Por ANTHONY GRAFTON (*)
¿Alguna vez fuimos modernos?
¿O filosóficos? o ilustrados? Hoy muchos empezamos a dudarlo, especialmentesi
vivimos en el lugar que se veía a sí mismo como el mejor fruto de la
Ilustración y la modernidad: los Estados Unidos de América. Con presidentes que
buscan una guía divina, científicos que atacan la evolución y gobiernos que
destinan fondos públicos a asociaciones de caridad sectarias, es cada vez más
difícil reconocer en nuestra vida pública aquella república que crearon
Franklin y Jefferson; al mismo tiempo, la cultura popular está transformando a
algunos de los alegres filósofos, padres de nuestra bella nación, en
inverosímiles caballeros, cristianos y muy devotos. También en las
universidades, aunque de forma distinta, la modernidad y la Ilustración ahora
son insultos técnicos: constituyen un código para referirse a las enormes
prisiones estilo Piranesi que hoy habitamos o al Estado vigilante que registra
nuestras conversaciones y conoce cada uno de nuestros movimientos (aunque,
tristemente, no lo suficiente como para prevenir que algunos de nosotros
ataquemos el orden cultural en el que estamos inmersos).
Ninguno de estos acontecimientos parece
alterar a Jonathan Israel. La Ilustración de la que él habla es buena y
moderna. Democrática, igualitaria y secular, se opone al dominio de la
monarquía sobre sus súbditos, del hombre sobre la mujer, del clero sobre los
laicos y de los amos sobre los esclavos. Su embestida cambió el mundo y terminó
con estructuras sociales, políticas e intelectuales que se habían mantenido
casi sin cambios a pesar del Renacimiento y la Reforma. Es cierto que la
Reforma había derribado a la iglesia occidental europea —única, sagrada e
indivisible— de la Edad Media, pero Aristóteles aún reinaba en las
universidades, fueran luteranas, calvinistas o católicas, así como en las jerarquías
sociales.
Para derribar a Aristóteles y a las
jerarquías, al sacerdocio y a la opresión, fue necesario —como pasó con las
colosales estatuas de Ramsés— un sismo como el que provocó la Ilustración; y
más importante aún, desde el restringido punto de vista del historiador, Israel
sabe con precisión dónde acumuló fuerza esta aplastante nueva ola: en los
Países Bajos durante la segunda mitad del siglo xvii.
El movimiento filosófico
fundado por Baruch de Spinoza fue la raíz de la Ilustración y se convirtió en
su núcleo; esta “Ilustración radical”, como Israel la llama, comenzó como la
razonada discrepancia de un atento judío holandés en contra de las estructuras
de autoridad que todos a su alrededor aceptaban, y se convirtió en un mensaje
revolucionario que fue ganando adeptos y movilizándolos hasta formar células de
activistas en todas partes, desde la Nápoles de Vico hasta el Londres de
Toland. Tradicionalmente los historiadores anglosajones han descrito la
Ilustración en términos similares a los de Voltaire: un movimiento francés que
surgió, en su mayoría, de raíces inglesas. Israel se propone demoler esta
concepción y remplazarla con algo completamente distinto: su Ilustración se
inició en los Países Bajos y en ocasiones prosperó con más vehemencia en Alemania
y Escandinavia que en la Francia absolutista dominada por sacerdotes. En una
era en que prolifera el miniaturismo histórico, es estimulante encontrar un
académico dispuesto a cubrir techos y paredes con un espléndido fresco siempre
en expansión. Israel propone una gran tesis histórica, de la misma clase que
los historiadores solían apreciar con deleite y que ahora ya no está de moda.
Además lo hace con estilo y detalle, exhibiendo pleno dominio de los textos,
los archivos, los ambientes locales y las corrientes internacionales, todo lo
cual suscita inmediata admiración. Esta obra opera en distintos niveles; en
primer lugar, ofrece una historia social del mundo intelectual en las
postrimerías del siglo xvii y los comienzos del xviii. Según Israel, la Ilustración
radical echó raíces y floreció dentro de una nueva matriz cultural, la cual
pudo surgir sólo a finales del siglo xvii. Durante esos años, la República de
las Letras era un Estado imaginario que se extendía por toda Europa; sus
ciudadanos trataban, de forma más sistemática que cualquiera de sus
predecesores, de asimilar todo el conocimiento no sólo a sus sistemas, sino
también a sus bibliotecas, como en la magnífica rotonda de Wolfenbüttel donde
Leibniz desarrolló una de sus numerosas y barrocas máquinas para procesar
información. Concibieron nuevas formas para mantenerse al tanto de la
producción de libros en un momento de increíble proliferación de obras, así
como de teorías y debates que provenían de todos los frentes. Por ejemplo,
escritores, editores y sociedades de eruditos crearon periódicos que examinaban
a detalle las nuevas publicaciones, mientras que en las universidades las
cátedras de “historia literaria” ofrecían a los estudiantes una visión general
del universo del conocimiento.Aunque un tanto mellada por la
posmodernidad, la Ilustración sigue pareciéndonos esa metamorfosis esencial
gracias a la cual el Occidente adquirió los rasgos con que hoy lo reconocemos.
Jonathan I. Israel sostiene, en un libro que comienza a circular, que lo más
profundo de ese cambio tiene su origen sobre todo en el pensamiento de Spinoza,
cuyo radicalismo y trascendencia no han sido suficientemente valorados .
Por encima de todas las cosas, debatían: lo hacían a través de una correspondencia interminable, o en las academias, bibliotecas y en esas nuevas salas para el debate público, los cafés, donde los hombres leían y discutían los manuscritos o los boletines con noticias, ya impresos, que no hacía mucho habían comenzado a circular de forma regular, una o dos veces por semana; y los salones, donde hombres y mujeres desarrollaron un nuevo estilo de conversación y una nueva clase de vida intelectual.
Por encima de todas las cosas, debatían: lo hacían a través de una correspondencia interminable, o en las academias, bibliotecas y en esas nuevas salas para el debate público, los cafés, donde los hombres leían y discutían los manuscritos o los boletines con noticias, ya impresos, que no hacía mucho habían comenzado a circular de forma regular, una o dos veces por semana; y los salones, donde hombres y mujeres desarrollaron un nuevo estilo de conversación y una nueva clase de vida intelectual.
Los ciudadanos de esta
república imaginaria discrepaban en numerosos e importantes aspectos, desde las
bases de la metafísica hasta la identidad de la iglesia verdadera, pasando por
la estructura del sistema planetario. Sin embargo, coincidían en un punto
importante que minimizaba sus diferencias: sólo la razón determinaría el
resultado de sus debates (y no el apoyo de alguna autoridad política o
eclesiástica). En la República de las Letras los luteranos se encontrarían con
los calvinistas, los franceses con los alemanes, los hombres con las mujeres,
no como amalecitas dignos de escarnio, ni como creaturas inferiores a las
cuales dominarían, sino como seres racionales, iguales a ellos y con pleno
derecho a ser escuchados.
Siguiendo a Jürgen Habermas —aunque de forma
menos crítica que la mayoría de los historiadores lo hacen ahora—, Israel trata
las décadas alrededor de 1700 como la época en que surgió una esfera pública
europea: un mundo en el que las cuestiones más apremiantes, tanto públicas como
privadas, se convirtieron en tema de debates sin restricciones que cruzaron
fronteras lingüísticas y políticas, un espacio libre en el que el ciudadano
común reclamó el derecho a criticar las acciones de sus gobernantes.
Según Israel, las peligrosas
ideas de Spinoza se expandieron como cultivos de penicilina en un medio rico en
nutrientes. Si bien la censura formal continuaba en su apogeo —y no sólo en
tierras de católicos, apunta el autor con razón, sino también en la Holanda
calvinista—, los afanosos copistas reproducían a mano obras demasiado
peligrosas, ya fuera temporal o permanentemente, como para ser llevadas a la
imprenta; la Ética del mismo Spinoza es un ejemplo. Los editores hábiles
encontraron formas ingeniosas de empaquetar libros condenados: usaban falsas
identidades editoriales y portadas engañosas para ocultar —pero también para
insinuar— el verdadero contenido de las bombas literarias que lanzarían contra
la realeza y el clero.
El manual radical de
hermenéutica de Lodewijk Meyer, Philosophia S. Scripturae Interpres [Filosofía,
intérprete de las sagradas escrituras] —cuya portada se distinguía por
consignar a Eleutheropolis como lugar de impresión—, sostenía que sólo la
filosofía sería capaz de aclarar los pasajes “oscuros e inciertos” de la
Biblia; por ejemplo, señalaba que la creación ex nihilo era imposible y que
cualquier debate acerca de la trinidad carecía de sentido. Inspiradas en los
textos de Spinoza, las novelas de Denis Vairesse y Symon Tissot evocaban
felices sociedades deístas que sabían, al igual que Spinoza y Meyer, que Dios
había dirigido la Biblia a judíos primitivos y supersticiosos, no a hombres
sabios. Las esporas llegaron aún más lejos gracias a sermones audaces, fieros
debates teológicos, pequeños panfletos y tratados de múltiples volúmenes sobre
Moisés.
Israel rastrea el avance del radicalismo de
Spinoza igual que un Sam Spade de la historia, siempre dispuesto a entrar en
los más peligrosos callejones hacia donde lo lleve su investigación. Al parecer
rastreó todos los manuscritos de cada uno de los heterodoxos clásicos, desde
Bodin hasta Boulainvilliers, y mucho más, y demuestra que algunos textos que
nunca llegaron a la imprenta, o que no llegaron sino hasta los siglos xix y xx,
también suscitaron animados debates durante este periodo. Israel descubre nidos
de libros perversos y ponzoñosos en lo que parecerían ser respetables
bibliotecas de toda Europa, como la del ministro de literatura del príncipe
Federico —que a partir de 1736 se convertiría en Federico II el Grande—,
Étienne Jordan, quien en público profesó su creencia en una deidad y registró
hasta el último rincón de Europa en busca de textos filosóficos clandestinos.
Israel resume las carreras de docenas de radicales olvidados, a los que conoce
por haberlos leído directamente en las fuentes y de los que traza vívidos
perfiles que se convierten en uno de los mayores placeres de este libro. Aunque
algunos materiales provienen de fuentes secundarias, Israel les ha sacado el
máximo provecho posible, consultándolos en bibliotecas de Europa oriental o del
sur de California, así como en una sobresaliente variedad de archivos. Su
erudición políglota es digna de respeto. Durante los últimos veinte años
numerosos académicos —entre los que sobresalen nombres como Anne Goldgar, Dena
Goodman y Françoise Waquet— han realizado nuevos mapas y recuentos de la
República de las Letras; sin embargo, la topografía de Israel es la más
exhaustiva y la mejor informada de todas. Los buenos historiadores británicos
saben que “la geografía se encarga de los mapas mientras que la historia se
encarga de las personas” e Israel, un magnífico historiador británico, está de
acuerdo. Su propósito no es trazar el mapa del mundo intelectual como si éste
hubiera sido una entidad coherente y estable, sino mostrar que sus fronteras y
contornos se movían y cambiaban conforme Spinoza y sus aliados las invadían.
La Ilustración radical se mueve tanto en el
tiempo como en el espacio y busca descubrir cómo fue que el pensamiento
occidental se volvió moderno en el lapso de unas cuantas décadas. Para sostener
su argumento Israel primero debe aclarar una serie de puntos secundarios. Para
empezar, afirma que Spinoza llegó por sí mismo a su posición radical con
respecto a la Biblia y a la supremacía de la razón sin ayuda alguna de
estímulos externos, como podría haber sido el libro de Isaac La Peyrere de 1655
sobre los preadamitas. Israel reconstruye una larga serie de remotos debates en
torno a Spinoza y las interrogantes planteadas por él; gracias a su dominio de
la historia holandesa, alemana y escandinava, demuestra que algunas
controversias —cuyos protagonistas resultan mucho menos conocidos por los
estudiosos de la Ilustración que, por ejemplo, el caso de Calas— en realidad
obligaron a las autoridades políticas y eclesiásticas a emprender enérgicos y a
menudo contradictorios esfuerzos de intervención. Polémicas como la que produjo
la crítica de Louis Wolzogen en contra de Meyer (un trabajo cartesiano
demasiado racionalista para muchos teólogos ultraortodoxos), o la serie que
desató el panfleto del —a fin de cuentas bien intencionado— Johannes
Bredenburg, desembocaron en una guerra de panfletos que involucró a muchas
partes, las cuales generaron un sinfín de réplicas, contestaciones y
refutaciones.
Israel rastrea la influencia de Spinoza en
escritores tanto importantes como secundarios; afirma, así, que su radicalismo
sistemático proporcionó los cimientos intelectuales indispensables para el
ataque de Balthasar Bekker en contra de las creencias en las brujas, la nueva hermenéutica
y la nueva filosofía de la historia de Giambattista Vico, los ataques de John
Toland contra la superstición y el Traité des trois imposteurs [Tratado de los
tres impostores], un best-seller clandestino del que han sobrevivido cerca de
doscientos ejemplares.
Jonathan Israel despliega la misma erudición
sobre los enemigos del nuevo radicalismo como sobre sus defensores. Uno de los
aspectos más ingeniosos de este interesantísimo libro es su demostración de que
numerosos observadores críticos y enemigos de la Ilustración radical, como
Johann Franz Buddeus, uno de los precursores de la historia de la filosofía,
describen a los radicales en términos similares a los que él utiliza: según
Israel, lo que esos historiadores vieron eran vectores de un contagio
intelectual que se remontaría hasta Spinoza.
El autor concluye —de forma
breve pero elocuente— que el concepto moderno de la Ilustración tomó forma
mucho después del periodo mismo, durante ese parteaguas que fue la revolución
francesa y como parte de un esfuerzo sistemático por crear un canon de héroes
nacionales; así, su recreación de la primigenia Ilustración radical constituye
un intento por demoler los mitos históricos que, en parte, surgieron por
motivos políticos.
La Ilustración radical, igual que otras de sus
obras, se desborda de fascinantes materiales de todo tipo, tan ricos y variados
que ninguna reseña podría hacerle justicia. Sin embargo, la tesis principal del
libro no provocará la aceptación de todos los lectores. La forma en que se presenta
el material plantea ciertos inconvenientes: Israel adopta un agudo tono
polémico sin identificar —con excepción de algunos casos— al destinatario de su
ira. Aunque discute brevemente La crisis de la conciencia europea, de Paul
Hazard, no somete a ese clásico a un análisis y una crítica sistemáticos, ni
trata abiertamente y con detalle —lo cual para un lector inexperto podría
representar un problema— sus desacuerdos con otros especialistas del periodo,
desde pioneros como el mismo Hazard, Erich Haase y Hugh Trevor-Roper, pasando
por autoridades académicas como Richard Popkin, Frank Manuel y Margaret Jacob
—estudiosos que hace tiempo insisten en la importancia de estas décadas—, hasta
llegar a jóvenes historiadores no británicos como Silvia Berti y Winfred Schroder
—cuyas ediciones críticas de textos y análisis exhaustivo de fuentes han sido
de suma importancia—. En ocasiones Israel deja ver que después del trabajo de
Hazard ningún tratamiento general de la Ilustración le ha hecho justicia
suficiente a los datos con los que él trabaja. Sin duda esto es verdad; sin
embargo, sus parcas referencias a los estudios modernos dan la extraña
impresión de que nadie los ha estudiado en lo absoluto. Sólo un lector
experimentado, capaz de seguir las abundantes notas al pie de Israel, sabrá a
qué tesis se refiere y en qué debates está participando.
Además, Israel no siempre se
resiste al peligro —común en su oficio— de “la gran tesis”, esa tendencia de
los historiadores a exagerar la importancia de los materiales en que se basan
sus ideas y a restársela a otros textos y problemas. Por ejemplo, muestra más
interés en la filosofía que en la filología; en consecuencia, rara vez hace
mención a los precursores de la erudición bíblica en los siglos xv y xvi, así
como tampoco considera lo radical de los métodos humanistas cuando se aplicaban
a textos que merecían autoridad absoluta. En forma más general, considera de
reciente creación la República de las Letras francesa, así como sus provincias
alemana y escandinava, y no como una descendiente directa de la respublica
litterarum, de habla latina, propia de los humanistas —y que Paul Dibon, Marc
Fumaroli y Peter Miller ya analizaron con mucho detalle—. Cuando Israel insiste
en que la obra de Spinoza dio forma a la de Vico, en realidad ignora la amplia
gama de textos históricos y situaciones que —según han demostrado otros
estudiosos, como Paolo Rossi, Gianfranco Cardini y Joseph Levine— interesaban
profundamente al maestro napolitano de las ciencias humanas. El siglo xvii de
Israel deja poco espacio para debates sobre la cronología histórica y bíblica o
para la célebre Querelle des Anciens et des Modernes [Debate de los antiguos y
los modernos], mientras que el siglo xvii de Vico, por el contrario, sí ofrece
amplio espacio para ambos temas. En este caso debo admitir que este reseñista
habla pro domo. Sin embargo, puedo anticipar que un buen número de lectores
cuyo mayor interés sean los autores considerados tradicionalmente como parte de
la Ilustración —Locke, en particular— sentirán que Israel presenta
interpretaciones cuestionables, sin considerar en profundidad la evidencia en
contra de sus argumentos.
Este libro, polémico y rico, presenta una
perspectiva y erudición que sólo podemos envidiar. Provocará que muchos
dix-huitiemistes miren con más cuidado al norte y al occidente. Probablemente
provocará discusiones y debates interminables, en especial sobre las virtudes
de la Ilustración, un punto en el que concuerdo absolutamente con el autor.
Pondrá, asimismo, las décadas alrededor de 1700 en un lugar más cercano al
corazón de la historia intelectual angloamericana. No creo que el libro
demuestre la tesis de Israel, ni por lo que toca a Spinoza ni por lo que toca a
la unidad y el impacto de la Ilustración radical, pero, como bien decía A. J.
P. Taylor, la perfección es estéril. El entusiasmo de Jonathan Israel, su
erudición y su disposición para enfrentarse a nociones históricas ampliamente
aceptadas convierten este libro en un gran logro, un logro que lo hace merecer
—como sus protagonistas podrían haber dicho— la gratitud de todo el mundo
intelectual. W
(*) Fuente: w.elboomeran.com
Traducción de Dennis Peña. Anthony Grafton,
académico de la Universidad de Princeton, es autor de Los orígenes trágicos de
la erudición (Historia, 1998). Entre octubre y diciembre de 2011 La Gaceta
publicó su luminoso ensayo “El libro se desmaterializa”. Esta reseña se publicó
en The Times Literary Supplement
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