y excompañeros de partido, como Eric Hobsbawm, Christopher Hill o Perry Anderson (McCann, 1997). Así trataba de activar la reacción de la izquierda política y de situarla ventajosamente en la polémica internacional ante la división de bloques y los conflictos sociales derivados de la desigualdad y el empobrecimiento de los más débiles, ante la lucha contra el peligro nuclear y lo que entonces llamábamos universalización capitalista.

AGRADECIMIENTOS Proyecto MINECO HAR2011-26344/HIST (IP, Rosa M. Capel Martínez). Una versión distinta y anterior, también sobre la obra de Edward Palmer Thompson (Hernández Sandoica, 2016), contiene abundante aparato crítico. Agradezco a Mónica Burguera (2014), el uso y la mención del borrador original de aquel otro ensayo, que entonces aún permanecía inédito. Y a Alejandro Estrella que me haya hecho llegar amablemente, a punto ya de cerrarse esta nota, su último estudio (Thompson, 2016).

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(*) Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Historia Contemporánea. Profesor Aranguren s/n, 28040-Madrid e-mail: elenahs@ucm.es ORCID iD: http://orcid.org/0000-0003-4889-945X

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