Por Elena Hernández
Sandoica (*)
UNA VIDA, UNA OBRA
En Miseria de la Teoría el
historiador Edward Palmer Thompson (1924-1993) escribió: “Sólo nosotros, los
que ahora vivimos, podemos dar un “sentido” al pasado (Thompson, 1981: 72).
Pero el pasado siempre ha sido, entre otras cosas, resultado de un razonamiento
de valores. Al recuperar ese proceso, al mostrar cómo aconteció realmente la
secuencia causal, debemos, hasta donde la disciplina lo permita, mantener
nuestros juicios de valores en suspenso. Pero una vez recuperada esta historia
quedamos en libertad para expresar nuestros juicios sobre ella.” Las páginas
que siguen constituyen un intento de volver a dar orientación de futuro al
pasado, a través de la obra de Thompson como historiador.
No soy la única,
seguramente, en pensar que su obra reviste todavía interés (Erice, 2013; Sanz,
Babiano y Erice, 2016), porque estando ya este texto a punto de ver la luz me
llega una recentísima edición en castellano, por obra de A. Estrella González
como editor (Thompson, 2016) de los textos políticos de los años 1957 a 1962
del historiador inglés publicados en las revistas New Reasoner, University and
Left Review, y New Left Review. Ello me da ahora pie a volver a insistir sobre
ese interés y esa vigencia.
En vida, fue Edward P. Thompson uno de los
autores más populares, de los más citados y controvertidos en los años de auge
de la historia social (Palmer, 2004). Al desaparecer, a principios de los años
90, dejaba una brillante obra de historia, una importante obra poética y
literaria, y una actuación política imponente de agitador antinuclear. Pero
también una abundante escritura política que ha seguido una fortuna desigual y
discontinua. Me he preguntado no hace mucho tiempo (Hernández Sandoica, 2016)
si como historiador sigue siendo hoy día una lectura necesaria Thompson; si,
muchos años después de todo aquel impacto, sus escritos siguen estando vivos;
si sigue funcionando en el lector que empieza su atracción magistral, y si
ayuda a la tarea refleja el acompañar esa lectura del recorrido identitario y
biográfico de un personaje singular como él fue. Leer a Thompson no es tarea
menor, por la complejidad de sus esfuerzos literarios, por su ambición
conceptualizadora y escurridiza a veces, además de la necesaria
contextualización (Archilés, 2016) que obliga al historiador especialmente en
todo ejercicio de historia intelectual. Una trayectoria que, en su caso, fue
abruptamente crítica, nada tendente a la estabilidad, y que se vió ligada a
oscilaciones de su temperamento. Creo, con todo, que la respuesta a esa
pregunta es positiva, y que es rentable leer a Thompson hoy todavía. Me
dispongo a ofrecer razones en esa dirección. A la altura de 2016, enfrentarse a
los textos de un autor como aquel, sobre el que tanto se ha escrito y al que
tanto se ha venerado y combatido alternativamente, exige prescindir de la
pasión con que se le leía (leíamos) durante las décadas de 1970 y 1980, y verlo
ya como un clásico magnífico, un pensador original y fértil. Pero eso no
significa en ningún modo eludir integrar el análisis del terreno marxista en el
que el historiador inglés debatió con ardor, y con cuyos representantes más
conspicuos polemizó (Estrella González, 2016; Anderson, 2008; Cohen, 1987).
Revisar su trabajo obliga a conectar presente con pasado, contexto o marco
público con opción personal, historia con política, andamiajes de su particular
trayecto identitario.
Su biografía ofrece
transparentes las notas del carácter marcado por el tiempo de toda obra
intelectual y, en este caso, de su autopercepción, la consciencia de que existe
una estrecha imbricación entre la historia como campo de estudio y la historia
como experiencia vivida y herramienta de autocomprensión. Es Thompson en efecto
un autor en el que apenas se separan ambos planos, en una relación que él iría
explorando y reformulando, construyendo su particular ejercicio vital de
oposición y disidencia, en paralelo y afanoso desafío de comparación con
personajes disidentes como Wordsworth, Coleridge y Cobbett, pero más que ningún
otro Morris y Blake. En la trayectoria personal de Thompson, narrada y recogida
tras su muerte por amigos y seguidores (Palmer, 2004; Croft, 1995; Hamilton,
2011), se encadenan éxitos literarios y ensayos históricos y políticos –de
desigual y ocasional impacto– con sucesivos momentos de debilidad, con fracasos
personales y conflictos intelectuales que, vistos en la distancia, se
vislumbran cuasi permanentes. Sus mayores diatribas, exceptuando la sostenida
con el francés Althusser, las dedicó a sus camaradas marxistas del Partido
Comunista británico (CPGB), los más cercanos y con los que militó hasta 1956
(Estrella González, 2006; Estrella González, 2012). Con frecuencia, si bien no
de modo unánime, la crítica iba a destacar en él la brillantez y el valor
literario de su prosa, una combinación peculiar de rebeldía y de seguridad
empecinada en el valor superior de su razonamiento y su argumentación.
Toda su vida y su biografía aparecen marcadas
por esa confianza personal, aristocratizante y en cierto modo mesiánica, que
facilitaría su presencia pública y su popularidad en los foros mediáticos.
Mostró tenacidad en su empeño político, voluntad para sostener sus
interpretaciones (deliberada y provocadoramente no ortodoxas), y cultivó el
tesón para dar curso activo a sus puntos de vista sobre la realidad. Su peculiar
forma de escribir y de abordar la riqueza textual de los documentos que
empleaba para escribir historia (literarios más de una vez, poéticos o de tipo
privado), inauguró una forma de historia sociocultural que, rechazada en su
momento por bastantes marxistas, suscitaría sin embargo aplauso y
reconocimiento allá donde se abría paso por entonces cualquier modalidad de
“nueva historia” (focos en Norteamérica e Italia), formas de análisis social
poco o nada estructuralistas (Hunt, 1989: 47-70), con frecuencia moteadas de
aliento neohistoricista o psicologizante. Triunfaba la reducción de escala, en
contacto con las ciencias sociales (sociologías cualitativas y antropología
cultural). En el caso francés, bajo el imperio de Annales y el potente
deslumbramiento althusseriano, el influjo de Thompson fue más tardío, más débil
y minoritario, pero al final iba a quedar asegurado por el respaldo y la
autoridad de Agulhon y Bourdieu (Ceamanos, 2005).
Rutilante su estrella, la
primera objeción importante a la obra de Thompson, años después de aquella
irrupción con éxito en escenarios no británicos, vendría sin embargo desde el
feminismo: y es que, aun registrando nombres de mujeres y poniendo en juego su
acción concreta, el historiador inglés –que decía ocuparse de la clase– no
había tomado en cuenta el papel del género (Scott, 1998; Scott, 1999; Llona,
2016). Son también conocidas, además de aquellas seminales críticas de Joan
Scott, las de Chakrabarty por ejemplo desde una visión poscolonial, si bien no
hemos de entrar ahora en ellas. Combinó Thompson sin mezclarlas, pero
indistintas en el valor político que él mismo les concede, la escritura de
historia, el discurso político y el arte poético –como hiciera su padre–, y
bajo esas formas transmitió su concepción del mundo y su actitud ante él, de
presente y pasado: la oposición al rearme, la oposición al gobierno, el
discrepar constante de lo mayoritario o hegemónico, el distanciarse de lo
“oficial” en fin, incluida su reticiencia ante la línea oficial del comunismo británico,
el CPGB.
Polemista perpetuo, dentro y
fuera de la ortodoxia en que, hasta el apartamiento de 1956, se inscribió
formalmente, combatiría contra anarquistas y trotskistas para mostrarse luego
enemigo incansable del neoliberalismo, siempre alertando contra el peligro
amenazante de su consolidación. Compartiendo esa idea de la política, de la
vida en alerta y la función docente con otra historiadora del grupo, Dorothy
Towers, exhibieron los dos una inspiración radical, de vanguardia izquierdista
en el contexto del mundo bipolar de la guerra fría; él, más volcado hacia el
espacio público y la agitación, afecta ella al trabajo en círculos pequeños,
con los discípulos. Su horizonte práctico inmediato acabaría marcado por la
permanente resistencia ante el retroceso antidemocrático de las libertades
civiles y los derechos sociales, la oposición al desmantelamiento del estado
del bienestar en Gran Bretaña emprendido a mediados de los años 70 por el giro
neoliberal. El radicalismo y la libertad de palabra y acción que vertebran a
Thompson y lo enorgullecían, su frecuente irrupción (con toques que hoy
diríamos acaso “populistas” pero también, sin duda, aristocráticos) en los
foros públicos, mítines y concentraciones y en medios de comunicación, muy
atractivos ante un público amplio, no gustarían en cambio a sus
correligionarios: comunistas primero, laboristas después. Nunca rehusaría la
polémica; más bien la iba a promover desafiando con ocasional coquetería, o una
más usual irritación, el elitismo de la vida académica.
La batalla política en la escena pública le
otorgó esa fuerza suplementaria que conlleva la popularidad. Bryan D. Palmer,
que lo admiró sin reservas, cuenta cómo su nombre era tan popular en los años
80 del siglo XX como los de la reina Isabel, la reina madre y la señora
Thatcher (Thompson, 2016), quedando en un curioso cuarto lugar en ciertas
encuestas. Circunstancia que recogemos con frecuencia al glosar su obra por ir
dotada de una significación extraordinaria en cuanto a que tal popularidad, inusitada
para casi cualquier historiador (incluso en Inglaterra), le llegaría no por
causa de su nuevo libro Whigs and Hunters sobre la Black Act (Thompson, 2010),
un texto clave para la historia del crimen, sino por sus artículos
antinucleares y su presencia reiterada en la calle, así como en radio y
televisión, propugnando la paz entre los bloques y a favor de una política
antinuclear (Ruiz Jiménez, 2005). No dejó en los 80 de acudir a mítines, actos
públicos y manifestaciones populares de signo antinuclear y pacifista allá
donde se dieran, como continuación de esos esfuerzos por la paz y la distensión
que, desde la década de 1950, había ejercitado el CPGB, donde Thompson había
ingresado con diecinueve años.
LA CLASE “CONSTRUIDA” Y SU REGISTRO
DOCUMENTAL. En virulenta diatriba con compañeros del partido (él mismo la
calificaría de “violenta” y “amarga”, y E. Hobsbawm le acusará de carecer de
“brújula interior”), mas de una vez sería el propio Thompson quien vendría a
agitar las aguas ideológicas de una izquierda radical y ortodoxa en cuyo fondo
vino a constituir un desafío su vibrante alegato en pro del empirismo: Miseria
de la Teoría, publicada en 1973, se mantenía realmente cerca de otros dos
textos claves para entender la ruta de la polémica: “Reply to John Lewis” y
“Open Letter to Leszek Kolakowski”, aparecidos en The Socialist Register.
Pronto hubo quien pensó que, mejor que entender la fomación de la clase y su
conciencia, hubiera debido Thompson estudiar su desvanecimiento, su fulminante
descomposición. La obra más conocida del historiador, The Making of the English
Working Class (1963), sigue siendo catalogada por muchos, más de medio siglo
después de su edición, como un texto esencial, imprescindible en historia
social (Barrio, 2016).
Sorprendió en su momento la
innovación en el modo de considerar las relaciones productivas y la conciencia
de clase, algo inesperado en un marxista (ni gramsciano ni benjaminiano, es
evidente). Reintroducía en el discurso histórico un elemento que, en su propio
contexto, venía a sonar como algo inesperado y nuevo: “el vasto, múltiple y
contradictorio reino de la experiencia”, aire fresco para quienes creían que la
historia se había vuelto monótona (Fontana, 1994: 3). Volvía Thompson sobre un
término, experiencia, muy caro a las humanidades y a la historia intelectual en
general (Ankersmit, 2005), pero arrumbado al seno del idealismo en realidad, y
ello le acarreó problemas a la vez que fortuna, a un tiempo: varias veces, a lo
largo de su vida, hubo de responder a críticas que inquirían qué entendía por
ese concepto: algunas de ellas, fuertes y sostenidas, venían desde el
materialismo; otras, más tibias, desde posturas varias que unía la extrañeza
por la particular forma de Thompson de acomodar su idea de experiencia con
adherencias ajenas al marxismo. Le guiaba sin duda la pasión del archivo, pero
también se sentiría deudor de la herencia cultural romántica e historicista de
su temprana juventud en el seno familiar (Estrella González, 2016: 30).
En la masa documental
ingente y variada que Thompson llegó a manejar para sus textos históricos iban
a desfilar personajes anónimos, la mayoría ignorados hasta aquellos momentos.
Rescataría sus gestos, sus palabras y nombres, sus resistencias o sus
discrepancias, su oposición. Sujetos populares, históricamente anclados en la
antesala del régimen industrial, no inmersos todavía propiamente en él (luego
anteriores a la aparición de la “clase”). Thompson rescata “al pobre tejedor de
medias, al tundidor ludita, al obsoleto tejedor de telar manual, al artesano
utópico, e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott…” con la intención de
“aclarar” cómo surgen los conceptos de “clase” y “conciencia de clase”. Daba
así voz a un colectivo popular artesano, derivándose de su posición en la
protesta y las relaciones sociales “un cuestionamiento abierto de la
interpretación whig de la historia y de los supuestos de la teoría de la
modernización” (Millán, 1996: 65). Llamaba la atención su afán por rescatar del
olvido oficial a unos seres anónimos, de apariencia insignificante, y sonaba en
principio extraña aquella reivindicación de su presencia, en él con tinte
romántico y cristiano, que hoy nos es familiar: aquellos que habrían sido
“víctimas de la historia” en su día, seguirían bajo el poder de la historia “al
condenarse sus propias vidas, siendo víctimas” (Thompson, 1977: I, XVII). La
elección moral y política de Thompson del lado de las víctimas alimenta sin
duda, más que el propio marxismo, esa “mirada desde abajo” que, como alegato
contra el olvido, concretaría luego en Tradición, revuelta y conciencia de
clase. Pero en aquella primera obra ya había dedicado casi mil páginas a
desbrozar en el archivo tránsitos de resistencia y de protesta que se combinan
y se cruzan, sin siquiera rozar esas fechas en las que se conviene situar en
Inglaterra la existencia de una clase obrera operante y consciente como tal.
Sus páginas están llenas de términos relativos
a emociones y afectos, a pasiones políticas que, en el horizonte de 1831, veía
Thompson alzarse como marea de sentimiento revolucionario: “Parece que la
pasión brota del suelo…” Veía nacer la clase, ante sus ojos, como parte de un
ejercicio poético y metafórico reivindicativo, muy seductor; la dibujaba como
un proceso fluído y dinámico, una mecánica cuasi biológica, un hecho iterativo
y plástico de formación, en el que los personajes desfilaban individualizados,
mostrando verbalmente estrategias de aceptación o de rechazo ante las presiones
del poder, sin gran diferencia entre lo estructural y lo coyuntural. Así, la
recreación de la acción humana y su componente emocional aparecían fuertemente
ligados, mostrando esas habilidades literarias de Edward Thompson que unas
veces concretaría bajo el género histórico y otras, no escasas, cuajarían en
moldes literarios (Giddens, 1994: 153-170). Aseguraba que las aspiraciones de
aquellos individuos olvidados “eran válidas en términos de su propia
experiencia”, y acaso por sorpresa, el resultado fue del gusto de muchos de
quienes lo leyeron. “El experimento dio resultados brillantes” (Millán, 1996:
69), pues “reemplazó la imagen de un país donde dominaban el tradicionalismo y
la sumisión a la oligarquía por la visión de una sociedad plebeya,
contestataria de diversas maneras a la monstruosidad del orden establecido y pionera
de la democracia y de la protección social en absoluto presumibles durante el
amanecer del capitalismo”. Destaca Thompson el papel que juegan lectura y
escritura en la que, a su manera, vería como conciencia de clase en sus
sujetos, y –siempre a través de las fuentes de archivo- procura reconstruir la
directa incidencia de la circulación de libros y panfletos en las formas que
toma, en cada caso, la movilización popular.
No le resultaría en cambio
necesario poner en juego para escenificar esa movilización organización
política ninguna –partido o formación–, ni traería a primer plano
necesariamente el liderazgo para destacar el valor (claro está que político) de
aquel aprendizaje cultural: “La conciencia articulada del autodidacta era, por
encima de todo, una conciencia política (…) Las ciudades e incluso los pueblos
bullían con la energía desplegada por los autodidactas” (Thompson, 1977: II,
313). En la práctica (y a través de la práctica), la protesta venía a sustituir
a la revolución. Una revolución, y el deseo expreso de su advenimiento, que el
propio Thompson había reconocido en ciertos socialistas ingleses de un siglo
atrás, sobre todo en el industrial y arquitecto William Morris. Bastantes años
después, Thompson escribiría respecto a este: “I have in no way altered my opinion that if we are to acknowledge
William Morris as one of the greatest of Englishmen it is not because he was,
by fits and starts, a good poet; nor because of his influence upon typography;
nor because of his high craftsmanship in the decorative arts; nor because he
was a practical socialist pioneer; nor, indeed, because he was all these; but
because of a quality which permeates all these activities and which gives to
them a certain unity. I have tried to describe this quality by saying that
Morris was a great moralist, a great moral teacher (…) But Morris was one of
our greatest men, because he was a great revolutionary, a profoundly cultured
and humane revolutionary, but not the less a revolutionary for this reason.
Moreover, he was a man working for practical revolution...” (Estrella
González, 2007: 75). Destaca asimismo la habilidad de Thompson para reelaborar
o imaginar conceptos y aplicarlos a los materiales de archivo, partiendo de las
categorías básicas del marxismo pero dejándose alcanzar por formas y maneras
procedentes de la sociología y la antropología.
Sus definiciones de “experiencia” o “economía
moral”, reelaboradas y remodeladas varias veces, contienen aquel distintivo
componente emocional que fue haciéndose más concreto a medida que hubo de
responder a las alborotadas objeciones de sus críticos. Unas veces impaciente y
otras con desgana, Thompson acabaría definiendo en Miseria de la Teoría (1978
or. eng.) ese crucial concepto en discusión:“La experiencia comprende la respuesta
mental y emocional, bien de un individuo o de un grupo social, a muchas
situaciones interrelacionadas o a numerosas repeticiones del mismo tipo de
situaciones” . Constituiría por tanto la experiencia –una categoría que en
Thompson es mediadora entre estructura y tiempo– el hilo conductor de su
estrategia para analizar las ideas, no solo a través de quienes las encarnen en
sus manifestaciones entendidas como extraordinarias por significantes (es
decir, quienes son el objeto privilegiado y más común de la “historia de las
ideas”, la “historia del pensamiento” y la “historia intelectual”), sino a
través de todo tipo de individuos de las capas populares, que se verían así
igualados como sujeto histórico, en tanto que capaces de llevar a la práctica
formas diversas, y alternativas, de acción social, política y cultural.
Consideraba Thompson que “las personas no sólo viven su propia experiencia bajo
forma de ideas, en el marco del pensamiento y sus procedimientos, o –según
suponen algunos practicantes de la teoría– como instinto proletario, etcétera.
También viven su propia experiencia como sentimiento, y elaboran sus
sentimientos en las coordenadas de su cultura, en tanto que normas,
obligaciones y reciprocidades familiares y de parentesco, valores o –mediante
formas más elaboradas– como experiencias artísticas o creencias religiosas”. De
manera que “esta mitad de la cultura (…) puede denominarse conciencia afectiva
y moral” (Sewell, 1994).
El seguimiento de ese flujo
o continuum por los historiadores –en cuanto que experiencia colectiva
constitutiva de la identidad de clase– debería incorporar “el conjunto de
respuestas subjetivas que los trabajadores dan a su explotación, no solo en los
movimientos de lucha sino en el ámbito de sus familias y comunidades, en sus
actividades recreativas, en sus prácticas y creencias religiosas, en sus
talleres y tejedurías...” Pero sin embargo, analizar la lucha de clases
exigiría para un marxista definir antes la propia “clase”, le obliga a aclarar
el concepto (Millán, 1996: 63-85). La clase se forja en la lucha, diría
Thompson; la clase no es un a priori, una categoría dada o una “cosa”, sino que
es un proceso histórico y, por ello, cambiante en el tiempo. Y es un proceso
relacional, un enfoque que tomará de Caudwell en su versión filosófica y moral
y él llevará hasta la escritura histórica. Al no reconocer la existencia de
“leyes” en la historia, y para evidente descontento de sus compañeros, le era
difícil proporcionar una definición abstracta: “La clase la definen los hombres
mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única
definición” (Thompson, 1977: I, XV y XIII). Al historiador le cabría con todo
analizar esa “lógica histórica” a que obliga el marxismo, aplicando estrategias
de orden relacional: “La noción de clase entraña la noción de relación
histórica. Como cualquier otra relación, es un proceso fluido que elude el
análisis si intentamos detenerlo en seco en un determinado momento y analizar
su estructura. Ni el entramado sociológico mejor engarzado puede darnos una
muestra pura de la clase, del mismo modo que no nos puede dar una de la
deferencia o del amor.” Forzosamente, para un historiador –y no un filósofo–,
“la relación debe estar siempre encarnada en gente real y en un contexto real.”
Las clases acaecen al vivir (igual a experimentar) los hombres y mujeres reales
sus relaciones de producción, y al concretarse sus situaciones de determinación
dentro del conjunto variable de las relaciones sociales, siempre en un espacio
concreto y un tiempo determinado, con una cultura y unas expectativas
heredadas. Los individuos van haciéndose así dentro de la clase, al modelar sus
experiencias en formas culturales determinadas. Y así, no podría decirse que
una clase esté o no esté formada históricamente hasta que, como resultado del
conflicto con otras clases (conflicto que será esencialmente cultural y no solo
económico), modifique las relaciones heredadas. Así es como E.P. Thompson lleva
hasta el corazón del análisis marxista términos de inspiración sociológica o
jurídica: “consenso popular”, “prácticas legítimas o ilegítimas”, “normas y
obligaciones sociales”, “comunidad”…, a la vez que salpica o incluso empapa de
sentimientos y emociones (las propias y las de sus sujetos historiados) las
explicaciones que se le iría obligando a dar a propósito del uso de esos mismos
términos y de otros semejantes –como aquel tan complejo de “economía moral de
la multitud”. También emplea (lo que desde la perspectiva marxista entonces
dominante es al menos llamativo) términos psicológicos o de mentalidad,
adjetivaciones propias de prácticas y costumbres o características culturales
tales como “agravio”, “creencias, usos y formas” o “emociones profundas”,
términos todos ellos muchas veces cargados de un plus de reivindicación social
y connotación política radical: “exigencias de la multitud hacia las
autoridades”, “indignación”, “obligación ‘moral’ de protestar”…
En 1991, en el artículo titulado “La economía
moral revisada”, Thompson trataría de explicarlo: “Las emociones profundas que
despierta la escasez, las exigencias que la multitud hacía a las autoridades en
tales crisis, la indignación provocada por el agiotaje de las situaciones de
emergencia que representaban una amenaza para la vida, comunicaban una
obligación ´moral´ particular de protestar. Todo esto formando un conjunto, es
lo que yo entiendo por economía moral” (Sewell, 1994: 82). En nuestros días,
acostumbrados como estamos al lenguaje de la microhistoria, los historiadores
no necesitamos tantas aclaraciones de sentido como se le pidieron en su día a
Thompson, pero no deja de extrañar la ausencia irreparada del vocabulario
marxista propiamente económico. La noción thompsoniana de cultura popular
relega lo económico cuando no lo descarta totalmente: “Otro rasgo de esta
cultura, que reviste especial interés para mí, es la prioridad que en ciertos
campos se le da a las sanciones, intercambios y motivaciones ‘no económicas’
frente a las directas y monetarias”. Cuando en Thompson se emplea el término
“economía”, ello va en el sentido de “estructura subyacente a la acción de la
multitud”, tal y como había sucedido en los años 20 y 30 del siglo XX y, en
cierto modo, tal como lo empleaba Norbert Elias al hablar de “economía
psíquica” de los individuos; más cerca acaso de la antropología (“economía
simbólica”) o de M. Foucault (“economía del poder”), que los conciben como
mecanismos estructurales de poder estatal, de grupo o de clase, que regulan el
uso de los recursos disponibles para la acción práctica y simbólica de los individuos.
Con esas herramientas, discrepando
progresivamente de la segunda generación del Partido Comunista británico, se
comprende el vivo conflicto que Thompson alimentó, desde 1963 en adelante, con
los redactores principales de la New Left Review, especialmente –pero no solo–
con Perry Anderson y Tom Nairn. En su “In Memoriam”, muy reciente la
desaparición de Thompson y treinta años después de abrirse aquella brecha, P.
Anderson (2008: 195-205) viene a reconocer que esas discrepancias internas se
debían al talante poético de Thompson, a su insistencia en no separar en sus
análisis los géneros literarios de la ciencia social: “Necesitaré tiempo”,
escribe, “para hacerme una idea más asentada sobre la distinción entre el
Thompson historiador y el Thompson escritor.
Su obra abarca demasiadas
formas como para someterla a un juicio fácil”. Habían discutido intensamente
sobre la naturaleza del marxismo y sobre la estrategia socialista para hacer la
revolución, pero también sobre el ejercicio mismo del pensar y sobre los
recursos tácticos y fines estratégicos, y no solo los aspectos retóricos,
convenientes a la acción política: “El intercambio tuvo una especie de simetría
irónica. Edward nos atacaba por interpretar inadecuadamente las pruebas
históricas; yo lo atacaba por manejar de manera imprecisa las pruebas
textuales. Lo que me había dejado atónito eran los atajos que tomaba al
representar los argumentos que quería refutar, que yo no podía refutar con nada
que él tolerase como historiador. Fue un error genérico por mi parte. No
entendí las reglas de la polémica…” En el obituario que publicó The Independent
el 30 de agosto de 1993, Hobsbawm admite por su parte que había sido Thompson
“el único de nosotros capaz de conseguir algo cualitativamente diferente”. Es verdad
que la vocación literaria de Thompson domina en más de una ocasión los
argumentos.
Más amarga, bronca y radical
fue aun la discusión con el filósofo francés Louis Althusser, algo bien
conocido. El antiacademicismo de Thompson, alimentado por su posición
periférica en el sistema educativo inglés, su antielitismo personal –un genuino
carácter democrático–, su rechazo del esquematismo teórico, vinieron a caer
como un rayo divino sobre el estructuralista francés más respetado, cuya
rutilante y muy abstracta teorización estaba seduciendo por entonces a muchos
de los marxistas ingleses más jóvenes (la teoría francesa la viviría Thompson,
toda su vida, como un contaminante de esterilización práctica, como una forma
de alejar a las clases populares de la acción; y, lo que es peor, como un
servicio rendido al dictador Stalin). Los más jóvenes eran los más afectos, los
más sensibles a la contagiosa influencia de Althusser y su círculo, de modo que
la New Left Review y el Center for Contemporary Cultural Studies de Birmingham,
desde mediados de los años 60 (Dworkin, 1997; Woodhams, 2001), sufrían sus
efectos a su modo de ver. En esos medios fue donde Thompson se batió con más
insistencia en defensa de aquella tradición historicista, romántica y humanista
inglesa, que él en cambio veía compatible con el materialismo histórico y la
lucha internacionalista, más adecuada para aunar voluntades. La historia real,
lo verdaderamente sucedido, quedaban además anegados en el esquematismo teórico
de los althusserianos, lo que le sublevaba, volviendo estéril la herramienta
política que nacía del estudio del pasado, un pasado leído en simultaneidad de
tiempos (Elliott, 2004; Díaz Freire, 2016).
Su cólera impaciente, la
furia con que hablaba, quedaron registradas en los medios en los últimos años
de su vida. La fuerza “polémica” de la discrepancia a que se refería Anderson
(“un discurso del conflicto cuyo efecto depende de un delicado equilibrio entre
las exigencias de la verdad y las tentaciones de la ira, [entre] el deber de
debatir y el celo por inflamar”) es, muy posiblemente, junto al “sentido común”
–siempre inherente a la argumentación thompsoniana–, la característica retórica
que más haya ayudado a que una obra larga, densa en el relato, prolija a veces
y en cierto modo reiterativa, como es La formación de la clase obrera en
Inglaterra, haya influido tan decisivamente en la historiografía social
subsiguiente.
El resto de la producción
thompsoniana, variable en formato y en estilos, no alcanzaría nunca la misma
fuerza o popularidad que aquel libro de principios de los años 60. Sus otras
dos obras de historia social estricta (Whigs and Hunters, de 1975, y Customs in
Common, de 1991), o ensayos sueltos como “Time, Work-Discipline, and Industrial
Capitalism” (1967) y “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth
Century” (1971), interesaron más que nada a los seguidores, ya numerosos, de la
discusión metodológica abierta por su obra más leída. Mantenían en común el
componente cultural e histórico (“construido”) de la protesta popular contra
los mecanismos de dominación. Como recuerda Anderson en el obituario citado, la
identidad de enfoque de esos otros ensayos presentaría no obstante un giro
estilístico, desde la primitiva “abundancia romántica” hasta “una elegancia más
sobria” (y no ahorra ironía cuando compara ese viraje estético al coetáneo
cambio de vivienda del matrimonio Thompson hasta un barrio acomodado,
georgiano). El debate teórico le parecía a Thompson inseparable del
enfrentamiento ideológico y la discusión política: sus oponentes fueron siempre
descalificados con ira, acusados de un elitismo intelectualista o de una
ambición académica excluyente, tachados de esquematismo e idealismo también, y
–acaso cruelmente– de connivencia con el estalinismo. Desde su salida del
partido comunista, Thompson veía ese alineamiento con Moscú como una perversión
política, y más si cabe, una desviación moral. Les reprochó a L. Althusser y al
colectivo estructuralista la idea de que la ciencia marxista podía construirse
exclusivamente desde la filosofía, afinando teorías y conceptos y eliminando
las “contaminaciones” de la historia concreta, eliminando esa perturbadora
“experiencia” vivida, siempre delimitada por marcos culturales específicos, que
Thompson por el contrario reivindica. Les objetaba que los conceptos no
permanecen quietos ni invulnerables en la vida real, sino que se hallan en
circulación, sujetos a procesos de “auto-perpetuación” y “auto-elaboración” que
permite a todo sujeto reconocerse internamente e interpelarse.
Transmitiendo esa radical oposición al
adversario de modo tan sarcástico y aniquilador como Thompson lo hizo, esperaba
conseguir reavivar la antigua tradición de debate propia del marxismo. Pero
logró irritar a muchos, incluso a quienes no simpatizaban con Althusser y el
estructuralismo. Dolería sobre todo, más que la acusación de idealismo
teológico con que los fustigaba, la de que estaban siendo cómplices
intelectuales de un sistema criminal como estaba probado era el estalinismo.
PRAXIS POLÍTICA, OFICIO Y ESCRITURA
Reparemos un tanto en la
identidad personal de Edward Palmer Thompson. Había nacido en Oxford en 1924,
el segundo de dos hijos varones de un matrimonio de clase media acomodada y
alto nivel cultural. Su padre, metodista no practicante vinculado al horizonte
colonial indio, se consideraba ante todo escritor, y su modo de ser, recto y
solidario con los subalternos, influyó claramente en sus dos hijos que, como
tantos otros jóvenes cultivados de la época, se orientaron entre 1941 y 1944
hacia el ingreso en las filas comunistas. Edward, que ingresó el mismo año en
que murió en la guerra su hermano Frank, resultó pronto un militante atípico en
los telones de la guerra fría, y aún más habría de serlo después, en la era
poscomunista.
De honda intuición poética y
gran originalidad narrativa, se alejaba por días del marco doctrinal y las
reglas estrictas del lineamiento internacionalista. Su formación universitaria
principal era la literaria, y a enseñar clásicos ingleses dedicó muchas horas,
sin que ello le impidiera en cambio pergeñar el amplio relato de emancipación
histórica e innovación historiográfica que lo volvió célebre. Pretendía llenar
las expectativas de quienes, “desde abajo”, le escuchaban, gentes del clase
obrera, trabajadores. Así será guía intelectual de alguno de ellos, pero a
distancia y quizá más aún, inspirará a un colectivo disperso de historiadores
jóvenes que, en la Europa continental, querían romper vínculos con la historia
política.
En un ambiente intenso de
ideas efervescentes, de dudosas respuestas y cambios permanentes, no todos
compartieron sin embargo su forma de actuar: Anderson, ya sabemos, deploraría
los excesos retóricos de Thompson, un “arte ajeno al momento” y fuera de
contexto, mientras que este se empeñaba en sostener, como respuesta, que la
acción práctica y la elección moral se exigen mutuamente. Había forjado ese
compromiso en su adolescencia y juventud, y lo había puesto a prueba en las
trincheras, en pleno conflicto mundial. Y su elección precisa era la oposición,
la disidencia frente al dominio injusto y la protesta como patrón de vida y
como objeto de estudio, juntamente.
Destaca así, de una manera nítida (Hamilton,
2011), la simultaneidad entre ambos esfuerzos, que serían incómodos a derecha y
a izquierda. Escribir y actuar, persona y personaje fundidos en la emoción
política, construcción subjetiva forjada a modo de obligación política y moral…
Llevado de ese impulso radical “humanista” al que Thompson servía como heredero
de una tradición nacional (inglesa y socialista) que creía similar al marxismo
y compatible con él, creó con tres iconos (Marx, Morris y Blake) sus ideales de
vida y obra. Ninguno de los tres le permitiría “cometer el error de abstenerse
en la batalla”, una máxima que impulsó su intensa trayectoria de activista.
Anclados en sus propios
resortes de experiencia, los escritos de Thompson abordan invariablemente la
oposición radical que existe entre fuertes y débiles, el conflicto entre ricos
y pobres, la rebeldía de estos frente al poder, dibujando una estela de
actuaciones que deja a los más bajos en la escala un margen variable, pero
siempre existente, de autonomía y de recursos (agency) para enfrentarse con
éxito a aquel. Había militado en el CPGB hasta que hubo de abandonarlo por
protestar de la invasión soviética a Hungría y Polonia en 1956, pero hasta
entonces había procurado obedecer encargos e instrucciones del partido. En
“Trough the Smoke of Budapest” (que salió en The Reasoner. A Journal of
Discussion en noviembre de 1956, fundado entonces junto al también disidente
John Saville), Edward P. Thompson relata por qué se apartó: aspiraba a un
“socialismo de gente libre” (un “humanismo socialista” o “comunismo
libertario”, dice) y rechazaba todo supuesto o razonamiento que se situara por
encima de la acción y del interés de los individuos: no compartía la supremacía
de la razón de partido (Widgery, ed., 1976: 66-72).
Al insistir después en el valor central de la
fecha de 1956, también como un decisivo tournant en la obra de su contendiente
Althusser, Thompson deslizaba la sospecha de que en el francés obedecía al
deseo de blindar a los partidos comunistas frente a las críticas del socialismo
humanista. Expulsando de escena al sujeto humano y negándole todo papel en el
proyecto de una ciencia marxista, depositando el énfasis en las estructuras,
Althusser encabezaba –así lo veía Thompson–, una operación política e
ideológica que apuntalaba teóricamente al estalinismo, que le insuflaba
respaldo. Que la inteligencia de izquierdas inglesa, con su extracción de clase
media y su deslumbramiento por el continente, aceptara seguir esa influencia,
le dolía e irritaba: veía una cohorte de jóvenes engolados y orgullosos de
pertenecer a una izquierda no popular, instalados en el núcleo del sistema
académico, que iban dejándose seducir frívolamente por aquel extraño y
abstracto proyecto de consecuencias prácticas perversas. Le molestaba su
elitismo, su convicción de superioridad y de distancia frente a la clase obrera
incluso en muchos de ese mismo origen, elevados en la escala académica y social
por obra del azar y en un contexto histórico de oportunidad, personajes
teatrales sin convicciones hondas que se servían del estructuralismo para
representar, creyéndose vanguardia, “a harmless revolutionary psycho-drama”. Era
esperable que alguien le respondiera que él mismo, Thompson, solo había logrado
entrar en la universidad de manera episódica y, muy significativamente,
marginal. Anderson, por su parte (2008: 196-197), confesaría no haber entendido
del todo, en sus acerbos intercambios con Thompson, que la polémica tiene sus
reglas, unas reglas antiguas y para él desconocidas, y que esa forma de
escribir y de hablar era “un discurso del conflicto cuyo efecto depende de un
delicado equilibrio entre las exigencias de la verdad y las tentaciones de la
ira, el deber de debatir y el celo por inflamar”.
Para cuando abandonó el
partido en 1956, con la invasión de Hungría por los soviéticos, se había
inclinado ya decididamente por la historia como ejercicio profesional, si bien
las clases para adultos, que todavía dió por mucho tiempo, siguieron siendo de
literatura (Croft, 1995). El que, con poco más de treinta años, se decidiera
finalmente Thompson por aquella materia entre sus dos pasiones, lo había
conseguido Dona Torr, historiadora de más edad que él y mentora de muchos
componentes del CPHG (Communist Party Historians Group) (Howe, 1972; Thompson,
1993; Kaye, 1995). Dona Torr, que vivió entre 1883 y 1957, forjó su experiencia
juvenil en la década de 1920, lo que le permitió a su vez recibir el impacto de
un tiempo excepcionalmente rico en cultura y política (Rosa Luxemburgo, Sigmund
Freud, Havelock Ellis, William Wordsworth o Joseph Conrad, entre otros, fueron
sus lecturas). Lo mismo que más tarde Thompson, no habria de encontrar Torr
contradicción entre el gusto por la poesía de Blake y el hecho de inscribirse
en un marco marxista. Al igual que Thompson, disfrutó de una gran libertad para
leer, vetada en cambio al grueso de la militancia comunista (antes de morir
entregaría al partido un texto de Trotski, prohibido entonces, My Flight from
Siberia). En su biografía de Morris, Thompson agradece ese magisterio doctrinal
y aplaude el aliento emocional que la historiadora transmitía: “She made us
feel history on our pulses. History was not words on a page, not the goings-on
of kings and prime ministers, not mere events. History was the sweat, blood,
tears and triumphs of the common people, our people”. Por su valor práctico y
político, que habría comprendido finalmente como superior al de la literatura,
fue por lo que Thompson elegiría escribir sobre historia, herramienta más
adecuada para impulsar la acción.
Nunca olvidó con todo que su
elección primera fue la poesía, y nunca prescindió del ejemplo de Blake como
horizonte en su imaginario experiencial (Witness against the Beast: William
Blake and the Moral Law se publicó ya póstumo, en 1993). Incluso en The Poverty
of the Theory and Other Essays, poesía y novela siempre en la cabeza, va a
comenzar citando a Auden y a Orwell. Aquella proyección sentimental, la
composición retórica y la expresión apasionada que dicha combinación de
historia y literatura confiere a los relatos históricos de Thompson serían
discutidas, tildadas de anticuadas (entiéndase por ello historicistas o
idealistas, además de empiristas), sospechosas de contaminación ideológica.
Pero por su factura romántica y utópica, a los
ojos de sus camaradas, miembros del grupo político e intelectual del que
formaba parte, el modo de escribir de Edward Thompson sería “burgués” sin más
(Löwy and Sayre, 1996). Pero la acusación más grave –la más difícil de
combatir– era sin duda de fragilidad y ambigüedad teóricas, una indeterminación
con la que él se encontraba indudablemente cómodo, y a la que nunca querría
renunciar. Algo que entonces iba a ser un problema y hoy, sin embargo, no lo
es: “Si buscamos en Thompson una declaración programática, una disposición
teórica, no encontraremos lo que sería aceptable como ´ley moral´ o como
imperativo metodológico, en gran parte porque rechazó intuitivamente un acto de
conclusión intelectual y política por el estilo” (Palmer, 2004: 14). “Esta fue
su teoría”. Más aún, “fue la política y la poética de su vida.” Sin sacralizar
la necesidad teórica en la escritura histórica, sino al contrario enfrentado a
una forma concreta y muy potente de imperativo teórico, un enfurecido Thompson
la emprendería en Miseria de la Teoría con el exceso de intelectualismo,
denunciando en el academicus altanerus a una especie de profesional “henchida
de autoestima”, que creía poseer una “alta vocación de profesor universitario,
pero apenas sabe nada de cualquier otra vocación” (Palmer, 2004: 178).
Comprometido “con el
compromiso” desde la experiencia frente-populista que asumió en su momento, lo
que siempre creyó que era su deber agobiaría a Thompson al llegar la vejez, sin
que por ello cejara. En la escritura de auto-reconocimiento que, en parte de su
obra, Thompson practicó, tiene un lugar central la extensa biografía del
arquitecto, industrial y socialdemócrata inglés William Morris. Titulada
significativamente William Morris. De romántico a revolucionario, la obra fue
silenciada en su momento (1955). Aparecía en plena guerra fría como un estudio
de más de 900 páginas, que luego fue reducido para la segunda edición en 1976,
añadiéndole Thompson entonces un apéndice crítico. Su gráfico retrato de Morris
(1834-1896) mostraba en un principio una ortodoxia marxista exagerada,
resultado confeso, a posteriori, de la experiencia vivida por Thompson a esa
hora, entonces militante a punto de expulsión, y cuya identificación con aquel
personaje, socialista tardío y atractivo creador (Arts & Crafts), le
resultaría perfecta para avalar, forzándola, la propia adecuación a la doctrina
más probable del propio Marx (Hamilton, 2011). Veinte años después de la
primera versión, Thompson revisaría el texto, haciendo perfectamente posible
distinguir el Morris más “ortodoxo” de la edición de 1955 y aquel otro
“heterodoxo” de después (Estrella González, 2007: 59- 80). En 1976 Thompson
(1988b: 745) dibuja un Morris más audaz en política, alguien que, como él
mismo, se aplica a «rellenar los silencios» de Marx. Para no dudar de esa
identificación, bastará con escuchar al propio Thompson: “Decir que Morris me
reclamó y que yo he tratado de reconocer esta pretensión no me da derecho a
reclamarle yo a él. No tengo licencia para actuar como intérprete suyo. Pero al
menos ahora puedo decir que eso es lo que he estado intentando hacer durante
veinte años.” Dice Palmer que en la edición primera de esa biografía de Morris
estaba ya desarrollado –aunque teóricamente frágil– su propio concepto de
experiencia. En la Socialist Review, en febrero de 1979, Alex Callinicos
publicó una reseña de Miseria de la Teoría donde subrayaba la continuidad en el
pensamiento de Thompson, para localizar en ese pensamiento un nacionalismo de
izquierdas propio de la Inglaterra de los años 40 y parte de los 50, como
corriente en la que habría prosperado la alianza entre el socialismo y un
sentimiento nacional radical. Callinicos criticaba sin embargo a Thompson por
esa tentación local, discrepando –lógicamente desde su posición– de la enemiga
feroz del inglés contra el marxismo continental. En cualquier caso, es
indudable que la primera edición del William Morris había venido marcada por
las exigencias de un comunismo británico que buscaba raíces en el propio suelo;
pero también es cierto que a finales de los años 60 fue el propio Thompson
quien libremente, por esa combinación casi automática que en él se diera entre
el marco político-social y las vivencias propias significativas y
estructurantes, decidiría volver sobre aquél que había sido su primer texto de
naturaleza histórica para destacar aún más sus particulares lazos
experienciales con aquella obra, reforzando su huella autobiográfica. Así sería
como reelaborase entonces Thompson aquella gruesa biografía de Morris que, por
encargo y bajo los auspicios del Partido Comunista Británico, publicara veinte
años atrás. Y que al partido distaría de gustarle, según todos los indicios.
Si al revisar la conexión
integral de vida y obra en el romántico Morris, una de las aportaciones más
sensibles de Thompson fue realzar su poesía, el efecto positivo que ello
tendría en 1976 no era esperable en 1955, cuando el público lector sería muy
otro, militantes marxistas sorprendidos ante un relato poco acorde con sus
expectativas. Cosa distinta es la segunda versión, con la que un autor ya muy
valorado por públicos más amplios revalidaba su habilidad para rescatar desde
textos de naturaleza literaria y cultural, muchos de ellos documentos privados,
la imprimatura política, su principal razón de ser. No hay duda de la profunda
necesidad sentida por Thompson de establecer continuidades en su propia
percepción de la vida, un tránsito biográfico marcado por la muerte de su
hermano Frank de manera traumática en el curso de la guerra (Estrella González,
2016: 25-52). Unas pocas palabras bastan para dar cuenta del contexto en el que
se creara aquel extenso relato, decisivo para entender el vínculo entre la vida
y la obra thompsonianas. A principios de los años 50, como muestran documentos
que guardan los National Archives, se acordó hacer de Morris –junto con otras
figuras– un punto de anclaje sólido en esa construcción del marxismo nacional a
que nos hemos referido, como corriente socialista autóctona y potente. La
propaganda comunista se encargaría de esa labor (Crof, 1995). Varios
historiadores del grupo intervinieron entonces en aquel giro
institucionalizador, formando parte de una “William Morris Society”, entre
ellos el escocés Robin Page Arnot (1880-1979), siempre fiel al partido y autor
también de un par de libros sobre Morris (así se da cuenta en los Papers of
Robin Page Arnot, Hull University Archives, NA). En la correspondencia de Arnot
con otros camaradas, incluido el propio Thompson, se menciona una edición de
los escritos de Morris que sería presentada después en la Exposición
bibliográfica celebrada en Moscú en 1959. El libro de Thompson se publicó
también en esa coyuntura y a instancias del partido; se querría evitar a toda
costa –a través de la fijación y recuperación de aquella antigua tradición
marxista inglesa– la acusación de “extranjería” y seguidismo de las directrices
soviéticas. [Por lo general, no se toma en cuenta este dato importante de situación
y construcción de la obra de Thompson, pero sí es frecuente reconocer en Dona
Torr un protagonismo decisivo en la idea de rescatar a William Morris del
ostracismo al que lo sometía la crítica conservadora]. “¿Quiénes más aptos para
practicar la autobiografía que los [propios] historiadores?”, preguntaba Perry
Anderson, esta vez a propósito de aquel Hobsbawm que se retrataba a sí mismo en
su afamado Age of the Extremes. Thompson no escribiría en cambio su
autobiografía, o no lo haría directamente, pero es claro que quiso dibujarse a
sí mismo a través de personajes singulares, con cuya reconstrucción biográfica
se identificó, y por excelencia en su perfil de Morris. Hasta la descripción de
estilo y carácter del biografiado parece un retrato de sí mismo: “Conocemos su
impaciencia física, sus gestos vigorosos, sus paseos cuarto arriba y abajo, su
irritación ante la trivialidad del trato ʽeducadoʼ (…) Bajo su apariencia brusca y autocríticamente humorística había, según
Sharp, ʽuna
curiosa timidezʼ residuo de sus años jóvenes.” (Palmer, 2004: 644). Y es cierto que
como a Thompson, podemos aceptar que a William Morris apenas le preocupaba el
escenario de jerarquías sociales y su mecánica de representaciones, “sino las
personas, sus relaciones, sus valores”. Y de ese modo podremos compartir con
ambos –o lamentarla en caso contrario– su gusto declarado por los “detalles de
la vida”, por los pequeños placeres que no impiden la exigencia política, la
agency. La devoción personal hacia Morris que Thompson experimentaría no era
solo política a fin de cuentas, o no principalmente, sino que era esencialmente
moral, como un patrón de conducta o un ideal de vida (una vida ejemplar) para
quien quiso ser, antes que nada, un radical socialista inglés.
El rescate de voces del
pasado lo devolvió al archivo, la operación “clásica” y primera en el oficio
del historiador. Lanzando el grito de Back to the archive!, compartido con
Dorothy y dirigido a los jóvenes, no habría de despertar simpatías en el seno
del grupo comunista, donde se miraba con recelo todo ejercicio historicista de
resultados dispares e incompletos. Los avances “científicos” de la disciplina
se mecían entonces bajo el soplo de las ciencias sociales, pero en “Las
peculiaridades de lo inglés”, texto muy debatido, puede leerse en cambio que
“la historia real solo saldrá a la luz después de mucha investigación seria; no
aparecerá con un chasquido de dedos esquemáticos” (Millán, 1996: 68). Al
reescribir años después The Making of the English Working Class para su segunda
edición, Thompson reafirmaría –¡cómo no!– esa elección de método, reivindicando
las fuentes primarias como depósito de sentimientos y emociones perdidos, y
rindiendo tributo a quienes dieran cabida a esos registros tiempo atrás, como
el matrimonio Hammond, de quienes reconoce la elegancia: “Demasiado a menudo
los Hammond respondieron a sus críticos (…) con la frescura de un silencio
cortés.
Tras su muerte, y por más de veinte años, la
escuela ideológica de historia se ha cebado en los ´sentimentalistas´ con toda
impunidad (…)”. Él reconoce en cambio en sí mismo una furia mayor, una urgencia
que obliga: “Yo no soy cortés ni estoy muerto, por el momento. Si he respondido
con aspereza ha sido en interés de la historia misma. Demos vía libre al debate
por todos los medios, pero para que sea una polémica sobre datos históricos
reales y no en defensa de presupuestos ideológicos previos”. Con todo, se
percibe modesto en resultados Thompson, abrumado por un legado documental
inabarcable: “En modo alguno pretendo haber descubierto siempre la verdad (…)
No he hecho más que una cala en los cientos de miles de papeles del Archivo
Nacional”. Ciertamente, nos es preciso siempre reconocer –servidumbre y
grandeza del oficio– que “ningún historiador puede pretender abarcar, él solo,
un terreno así en todo detalle” (Thompson, 1977: II, 473-474). Trabajar con la
documentación procedente de fondos públicos (documentos nacidos de las
instancias del poder), así como con documentos personales y literarios, era un
modo tradicional y artesanal mucho más ceñido al dato y a la textualidad de lo
que aceptarían los cánones marxistas. Aquel paso de un Thompson marxista
opinante político hacia mecánicas y fuentes de la rutina profesional
conllevaría el riesgo de una interpretación histórica más laxa e insegura, más
dependiente del carácter formal de la fuente empleada, y además perfilaba
visiblemente su sesgo anti-teórico y anti-doctrinal. A los convencionalismos
materialistas les oponía su estilo vehemente y (eficientemente) popular, a
veces descuidado, pero siempre directo en la interpelación, un estilo forjado
en el voluntariado antifascista y su experiencia igualitaria y romántica de
camaradería. Veía la historia llena de sujetos históricos sometidos a
estructuras de determinación, pero capaces de reaccionar a ellas, de actuar…
Como se le reprochó más de una vez, en aquel modo suyo de escribir sobre los
pobres y los oprimidos era frecuente que la emoción supliera al análisis, lo
atravesara de arriba abajo.
En su obra literaria, en congruencia con su
obra histórica, el horizonte utópico lo llenaría todo: en la poesía muy
especialmente, pero también en la única novela que llegó a concluir de las tres
que Thompson empezara, The Sykaos Papers (1988a), un relato humorístico de
ciencia ficción en el que proyectaba su nostalgia y su admiración sin límites
por los disidentes, por todo género de resistentes al poder. VIGENCIA Y
RESISTENCIA Quien se inicie en la lectura de las obras de Thompson en tiempos
como los nuestros notará con certeza, antes que nada, esa cualidad política y
moral, bastante por sí misma para recomendar dicha lectura cuando son pocos ya,
en el oficio, aquellos que no llegan a aceptar que la función política y el
color ideológico de la escritura histórica dependen de una mediación retórica,
además desde luego de la situación y condición social, sexual y de raza de
quien escribe.
No parece discutible la idea
de Walter Benjamin de “que el objeto histórico no ofrece vagas analogías con la
actualidad, sino que se constituye exactamente en la tarea dialéctica que la
actualidad ha de resolver” (Benjamin, 2012: 132). Dejar de lado a Thompson
sería un error ahora, más aún porque nos hemos acostumbrado en la
historiografía a aplaudir sin dudar el tono popular y democratizante, y por
ello atractivo, accesible en sí mismo, del relato que trae hasta el lector la
presencia directa de unas voces. Que no atañen tan solo a los profesionales de
la historia, sino a amplios colectivos de población apartados de ella. No en
vano Thompson fue, antes que nada, un profesor de adultos (Sewell, 1994: 79;
Croft, 1995), y sería con los trabajadores de la WEA (Workers’ Education
Association) con quienes ensayó sus ideas sobre el socialismo y la pobreza,
sobre el esfuerzo de trabajadores y clases populares por hacer oir su voz; fue
con ellos con quienes puso a prueba su idea sobre la acción humana y la
conciencia social.
Creo que para los historiadores de las últimas
décadas del siglo XX fue decisiva aquella vocación empírica de Thompson que
tanto habría de influir en análisis concretos, pero aún más en ese cambio de
escala general fructífero que llamamos genéricamente microhistoria. Su obra más
relevante, La formación…, había sido escrita por alguien a quien, una vez más
Perry Anderson, considerara localista y provinciano (lo recuerdan tanto Dworkin
como Palmer). Pero sucede que ese libro se halla entre las obras más citadas de
la segunda mitad del siglo XX, y ha influido en la escritura de historia social
mucho más que otras obras de historia, sea cual sea su mérito, cuya excelencia
se reconoce aún. Si su primera vocación no fue la de historiador, Thompson fue
alguien que sostuvo con fuerza y decisión las reglas clásicas, convencionales,
del método histórico, si bien las sometió a un objeto político que estimó
superior.
En aquellos textos largos –larguísimos a
veces-, Thompson defiende con energía las señas de identidad propias del
oficio, y muchos serían entonces los que agradecieran vivamente la vibrante
defensa de lo que, sin tentaciones filosóficas o abstractas, era a su juicio la
lógica histórica: “el diálogo entre concepto y dato empírico (…), conducido por
hipótesis sucesivas (…), y a base de investigación empírica”.
El sesgo culturalista que
posee Thompson lo acrecienta el plus moralizante de su oposición al
estalinismo, su fuerte carácter anti-economicista. Parece plausible suponer que
esa perspectiva haya vuelto a incrementar en tiempos recientes su vigencia y su
oportunidad, siendo en una coyuntura de desigualdad social y económica la
creciente, y de involución democrática comparable a que hoy vivimos, cuando se
hiciera fértil el pensamiento histórico de Thompson. No parece atrevido pensar
que, si viviera Thompson, seguiría convencido de una necesidad radical de
“actuar”. Como repitió tantas veces evocando a Blake, “el que se siente llamado
a actuar, si no lo hace, genera pestilencia…”.
Según preferencias
estilísticas e ideológicas, según carácter y formación intelectual,
apreciaremos más o menos el modo de escribir de Edward P. Thompson. William
Sewell (1994: 78) destaca la calidad literaria de sus escritos, la narrativa
“prolongada, laberíntica, picaresca y dickensiana” que evidencia su formación
literaria, y remite a una tradición académica y cultural que, todavía entonces,
era potente en Gran Bretaña. De ahí tomará la poesía y el folklore popular que
emplea como fuentes; de ahí importará textos de una cultura popular preservada
como patrimonio nacional (pero Thompson no gustaba en cambio del término
popular culture, aunque de ese depósito había extraído precisamente su peculiar
habilidad para forjar una mirada antropológica hacia los modos y formas de la
protesta). Cierto es que la forma thompsoniana de hacer historia no constituye
una teoría alternativa, original –ni mucho menos una teoría de la historia
completa, cosa que Thompson, dando pábulo a las acusaciones de empirismo,
siempre eludió intentar-; sino que es en esencia un intento de conciliar el
marxismo –entendido como cuerpo de ideas para la transformación social- con la
idea mixtilínea de historicidad. De ahí el reproche de Thompson a Anderson y a
Nairn por no avenirse a tener en cuenta la variedad de gentes y personas, por
descuidar la existencia de cambio y mutación en las relaciones humanas (la
relación entre las clases tanto como el cambio que acaece dentro de la propia
clase, en su interior), por no entender la simultaneidad de tiempos que se dan
cita en la experiencia, y por acabar reduciendo lo que en la vida y en la
historia es movimiento, a un plano inexistente, falso, de estaticidad. Solo el
comportamiento propio “de clase” que surgirá de aquellas relaciones y sus
cambios (entre otros, los que viven las instituciones ligadas a la clase), nos
permitirá ver –Thompson se empeña en ello- que las clases existen. Podremos
compararlas a escalas diferentes (a una escala transnacional también), mas
siempre que atendamos a las diferencias surgidas de contextos culturales
diferentes. Nunca estaríamos en condiciones de aislar una muestra de clase
“pura”, abstracta, pero sí podríamos ver cómo se comporta la relación, acompañar
su funcionamiento. Esa escritura thompsoniana, de un marxismo poetizado e
historizado, no negaba la clase y sus determinaciones, pero buscaba más
reconstruir las expresiones concretas del proceso de construcción histórica
atendiendo a las voces en silencio. Con documentos arrebatados al archivo,
llevaba ante el lector cadenas argumentativas de párrafos muy largos. Si Sewell
los apreciaba sin duda, Geoff Eley, por su parte, recuerda el arqueo de cejas
“ante el método de la cita extensa” de más de un observador, sorprendido ante
aquel “máximo de sentimiento y un mínimo de análisis” (Eley, 1994: 63 y 71).
Con todo, Thompson salía “del pozo de la investigación tradicional con oro en
los bolsillos”, porque habría cuidado el contexto de producción de esos discursos,
persiguiendo el orden de las palabras para fijar sus usos en el tiempo (los
tiempos cruzados) y su circulación. Las interpretaciones de cómo los discursos
mantienen su correspondencia con prácticas sociales no son materialistas
seguramente, hablando en propiedad, pero el método histórico-filológico de
Thompson enraíza y adelanta la prospección discursiva que otras corrientes han
forzado después, en el contexto post-estructuralista que enfatiza el valor
performativo del lenguaje. Desde el punto de vista metodológico, era sin duda
novedad en el marco del marxismo el incluir fuentes literarias como evidencia
histórica junto a documentos anónimos y de orden circunstancial, pero el uso
extendido de esas fuentes que hizo Thompson iba a abrirnos a los historiadores
posibilidades de búsqueda y utilización documental si no del todo nuevas, sí en
aquel momento inesperadas: la “experiencia” de los sujetos históricos ignotos,
su capacidad de actuar, podría recuperarse a partir de ahí por diversos
caminos. Años después, Dorothy Thompson editó en Nueva York en 1997, con textos
de E.P. Thompson de los años 60 en adelante, un libro póstumo, The Romantics.
England in a Revolutionary Age, en su mayor parte lecciones de vida y obra de
poetas románticos ingleses, elaboradas por Thompson para un público no
especializado (los alumnos obreros de las universidades periféricas en que
trabajó), que busca, casi obsesivamente, la relación entre texto literario y
experiencia. Importa así destacar la conexión, hoy de nuevo apreciada, entre
literatura y sociedad que se evidencia en Thompson, lo mismo que, de un modo u
otro, hicieron después las estrategias neohistoricistas y muchas formas que
abarcan los Cultural Studies (Woodhams, 2001). Resulta significativa la
jerarquización ponderada de Thompson sobre las fuentes en la escritura
histórica, su distinción en cuanto a los valores relativos de unos u otros
recursos para proporcionar información de peso sobre las luchas de poder, su
suspicacia ante la pretendida objetividad de los escritos públicos. En el
capítulo XIV de The Making of the English Working Class hay consideraciones
metodológicas sobre fuentes de archivo relativas a organizaciones ilegales y
clandestinas de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para Thompson era
un hecho que “las pruebas que las autoridades presentaban referentes a una
clandestinidad conspiradora entre 1798 y 1820, son dudosas y algunas veces
carecen de valor”, por lo que a su juicio no debían usarse. A su vez, fuentes
que venian “de abajo” y que eran supuestamente subjetivas, no producidas por un
“observador objetivo” (el conflicto las habría vuelto partidarias
forzosamente), tendrían para el historiador, nos dice Thompson, un “valor
incalculable”. Si bien clandestinas y “oscuras” esas fuentes emanadas de abajo
por los sujetos oprimidos, tendrían de entrada garantía de verdad; al
contrario, si fueran las fuentes oficiales las oscuras, entonces debería el
historiador sospechar de su naturaleza “contrarrevolucionaria”, de su probable
intención de negar el móvil de la acción popular. De ahí se deriva una elección
jerárquica, en sentido contrario al usual y más extendido, en aras de una
reconstrucción más verdadera, susceptible de traer al primer plano la palabra y
la obra de los “perdedores”. Que el discurso de esos perdedores fuese “oscuro”
o de inferior calidad expresiva, no es para Thompson algo importante ya, porque
la calidad y el rango documental dependen de la capacidad de los documentos
para mostrar las cuestiones sociales de su tiempo, sus tensiones y sus
sentimientos colectivos, los conflictos y las emociones experimentados por unas
vidas concretas y reales. Vidas que, de otro modo, no habrían reencontrado su
voz y su expresión.
Thompson estaba convencido
de que aquel tipo de discurso histórico era una herramienta mejor, más eficaz
para servir al proyecto “revolucionario”, que los discursos abstractos de un
Anderson, un Nairn o un Althusser (Hamilton, 2011). Por eso era importante
regresar al archivo, como estrategia política contra la teorización filosófica
y la abstracción sociológica. El presente de Gran Bretaña entonces, la
liquidación vertiginosa de la igualdad demócrata y social, exigían relatos
colectivos ejemplares. En la década de 1970, la preocupación esencial del
matrimonio Thompson sería combatir la degeneración antidemocrática de la vida
política en su país, indignados por la poca atención que la izquierda
británica, tan alienada y desanimada como el resto de las fuerzas política,
concedía a la involución autoritaria y a la pérdida vertiginosa de los valores
y la cultura “de combate”, de clase: “Lo que podemos esperar”, había escrito
también en Miseria de la Teoría (1978), “es que los hombres y mujeres del
futuro nos retomarán, afirmarán y renovarán nuestra voluntad.” Todavía en 1986
se había batido Thompson contra el poderoso enemigo interior, en aquella
“agenda para una historia radical” que publicó la Radical History Review. Le
obsesionaba un enemigo que para él seguía tomando la forma de sus viejos amigos
y excompañeros de partido, como Eric Hobsbawm, Christopher Hill o Perry
Anderson (McCann, 1997). Así trataba de activar la reacción de la izquierda
política y de situarla ventajosamente en la polémica internacional ante la
división de bloques y los conflictos sociales derivados de la desigualdad y el
empobrecimiento de los más débiles, ante la lucha contra el peligro nuclear y
lo que entonces llamábamos universalización capitalista.
AGRADECIMIENTOS Proyecto
MINECO HAR2011-26344/HIST (IP, Rosa M. Capel Martínez). Una versión distinta y
anterior, también sobre la obra de Edward Palmer Thompson (Hernández Sandoica,
2016), contiene abundante aparato crítico. Agradezco a Mónica Burguera (2014),
el uso y la mención del borrador original de aquel otro ensayo, que entonces
aún permanecía inédito. Y a Alejandro Estrella que me haya hecho llegar
amablemente, a punto ya de cerrarse esta nota, su último estudio (Thompson,
2016).
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(*) Universidad Complutense
de Madrid, Departamento de Historia Contemporánea. Profesor Aranguren s/n,
28040-Madrid e-mail: elenahs@ucm.es ORCID iD: http://orcid.org/0000-0003-4889-945X
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